El último mohicano

Capítulo XIII

Capítulo XIII

Buscaré un camino mejor.

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La ruta elegida por Hawkeye pasaba por las llanuras arenosas, jalonadas de valles y montículos que la partida había atravesado aquella misma mañana, teniendo a Magua como guía. El sol descendía ya hacia las distantes montañas, y como discurrían por el bosque interminable el calor había dejado de ser opresivo. Avanzaban, pues, con más rapidez, y mucho antes de verse sumidos en la penumbra habían recorrido ya un número considerable de millas.

El cazador, como el salvaje al que en cierto modo había reemplazado, parecía orientarse casi por instinto, porque rara vez reducía la velocidad de la marcha y nunca consultaba a sus compañeros. Una mirada ocasional al musgo que crecía en los troncos de los árboles, al sol poniente o a la dirección que seguían los numerosos cursos de agua que les salían al paso le bastaban para determinar el rumbo. El bosque empezaba a cambiar sus tonalidades; perdía el verde intenso que había embellecido su bóveda arbolada y la sustituía por una luz más grave, precursora del anochecer.

Mientras los ojos de las hermanas se afanaban en atisbar, a través de los árboles, el glorioso espectáculo del sol, que daba una pincelada aquí y otra allá con sus rayos de rubí, o tejía de amarillo brillante el contorno de unas nubes que se hacinaban sobre las colinas occidentales, Hawkeye se volvió hacia ellas repentinamente, y señalando el cielo suntuoso dijo:

—Esa es la señal que se nos hace para que nos procuremos alimento y descanso. ¡Cuánto mejor nos iría si todos siguiéramos el consejo, y aprendiésemos la lección que nos dan las aves del aire y las bestias de la tierra! Por desgracia, nuestro descanso ha de ser breve, porque en cuanto salga la luna tendremos que levantarnos y ponernos otra vez en camino. Recuerdo haber luchado contra los maquas en estas tierras, durante la primera guerra en que derramé sangre humana. Hicimos una construcción de troncos para evitar que esos malditos canallas nos arrebatasen las cabelleras. Si la memoria no me falla, encontraremos el lugar a menos de un centenar de metros de aquí, hacia la izquierda.

Sin aguardar el comentario o la aprobación de los demás, el obstinado cazador se adentró con resolución en una densa aglomeración de castaños jóvenes, apartando las ramas bajas de los brotes exuberantes que casi tocaban el suelo, como un hombre que espera, a cada paso, encontrar lo que busca. Sus recuerdos no le engañaron. Tras cruzar la espesura accedió a un claro en el que destacaba un montículo bajo y cubierto de hierba, junto al cual se alzaba la construcción derruida. Aquella edificación tosca y primitiva era una de esas obras que, construidas para una emergencia, habían sido abandonadas al desaparecer el peligro y ahora se desmoronaban silenciosamente en la soledad del bosque, tan olvidadas como las circunstancias que habían aconsejado su levantamiento. Ruinas así, vestigio del paso de los hombres y de sus luchas, son todavía frecuentes en la amplia extensión boscosa que antaño separó las colonias hostiles, y están muy en consonancia con el sombrío carácter del paisaje. El tejado de corteza hacía mucho tiempo que se había desplomado y fundido con el suelo, pero los enormes troncos que habían sido colocados apresuradamente conservaban todavía sus posiciones, aunque un ángulo había cedido, y el resto del rústico edificio amenazaba con seguir su ejemplo.

Al aproximarse a una construcción tan deteriorada, Heyward y sus acompañantes titubearon, pero Hawkeye y los indios traspasaron los bajas paredes, no solo sin miedo, sino con evidente interés. Mientras los demás contemplaban las ruinas, tanto por fuera como por dentro, Chingachgook contó a su hijo, en el idioma delaware y con el orgullo propio del vencedor, la breve historia de la escaramuza en que había intervenido de joven, en aquel mismo sitio. Un toque de melancolía fue impregnando sus palabras de triunfo e hizo que su voz sonara, como de costumbre, suave y musical.

