Capítulo IV
Capítulo IV
Bien, sigue tu camino: no abandonarás el bosque hasta que yo haya vengado este ultraje.
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Aún no había terminado Hawkeye de hablar cuando apareció entre la espesura el hombre que encabezaba el grupo, y cuyos pasos había oído el indio. No lejos de allí se abría una de esas sendas que forman los ciervos en sus correrías y que, bordeando un pequeño barranco, llegaba hasta el río, justo en el punto donde se encontraban el cazador y sus acompañantes indios. Los viajeros que habían suscitado tanta inquietud se dirigían lentamente por la senda hacia el hombre blanco, que los esperaba y se había situado delante de sus compañeros.
—¿Quién va? —inquirió Hawkeye, cruzando su rifle sobre el brazo izquierdo y colocando el índice de la mano derecha en el gatillo, al tiempo que procuraba evitar toda apariencia de amenaza en su actitud—. ¿Quién viene, entre las bestias y los peligros del bosque?
—Creyentes y amigos de la ley y del rey —contestó el que marchaba en cabeza—. Gentes que han transitado desde el amanecer por entre las sombras de este bosque, sin detenerse siquiera para comer, y están harto fatigadas del viaje.
—Así que os habéis perdido —le interrumpió el cazador— y ahora sabéis cómo se siente uno cuando ignora si debe torcer a la derecha o a la izquierda.
—Algo así; un niño de pecho no depende más de sus padres que quienes, como nosotros, hemos llegado a tener la estatura de los adultos, pero no su conocimiento. ¿Sabéis qué distancia nos separa de William Henry, el fuerte de la corona?
—Vaya —exclamó el explorador, profiriendo una estruendosa carcajada que en seguida intentó reprimir, al comprender que algún enemigo oculto podía oírle—. ¡Estáis tan alejados de vuestro objetivo como lo estaría un perro que tuviera el lago Horican entre él y la caza! ¡Así que vais a William Henry! Si sois amigos del rey y tenéis alguna misión militar que cumplir, lo mejor que podríais hacer es ir río abajo hasta el fuerte Edward. Allí podríais exponer vuestros asuntos al general Webb, que está perdiendo lastimosamente el tiempo, en lugar de avanzar hacia los desfiladeros para rechazar a ese atrevido francés y hacerle volver a su madriguera, más allá del lago Champlain.
Antes de que el recién llegado pudiese reaccionar ante tan inesperada respuesta, otro jinete apareció entre los arbustos y condujo su montura hasta situarla junto a la de su compañero.
—¿A qué distancia, pues, nos encontramos ahora del fuerte Edward? —preguntó el nuevo interlocutor—. Hemos abandonado esta mañana el lugar al que nos aconsejáis que vayamos, y pretendíamos llegar al lago.
—Seguro que os han engañado vuestros ojos, porque el camino que debíais seguir mide unos diez metros de ancho y es tan bueno como cualquiera de los que llevan a Londres o de los que conducen al palacio del mismo rey.
—No discutamos sobre las excelencias de ese camino —replicó sonriendo el segundo interlocutor, en quien el lector ya habrá reconocido al mayor Heyward—. Basta con que sepáis que hemos confiado en cierto indio que debía guiarnos por un camino más corto, aunque menos conocido, y que por desgracia nos ha decepcionado. En pocas palabras, que no sabemos dónde nos encontramos.
—¡Un indio perdido en los bosques! —exclamó el explorador, moviendo la cabeza, incrédulo—. ¡Y precisamente cuando el sol abrasa las copas de los árboles y los cursos de agua rebosan; cuando el musgo que crece en cada árbol puede indicarle dónde brillará la estrella polar por la noche! En los bosques hay muchas sendas de venados que conducen a los ríos y remansos que todos conocen, y las bandadas de gansos salvajes no han emprendido aún su vuelo al Canadá. Es muy extraño que un indio se pierda entre el Horican y la curva del río. ¿Es un mohawk?
