Capítulo XVII
Capítulo XVII
Hemos urdido la trama. La fibra está hilada. La tela, tejida. El trabajo ha concluido.
G
Los ejércitos rivales acampados en aquella tierra agreste, junto al Horican, se comportaron durante la noche del 9 de agosto de 1757 como si se encontrasen en cualquier campo de batalla de Europa. Los vencidos estaban silenciosos, sombríos, abatidos; los vencedores, exultantes. Pero también hay limites para el dolor y para lo alegría. Mucho antes de que amaneciera, la paz de aquellos bosques ilimitados ya solo era interrumpida por el grito jubiloso de algún joven francés desde la avanzadilla o por el desafiante aviso de los centinelas del fuerte, prestos a repeler, antes del momento estipulado, cualquier intromisión del enemigo.
Pero hasta esos sonidos inquietantes dejaron de escucharse. En esa hora melancólica que precede al día, nadie hubiera podido advertir, guiado solo por el oído, indicio alguno de la presencia de los ejércitos que dormitaban a orillas del «lago sagrado».
Durante aquellos instantes de profundo silencio se alzó la lona que cerraba la entrada de una espaciosa tienda, en el campamento francés, y apareció un hombre. Iba envuelto en un amplio capote, que servía tanto para protegerle de la intensa humedad de aquellos bosques como para cubrirle por entero, como un abrigo. El granadero encargado de la vigilancia en el puesto de mando le permitió pasar y le saludó militarmente cuando el otro se dirigió, a través del campamento, hacia el fuerte. Siempre que el desconocido se cruzaba con uno de los numerosos centinela, su réplica era inmediata y al parecer satisfactoria, porque invariablemente se le permitía seguir adelante, sin más preguntas.
Con excepción de estas continuas pero breves interrupciones, su avance fue rápido y silencioso, desde el centro del campamento hasta los puestos más avanzados, donde el soldado que montaba guardia en el lugar más próximo al fuerte enemigo le hizo la pregunta de rigor:
—
— —fue la respuesta.
—
— —respondió el otro, acercándose para que el centinela le oyese sin tener que alzar la voz.
— —aprobó el soldado, apoyando el mosquete sobre su hombro—.
— —observó el desconocido, dejando caer un pliegue del capote y mirando de cerca el rostro del soldado al pasar junto a él. Al reconocerle, el centinela se sobresaltó y saludó militarmente, con torpeza; acto seguido reanudó la guardia, murmurando entre dientes:
—
El oficial continuó su camino como si no hubiera oído las palabras pronunciadas por el desconcertado centinela. No volvió a detenerse hasta llegar a lo orilla, peligrosamente ceca del bastión occidental del fuerte. La débil claridad de la luna bastaba para distinguir, aunque de manera un tanto confusa, las siluetas de los objetos. Tuvo, pues, la precaución de ocultarse tras el tronco de un árbol. Apoyado en él, permaneció algunos minutos, observando con profundo interés las defensas oscura y silenciosas del fuerte inglés. Su inspección no era la de un ocioso o un espectador cualquiera. Como buen conocedor de cuestiones militares, lo escrutaba todo con una minuciosidad no exenta de desconfianza. Al cabo pareció quedar satisfecho y, tras haber dirigido una mirada impaciente a las montañas orientales, buscando la claridad que debía anunciar el amanecer, se disponía a regresar sobre sus pasos cuando un leve sonido, procedente del ángulo más próximo del bastión, le indujo a quedarse.
Un hombre se acercó al borde de la fortificación y observó a su vez las lejanas tiendas de los franceses. Volvió la cabeza hacia el Este, como si aguardase también el inicio del día, y luego se apoyó en el parapeto, contemplando la superficie cristalina de las aguas que, como un firmamento acuático, resplandecían con mil estrellas ficticias. El ambiente melancólico, la hora, la enorme estatura del hombre que se apoyaba pensativo en el parapeto no dejaron lugar a dudas, en la mente del observador, sobre su identidad. La más elemental delicadeza y la prudencia le aconsejaban retirarse. Ya había dado precavidamente la vuelta al árbol con ese propósito cuando otro sonido atrajo su atención y le retuvo de nuevo. Era un movimiento muy suave y casi inaudible que se producía en el agua, seguido de un crujido de guijarros. Al instante vio una forma oscura que se alzaba del lago y salía a tierra sin hacer ruido, a pocos pasos de donde él se encontraba. Un rifle se levantó despacio entre sus ojos y el reflejo plateado de las agua. Pero, antes de que pudiera disparar, su propia mano se posó en el cerrojo.