Las hermanas desmontaron y se dispusieron a disfrutar de aquella parada en medio del refrescante anochecer, con la seguridad de que nadie excepto las fieras podrían molestarlas.

—¿No hubiera sido más prudente, mi querido amigo, escoger para descansar un lugar menos conocido y con menos posibilidades de ser frecuentado que este? —preguntó Duncan, una vez que el explorador hubo terminado su breve examen.

—Muy pocos saben que aquí hubo una fortificación —respondió el explorador, pensativo—, y aún son menos quienes recuerdan aquellas luchas entre los mohicanos y los mohawks, cuando hacían la guerra por su propia cuenta. Yo era joven entonces, y me uní a los delawares porque sabía que eran un pueblo injustamente acosado y perseguido. Durante cuarenta días con sus noches estuvieron merodeando alrededor de esta pilá de troncos, que yo mismo concebí y ayudé a levantar porque, como bien sabéis, no soy indio. Los delawares se pusieron manos a la obra y lo hicimos bien. Eramos diez contra veinte. No salimos hasta que se igualaron los números, y entonces cargamos contra los perros y ninguno de ellos quedó con vida para contar la suerte de los demás. Sí, sí, era yo muy joven entonces y no había visto correr la sangre. Como no me gustaba la idea de que otros seres, dotados de alma como yo, se quedaran sobre la tierra a merced de las fieras o se pudrieran bajo la lluvias, los enterré con mis propias manos en ese montículo donde estáis ahora. Ya veis que no es mal asiento, aunque se levante sobre huesos humanos.

Heyward y las hermanas se levantaron al instante de la sepultura cubierta de hierba. Aunque su reciente aventura debería haberlas inmunizado, no pudieron ellas dejar de experimentar un sentimiento de horror al verse en tan íntimo contacto con la tumba de los mohawks muertos. La luz gris, el lúgubre aspecto de aquella pequeña extensión de hierba oscura rodeada de arbustos, más allá de la cual los pinos parecían elevarse en silencio hasta las mismas nubes, y la inmovilidad del inmenso bosque, que evocaba la de la muerte, contribuían a reforzar ese sentimiento.

—Ya se fueron, y son inofensivos —prosiguió Hawkeye al advertir su alarma, y movió la mano con una sonrisa melancólica—. ¡Ya no lanzarán sus gritos de guerra ni empuñarán sus ! De todos cuantos contribuyeron a dejarlos ahí, solo quedamos Chingachgook y yo. En nuestra partida iban sus hermanos y el resto de su familia, y ante vosotros tenéis ahora cuanto queda de su raza.

Los ojos de los presentes buscaron a los indios, conmovidos por su triste suerte. Sus formas oscuras aún podían distinguirse entre las sombras de la edificación derruida. El hijo escuchaba a su padre con una atención que solo podía suscitar un relato protagonizado por parientes y amigos, a los que siempre había reverenciado por su valor y sus virtudes.

—Creía que los delawares eran un pueblo pacifico —dijo Duncan—, que nunca intervenían personalmente en las guerras y que confiaban la defensa de sus tierras a esos mismos mohawks a los que aquí matasteis.

—Eso es cierto en parte —replicó el explorador— y, sin embargo, en el fondo es una condenada mentira. Las malas artes de los holandeses, que querían desarmar a los nativos que más derecho tenían al territorio donde se habían establecido, les hicieron firmar un tratado en esos términos, en tiempos muy remotos. Aunque formaban parte de la misma nación que los delawares, los mohicanos, que estaban en tratos con los ingleses, nunca cayeron en esa trampa y retuvieron sus tierras. También lo hicieron los delawares, cuando se percataron de que habían sido engañados. Aquí tenéis, ante vosotros, a uno de los grandes jefes mohicanos. En otros tiempos, su familia podía perseguir la caza por un territorio más amplio que el que ahora pertenece al terrateniente de Albany, sin cruzar un río o una colina que no fuese suya. Pero ¿qué les ha quedado a los descendientes? Seis pies de tierra, cuando Dios lo decida, y eso si tienen un amigo que se tome la molestia de enterrar su cabeza fuera del alcance del arado.

