Capítulo XXX
Capítulo XXX
¡Si me la denegáis, maldigo vuestra ley!
¿Acaso no valen nada los decretos de Venecia?
Pido justicia. Decidme, ¿la tendré?
S
Durante un largo tiempo, ninguna voz humana interrumpió el silencio. El círculo de la multitud expectante se rompió y volvió a cerrarse, tras dejar paso a Uncas. Todos los ojos, que hasta entonces habían estado pendientes de los rasgos del patriarca, como si buscaran la clave de su sabiduría, se posaron con admiración en aquella figura erguida, ágil y bien proporcionada. Pero ni la reunión de toda la tribu ni el interés de que era objeto mermaron la seguridad del joven mohicano. Dirigió este en derredor una mirada orgullosa e inquisitiva, que afrontó con la misma calma la hostilidad de los jefes y la curiosidad de los niños. Pero cuando al final de su minucioso escrutinio descubrió a Tamenund, avanzó hacia él con un paso lento y silencioso. El anciano no se percató de su presencia hasta que uno de los jefes le informó.
—¿En qué idioma se dirige el prisionero a Manitú? —preguntó el patriarca, sin abrir los ojos.
—En el idioma de los delawares —replicó Uncas—, como sus padres.
Al oír aquella afirmación inesperada, la multitud profirió un alarido feroz, que recordaba el rugido del león cuando por primera vez se provoca su cólera. El patriarca también reaccionó. Se pasó una mano por los ojos, como si quisiera excluir hasta el más leve vestigio de un espectáculo tan vergonzoso, mientras repetía con voz profunda y gutural las palabras que acababa de oír.
—¡Un delaware! He vivido para ver a las tribus de los lenapes lejos de las hogueras del consejo y dispersas, como ciervos espantados, por las montañas de los iroqueses. He visto cómo las hachas de un pueblo extranjero talaban los bosques que habían respetado los inviernos. He visto a las fieras que corren por las montañas y a los pájaros que vuelan sobre los árboles viviendo en las tiendas de los hombres, pero nunca vi a un delaware que tuviera la osadía de introducirse, reptando como una serpiente venenosa, en los campamentos de sus hermanos.
—Los pájaros cantores han abierto sus picos —replicó Uncas con los tonos más suaves de su voz musical— y Tamenund los ha escuchado.
El anciano se sobresaltó e inclinó la cabeza a un lado, como para captar mejor los sonidos flotantes de una melodía lejana.
—¿Es que sueña Tamenund? —exclamó—. ¿Qué voz suena en sus oídos? ¿Se fueron ya los inviernos? ¿Volverá el verano para los hijos de los lenapes?
Un silencio profundo y respetuoso sucedió a aquel discurso incoherente, nacido de los labios del profeta delaware. Su pueblo no tardó en considerar aquel lenguaje incomprensible como una de las conversaciones misteriosas que, según creían, sostenía a menudo con un poder sobrenatural, y esperó con temor el resultado de la revelación. Tras una paciente pausa, sin embargo, uno de los ancianos intuyó que el patriarca había olvidado el motivo de sus reflexiones, y se aventuró a recordarle de nuevo la presencia del prisionero.
—El falso delaware teme escuchar las palabras de Tamenund —dijo—. No es más que un perro, que aúlla cuando los ingleses le enseñan el rastro.
—Y vosotros —replicó Uncas, mirando en torno con gravedad— sois perros que gimen, agradecidos, cuando los franceses les arrojan los restos de un ciervo.
Veinte cuchillos brillaron en el aire, y otros tantos guerreros se pusieron en pie de un salto al oír aquella respuesta hiriente y quizá merecida. Pero se contuvieron cuando Tamenund hizo un gesto con la mano, que indicaba su deseo de volver a hablar.
—Delaware —dijo el sabio—, ¡qué poco mereces ese nombre! Mi pueblo no ha visto el sol durante muchos inviernos, y el guerrero que abandona su tribu cuando esta se encuentra en dificultades es doblemente traidor. La ley de Manitú es justa, y seguirá siéndolo mientras los ríos corran y las montañas permanezcan, mientras las flores crezcan y caigan las hojas de los árboles. Es vuestro, hijos míos. Tratadle como se merece.