— —exclamó el salvaje, cuyo alevoso propósito se veía así interrumpido.
Sin decirle una sola palabra, el oficial francés puso su mano en el hombro del indio y le alejó de aquel lugar, donde podían ser oídos desde el fuerte. Luego, abriendo su capote para descubrir su uniforme y la cruz de San Luis, que colgaba sobre su pecho, Montcalm preguntó con severidad:
—¿Qué significa esto? ¿Acaso mi hijo no sabe que el inglés y su padre del Canadá han enterrado el hacha de la guerra?
—¿Y qué pueden hacer los hurones? —preguntó a su vez el salvaje, hablando también en francés, aunque de modo imperfecto—. ¡Ninguno de mis guerreros ha conseguido una cabellera, y los rostros pálidos ya se han hecho amigos!
—¡Así que eres tú, ! ¡Para ser alguien que hasta hace poco era un enemigo, hablas con demasiado celo! ¿Cuantos soles se han puesto desde que abandonó el fuerte inglés?
—¿Dónde está el sol ahora? —replicó el hosco salvaje—. Se fue tras las montañas, y ahora está oscuro y hace frío. Pero saldrá de nuevo, brillante y cálido. es el sol de su tribu. Ha habido nubes y muchas montañas entre él y su pueblo, pero ahora brillan otra vez y el cielo está despejado.
—Sé muy bien que es poderoso entre los suyos —dijo Montcalm—, porque ayer les arrancaba sus cabelleras y hoy le escuchan junto a lo hoguera del Consejo.
—¡Magua es un gran jefe!
—Que lo demuestre, pues, enseñando a su pueblo cómo comportarse con nuestros nuevos amigos.
—¿Para qué trajo el jefe de los canadienses a sus hombres jóvenes al bosque y disparó sus cañones contra el fuerte? —preguntó el astuto indio.
—Para someterlo. Mi señor es dueño de esta tierra, y a tu jefe le ordenaron que expulsase a los ingleses intrusos. Ahora, al fin, han aceptado irse, y para él ya no son enemigos.
—Bien. Magua desenterró el hacha de guerra para teñirla en sangre. Ahora está limpia; cuando esté roja, la enterrará.
—Pero Magua prometió no deshonrar las flores de lis de Francia. Los enemigos del gran rey, al otro lado del lago salado, son también sus enemigos. Sus amigos son también amigos de los hurones.
—¡Amigos! —exclamó el indio con desprecio—. Que el jefe tienda su mano a Magua.
Montcalm, que creyó que su ascendiente sobre las tribus guerreras que le obedecían debía mantenerse más mediante concesiones que por la fuerza, accedió, reluctante, a la petición del otro. El salvaje colocó un dedo del francés sobre una profunda cicatriz que tenía en el pecho, al tiempo que preguntaba con orgullo:
—¿Sabe mi jefe lo que es esto?
—¿Qué guerrero no lo sabría? Es la huella de una bala de plomo.
—¿Y esto? —continuó preguntando el indio, que no llevaba su camisa habitual y le mostraba ahora su espalda desnuda.
—¡Esto! ¡Mi hijo ha sido herido gravemente aquí! ¿Quién lo ha hecho?
—Magua padeció mucho en los tiempos ingleses; el látigo ha dejado sus marcas en él —respondió el salvaje con una risa hueca, que no ocultaba su enojo. Luego, rehaciéndose, añadió con su orgullo nativo—: Sea. Mi jefe puede decir a sus soldados que la paz ha llegado. sabrá hablar a los guerreros hurones.
Y sin dignarse añadir nada más ni esperar respuesta alguna, el indio apoyó su rifle en el hueco del brazo y empezó a alejarse en silencio por entre los tiendas, rumbo al bosque donde acampaba su tribu. A cada paso, los centinelas le daban el alto, pero él continuaba obstinado su camino, despreciando las intimidaciones de los soldados, que renunciaban a dispararle porque reconocían el aire, la osadía y la terquedad de un indio.