—En fin, dejémoslo —le interrumpió Heyward, temeroso de que aquel asunto pudiese conducir a una discusión enojosa que pusiera en peligro la armonía del grupo, tan necesaria para la seguridad de las damas—. Hemos viajado mucho, y pocos de nosotros tenemos vuestra resistencia.

—Mis tendones y mis huesos son como los de cualquier hombre —replicó el cazador, admirando sus propios brazos y sus piernas con manifiesta complacencia—. Hay hombres más corpulentos que yo en las colonias, pero sería preciso recorrer una ciudad durante días para encontrar a alguien que pueda caminar cincuenta millas sin detenerse, o que durante una cacería de varias horas se mantenga siempre lo bastante cerca de los perros para no dejar de oírlos. Sin embargo, como cada uno tiene su complexión, lo razonable, en efecto, es suponer que las damas necesitan descanso después de todo lo que hoy han visto y hecho. Uncas, despeja ese manantial mientras tu padre y yo improvisamos un techo para sus tiernas cabezas con estas ramas de castaño, y un lecho de hierba y hojas.

Osó todo diálogo, mientras el cazador y sus compañeros se ocupaban en preparar un refugio confortable para aquellas damas a las que conducían y servían de protectores. Un manantial, que muchos años antes había inducido a los naturales del país a elegir aquel lugar para erigir su fortificación temporal, quedó pronto libre de las hojas secas que lo cubrían, y el agua cristalina manó libremente por el verde montículo. Una esquina del edificio fue techada para protegerlas del denso rocío, y en ella se colocaron blandos arbustos y hojas secas para hacer más grato el reposo de las hermanas.

Mientras los activos habitantes del bosque se afanaban en estos menesteres, Cora y Alicia participaron del refrigerio, más obligadas por la necesidad que por el gusto. Luego se retiraron. Dieron gracias a Dios por la ayuda recibida y le rogaron que continuara prestándosela durante la noche que se avecinaba. Se tendieron en el fragante lecho y, pese a cuanto acababa de sucederles y a la incertidumbre de su situación, pronto se sumieron en el profundo sueño que les imponía la naturaleza, y que endulzaban las gratas esperanzas puestas en el día siguiente. Duncan se disponía a pasar la noche en vela cerca de ellas, en la parte exterior de las ruinas, pero el explorador, advirtiendo su intención, señaló hacia Chingachgook, que se preparaba para hacer lo mismo, y dijo:

—Los ojos de un hombre blanco sirven de poco, y de noche apenas ven. El mohicano será nuestro centinela. Durmamos, pues.

—La noche pasada me quedé dormido durante la guardia —replicó Heyward—, y tengo menos necesidad de reposo que vosotros, que os comportasteis más como debe hacerlo un soldado. Dejad que toda la partida duerma, y yo haré la guardia.

—Si estuviésemos entre las blancas tiendas del sexagésimo regimiento y ante un enemigo como los franceses, no podría pedir mejor centinela —insistió el explorador—, pero, en la oscuridad y en medio del bosque, vuestro juicio sería tan inútil como el de un niño, y vuestra vigilancia de nada serviría. Dormid, como vamos a hacer Duncan y yo, y hacedlo sin cuidado.