Nadie movió un miembro ni respiró con fuerza hasta que Tamenund pronunció la última sílaba de aquel veredicto, y un grito de venganza, que auguraba feroces intenciones, estalló al mismo tiempo en todos los labios de la tribu. En medio de aquel griterío prolongado y salvaje, un jefe proclamó en voz alta que el prisionero había sido condenado a sufrir el horrible tormento de la muerte por el fuego. El círculo se rompió al instante, y las voces de satisfacción se mezclaron con el bullicio de los preparativos. Heyward forcejeó con sus captores; Hawkeye miraba en torno con una expresión de extrema gravedad, y Cora volvió a arrojarse a los pies del patriarca para pedir clemencia.
Solo Uncas conservaba su serenidad. Observó los preparativos con calma, y cuando sus verdugos se le acercaron adoptó una actitud de inquebrantable firmeza. Uno de ellos, acaso más feroz y violento que sus compañeros, tiró de la cazadora de piel del joven guerrero y se la arrancó de un tirón. Luego, con un grito de placer frenético, saltó hacia su víctima para conducirla al lugar del tormento. Pero entonces, cuando menos capaz parecía de experimentar un sentimiento de humanidad, se detuvo como si un poder sobrenatural hubiera intervenido en favor de Uncas. Los ojos del delaware parecían a punto de salírsele de las órbitas. Se abrió su boca, y todo su cuerpo se petrificó en una actitud de sorpresa. Levantando la mano con emoción, señaló con un dedo el pecho del prisionero. Sus compañeros le rodearon y descubrieron, perplejos, el dibujo de una pequeña tortuga azul, finamente tatuada en el pecho del joven mohicano.
Uncas saboreó su triunfo durante un instante, sonriendo con calma. Después, apartando a la multitud con movimientos enérgicos, avanzó con porte majestuoso y habló con una voz fuerte y sonora, que destacaba entre los murmullos de admiración de los reunidos:
—¡Hombres de los lenni-lenapes! ¡Mi raza sostiene la tierra! ¡Vuestra tribu se apoya en el caparazón de mi espalda! ¡Ningún delaware que se estime podría encender un fuego para quemar al hijo de mi padre! —dijo, y añadió, señalando con orgullo el sencillo tatuaje de su pecho—: ¡La sangre de mi linaje apagaría vuestras llamas! ¡Mi raza es la madre de todos los pueblos!
—¿Quién eres? —preguntó Tamenund irguiéndose, más impresionado por el tono con que habían sido pronunciadas aquellas palabras que por su sentido.
—Uncas, el hijo de Chingachgook —contestó el prisionero con modestia, volviendo la espalda a la tribu e inclinando la cabeza por respeto a su posición y a sus años—, del linaje de la Gran Tortuga.
—¡La hora de Tamenund se aproxima! —exclamó el patriarca—. ¡Por fin amanece, tras una larga noche! Doy gracias a Manitú por habernos enviado a quien ocupará mi puesto junto a la hoguera del consejo. ¡Ha venido Uncas, el continuador del linaje de los mohicanos! ¡Deja que los ojos del águila moribunda contemplen el sol naciente!
Lleno de orgullo, el joven subió de un ágil salto a la plataforma que ocupaba el patriarca, desde donde se hizo visible a la multitud asombrada. Tamenund se asió a él con los brazos extendidos y escrutó cada uno de sus rasgos, con la mirada incansable de quien recuerda sus días de felicidad.
—¿Ha vuelto Tamenund a ser un niño? —exclamó al cabo el extasiado profeta—. ¿Han sido un sueño tantas nieves? ¿He soñado que mi pueblo se dispersaba como la arena, que había más ingleses que hojas en los árboles? La flecha de Tamenund ya no asustaría a un cervato; su brazo es débil como la rama de un roble muerto; un caracol le ganaría en la carrera. ¡Pero Uncas está ante él, como cuando combatíamos contra los rostros pálidos! ¡Uncas, la pantera de su tribu, el primogénito de los lenapes, el hijo del más sabio de los jefes mohicanos! Decidme, delawares: ¿es cierto que Tamenund ha dormido durante cien inviernos?