Montcalm permaneció todavía largo rato paseándose por la playa donde le había dejado su compañero, muy preocupado por la rebeldía que le había mostrado su belicoso aliado. Ya en otra ocasión, y en circunstancias muy parecidas a las de ahora, su fama se había visto enturbiada por actos horribles. La reflexión le hizo claramente consciente de la enorme responsabilidad en que incurren quienes no repararan en medios con tal de conseguir sus fines, y en el peligro de activar mecanismos que no siempre pueden controlarse. Pero al cabo, desdeñando lo que se le antojaban muestras de debilidad en aquellos momentos de triunfó, se encaminó hacia su tienda, dando, al pasar, la orden que debía despertar a su ejército.
El primer redoble de los tambores franceses tuvo su eco dentro del fuerte, y pronto todo el valle se vio invadido por los sones de músicas marciales. Las trompetas y clarines de los vencedores sonaron con fuerza hasta que el último recluta del campamento hubo ocupado su puesto. Los pífanos británicos, en cambio, enmudecieron tras anunciar la llegada del día. Cuando el ejército francés formó en línea para la revista de su general, las armas relucían ya bajo los rayos del sol. La capitulación fue anunciada oficialmente. La compañía elegida para custodiar las puertas del fuerte desfiló ante su jefe. Se dio la señal para el avance, y se ordenaron y ejecutaron todos los preparativos para el relevo, bajo las miras de los cañones enemigos.
Tras las líneas del ejército angloamericano la escena era muy distinta. A la orden de evacuación sucedió una partida forzosa y precipitada. Con semblante sombrío, los soldados se colocaban al hombro sus armas ya inútiles y corrían a ocupar sus puestos en la formación, como hombres disconformes con el resultado de la contienda, que solo desean una oportunidad para vengar una ofensa que lastima su orgullo, y que no encuentran consuelo sino en el cumplimiento de las ordenanzas. Mujeres y niños corrían de un lugar a otro, llevando ellas sus escasos enseres y buscando ellos entre los filas de soldados a quienes habrían de protegerlos.
Firme, aunque afligido, Munro apareció entre sus tropas silenciosas. El golpe inesperado le había afectado profundamente, pero intentaba sobrellevar su desgracia con entereza.
Duncan se sintió conmovido por aquella demostración de dolor contenido. Había cumplido con las órdenes recibidas, y se acercó al anciano para saber qué otros servicios podía prestarle.
—Mis hijas —fue la breve pero expresiva respuesta.
—¡Dios mío! ¿Es que no se han tomado las medidas necesarias para su comodidad?
—Hoy soy solo un soldado, mayor Heyward. Cuantos veis ahí son también como mis hijos.
Duncan había oído bastante. Sin perder un momento, corrió hacia el pabellón de Munro en busca de las hermanas. Las encontró junto a la puerta del bajo edificio, ya dispuestas para el viaje, rodeadas de un grupo de mujeres que se lamentaban y lloraban, y que habían acudido allí casi por instinto, con la convicción de que era el lugar donde se encontrarían mejor protegidas. Aunque el rostro de Cora estaba intensamente pálido y su expresión denotaba ansiedad, retenía toda su firmeza. Pero los ojos de Alicia estaban congestionados, y revelaban cuánto y cuán amargamente había llorado. Ambas, sin embargo, recibieron al joven con evidente placer, y fue Cora quien habló en primer lugar.
—Se ha perdido el fuerte —dijo con una sonrisa melancólica—, pero confío en que al menos hayamos conservado nuestro buen nombre.
—¡Brilla más que nunca! Pero no es este momento de pensar en los demás, sino de que os preocupéis por vosotras mismas. La costumbre militar, y ese sentido del honor que tanto apreciáis, nos obligan a vuestro padre y a mí a permanecer con las tropas. Convendría buscar a alguien capaz de protegeros en medio de tanta confusión.
—No es necesario —replicó Cora—. ¿Quién puede atreverse a herir o a ofender a las hijas de un padre como el nuestro en un momento como este?
—No me gusta dejaros —continuó el joven, lanzando en torno una mirada apresurada—, y no lo haría ni por el mando del regimiento real mejor pagado. Recordad que Alicia no tiene vuestra firmeza, y solo Dios puede saber cuánto terror puede soportar.
—Es muy posible que estéis en lo cierto —le replicó Cora, sonriendo otra vez aunque con mayor tristeza—. Pero mirad: la suerte nos envía a un amigo cuando más lo necesitábamos.