Heyward vio, en efecto, que mientras hablaban el joven mohicano se había tendido en la ladera del montículo como quien quiere aprovechar al máximo el tiempo disponible para el descanso, y que David imitaba su ejemplo y emitía sonidos quejumbrosos; su voz había cambiado a causa de la fiebre que le producía su herida y que la dureza de la marcha había aumentado. No queriendo prolongar más una discusión inútil, el joven fingió acatar las órdenes del cazador y apoyó la espalda contra los troncos de la ruinosa fortaleza, aunque estaba decidido a mantenerse en guardia y a no cerrar un ojo antes de dejar a las damas en brazos de Munro. Creyendo que su criterio se había impuesto, Hawkeye cayó pronto dormido, y un silencio tan profundo como la soledad en que habían encontrado aquel lugar lo invadió todo.

Durante algún tiempo, Duncan consiguió permanecer atento a los menores sonidos procedentes del bosque. Su vista se agudizó a medida que las sombras se adueñaban del lugar, e incluso cuando las estrellas brillaban sobre su cabeza podía distinguir las formas yacentes de sus compañeros tendidos en la hierba y la de Chingachgook sentado, con la espalda erguida e inmóvil como los árboles que formaban una oscura barrera en torno a ellos. Escuchaba la suave respiración de las hermanas, acostadas a poca distancia, y no había hoja movida por la brisa que su oído no detectase. Pero las notas quejumbrosas de la chotacabras terminaron por confundirse con el lamento del búho, y sus ojos soñolientos buscaron la luz de las estrellas, que imaginaba ver a través de los párpados. En momentos aislados de vigilia confundió un arbusto con su compañero de guardia. Su cabeza resbaló sobre su hombro, que a su vez buscó el apoyo del suelo. Al fin, se relajaron todos sus músculos y cayó en un sueño profundo. Soñó que era un caballero medieval y que montaba guardia ante la tienda de una princesa rescatada, cuyos favores esperaba merecer con aquella demostración de devoción y sacrificio.

Ni el propio Duncan hubiera podido decir cuánto tiempo permaneció en aquel estado de total inconsciencia. Le despertó un ligero golpe en el hombro, que sin embargo bastó para que se pusiera en pie de un salto, recordando confusamente el deber que se había impuesto a sí mismo al comenzar la noche.

—¿Quién vive? —preguntó, buscando la espada en el costado del que solía colgar—. ¡Que hable quien sea! ¿Amigo o enemigo?

—Amigo —le respondió Chingachgook en voz baja, señalándole la luminaria que esparcía su suave luz por entre los árboles, directamente sobre el campamento—. Luna viene —añadió en su tosco inglés—, y el fuerte del hombre blanco está lejos, muy lejos. Es hora de marchar, mientras el sueño cierra los dos ojos del francés.

—Dices bien. Llama a tus amigos y embrida los caballos, mientras yo aviso a las damas.

—Ya estamos despiertas, Duncan —le contestó la voz suave y aterciopelada de Alicia desde el interior de las ruinas—. Hemos dormido bien, y ahora podremos viajar más deprisa. Pero vos habéis velado toda la noche por nosotras, después de un día tan fatigoso como el de ayer.

—Decid más bien que debería haber hecho guardia. Estos ojos míos me han traicionado, y por segunda vez he sido indigno de vuestra confianza.

—No, Duncan, no digáis eso —le interrumpió Alicia, sonriente, al tiempo que surgía de entre las sombras del edificio, a la luz de la luna y con todo el encanto de su belleza renovada por el descanso—. Bien sé lo descuidado que sois en lo que a vos concierne, y cuánto os preocupa la seguridad de los demás. ¿No podemos quedarnos aquí un rato más? ¡Cuánto nos gustaría a Cora y a mí hacer la guardia mientras vos y todos estos valientes recuperáis las fuerzas!

—Si la vergüenza pudiese quitarme el sueño, nunca volvería a cerrar un ojo —dijo el turbado joven, mientras escrutaba el rostro de Alicia en un intento por averiguar si se burlaba de él, pero no pudo descubrir más que una dulce solicitud—. Después de haberos puesto en peligro por mi exceso de confianza, ni siquiera soy capaz de velar por vosotras durante toda la noche, como corresponde a un buen soldado.