—De nacimiento, no; pero sí de adopción. Creo que nació más al Norte, y es uno de esos a quienes llamáis hurones.
—¡Uf! —exclamaron a un tiempo los dos compañeros del explorador, que hasta el momento habían permanecido sentados en silencio, aparentando una completa indiferencia, pero que al oír ese nombre se levantaron de un salto.
—¡Un hurón! —repitió el explorador, volviendo a mover la cabeza con franca desconfianza—. Pertenecen a una raza de ladrones y poco importa quién los haya adoptado; no puede esperarse de ellos que sean sino traidores y vagabundos. Lo único que me intriga es que al confiaros a uno de ellos no hayáis caído todavía en manos de su gente.
—De eso hay poco peligro, puesto que el William Henry está a muchas millas del frente. Habéis olvidado lo que os he dicho: que nuestro guía es ahora un mohawk y que sirve en nuestras tropas como amigo.
—Y yo os digo que quien ha nacido como mingo morirá como mingo —replicó el otro con firmeza—. ¡Un mohawk! No; dadme un delaware o un mohicano como ejemplos de honradez y los aceptaré. Y dadme también un delaware o un mohicano como ejemplos de buenos guerreros una vez se deciden a luchar, cosa que no todos están dispuestos a hacer, pues algunos han llegado a soportar las vejaciones de sus astutos enemigos, los maquas.
—¡Basta ya! —continuó Heyward, impaciente—. No es mi intención discutir sobre las cualidades de un hombre al que yo conozco y del que vosotros no sabéis nada. Aún no habéis contestado a mi pregunta: ¿A qué distancia nos encontramos del grueso del ejército, en fuerte Edward?
—Eso depende de quién sea vuestro guía. Por mi parte, creo que con un caballo como el que montáis puede recorrerse mucho terreno desde el amanecer hasta la puesta del sol.
—No tengo intención de perder el tiempo con vos en conversaciones ociosas, amigo mío —le dijo Heyward, dominando a duras penas su impaciencia y hablando en un tono más afable—: Si me decís la distancia que nos separa del fuerte Edward, y nos conducís hasta él, vuestros esfuerzos no quedarán sin recompensa.
—Pero, si hiciera eso, ¿cómo puedo saber que no serviría de guía a un enemigo, a un espía de Montcalm? Hablar en inglés no le convierte a uno necesariamente en una persona de confianza.
—Si, como intuyo, sois explorador del ejército, habréis oído hablar del sexagésimo Regimiento del Rey.
—¡El sexagésimo! Aunque yo lleve puesta una cazadora en lugar de la casaca roja, habrá pocos oficiales de ese regimiento cuyo nombre no conozca.
—Bien. Entonces sabréis cómo se llama su comandante.
—¡Su comandante! —continuó el explorador, irguiéndose como quien se enorgullece de la confianza que se le otorga—. Si hay alguien en este país que conozca al mayor Effingham, ese soy yo.
—Pero hay muchos comandantes en ese cuerpo; habéis mencionado al de mayor antigüedad y yo os hablo del más reciente: el que manda las compañías de guarnición en William Henry.
—Sí, sí. Ya he oído que un joven acaudalado, oriundo de una de las distantes provincias del Sur, ocupa ese puesto. Es demasiado joven para un cargo de tanta responsabilidad y para estar por encima de otros hombres cuyas cabezas empiezan a blanquear, pero dicen que es un buen soldado y un caballero valeroso.
—Sea quien fuere, y cualesquiera que sean sus méritos para ocupar el puesto, debo deciros que en este momento lo tenéis ante vos, y que no podéis considerarme como enemigo.
El cazador se quedó mirando a Heyward con sorpresa, y después, quitándose la gorra, replicó en un tono más cohibido, que aún traslucía su desconfianza:
—Oí decir que esta mañana saldría un grupo del campamento, camino del lago.