Duncan comprendió al instante el sentido de aquellas palabras. Los tonos graves y bajos de la música sagrada, tan queridos a los habitantes de las provincias orientales, llegaron a sus oídos y le guiaron de inmediato hasta una de las estancias de un edificio contiguo, que ya había sido abandonado por sus ocupantes. Allí encontró a David, que expresaba sus piadosos sentimientos a través del medio acostumbrado. Aguardó hasta que, al cesar el movimiento de la mano del cantor, consideró que la melodía había finalizado. Tocó su hombro para atraer su atención, y en pocas palabras le explicó sus deseos.
—Con sumo gusto —replicó el discípulo del Rey de Israel al concluir el joven—. He tenido ocasión de apreciar las muchas virtudes de ambas jóvenes, y considero conveniente que quienes han pasado tantos peligros juntos se acompañen también en la paz. Cuidaré de ellas tan pronto haya terminado con mis oraciones matutinas, de las que solo me falta el final. ¿Queréis participar en él, amigo mío?
Y tras extender ante sí el pequeño volumen y dar el tono inicial, David reanudó sus cánticos, con una actitud concentrada que hacía difícil interrumpirle. Heyward, pues, no tuvo más remedio que esperar hasta la terminación de los versos, y solo continuó al ver que David se quitaba sus anteojos y guardaba el libro.
—Vuestro deber —le advirtió— será evitar que se les acerque quien sea con malas intenciones, para ofenderlas o para mofarse de la desgracia de su valeroso padre. Podéis contar para ello con la ayuda de los servidores de la familia.
—Así se hará.
—Es posible que los indios y los rezagados del ejército enemigo intenten molestaros. En ese caso, les recordaréis las condiciones de la capitulación y les amenazaréis con informar de su conducta a Montcalm. Una simple palabra bastará.
—Y si así no fuese, tengo algo que los hará obedecer —respondió David, mostrando su libro con un aire en el que su humildad y su fe se mezclaban a partes iguales—. Hay aquí palabras que, gritadas o, mejor dicho, descargadas como rayos de tormenta, con el énfasis y el compás debidos, apaciguarán al más rebelde:
¡Cómo os atrevéis, herejes…!
—¡Basta! —exclamó Heyward, interrumpiendo el estallido musical que le amenazaba—. Nos hemos comprendido. Ya es hora de que cada uno asuma su deber.
Gamut asintió entusiasmado, y juntos salieron en busca de las damas. Cora recibió o su nuevo y un tanto insólito protector con la debida cortesía, e incluso la pálida Alicia recuperó algo de su tono irónico al agradecer a Heyward su elección. El joven aprovechó la ocasión para asegurarles que había hecho cuanto las circunstancias permitían y que, a su entender, no debían preocuparse, puesto que no había peligro alguno. Anunció su propósito de reunirse con ellas tan pronto como el ejército hubiese recorrido algunas millas hacia el Hudson, y se despidió.
Para entonces ya se había dado la señal de partir, y la cabeza de lo columna británica empezaba a moverse. Las hermanas se sorprendieron al oír aquel sonido, y al mirar en derredor distinguieron los blancos uniformes de los granaderos franceses, que tomaban posesión de la entrada principal del fuerte. Al mismo tiempo, una nube enorme pareció pasar rápidamente sobre sus cabezas, y al levantar la mirada descubrieron que se encontraban bajo los amplios pliegues de la bandera de Francia.
—¡Vámonos en seguida! —dijo Cora—. Este ya no es lugar apropiado para las hijas de un oficial inglés.
Alicia se colgó del brazo de su hermana, y juntas abandonaron el patio de armas, acompañadas del nutrido grupo de mujeres y niños.
Al pasar por lo puerta, los oficiales franceses, que estaban al tanto de su rango, les hicieron profundas y repetidas reverencias, pero con particular tacto evitaron otras atenciones que, dadas las circunstancias, podían resultarles desagradables. Como cada vehículo y cada montura llevaba a algún enfermo o herido, Cora había decidido, para no privarles de esa comodidad, soportar las fatigas de una marcha a pie.
Eran muchos los soldados, en efecto, que, mutilados o debilitados por la campaña, se veían obligados a caminar en la retaguardia de la columna por falta de los necesarios medios de transporte. Todos, sin embargo, estaban en movimiento; los más débiles y los heridos, quejándose y sufriendo; sus compañeros, silenciosos y hoscos. Y las mujeres y los niños aterrorizados, sin saber por qué razón.