—Nadie sino el propio Duncan se acusaría de semejante debilidad. Id, pues, y dormid. Aunque somos débiles mujeres, sabremos velar por vos.

Más turbado que nunca, el joven iba a presentar nuevas excusas por su comportamiento cuando Chingachgook profirió una exclamación y Uncas adoptó una actitud expectante.

—¡Los mohicanos oyen al enemigo! —murmuró Hawkeye, que también acababa de despertarse—. ¡Huelen el peligro en el aire!

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Heyward—. Ya se ha derramado bastante sangre.

Pero sus palabras no le impidieron tomar el rifle y adelantarse, dispuesto a reparar su falta exponiendo la vida.

—Seguro que es alguna criatura del bosque, que se arrastra en busca de alimento —murmuró al percibir él también el ruido leve, y al parecer de lejana procedencia, que había alertado a los mohicanos.

—¡Silencio! —le interrumpió el explorador—. ¡Es un hombre! Yo mismo distingo ya sus pasos, y eso que mis sentidos valen muy poco comparados con los de un indio. Ese maldito hurón se habrá encontrado con alguna avanzadilla del ejército de Montcalm, y ahora rastrean nuestra pista. No me gustaría volver a derramar sangre humana en este sitio —añadió, mirando alrededor con ansiedad—; pero será lo que tenga que ser. Lleva los caballos dentro. Uncas, y vosotros, amigos, seguidle todos. Aunque viejo y ruinoso, es un refugio, y ya ha escuchado antes el estampido de un rifle.

Le obedecieron al instante. Los mohicanos llevaron los caballos al interior de las ruinas, y toda la partida los siguió en absoluto silencio.

El ruido de pasos que se aproximaban era ya tan fácilmente audible que no dejaba lugar a dudas respecto a su naturaleza. Pronto oyeron voces que se llamaban entre sí, en un dialecto que, según el cazador le dijo a Heyward en un susurro, era el de los hurones. Cuando llegaron al punto en que los caballos se habían adentrado en la espesura que rodeaba las ruinas, los indios perdieron de vista las huellas que hasta entonces habían seguido. A juzgar por las voces, la partida debía de estar formada por unos veinte hombres, que pronto se reunieron en aquel lugar y expresaron con vehemencia sus diferentes criterios.

—¡Los malditos conocen bien nuestra debilidad! —susurró Hawkeye, que permanecía oculto en las sombras junto a Heyward, mirando a través de un resquicio entre los troncos—. De no ser así, no armarían tanto escándalo. ¡Escuchad cómo silban los reptiles! Cada uno parece tener dos lenguas y una sola pierna.

Pese a su bravura en el combate, Duncan no podía mantener en aquel momento de tensión casi dolorosa el mismo aplomo que el explorador. Sostuvo su rifle con mayor firmeza, y a través del resquicio entre los troncos miró con creciente ansiedad el paisaje iluminado por la luna. Poco después oyeron la voz más profunda de alguien que parecía ser el jefe, a juzgar por el silencio respetuoso con que los demás recibieron sus órdenes. Del subsiguiente crujido de hojas y de ramas dedujeron que los salvajes se separaban en grupos para buscar mejor el rastro perdido. Por fortuna para los fugitivos, la luz de la luna, que iluminaba con claridad el entorno de las ruinas, no era lo bastante fuerte como para penetrar bajo los árboles, donde el enemigo habría encontrado las huellas con facilidad. La búsqueda resultó infructuosa: tan breve y repentina había sido la transición desde el sendero que habían utilizado los viajeros a la espesura, que las pocas señales que hubiesen podido dejar se perdían en la oscuridad del bosque.

Sin embargo, no tardaron mucho los fugitivos en oír a los impacientes salvajes golpeando los arbustos, y aproximándose al borde interior de la densa aglomeración de castaños jóvenes que rodeaba las ruinas.