El profundo silencio que acogió aquellas palabras bastó para demostrar el enorme respeto con que el pueblo recibió el anuncio del patriarca. Ninguno se atrevió a hablar, pero todos aguardaron conteniendo la respiración. Solo Uncas, consciente de su alto rango, le respondió, mirándole a la cara con el afecto y la veneración de un hijo predilecto.
—Cuatro guerreros de su tribu vivieron y murieron —dijo— desde que el amigo de Tamenund condujo a sus hombres a la batalla. Hubo muchos jefes por cuyas venas corrió la sangre de la tortuga, pero todos ellos volvieron a la tierra, de donde vinieron, y solo quedan Chingachgook y su hijo.
—Es cierto, es cierto, —replicó el anciano, mientras los recuerdos se agolpaban en su mente y rememoraba la historia de su tribu—. Nuestros hombres sabios nos han dicho a menudo que dos guerreros de la estirpe de la tortuga cazaban en las montañas de los ingleses. ¿Por qué sus puestos han estado desocupados durante tanto tiempo junto a la hoguera de los delawares?
Al oír aquellas palabras, el joven levantó poco a poco la cabeza, que aún conservaba inclinada en señal de respeto. Alzó la voz para que todos pudieran oírle, y como si quisiera explicar de una vez y para siempre la historia de su familia, dijo:
—Hubo un tiempo en que dormíamos tan cerca del gran lago salado que oíamos su bramido cuando se irritaba. Entonces toda la tierra nos pertenecía. Pero cuando un rostro pálido se instaló en cada arroyo, decidimos seguir al ciervo a lo largo del río. ¡Los delawares se habían ido! Solo alguno de sus guerreros permanecieron para beber las aguas de la corriente amada. «Aquí cazaremos», dijeron mis padres. «Las aguas del río fluyen hacia el lago salado. Si fuéramos hacia el sol poniente, encontraríamos las corrientes que se juntan con los lagos de agua dulce. Los mohicanos moriríamos allí, como mueren los peces del mar en los manantiales de agua clara. Cuando Manitú lo ordene y nos llame, seguiremos este río hacia el mar y recuperaremos lo que nos pertenece». Esta es, delawares, la creencia de los hijos de la Tortuga. Nuestros ojos miran hacia el sol naciente, y no hacia el poniente. Sabemos de dónde viene, pero no dónde va. Eso nos basta.
Los hombres de los lenapes escucharon sus palabras con el respeto que produce la superstición, y encontraron atractivo el lenguaje lleno de imágenes del joven jefe. El propio Uncas observaba con atención el efecto de sus palabras, y poco a poco abandonó el aire de superioridad que había asumido, al advertir que se había ganado la simpatía del auditorio. Miraba a la silenciosa multitud que se agolpaba en torno al elevado asiento de Tamenund cuando descubrió a Hawkeye, que seguía atado. De un salto ágil se acercó a su amigo, y con un golpe rápido y firme de su propio cuchillo cortó las ligaduras e indicó a la muchedumbre que les dejara paso. Los indios obedecieron en silencio. Uncas tomó al explorador de la mano y lo condujo a los pies del patriarca.
—Padre —dijo—; mira a este rostro pálido; es un hombre justo y un amigo de los delawares.
—¿Es un hijo de Miquon?
—No. Es un guerrero conocido por los ingleses y temido por los maquas.
—¿Qué nombre le han proporcionado sus gestas?
—Le llamamos Hawkeye —replicó Uncas, usando el nombre delaware—, porque su vista nunca le falla. Los mingos le conocen mejor por las muertes que causa entre los suyos; para ellos es Rifle Largo.
— —exclamó Tamenund, abriendo los ojos y mirando con gravedad al explorador—. Mi hijo no debería llamarle amigo.
—Yo llamo amigo a quien demuestra serlo —contestó el joven jefe con gran calma, pero con firmeza—. Si Uncas es bienvenido entre los delawares, también debe serlo Hawkeye.
—El rostro pálido ha asesinado a mis guerreros; su fama se debe a los golpes que asestó a los lenapes.