—Habéis oído la verdad. Pero yo preferí tomar un camino más corto, confiando en los conocimientos del indio que he mencionado antes.
—Que os ha engañado y luego os ha abandonado.
—En modo alguno, al menos en lo segundo, porque ahora mismo va detrás de nosotros.
—Me gustaría verle; sabré si es un iroqués auténtico por su aspecto de rufián y sus pinturas.
El cazador se deslizó junto al caballo de Heyward y se adentró en la senda por detrás de la yegua del maestro de canto, cuyo potro se aprovechaba del alto en la marcha para extraer de su madre el alimento vespertino. Tras apartar unos arbustos y avanzar unos pasos se encontró con las damas, que aguardaban el resultado de la conversación con ansiedad no exenta de temor. Tras ellas, el guía descansaba apoyado en un árbol, donde permaneció sin inmutarse mientras el explorador lo examinaba, aunque su aspecto siniestro y salvaje era capaz por sí solo de inspirar espanto. Satisfecho de su inspección, el explorador se apartó en seguida, y al pasar de nuevo junto a las mujeres hizo una breve pausa para admirar su belleza y respondió con una mirada de admiración a la sonrisa y a la inclinación de cabeza que le hizo Alicia. Desde allí se dirigió hacia la yegua, invirtió un minuto en intentar averiguar infructuosamente la condición de su jinete, movió la cabeza y volvió al fin junto a Heyward.
—Un mingo es un mingo y, como fue Dios quien lo hizo así, ni los mohawks ni nadie de otra tribu podrá jamás cambiarlo —dijo, una vez hubo recuperado su antigua postura—. Si estuviéramos solos y os encontraseis dispuesto a dejar esta noche vuestro noble animal a merced de los lobos, yo mismo podría indicaros el camino al fuerte Edward en una hora, porque desde aquí está solo a una hora de viaje; pero con esas damas es imposible hacerlo.
—¿Por qué? Están cansadas, es cierto; pero aún pueden soportar unas millas más a caballo.
—No; es sencillamente imposible —replicó el explorador—. Después de hacerse de noche, yo no daría ni un paso en estos bosques en compañía de ese guía, ni a cambio del mejor rifle que pueda haber en el ejército. La espesura está llena de iroqueses traidores, y vuestro mohawk sabe demasiado bien dónde encontrarlos como para que yo le tenga por compañero.
—Así que esa es vuestra opinión —dijo Heyward, inclinándose hacia delante en la silla y hablando en voz muy baja—. Confieso que yo mismo he tenido sospechas, sin que me haya esforzado en ocultarlas para no alarmar a mis acompañantes, y haya fingido una confianza que no siempre sentía. Precisamente porque sospechaba es por lo que dejamos de ir tras él y por lo que me decidí a colocarlo en la retaguardia, donde todavía está, como habéis comprobado.
—¡Nada más verlo supe que era uno de esos traidores! —insistió el explorador, tocándose la nariz para indicar su intuición—. El muy bribón está ahora descansando al pie del arce que se yergue sobre aquellos arbustos; su pierna derecha está en línea con el tronco del árbol, y desde aquí —continuó, dando una palmadita a su rifle— puedo alcanzarle entre el tobillo y la rodilla con un solo disparo, que acabará con sus correrías por los bosques al menos durante un mes. En cambio, si volviese a acercarme a él, sospecharía y desaparecería entre los árboles como un ciervo asustado.
—No lo consentiré. Puede ser inocente, y lo desapruebo. Aunque, si estuviese seguro de su traición…
—Siempre hay razones para sospechar de un iroqués —replicó el explorador, adelantando su rifle con un movimiento instintivo.
—¡Alto! —le interrumpió Heyward—. Eso no puede hacerse. Es preciso pensar en otra solución, y sin embargo cada vez estoy más seguro de que ese bellaco me ha engañado.
