El último mohicano

Capítulo XXV

Capítulo XXV

S.— ¿Has escrito ya la parte del león? Si es así, te ruego que me la des, porque soy lento aprendiendo.

Q.— Νo hay mucho que estudiar, porque solo tienes que rugir.

S

En aquella escena lo solemne se mezclaba con lo ridículo. La bestia continuaba sus movimientos de balanceo, al parecer sin cansarse, pero su grotesco intento de imitar el cántico de David se había interrumpido al abandonar este la cueva. Gamut había hablado en inglés, y a Duncan se le antojaba que sus palabras tenían un significado oculto, que se esforzaba por descubrir. El jefe, sin embargo, puso un rápido fin a sus conjeturas. Se acercó al lecho de la enferma y ordenó a todas las mujeres, que se habían agrupado para observar las habilidades del extranjero, que salieran de la cueva. Le obedecieron inmediatamente, aunque con reluctancia. Cuando dejó de llegarles el eco producido al cerrarse la lejana puerta de corteza, el jefe señaló a la enferma y dijo:

—Es hora de que mi hermano muestre su poder.

Ante tan inequívoca apelación a su pretendida ciencia, Heyward temió que el menor retraso en ponerla en práctica pudiera resultarle fatal. Intentó ordenar sus ideas y se dispuso a iniciar esos encantamientos y extraños ritos que los hechiceros indios emplean para ocultar su ignorancia y su impotencia. Es probable que, dado su estado de ánimo, hubiera acabado cometiendo algún error que hubiese despertado las sospechas del jefe, de no ser porque, a poco de empezar, el plantígrado le interrumpió con un feroz gruñido. Tres veces hizo Duncan lo posible por continuar, y las tres se vio interrumpido por un gruñido, cada vez más salvaje y amenazante.

—Los hombres sabios están celosos —dijo el hurón, un tanto enigmáticamente—. Debo marcharme. Hermano, esta mujer es la esposa de uno de mis guerreros más valientes; trátala como merece. ¡Queda en paz! —añadió, y se dirigió a la fiera descontenta como si esta pudiera entenderle—: Ya me voy, ya.

El jefe se alejó, y Duncan se vio solo en aquel salvaje y desolado refugio, con la inútil compañía de la inválida y con el feroz y peligroso bruto. Con ese aire de inteligencia que a veces muestran los de su especie, el oso pareció escuchar el eco que anunciaba que el jefe indio había abandonado también la caverna. Luego se incorporó y fue balanceándose hacia Duncan, ante quien se sentó con el cuerpo erguido. El joven miró en torno, angustiado, buscando algún arma con la que defenderse del ataque que creía inminente.

Pero el humor del animal pareció cambiar de improviso. En lugar de continuar emitiendo sus gruñidos de desagrado o de manifestar su enfado de otro modo, agitó el torpe corpachón violentamente, como si lo sacudiese alguna convulsión interna. Sus garras pesadas y torpes se agitaban de manera extraña ante el hocico, y mientras Heyward seguía sus movimientos con recelo la torva cabeza de la bestia cayó, y en su lugar apareció el semblante franco y curtido del explorador, que no podía aguantar la risa.

—¡Silencio! —le advirtió el astuto hombre de los bosques, interrumpiendo la exclamación de sorpresa que Heyward estaba a punto de proferir—. Estos rufianes están cerca, y cualquier ruido que no parezca propio de sus brujerías les hará atacarnos en masa.

—Decidme en seguida qué significa este disfraz, y por qué os habéis arriesgado hasta este punto.

—¡Ay, amigo mío! Debéis saber que la casualidad es a veces más eficaz que la reflexión y el cálculo —replicó el explorador—. Pero un relato debe contarse desde el principio. Cuando nos separamos dejé al comandante y al Sagamore en una vivienda de castores abandonada, donde están más a salvo de los hurones que si estuvieran en fuerte Edward, porque, como los traficantes de pieles no han llegado aún a estas tierras, los indios siguen venerando al castor. Después, Uncas y yo nos dirigimos, como habíamos acordado, al otro campamento. ¿Habéis visto al muchacho?