Cuando el grupo abandonó la protección del fuerte y se adentró en la planicie, el escenario entero se presentó ante sus ojos. A corta distancia, y algo retrasado, el ejército francés formaba con sus armas, tal como lo había dispuesto Montcalm. Los soldados franceses observaban con atención y en silencio la marcha de los vencidos, sin dejar de rendirles honores militares y evitando cualquier insulto o muestra de vanagloria que pudiese ofender a sus desafortunados enemigos. El ejército inglés, dividido en columnas que en total apenas sumaban los tres mil hombres, avanzaba lentamente a través de la llanura y convergía en un paraje donde el camino que conducía al Hudson entraba en el bosque. En el borde de este se agitaba una oscura masa de salvajes que observaba a distancia el paso de sus enemigos, como buitres a los que solo la presencia de una fuerza superior les impide lanzarse sobre su presa. Algunos de ellos se habían acercado a las columnas vencidas, a las que daban muestras de su hostilidad y descontento, pero sin llegar más lejos.
La vanguardia de la marcha, con Heyward a la cabeza, había llegado ya al bosque y desaparecía lentamente en él cuando el ruido de una disputa llamó la atención de Cora. Uno de los colonos pagaba en aquel momento las consecuencias de su propia desobediencia, al verse desposeído precisamente de aquellos objetos por los que había abandonado su puesto en las filas. Su constitución física era poderosa y era demasiado avaro para compartir sus propiedades sin resistencia. Intervinieron en la disputa gentes de los dos bandos, unos para evitar el robo y otros para participar en él. Las voces se hicieron más fuertes y enojadas, y cien salvajes aparecieron, como por arte de magia, donde un minuto antes solo había una docena. Entonces Cora vio a Magua, que hablaba a sus compatriotas con su elocuencia característica, insidiosa y hábil. Los niños y las mujeres se detuvieron y se agruparon como pájaros asustados, pero la avaricia del indio quedó pronto satisfecha, y los vencidos siguieron moviéndose hacia delante con lentitud.
Los salvajes se retiraron, y parecían dispuestos a consentir el paso de sus enemigos, sin incordiarlos más. Pero, al acercarse el grupo de mujeres, los colores chillones de un chal atrajeron las miradas de un hurón, que sin la menor vacilación se adelantó para apoderarse de él. Más por el pánico que sentía que por apego a la prenda, la mujer apretó contra su pecho el chal con que abrigaba a su hijo. Cora iba a hablarle, para intentar que la mujer abandonase aquella bagatela, cuando el salvaje le arrebató el niño lloroso de entre los brazos. Al verse desposeída de su más preciado tesoro, la madre abandonó el resto de sus bienes a la avaricia de los demás salvajes que la rodeaban. El indio sonrió despectivo y extendió una mano en señal de que estaba dispuesto a un cambio, mientras con la otra levantaba al niño por encima de su cabeza, sujetándolo por los pies como si quisiera aumentar el valor del rescate.
—¡Toma esto! ¡Y esto! ¡Todo, te doy todo! —gritó la angustiada mujer, desprendiéndose con dedos temblorosos de cuanto llevaba—. ¡Toma lo que quieras, pero dame a mi hijo!
Rechazó el salvaje los harapos que se le ofrecían, pero cuando advirtió que otro se apoderaba del chal su torva sonrisa se transformó en un gesto de rabia, estrelló la cabeza del niño contra una roca y arrojó los trémulos restos a los pies de la madre. Durante unos segundos, la infeliz permaneció en pie como una estatua de la desesperación, mirando enloquecida al hijo que poco antes le sonreía, y al que había apretado contra su pecho. Luego miró al cielo, como si fuese a rogar a Dios que castigara al asesino. No llegó a cometer el pecado de esa plegaria porque, enloquecido por la frustración y excitado por la vista de la sangre, el hurón le hundió sin piedad el en la cabeza. El golpe hizo que la madre cayese sobre los restos de su hijo, a los que pareció abrazar con el mismo amor que había sentido en vida.
En aquel momento crítico, Magua se llevó las maños a la boca y lanzó su grito de guerra. Los indios dispersos se pusieron en tensión. Al instante, un vocerío espantoso, como rara vez han proferido labios humanos, se elevó de la llanura y pobló los bosques. El terror que provocaba en quienes lo escuchaban solo podría compararse con el de las trompetas celestiales que el día del Juicio Final han de convocarnos.