El cazador, que ya había abandonado su propósito de disparar al guía, reflexionó un momento y después hizo un gesto para que se le acercaran sus dos compañeros indios. Hablaron entre sí con gravedad en su lengua, sin levantar la voz, y de los gestos del hombre blanco, que a menudo señalaba la copa del arce, podía deducirse que indicaba la posición del sospechoso a sus amigos. Estos no tardaron mucho en comprender sus deseos y, dejando a un lado sus armas de fuego, se alejaron del sendero en direcciones opuestas, ocultándose entre los arbustos con movimientos tan cautelosos que no ocasionaban ruido alguno.
—Volved junto a ese truhán —le dijo el explorador a Heyward— y entretenedlo con vuestra conversación; estos mohicanos lo capturarán sin estropearle siquiera la pintura.
—Nada de eso —contestó Heyward con orgullo—. Lo detendré yo mismo.
—¡Ni pensarlo! ¿Qué podríais hacer en el bosque, a caballo, contra un indio?
—Desmontaré.
—¿Y creéis que cuando os vea sacar un pie del estribo esperará a ver el otro libre? Quien viene a los bosques para tratar con los nativos debe emplear sus mismos métodos si quiere lograr sus propósitos. Id y hablad con él y simulad que le tomáis por el más sincero de vuestros amigos.
Heyward se dispuso a cumplir el papel que se le había asignado, aunque la naturaleza de aquella misión no podía resultarle más desagradable. Cada instante transcurrido, sin embargo, le confirmaba la crítica situación en que su excesiva credulidad había puesto a las personas confiadas a su custodia. El sol ya había desaparecido y los bosques, privados repentinamente de su luz, se sumían en una oscuridad que anunciaba la hora en que los salvajes solían cometer sus actos más bárbaros, de hostilidad o de venganza. Apremiado, pues, por estos temores, se separó del explorador, que inmediatamente inició una ruidosa charla con el cantor de salmos que sin ninguna ceremonia se había unido al grupo aquella misma mañana. Al pasar junto a sus gentiles acompañantes, Heyward pronunció algunas palabras de ánimo y comprobó con satisfacción que, aunque fatigadas por todo un día de marcha, parecían creer que aquella interrupción se debía a un incidente sin importancia. Dándoles a entender que estaba consultando sobre la ruta a seguir, espoleó a su caballo para detenerlo un poco más lejos, donde el guía permanecía todavía inmóvil, apoyado en el árbol.
—Ya lo ves, Magua —dijo, procurando adoptar un tono de despreocupación y confianza—, que la noche se nos echa encima sin que hayamos conseguido llegar más cerca de William Henry de lo que estábamos esta mañana, cuando salimos del campamento de Webb. Tú has equivocado el camino y yo no he tenido mejor suerte; pero afortunadamente hemos tropezado con un cazador, que ahora mismo está hablando con el músico y que conoce los senderos de los ciervos y los atajos del bosque, y que ha prometido llevarnos a un sitio donde podremos descansar tranquilos hasta el amanecer.
El indio escrutó a Heyward con la mirada, mientras le preguntaba en su imperfecto inglés:
—¿Está solo?
—¿Solo? —repitió Heyward dubitativo, porque no estaba acostumbrado a fingir—. No, claro. Ya sabes, Magua, que nosotros estamos con él.
—Entonces se irá —contestó el guía con frialdad, tomando un zurrón que tenía a sus pies—, y los rostros pálidos solo verán a gentes de su propio color.
—¿Irse? ¿A quién llamas ?
—Es el nombre que los canadienses pusieron a Magua —contestó el indio, con un aire que ponía de manifiesto el orgullo que le inspiraba su apodo—. La noche es como el día para cuando Munro le espera.
—¿Y qué dirá al jefe de William Henry acerca de sus hijas? ¿Se atreverá a comunicarle al irascible escocés que sus hijas se quedaron sin guía en el bosque, a pesar de que Magua prometió servirles como tal?