—¡Por desgracia, sí! Está prisionero, y le han condenado a morir al amanecer.

—¡Ya me temía que le aguardaba ese destino! —repuso el explorador, en un tono menos confiado y alegre. Pero pronto recuperó la firmeza natural de su voz y continuó—: Su mala suerte es la verdadera causa de que yo esté aquí, porque nunca abandonaría al muchacho en manos de los hurones. ¡Cómo disfrutarían si pudiesen atar al mismo poste de los tormentos a Ciervo Ágil y a Larga Carabina, como ellos me llaman!, aunque, a decir verdad, no sé por qué me dan ese nombre, porque entre las habilidades de y la actuación de una de vuestras carabinas canadienses hay la misma diferencia que entre el pedernal y la arcilla.

—No divaguéis —le interrumpió Heyward, impaciente—. Ignoramos cuánto tardarán en volver los hurones.

—Nada hay que temer. Un hechicero necesita tiempo para hacer su conjuro, igual que un cura en las colonias. Estamos tan a salvo de interrupciones como un misionero al comienzo de un sermón de dos horas. Bueno, el caso es que Uncas y yo nos encontramos con una partida de esos rufianes que regresaba a su campamento, y como el muchacho tiene una sangre tan caliente no hubo manera de contenerlo. Persiguió a un hurón que resultó ser un cobarde, y que al huir le condujo a una emboscada.

—¡Y bien cara que ha pagado esa cobardía!

Clon un gesto significativo, el explorador se pasó una mano por la garganta y asintió, como si dijese: «Ya sé lo que han hecho». Tras lo cual continuó, en una voz más audible:

—Cuando perdí al muchacho me lancé en persecución de los hurones, como podéis suponer. Tuve algún tropiezo con dos de sus hombres, pero no viene al caso. Tras haberlos matado a tiros, me acerqué a sus chozas sin ser molestado. La suerte me guio hasta el lugar donde uno de los hechiceros más famosos de la tribu estaba disfrazándose para una de esas grandes batallas con Satanás que a veces organizan. En realidad, no sé por qué hablo de suerte, porque es seguro que así lo había dispuesto la Providencia. Un golpe en seco que le di en la cabeza me bastó para hacer caer al embaucador. Le puse una rama de castaño como mordaza para evitar que gritase, lo até entre dos abetos, me apoderé de su disfraz de oso y me dispuse a desempeñar su papel.

—¡Cierto que habéis desempeñado el papel, como vos decís, a la perfección! El mismo animal no lo habría hecho mejor.

—Mal alumno habría sido, mayor —respondió satisfecho el explorador—, si después de tantos años en el bosque no hubiese aprendido a imitar los movimientos y la naturaleza del oso. Si se hubiera tratado de un gato montés o de un puma, os habría hecho una magnífica demostración, digna de verse, pero, aunque no hay nada excepcional en imitar los movimientos de una bestia tan torpe, algunos no saben hacerlo sin caer en la exageración. Sí, no todos saben que es más fácil excederse en la imitación de la Naturaleza que reproducirla con exactitud. Pero, en fin, aún nos queda mucho por hacer. ¿Dónde está la joven?

—¡Quién sabe! He examinado todas las chozas del poblado sin encontrar el menor rastro de su presencia entre la tribu.

—Ya oísteis lo que dijo el cantor antes de irse: «La joven os espera y está cerca».

—Empezaba a pensar que se refería a esta pobre infeliz.

—El muy simple estaba asustado, y no acertó a transmitiros el mensaje como debía. Veamos; aquí hay paredes suficientes como para cercar todo un poblado. Pero, como los osos saben trepar, aprovecharé mi nueva condición para echar un vistazo. Quizá hay panales por estas rocas, y ya sabéis que las bestias como yo sienten gran afición por las cosas dulces.

El explorador miró alrededor, al tiempo que reía su propia broma. Se acercó a uno de los muros y empezó a escalarlo imitando los torpes movimientos del oso. Pero tan pronto como alcanzó el borde superior hizo un gesto de silencio y descendió con rapidez.