—¡Ya vienen! —murmuró Heyward, mientras retrocedía para introducir el cañón de su rifle entre los troncos—. ¡Preparémonos para disparar sobre ellos cuando se acerquen!

—No se os ocurra —le advirtió el explorador—. La chispa del pedernal o el olor de la pólvora bastarían para que toda la banda de forajidos cayese sobre nosotros como un solo hombre. Si Dios ha dispuesto que hemos de luchar para salvar nuestras cabelleras, confiad en la experiencia de quienes conocemos las costumbres de los salvajes y no solemos retroceder al oír su grito de guerra.

Duncan miró hacia atrás y vio las temblorosas figuras de las hermanas acurrucadas en el rincón opuesto, mientras los mohicanos permanecían en las sombras como dos postes erguidos, dispuestos y al parecer deseosos de entrar en lucha. Dominando su impaciencia, volvió a dirigir la mirada hacia la espesura y aguardó en silencio. Al instante vio a un hurón corpulento y armado, que daba unos pasos en el espacio abierto. Mientras observaba las ruinas, la luna iluminó su rostro y mostró su sorpresa y su curiosidad. Profirió la exclamación característica de los indios y llamó en voz baja a uno de sus compañeros, que apareció tras él.

Los hijos del bosque permanecieron juntos durante algún tiempo, señalando el edificio en ruinas y conversando en la incomprensible lengua de su tribu. Luego se acercaron con pasos lentos y precavidos, deteniéndose a intervalos para mirar el edificio como ciervos temerosos, que luchan entre la curiosidad y el miedo. El pie de uno de ellos se detuvo repentinamente en el montículo, y su dueño se detuvo para examinar el terreno. En ese momento, Heyward observó que el explorador se llevaba la mano a la cintura para asegurarse de que su largo cuchillo salía de la vaina sin dificultad, y bajaba el cañón de su rifle. Imitando estos movimientos, el joven se preparó para una lucha que ahora parecía inevitable.

Los salvajes estaban ya tan cerca que el más ligero movimiento de los caballos, e incluso una respiración más profunda de lo habitual los habría delatado. Pero, al descubrir el carácter del montículo, los hurones parecieron cambiar de objetivo. Hablaron entre sí, y el tono bajo y solemne de sus voces indicaba el respeto y el temor que les inspiraba el lugar. A continuación empezaron a retroceder despacio y sin apartar los ojos de las ruinas, como si esperasen ver a los muertos alzándose entre sus muros silenciosos, hasta que alcanzaron la espesura. Se adentraron en esta y desaparecieron.

Hawkeye apoyó la culata de su rifle en tierra, y tras respirar profundamente murmuró, elevando algo la voz:

—¡Vaya! Parece que sienten respeto por los muertos. Eso les ha salvado la vida, y acaso ha salvado también las nuestras.

Heyward apenas le escuchó, pendiente como estaba de las acciones de los dos hurones. Oyó cómo abandonaban la espesura, y comprendió que toda la banda se había reunido en torno a ellos, para escucharlos. Tras algunos minutos de una conversación grave y solemne, muy distinta del ruidoso clamor con que se habían presentado, los sonidos se alejaron y debilitaron, hasta perderse en las profundidades del bosque.

Hawkeye aguardó a que Chingachgook se cerciorase de que todos los ruidos producidos por los indios en retirada se habían desvanecido realmente en la distancia, para pedirle a Heyward que tomase los caballos y ayudase a las hermanas a montar. Tan pronto como su indicación fue obedecida, salieron por la entrada derruida y abandonaron el lugar por el lado opuesto al que les había servido de acceso. Antes de dejar atrás la suave claridad de la luna y de internarse en la penumbra del bosque, las hermanas dirigieron una última mirada a la tumba silenciosa y a las ruinas.

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