—Si algún mingo ha murmurado eso al oído de los delawares, actuó como un pájaro cantor —dijo el explorador, para quien había llegado el momento de defenderse de tantas acusaciones sin fundamento, y que hablaba en la lengua del hombre al que se dirigía—. No negaré que he matado a muchos maquas, incluso en sus hogueras de consejo. Pero nunca he hecho daño a conciencia a ningún delaware, porque siempre me he sentido amigo de ellos, y los admiro.
Un rumor de aprobación se propagó entre los guerreros, que se miraron entre sí como hombres que empiezan a percibir su error.
—¿Dónde está el hurón? —preguntó Tamenund—. ¿Acaso ha querido burlar mis oídos?
Magua, cuyos sentimientos durante la escena precedente son más fáciles de imaginar que de describir, respondió a la alusión, avanzando con pasos firmes hasta colocarse ante el patriarca.
—Tamenund, el justo —dijo—, no puede quedarse con lo que un hurón le ha prestado.
—Dime, hijo de mi hermano —replicó el anciano, apartando la mirada del oscuro semblante de y volviéndose con placer hacia los rasgos más agradables de Uncas—, ¿tiene este extranjero derechos de vencedor sobre ti?
—No los tiene. Hasta la pantera es capaz de caer en una trampa preparada por mujeres, pero es fuerte y sabe cómo saltar sobre ellas.
—¿Y ?
—Se ríe de los mingos. El hurón habla por hablar.
—¿Y el extranjero y la joven blanca que vinieron juntos a mi campamento?
—Hay que dejarlos en libertad.
—¿Y la mujer que el hurón dejó con mis guerreros? —Uncas no respondió—. ¿Y la mujer que el mingo trajo a mi campo? —repitió Tamenund con gravedad.
—¡Es mía! —gritó Magua, agitando el puño hacia Uncas en señal de triunfo—. Sabes que es mía, mohicano.
—Mi hijo guarda silencio —dijo Tamenund, esforzándose por leer en el rostro que el joven, apenado, había vuelto hacia él.
—Así es —respondió el mohicano en voz baja.
Siguió un silencio impresionante, durante el cual se puso de manifiesto el desagrado con que la multitud admitía la justicia de la reclamación del mingo. Por fin, el anciano, de quien dependía por completo la decisión, dijo con voz firme:
—¡Vete, hurón!
—¿He de irme, justo Tamenund —preguntó el astuto Magua—, sin llevarme lo que me pertenece? La tienda de está vacía. Debes devolverle lo que es suyo.
El anciano calló por un momento, antes de preguntar, inclinando la cabeza hacia uno de sus venerables compañeros:
—¿Han oído bien mis oídos?
—Así es.
—¿Es este mingo un jefe?
—El primero de su tribu.
—Muchacha, ¿qué más quieres? Un gran jefe te toma por esposa. ¡Ve con él! ¡Tu raza no se agotará!
—¡Preferiría que se agotara mil veces —exclamó Cora, horrorizada— antes de consentir esa degradación!
—Hurón, su corazón está en las tiendas de sus padres. Una joven mal dispuesta solo puede hacer desdichada tu tienda.
—Habla con la lengua de su gente —replicó Magua, mirando a su víctima con amarga ironía—. Pertenece a una raza de comerciantes, y solo quiere hacerse valer. Que hable Tamenund.
—Llévate un cinturón de conchas, y nuestra estimación.
—Solo quiero lo que dejé aquí.
—Entonces llévate lo que es tuyo. El gran Manitú prohíbe a los delawares ser injustos.
Magua se adelantó y tomó a su cautiva del brazo. Los delawares retrocedieron en silencio, y Cora, como si estuviera segura de que toda resistencia era inútil, se dispuso a seguir su suerte con entereza.
—¡Alto, alto! —gritó Duncan, saltando hacia adelante—. ¡Hurón, ten piedad! Piensa que el rescate por esta joven puede hacerte más rico que ninguno de los tuyos.
—Magua es un piel roja. No quiere las fruslerías de los rostros pálidos.
—Oro, plata, pólvora, plomo, todo lo que necesita un guerrero lo tendrás en tu tienda. ¡Todo lo que corresponde a un gran jefe!
— es muy fuerte —gritó Magua, levantando con violencia el brazo de Cora—. ¡Ya tiene su venganza!