—Está ahí mismo —susurró—, y llegaréis hasta ella por aquella puerta. Me hubiera gustado decirle algo para tranquilizarla; pero temí que la vista de un monstruo como yo pudiese enloquecerla. Aunque, ahora que lo pienso, mayor, vuestra facha no es mejor que la mía, con todas esas pinturas en la cara.

Duncan, que ya se había lanzado hacia la puerta, se detuvo en seco al oír las palabras poco alentadoras del explorador.

—¿Tan horrible es mi aspecto? —preguntó, preocupado.

—Quizá no tanto como para asustar a un lobo o para hacer retroceder, en plena carga, al Regimiento Real de América; pero recuerdo ocasiones en que vuestro aspecto era más atractivo. Las mujeres indias podrían no encontrar nada que objetar, pero una joven blanca preferirá veros tal como sois. Mirad —añadió, señalando un lugar donde el agua surgía de entre las peñas, formando una pequeña corriente cristalina antes de desaparecer por una grieta—, ahí podéis quitaros con facilidad la careta que os puso el Sagamore, y cuando volváis yo mismo intentaré componeros otra, porque tan corriente es que un hechicero cambie de pintura como que lo haga un petimetre con sus trajes.

No tuvo que insistir mucho el explorador. Antes de que terminase de hablar ya estaba Duncan lavándose a conciencia. Al momento desaparecieron todas aquellas marcas terribles o desagradables, y el joven recuperó los rasgos con que le había favorecido la Naturaleza. Así, preparado para entrevistarse con su amada sin atemorizarla, el joven se despidió presuroso de su amigo y desapareció por el pasadizo indicado. El explorador le vio marchar satisfecho y le deseó suerte. Tras lo cual se dispuso a examinar aquella caverna que era también un almacén, donde los hurones guardaban el botín de sus batallas.

Duncan no tenía más guía que una lejana luz, que cumplía la función de una estrella polar para conducirle hasta su amada. Pero le bastó para llegar a otro compartimiento de la caverna, destinado exclusivamente para retener a una prisionera tan importante como la hija del comandante del William Henry. Allí había multitud de objetos, procedentes del saqueo del desdichado fuerte.

Entre tanta confusión encontró Duncan a la joven que buscaba. Estaba pálida, angustiada y llena de temor, pero encantadora, y David la había preparado para aquella visita.

—¡Duncan! —exclamó la joven, con voz trémula.

—¡Alicia! —contestó él, abriéndose paso entre baúles, cajas, armas y muebles hasta llegar a su lado.

—¡Sabía que nunca me abandonaríais! —dijo ella, y hubo un brillo momentáneo en su por otra parte abatido semblante—. ¡Pero observo que venís solo, y hubiera preferido que alguien os hubiera acompañado!

Viendo que la joven temblaba de tal modo que parecía incapaz de sostenerse mucho tiempo en pie, le aconsejó que se sentara y le contó lo esencial de los hechos que hemos referido. Alicia escuchó con interés, conteniendo la respiración y, aunque Duncan no quiso extenderse sobre el dolor de Munro para no herir a la joven, no pudo evitar que las lágrimas corriesen libremente por las mejillas de la hija. Sin embargo, las tiernas palabras de Duncan pronto consiguieron tranquilizarla, y cuando hubo pasado el primer estallido de sus emociones le escuchó con absoluta atención, e incluso con entereza.

—Y ahora, Alicia —añadió—, es mucho lo que se espera de vos. Quizá podamos, con la ayuda de nuestro incomparable amigo el explorador, encontrar la manera de huir de este pueblo salvaje, pero tendréis que armaros de valor y fortaleza. Recordad que huis hacia los brazos de vuestro angustiado padre, y cuánto dependen su felicidad y la vuestra propia de los esfuerzos que ahora hagáis.

—¿Qué otra cosa podría hacer por un padre que tanto ha hecho por mí?

—Y también por mí —continuó el joven, oprimiendo con suavidad la mano que retenía entre las suyas.