—Aunque Cabeza Gris habla muy alto y tiene un brazo muy largo, mientras permanezca en el bosque no le oirá ni sentirá su poder.
—Pero ¿qué dirán los mohawks? Le harán faldas y le pedirán que se quede en el con las mujeres, porque ya no pueden confiársele asuntos de hombres.
— conoce el camino hacia los grandes lagos y sabrá encontrar los huesos de sus antepasados —fue la respuesta del inalterable indio.
—¡Basta, Magua! —le dijo Heyward—. ¿Acaso no somos amigos? ¿Por qué hemos de intercambiar palabras de amargura? Munro te ha prometido un regalo que te entregará cuando cumplas con esta misión, y yo mismo te daré otro. Deja que tus músculos descansen y abre tu zurrón para comer. Ahora tenemos tiempo; no lo malgastemos discutiendo como mujeres charlatanas. Cuando las damas se hayan recuperado continuaremos la marcha.
—Los rostros pálidos se comportan como los perrillos de sus mujeres —murmuró el indio en su idioma—. Cuando ellas quieren comer, los guerreros dejan sus armas para atenderlas.
—¿Qué estás diciendo, ?
— dice que está bien.
Examinó el indio con detenimiento la franca expresión de Heyward; pero, al encontrarse sus miradas, desvió la suya y, sentándose en el suelo, extrajo de su zurrón los restos de una comida anterior y empezó a masticar, no sin antes observar con prevención cuanto le rodeaba.
—Sí, está bien —continuó Heyward—; ahora recuperará su fuerza y mañana encontrará el camino —hizo una pausa, porque de los matorrales próximos le llegaban sonidos como el de una rama pequeña que se quiebra o el roce de unas hojas; pero, recuperándose inmediatamente, reanudó la conversación—. Es preciso que nos pongamos de nuevo en marcha antes de que salga el sol, o correremos el peligro de encontrarnos con Montcalm, que nos impedirá llegar al fuerte.
Magua dejó caer a un lado la mano que se llevaba a la boca y giró la cabeza, sin dejar de mirar el suelo. Sus orificios nasales se dilataron y hasta pareció que sus orejas se atiesaban más que de costumbre. Todo ello contribuía a darle el aspecto de una de esas estatuas en las que se ha pretendido simbolizar la atención.
Heyward, que vigilaba cada uno de sus movimientos, retiró descuidadamente un pie del estribo mientras acercaba una de sus manos con sigilo a la piel de oso que ocultaba su pistolera. Pero todos sus esfuerzos por distraer al guía fueron inútiles y no consiguió captar el interés del indio, de cuya mirada no podía decirse si se movía continuamente o permanecía fija. Mientras Heyward dudaba, se puso en pie con tantas precauciones que no hizo ruido alguno. Heyward consideró llegado el momento de actuar, y pasando una pierna por encima de la silla desmontó y avanzó hacia el indio dispuesto a apoderarse de él, sin otra ayuda que su propio valor. Para evitar toda alarma innecesaria, continuó aparentando calma y afabilidad.
— no come —dijo, usando el apodo que tanto halagaba al indio—. Su maíz no esta bien cocido y parece seco. Deja que lo examine; quizá entre mis provisiones haya algo más sabroso para calmar su apetito.
Magua ofreció su zurrón para que el otro viese su contenido, e incluso permitió que sus manos se tocasen, sin que trascendiera la menor emoción y sin variar su actitud de recelo. Pero cuando advirtió que los dedos de Heyward se dirigían suavemente hacia su propio brazo desnudo, golpeó la extremidad del joven y, profiriendo un grito penetrante y agudo, le esquivó y desapareció en la espesura de un solo salto. Al momento, Chingachgook apareció entre los arbustos opuestos, como un espectro pintarrajeado, y corrió en su persecución. Poco después, Uncas lanzaba un grito y el bosque se iluminaba brevemente, al tiempo que sonaba el brusco disparo del rifle del cazador.