—¡Oh, Señor, oh, Señor! —exclamó Heyward, juntando las manos con desesperación—. ¿Cómo puede consentirse esto? ¡Apelo a ti, oh, justo Tamenund!
—El delaware ya ha hablado —replicó entonces el anciano cerrando los ojos y dejándose caer en su asiento, como si estuviera física y mentalmente agotado—. Un verdadero hombre no habla dos veces.
—Que un jefe no malgaste su tiempo repitiendo lo que ya ha dicho es sabio y razonable —dijo Hawkeye, al tiempo que indicaba a Duncan que permaneciese callado—, pero también lo es que un guerrero reflexione antes de golpear con el la cabeza de su prisionero. Hurón, no te aprecio, y no puedo decir que ningún mingo haya recibido favor alguno de mis manos. Es fácil suponer que, si esta guerra no termina pronto, muchos de tus guerreros se encontrarán conmigo en los bosques. Piensa si sería preferible llevar a una prisionera como esta joven a tu campamento o a alguien como yo, que yendo desarmado podría dar gran satisfacción a tu pueblo.
—¿Daría el Rifle Largo su vida por la de esta mujer? —preguntó Magua, titubeando porque ya se disponía a abandonar el lugar con su víctima.
—No, no. No he dicho tanto —respondió Hawkeye, retractándose, al advertir el interés con que Magua había acogido su propuesta—. Sería un cambio desigual ofrecer un guerrero en plenitud de facultades a cambio de la mejor mujer de la frontera. Estaría dispuesto a retirarme ahora a los cuarteles de invierno al menos hasta seis semanas antes de que vuelvan las hojas, a condición de que esa mujer quede en libertad.
Magua negó con la cabeza, e hizo un signo de impaciencia para que la multitud se apartase.
—Está bien —añadió el explorador, con la expresión meditabunda de quien no se resigna—. Incluiré a en el trato. Acepta mi palabra de cazador: no hay un arma igual en todas las colonias.
Magua siguió sin dignarse responder, y continuó esforzándose por dispersar a la multitud.
—Quizá —añadió el explorador, que perdía su acostumbrada frialdad a medida que el otro manifestaba su indiferencia—, si yo demostrase a tus guerreros las cualidades de esta arma, se aproximarían nuestras posiciones.
Una vez más, ordenó a los delawares, que todavía formaban un círculo en torno a él con la esperanza de que aceptase la oferta del cazador, que se apartasen.
—Lo que está escrito ha de suceder tarde o temprano —continuó Hawkeye, dirigiendo a Uncas una mirada triste—. El muy rufián lleva ventaja, y no quiere perderla. ¡Que Dios te bendiga, muchacho! Has encontrado amigos entre los de tu raza, y espero que sean tan sinceros como algunos de los que no tenemos sangre india en nuestras venas. En cuanto a mí, tarde o temprano he de morir. Me alegro de que haya pocos que puedan lamentar mi muerte. Después de todo, es posible que estos malditos hubieran acabado quitándome la cabellera, de modo que un día o dos no suponen gran diferencia en comparación con la eternidad. Que Dios te bendiga —agregó el endurecido hombre de los bosques, dirigiendo al joven una mirada de afecto—. Os quise mucho a ti y a tu padre, Uncas, aunque nuestra piel no sea del mismo color y nuestros dones difieran un tanto. Dile al Sagamore que nunca dejé de pensar en él, ni en bus mayores dificultades. Y, en cuanto a ti, piensa en mí cuando vayas de caza. En el cielo puede haber un paraíso o dos, pero es seguro que existe un lugar donde los hombres honestos volverán a encontrarse. Mi rifle está donde los ocultamos. Tómalo, consérvalo en mi recuerdo y utilízalo sin reparo contra los mingos, que un poco de venganza puede hacerte más leve mi pérdida. Hurón, acepto tu oferta. Suelta a esa mujer; soy tu prisionero.
Un rumor contenido pero audible de aprobación se propagó entre la multitud al oír aquella propuesta generosa. Hasta los más feroces de los guerreros delawares manifestaron la admiración que les producía aquel sacrificio. Magua se detuvo y por un momento pareció dudar. Pero su decisión era inquebrantable.