La mirada de inocencia y sorpresa que acogió estas palabras convenció a Duncan de la necesidad de ser más explícito.

—No es este el momento ni el lugar para importunaros con deseos egoístas —añadió—; pero ¿qué corazón tan agobiado como el mío no buscaría alivio? Dicen que la desgracia es el lazo que une con más fuerza. Las calamidades que vuestro padre y yo hemos sufrido por vos deberían explicar todo mejor que mil palabras.

—¿Y qué hay de la querida Cora, Duncan? No la habréis olvidado, ¿verdad?

—¿Olvidarla? ¡No, no! ¡Compadecerla sí, como jamás lo fue mujer alguna! El amor de vuestro padre no le permite hacer diferencias entre sus hijas; pero yo…, Alicia, no os ofendáis si os digo que vos me importáis más.

—Es que sabéis bien poco de sus méritos —dijo Alicia, retirando su mano—. Ella siempre habla de vos como de su mejor amigo.

—Sin duda lo soy —replicó Duncan de inmediato—, y aún me gustaría serlo más. Pero en cuanto a vos, Alicia, vuestro padre me dio permiso para aspirar a una relación todavía más estrecha e íntima.

Alicia temblaba violentamente, y hubo un instante en el que apartó su cabeza, dominada por las emociones comunes a su sexo; pero aquello pasó pronto y pudo dominar sus actos, si no sus sentimientos.

—Heyward —dijo, mirándole a la cara con una expresión de inocente y sincera entrega—, permitidme que oiga esas mismas palabras de labios de mi padre, antes de exigirme que os corresponda.

El joven iba a replicar que no podía exigirle nada más, pero tampoco menos, cuando notó un ligero roce en su hombro. Se giró al momento, para enfrentarse al intruso, y se encontró ante la figura tenebrosa y el rostro malévolo de Magua. La risa profunda y gutural del salvaje resonó en los oídos de Duncan como un insulto infernal. Si se hubiese dejado llevar por el impulso repentino y feroz del momento, se habría arrojado contra el hurón, haciendo que su suerte dependiese del resultado de una lucha a muerte. Pero, al carecer de armas y no saber de qué medios podría valerse su astuto enemigo, pensó ante todo en la seguridad de su amada y renunció a pasar al ataque.

—¿Qué pretendéis? —dijo Alicia, cruzando los brazos sobre el pecho y adoptando, para no expresar el temor que sentía por la suerte de Heyward, la fría actitud con que solía recibir las visitas de su captor.

El indio victorioso, cuyo semblante había recuperado la gravedad habitual, se apartó del joven al advertir el brillo amenazador de sus ojos. Observó fijamente a sus dos cautivos durante un rato y, retrocediendo un poco más, dejó caer un tronco de modo que cerrase el hueco por el que había entrado, y que no era el mismo por el que había accedido Duncan. Este comprendió cómo había sido sorprendido. Creyéndose perdido sin remedio, atrajo a Alicia contra su pecho y se dispuso a afrontar un destino que apenas lamentaba, puesto que iba a sufrirlo en tal compañía. Pero Magua no tenía intención de acabar inmediatamente con ellos. Sus primeras medidas tenían por objeto asegurarse a su nuevo prisionero, y no se dignó dirigir ni una sola mirada a la pareja que aguardaba inmóvil en el centro de la caverna hasta que se convenció de que no podían huir por la entrada que él mismo había usado. Heyward vigilaba todos sus movimientos y permanecía firme, sosteniendo la frágil figura de Alicia contra su corazón. Era demasiado orgulloso y se sentía demasiado escéptico para pedir clemencia a un enemigo al que había burlado tantas veces. Cuando Magua hubo tomado por fin todas las precauciones que consideraba necesarias, se acercó a sus prisioneros y les dijo en inglés:

—Los rostros pálidos usan trampas para cazar al astuto castor; pero los pieles rojas saben cazar a los ingleses.