Más de dos mil salvajes enfurecidos surgieron de la espesura e invadieron la fatal llanura. No vamos a recrearnos en las espantosas escenas que tuvieron lugar a continuación. La muerte estaba en todas partes, y en sus formas más desagradables y horrendas. La resistencia solo servía para provocar a los asesinos, que continuaban golpeando a sus víctimas cuando estas ya habían dejado de existir. El flujo de sangre podría compararse al nacimiento de un torrente, y su visión excitaba y enloquecía a los indios, muchos de los cuales se arrodillaban y bebían de él, exultantes.
Las tropas regulares formaron en seguida cuadros compactos, que intentaban presentar a los atacantes la apariencia de un frente de combate. La operación tuvo cierto éxito, aunque muchos se vieron privados de sus mosquetes descargados, que los indios les arrancaban de las manos.
En momentos así, nadie tiene la calma necesaria para medir el paso del tiempo. Podrían haber transcurrido solo diez minutos, aunque parecían siglos, desde que las hermanas se habían visto arrinconadas e indefensas. Al primer golpe, sus atemorizadas compañeras se habían apiñado en torno, haciendo imposible la huida. Y, ahora que el miedo o la muerte habían dispersado a la mayoría, si no a todas, no encontraban ninguna vía que no condujera a los de sus enemigos. En derredor no había sino gritos, gemidos, exhortaciones y maldiciones.
En aquel preciso instante, Alicia avistó la alta figura de su padre, que caminaba con rapidez por la explanada, en dirección al ejército francés. Sin miedo al peligro, pretendía sin duda llegar ante Montcalm, para exigirle la protección prometida. Cincuenta hachas y lanzas dentadas apuntaron hacia él. Pero, incluso en su furia, los salvajes respetaban su rango y su serenidad. Las peligrosas armas fueron apartadas por el brazo todavía firme del veterano soldado, o dejaron de apuntarle por sí mismas, tras amenazar con una acción que nadie parecía tener el coraje de llevar a cabo. Por fortuna, el rencoroso Magua continuaba buscándole en el grupo que acababa de abandonar.
—¡Padre, padre, estamos aquí! —gritó Alicia, al verle pasar cerca pero sin reparar en ellas—. ¡Socórrenos, padre, o moriremos!
Volvió a llamarle una y otra vez, en tales tonos y con tales palabras que habrían conmovido hasta a un corazón de piedra, pero no obtuvo respuesta. Solo una vez pareció como si hubiera oído algo, porque se detuvo a escuchar. Pero Alicia acababa de desmayarse, y Cora se había echado a su lado y la cuidaba con infinita ternura. Munro movió la cabeza, desilusionado, y siguió adelante, decidido a cumplir con su deber.
—Señora —dijo Gamut, que a pesar de su inutilidad e indefensión permanecía con ellas—, este es un aquelarre de todos los demonios, y no hay lugar menos apropiado para buenos cristianos. Levantaos y huyamos.
—Id vos —le respondió Cora, sin dejar de mirar a su hermana inconsciente—. Salvaos. Ya no podéis darnos amparo alguno.
David comprendió al instante la firmeza de su resolución, reflejada en sus gestos. Miró en torno suyo, contempló por un momento las formas oscuras que celebraban por todos lados sus diabólicos ritos y se irguió, para hablar con la convicción que le caracterizaba.
—Si el niño judío pudo vencer el espíritu infernal de Saúl con el sonido de su arpa y las palabras de los cantos sagrados, no estará de más —dijo— probar ahora el poder de la música.
Y elevó su voz hasta alcanzar los tonos más altos y hacerse audible por encima del fragor del campo de batalla. Más de un salvaje se dirigió hacia ellos, con la intención de despojar a las indefensas hermanas de sus ropas y de sus cabelleras, pero todos se detuvieron ante su extraña figura, y algunos se pusieron a escucharle. El asombro dio paso a la admiración, y pronto se alejaron en busca de víctimas menos valerosas, al tiempo que manifestaban satisfacción por la firmeza con que el guerrero blanco entonaba su canción de muerte. Envalentonado por su aparente éxito, David quiso forzar sus poderes, para extender lo que consideraba una suerte de influjo sagrado. Pero su voz terminó por llegar a los oídos de cierto salvaje, que iba de grupo en grupo, como el cazador que desdeña las presas corrientes porque persigue un trofeo valioso, y que de inmediato fue hacia ellos. Era Magua, que al encontrarlos de nuevo a su merced profirió un alarido de gozo.