Miró a Cora con una expresión donde se combinaban la fascinación y la ferocidad, y con un gesto rechazó definitivamente la oferta.
— —dijo con voz firme— es un gran jefe; solo tiene una palabra. Ven —añadió empujando a su cautiva para obligarla a andar—. Un hurón no habla en vano. ¡Vamos!
Llena de orgullo femenino, Cora se desasió, y sus ojos oscuros relampaguearon al tiempo que, ante aquella humillación, la sangre se le agolpaba en las sienes.
—Soy tu prisionera, y cuando llegue la hora te seguiré hasta la muerte. Pero la violencia es innecesaria —dijo con frialdad, y de inmediato añadió, volviéndose hacia Hawkeye—: Os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón, hombre generoso. Vuestra oferta es inútil, y además no podría aceptarla. Pero aún podéis prestarme un gran servicio, mayor incluso que el que pretendíais. Mirad a esa niña indefensa. No la abandonéis hasta dejarla entre hombres civilizados. No diré —continuó, estrechando la mano curtida del explorador— que su padre os recompensará porque, para los hombres como vos, no pueda haber recompensas en esta tierra; pero su agradecimiento será eterno, como su bendición. Y creedme, la bendición de un hombre justo y anciano vale mucho ante los ojos de Dios. ¡Qué no daría yo por escuchar una de sus labios, en estos momentos! —la emoción le hizo callar por un instante. Luego, acercándose a Duncan, que sostenía en brazos a su hermana inconsciente, le dijo con voz más suave—: No necesito pediros que améis ese tesoro que será vuestro. Sé que la amáis, Heyward. Eso bastaría para borrar mil faltas, si las tuviese. Es tan cariñosa, amable y buena como puede serlo un ser humano. Es bella, muy bella —continuó, colocando sus manos, también blancas pero menos brillantes, sobre la frente de alabastro de Alicia, y apartando el cabello dorado que le caía sobre las cejas—; pero su alma es más bella aún. Podría hablar mucho más, y decir cosas que la razón más serena aprobaría; pero os lo ahorraré, y a mí también —su voz se hizo inaudible, y su rostro se inclinó hacia su hermana. Tras un largo y ardiente beso se irguió, y con una palidez mortal, pero sin derramar una lágrima, se apartó y, volviéndose hacia el salvaje, le dijo con orgullo—: Ahora te seguiré, si es eso lo que quieres.
—¡Sí, vete! —gritó Duncan, dejando a Alicia en brazos de una joven india—. ¡Vete, Magua, vete! Estos delawares tienen sus leyes, que les impiden detenerte; pero yo no las tengo, y he de perseguirte. ¡Vete, monstruo inhumano! ¿Qué te detiene?
Sería difícil describir la expresión con que Magua recibió aquella amenaza. Un relámpago de salvaje alegría iluminó sus ojos, y fue sustituido por una mirada de astuta frialdad.
—Los bosques son libres —se contentó con responder—. Mano Abierta puede seguirme.
—¡Quieto! —gritó Hawkeye, tomando a Duncan de un brazo y obligándole a quedarse—. No conocéis las tretas de estos rufianes. Os llevaría a una emboscada, y moriríais.
—Hurón —intervino Uncas, que, sujeto a las severas costumbres de su raza, había permanecido todo el tiempo como un espectador atento y grave—. Hurón, la justicia de los delawares procede de Manitú. Mira el sol; ahora está en las ramas más altas de los abetos. No llegarás muy lejos. Cuando el sol se eleve sobre los árboles habrá hombres siguiendo tu rastro.
—¡Oigo graznar al cuervo! —exclamó Magua con una risa desafiante—. ¡Vamos! —añadió, agitando la mano hacia la multitud, que terminó por dejarle paso—. ¿Dónde han dejado los delawares sus faldas? ¡Veremos si se atreven a disparar sus flechas y sus rifles contra los wyandotes! ¡Perros, conejos, ladrones…, os escupo en la cara!
Sus insultos de despedida fueron escuchados en silencio, y el triunfante Magua discurrió entre la multitud sin ser molestado y llegó al bosque, seguido por su prisionera y protegido por las leyes inviolables de la hospitalidad india.