—¡Maldito hurón, acaba de una vez! —exclamó el excitado Heyward, olvidando que su muerte podía significar también la de Alicia—. Tu venganza es para mí tan despreciable como tú mismo.

—¿Pronunciará el hombre blanco esas mismas palabras en el poste del tormento? —preguntó Magua, poniendo de manifiesto con su sorna la poca confianza que le inspiraba el valor de su enemigo.

—Aquí, ante ti o en presencia de tu tribu.

—¡ es un gran jefe! —replicó el indio—. Irá y traerá a sus guerreros, para que puedan ver con qué bravura se ríe un hombre blanco de sus torturadores.

Dio media vuelta mientras hablaba, y estaba a punto de salir por el pasadizo utilizado por Duncan cuando oyó un gruñido que le hizo titubear. La figura de un oso apareció en la puerta, balanceándose sin cesar. Como el jefe que antes había acompañado a Duncan, Magua observó al presunto animal con atención, como si no estuviera seguro de su identidad. Despreciaba las supersticiones de su tribu, y cuando reconoció el disfraz del hechicero se dispuso a pasar junto a él. Pero un gruñido más fuerte y amenazador le obligó a detenerse de nuevo. Pareció como si no estuviera dispuesto a aguardar más, y dio unos pasos hacia adelante. El falso animal, que también había avanzado un poco, se irguió sobre sus patas traseras y agitó en el aire sus poderosas garras, como un oso real.

—¡Idiota! —exclamó el jefe hurón—. ¡Vete a jugar con los niños y las mujeres, y deja que los hombres resuelvan sus asuntos!

De nuevo intentó esquivar al supuesto hechicero, amenazándolo incluso con hacer uso de las armas que pendían de su cinto. Pero, de pronto, la fiera alargó los brazos, o mejor dicho las patas, y lo estrechó contra sí con la fuerza de un oso auténtico. Heyward había seguido todos los movimientos de Hawkeye con un interés que le hacía contener la respiración. Soltó a la joven que aún tenía en sus brazos y se apoderó de algunas correas de piel que sujetaban un envoltorio. Luego fue junto a su enemigo, que estaba aprisionado por los músculos de hierro del explorador, y le ató los brazos, las piernas y los pies en menos tiempo del que se tarda en contarlo. Cuando terminó, el explorador dejó de sujetarle y Duncan lo depositó en el suelo, de espaldas e incapaz de moverse.

Magua no profirió palabra alguna en el transcurso de esta operación, pero no por eso dejó de forcejear con violencia, hasta asegurarse de que estaba en los brazos de alguien más fuerte que él. Pero cuando Hawkeye se quitó la cabeza de oso y expuso a las asombradas miradas del indio su rostro enjuto y curtido, apenas pudo pronunciar otra cosa que su acostumbrada exclamación:

—¡Uugh!

—¡Vaya! ¡Por fin te encontraste la lengua! —dijo en tono de burla el cazador—. Bueno es saberlo para evitar que la utilices.

Como no había tiempo que perder, Hawkeye se apresuró a amordazar a su enemigo, y cuando hubo acabado con él ya podía considerársele, sin miedo a error, como .

—¿Por dónde entró el rufián? —preguntó el esforzado explorador, una vez concluido su trabajo—. Ni un alma pasó por donde yo estaba desde que me dejasteis.

Duncan señaló el acceso utilizado por el indio, y que ahora estaba cubierto de demasiados obstáculos como para proporcionarles una rápida retirada.

—Traed a la joven entonces —continuó su amigo—. Hemos de ganar el bosque por otra entrada.

—¡Eso es imposible! —dijo Duncan—. El miedo la tiene paralizada. ¡Alicia, amor mío, levantaos! ¡Ha llegado el momento de huir! ¡Es inútil! Nos oye, pero no puede seguirnos. Id, noble amigo. ¡Salvaos y dejad que corramos nuestra suerte!

—No hay fracaso del que no pueda sacarse partido —replicó el explorador—. Envolvedla en esas telas indias. Cubridla bien, que no se vea nada de ella. No hay en todo el bosque un pie como ese. Tapadlo también, o la delatará. Ahora tomadla en vuestros brazos y seguidme. Yo me encargaré del resto.