—Ven —dijo, poniendo sus manos ensangrentadas en el vestido de Cora—, la tienda del hurón todavía está abierta. ¿Acaso no es mejor que este lugar?
—¡Largo! —gritó Cora, apartando los ojos de su repulsivo aspecto.
El indio rio, amenazante, mientras alzaba su mano ensangrentada, y replicó:
—¡Está roja, sí, pero de sangre blanca!
—¡Monstruo! Hasta tu alma está empapada de sangre. Tú has provocado todo esto.
—¡Magua es un gran jefe! —proclamó el indio, triunfante—. ¿Irá con él a su tienda la mujer de pelo oscuro?
—¡Nunca! ¡Mátame si quieres y completa tu venganza, pero nunca iré contigo!
Magua dudó un momento, y de pronto tomó a la inerte Alicia en sus brazos y se dirigió hacia el bosque.
—¡Espera! —gritó Cora, siguiéndole—. ¡Suéltala! ¡Asesino! ¿Qué quieres hacerle?
Pero Magua no la escuchaba; o más bien disfrutaba con el ejercicio de su poder.
—¡Quedaos, señora, quedaos! —gritó a su vez Gamut, intentando detener a Cora—. El milagro ha dado comienzo, y pronto este horrible tumulto habrá concluido.
Pero, dándose cuenta de que no le prestaba atención alguna, fue tras ella sin cesar en sus cánticos, que acompañaba con amplios ademanes de sus largos brazos. De esta forma atravesaron la explanada entre los fugitivos, los heridos y los muertos. El indio se ocupaba de sí mismo y de la víctima que llevaba en brazos, pero Cora habría sucumbido tarde o temprano a los golpes de sus enemigos de no ser por el extraordinario personaje que la seguía, y que a los ojos de los salvajes estaba imbuido del espíritu protector de la locura.
Magua, que sabía muy bien cómo evitar los peligros y la persecución, se adentró en el bosque por una estrecha cañada, en la que pronto encontró los narragansetts que los viajeros habían abandonado días antes. Ahora estaban custodiados por un indio de expresión tan feroz y perversa como la suya. Dejó a Alicia en uno de los caballos e hizo a Cora señal de que montase el otro.
Pese al horror que le inspiraba la presencia de su raptor, Cora se sintió aliviada ante la idea de escapar del sangriento escenario. Subió a la silla y extendió los brazos hacia su hermana, con un gesto de amor y entrega evidente hasta para el propio hurón. Magua colocó, pues, a Alicia en el mismo animal que montaba Cora. Tomó luego las bridas y comenzó la marcha, internándose en el bosque. Percatándose de que no se le hacía caso alguno y de que se le trataba como a un objeto tan exento de valor que ni siquiera merecía la destrucción, David se acomodó en la montura del caballo abandonado y se dispuso a ir tras las hermanas, con toda la rapidez que la dureza del camino le permitiera.
Pronto empezaron a ascender. El movimiento de la marcha contribuía a restablecer los sentidos de Alicia, y la atención de Cora estaba demasiado dividida entre los cuidados que prestaba a su hermana y los gritos procedentes de la llanura como para fijarse en la dirección que tomaban. Pero, cuando por fin llegaron a la cumbre aplanada y se acercaron a la abrupta vertiente oriental de la montaña, reconoció de inmediato el paraje que el explorador les había mostrado por primera vez. Magua les permitió desmontar. Olvidando su propia situación y movida por la curiosidad que suele acompañar al horror, Cora se acercó al precipicio para contemplar el espantoso espectáculo que se desarrollaba abajo.
La matanza no había terminado. En todas partes había víctimas, que se esforzaban por huir de sus implacables perseguidores, mientras las columnas armadas del rey cristiano permanecían aparte, inmóviles, en una actitud de indiferencia que nunca fue explicada, y que dejó una mancha imborrable en el historial de su jefe. La guadaña de la muerte no se detuvo hasta que la sed de rapiña se hizo más acuciante que la venganza. Los lamentos de los heridos y los gritos de sus asesinos se fueron haciendo menos frecuentes, hasta que finalmente las victimas dejaron de escucharse o sus quejas fueron ahogadas por los escalofriantes alaridos de los salvajes victoriosos.