Duncan, como puede deducirse de las palabras de su compañero, obedecía fielmente sus instrucciones, y cuando Hawkeye terminó de hablar tomó en brazos a su amada y siguió los pasos del explorador. Encontraron a la mujer enferma donde la habían dejado, todavía sola, y se adentraron en el pasadizo que conducía a la entrada de la caverna. Cuando se acercaban a la pequeña puerta de corteza, un rumor de voces les anunció que los amigos y parientes de la inválida seguían allí reunidos, esperando pacientemente que se les permitiera entrar.

—Si dijera una sola palabra —murmuró Hawkeye—, mi inglés, que es el de un blanco, advertiría a esos rufianes de que hay un enemigo entre ellos. Tendréis que emplear vuestra jerga, mayor, y decirles que hemos encerrado al espíritu maligno en la caverna y que nos llevamos a la mujer a los bosques, para buscar raíces reconstituyentes. Haced uso de toda vuestra astucia, porque en conciencia obramos bien.

La puerta se abrió un poco, como si alguien desde fuera escuchase cuanto sucedía dentro, y el explorador tuvo que suspender sus instrucciones. Un gruñido feroz espantó al curioso, y entonces Hawkeye abrió la puerta con decisión y salió al exterior, imitando los movimientos del oso. Duncan, que le seguía de cerca, se vio de pronto rodeado de una veintena de parientes y amigos. La multitud retrocedió un poco, y dejó que el jefe y uno que parecía ser el marido de la mujer se le acercasen.

—¿Ha conseguido mi hermano expulsar al espíritu maligno? —preguntó el primero—. ¿Qué lleva en sus brazos?

—¡Llevo a la enferma! —respondió Duncan con gravedad—. El mal, que ha salido de su cuerpo, está encerrado entre las rocas. Yo me la llevo al bosque, donde se robustecerá contra nuevos ataques. Estará de vuelta en la tienda de este joven cuando vuelva a brillar el sol.

Cuando el padre tradujo al hurón las palabras del extranjero, un murmullo contenido anunció la satisfacción con que se recibía la noticia. El jefe mismo hizo un gesto con la mano, invitando a Duncan a que continuase su camino, al tiempo que le decía, con voz firme y en tono abnegado:

—Ve. Soy un hombre. Entraré en las rocas y destruiré al espíritu del mal.

Heyward, que se disponía a obedecer la indicación del indio y ya se alejaba del grupo, se detuvo al oír estas palabras.

—¿Está loco mi hermano? —exclamó—. ¿Acaso quiere perderse también? Encontrará la enfermedad y ella le vencerá, o se le escapará y huirá al bosque, donde perseguirá a la mujer. No. Esperad todos fuera y, si el espíritu aparece, golpeadle con vuestras armas. Es astuto, y preferirá enterrarse en lo más profundo de la montaña antes que salir y enfrentarse con todos.

El singular consejo obtuvo el efecto deseado. En lugar de entrar en la cueva, el jefe y el marido esgrimieron sus y se apostaron a ambos lados de la entrada, dispuestos a descargar su venganza sobre el imaginario espíritu del mal, mientras las mujeres y los niños arrancaban ramas de los matorrales o recogían fragmentos de roca, con la misma intención. Aprovechado el momento favorable, los falsos hechiceros desaparecieron.

Hawkeye sabía que, aunque los indios en general son de naturaleza supersticiosa, los más sabios de sus jefes toleran pero no siempre comparten sus creencias. La sospecha de uno solo podía resultarles fatal, y de ahí el valor de cada instante que transcurría sin que les llegase la voz de alarma. Tomó, pues, el sendero menos susceptible de ser vigilado por los indios, y que rodeaba el poblado en vez de atravesarlo. Aún podían ver a los guerreros en la distancia, a la débil luz de las hogueras, yendo de una choza a otra. Pero los niños ya habían cambiado sus ejercicios por sus lechos de pieles, y la tranquilidad de la noche empezaba a prevalecer sobre el tumulto y la excitación de aquella tarde tan pródiga en acontecimientos.

El aire libre devolvió sus fuerzas a Alicia, y, como habían sido sus facultades físicas y no las mentales las que habían experimentado aquel desfallecimiento, no necesitó que le explicasen lo ocurrido.

—Dejadme que ande por mí misma —dijo cuando llegaron al bosque, ruborizándose por no haber abandonado antes los brazos de Duncan—. Ya estoy bien del todo.

—No, Alicia, todavía estáis muy débil.

La joven se liberó con suavidad, y Heyward tuvo que renunciar a su preciada carga. Para el falso oso era tan extrañas las deliciosas emociones del amante que llevaba en brazos a su amada como la sensación de vergüenza que acometía a Alicia. Pero cuando se encontró a una distancia suficiente del poblado indio, el explorador se detuvo y habló de un tema del que sabía mucho.

—Este sendero os llevará al arroyo —dijo—. Seguid su orilla norte hasta la cascada; subid por la colina que habrá a vuestra derecha y veréis las hogueras de otras gentes. Id allí y pedid protección. Si son auténticos delawares, estaréis a salvo. Es inútil intentar llegar más lejos en compañía de la joven. Los hurones seguirían vuestro rastro y os arrancarían las cabelleras. Id, y que la Providencia os proteja.

—¿Y vos? —preguntó Heyward, sorprendido—. Supongo que no vamos a separarnos…

—Los hurones tienen prisionero al orgullo de los delawares, el último de los mohicanos de sangre noble —replicó el explorador—. Debo ir y ver qué puedo hacer en su favor. Si os hubieran arrancado la cabellera, mayor, habría caído uno de esos canallas por cada pelo vuestro. Pero si los hurones llevan al joven Sagamore al poste del tormento, verán cómo sabe morir un blanco de pura sangre.

Sin ofenderse en modo alguno por la decidida preferencia del cazador hacia quien podía considerarse su hijo adoptivo, Duncan adujo todas las razones posibles paras disuadirle de tan arriesgado proyecto. Alicia unió sus ruegos a los de Heyward, para que renunciase a una empresa que tan pocas posibilidades de éxito ofrecía. Pero todos los esfuerzos resultaron completamente inútiles. El explorador escuchó con impaciencia, y acabó hablándoles en términos tan tajantes que Alicia calló y Heyward se convenció de que no valía la pena seguir insistiendo.

—He oído —dijo— que hay un sentimiento en la juventud que une al hombre a la mujer con un lazo más fuerte que el que hay entre el padre y el hijo. Yo apenas he estado donde viven las mujeres de mi raza, pero admito que las cosas pueden ser así en las colonias. Habéis arriesgado la vida y todo lo que estimáis para liberar a esta joven, y supongo que la causa es ese sentimiento. En cuanto a mí, yo fui quien enseñó a ese muchacho el verdadero valor de un rifle, y él ha pagado mis lecciones con creces. He luchado a su lado en muchos combates sangrientos, y siempre he sabido que, mientras oyese a un lado y al otro los rifles de ese joven y de su padre, podía estar seguro de que no habría un enemigo a mi espalda. Hemos recorrido juntos estos bosque en invierno y en verano, de día y de noche, comiendo en la misma escudilla y durmiendo mientras el otro vigilaba. Son razones suficientes para que nadie pueda decir que Uncas fue al poste del tormento mientras yo me comportaba como un cobarde. No hay más que un Gobernante supremo para todos, sea cual sea el color de nuestra piel, y a Él pongo por testigo de que, antes de que el joven mohicano muera por falta de un amigo, la fe desaparecerá de la tierra, y mi fiel se convertirá en algo tan inofensivo como el arma silbante del cantor.

Duncan soltó el brazo del explorador, que dio media vuelta y se dirigió al campamento indio. Tras verle partir durante un momento, Heyward y Alicia tomaron el camino que los conduciría al lejano poblado de los delawares.

Download Newt

Take El último mohicano with you