El último mohicano

Capítulo XII

Capítulo XII

Me he ido, señor,

pero pronto, señor,

estaré con vos de nuevo.

S

Los hurones se quedaron horrorizados ante la visita repentina que la muerte había hecho a uno de sus compañeros. Pero, al percatarse de la excelente puntería que era necesaria para abatir a un adversario sin rozar siquiera al amigo que luchaba contra él, el nombre de surgió al mismo tiempo en todos los labios, seguido de una especie de alarido de rabia. Al alarido respondió un grito de amenaza, procedente de la pequeña espesura donde la banda había dejado descuidadamente sus armas de fuego. Al momento apareció Hawkeye; demasiado inquieto para volver a cargar el rifle que había recuperado, corría hacia el grupo enarbolándolo como una maza y dando en el aire golpes amplios y enérgicos. Pese al avance rápido y temerario del explorador, aún se le adelantó una forma ligera y vigorosa, que con increíble rapidez y osadía saltó hasta el centro mismo del grupo de hurones y se colocó, blandiendo su y su reluciente cuchillo, entre ellos y Cora. En menos tiempo del necesario para seguir con la vista estos movimientos inesperados, otra figura, adornada con el emblema de la muerte, pasó como un relámpago y se situó junto a la anterior, adoptando una actitud amenazadora. Los salvajes torturadores vacilaron ante el empuje de los recién llegados y gritaron sus nombres:

Pero el astuto y vigilante jefe de los hurones era más difícil de desconcertar. De una mirada abarcó la pequeña planicie y comprendió que el número de atacantes era reducido. Alentando a sus secuaces con su voz y con su ejemplo, desenvainó su largo y peligroso cuchillo, profirió un grito de guerra y se enfrentó al expectante Chingachgook. Fue la señal para que se generalizara el combate. Nadie tenía armas de fuego, y el resultado había de decidirse en una serie de luchas cuerpo a cuerpo.

Uncas respondió al grito de guerra y, saltando sobre uno de sus enemigos, le partió la cabeza con un golpe único y preciso de su . Heyward arrancó del árbol el arma de Magua y se apresuró a intervenir en la refriega. Como ahora ambos bandos disponían del mismo número de combatientes, cada uno tenía enfrente a un adversario. Los saltos y los golpes se sucedían con la furia de un torbellino y la celeridad de un relámpago. Hawkeye tuvo pronto a otro enemigo al alcance de su brazo. Con un culatazo anuló la defensa débil y elemental de su adversario y lo aplastó contra el suelo. Demasiado exaltado para aguardar a que se le acercara, Heyward se arriesgó y arrojó precipitadamente el contra el rival que había escogido. El arma golpeó al indio en la frente y por un momento detuvo su ataque. Envalentonado por esta ligera ventaja, el impetuoso joven saltó sobre su enemigo con las manos desnudas. Un instante le bastó para percatarse de su imprudencia, porque de inmediato se encontró enzarzado en una lucha que requería toda su energía y valor para defenderse de las desesperadas cuchilladas del hurón. Incapaz de resistir durante más tiempo, se aferró a los brazos de su adversario y los inmovilizó contra su cuerpo, pero mantener aquella presa también resultaba demasiado fatigoso. Se sentía desfallecer cuando oyó a su lado una voz que gritaba:

—¡Exterminadlos! ¡No hay cuartel para los malditos mingos!

Al momento la culata del rifle de Hawkeye cayó sobre la cabeza rapada de su enemigo, cuyos músculos parecieron relajarse al recibir el golpe. Se desprendió de los brazos de Duncan y cayó, muerto.

Cuando Uncas se hubo deshecho de su primer enemigo se revolvió como un león hambriento, en busca de otro. El quinto y único de los hurones que al principio no había encontrado adversario se detuvo por un momento y, al ver que todos sus compañeros estaban ya empeñados en una lucha a muerte, quiso completar la obra de venganza interrumpida. Profiriendo un grito de triunfo, se abalanzó sobre la indefensa Cora y le arrojó su hacha afilada, como un mensajero de la muerte. El resbaló sobre el hombro de la joven, y cortando las ligaduras que la ataban al árbol la dejó en libertad de huir. Eludió ella el abrazo del salvaje y, menospreciando su propia seguridad, corrió hasta Alicia y, con los dedos temblorosos, intentó deshacer sus ataduras.

Cualquiera que no fuese un monstruo se habría conmovido ante aquel acto del mejor y más puro afecto, pero el pecho del hurón era ajeno a esos sentimientos. Cogiendo a la muchacha de los abundantes cabellos que le caían en desorden, la separó de su hermana y la obligó con brutal violencia a arrodillarse a sus pies. Luego pasó la mano por los bucles sedosos, tiró de ellos hacia arriba y con su cuchillo trazó un círculo alrededor de la cabeza exquisitamente modelada de su víctima, mientras lanzaba una carcajada odiosa. Pero aquel momento de feroz alegría le costó muy caro. Uncas se fijó en él; con largas zancadas atravesó en un instante la distancia que le separaba de su enemigo y chocó contra el pecho del hurón, empujándolo a muchos metros del lugar y derribándolo. 1.a violencia del encuentro le hizo perder también el equilibrio. Se levantaron a un mismo tiempo, lucharon y se hirieron. Pero el resultado se decidió en seguida. El de Heyward y el rifle de Hawkeye aplastaron el cráneo del hurón, mientras el cuchillo de Uncas le llegaba al corazón.

La batalla había concluido salvo por el prolongado combate que aún sostenían y . Ambos guerreros demostraban una vez más lo adecuado de unos nombres que les habían sido adjudicados en otras guerras. Al entrar en acción habían perdido algún tiempo, eludiendo los golpes rápidos y vigorosos que se pretendían decisivos. De pronto se habían precipitado el uno contra el otro y, abrazados en una lucha feroz, habían caído a tierra, entrelazados como serpientes.

Cuando los vencedores se vieron al fin libres de enemigos, el lugar donde luchaban estos combatientes expertos y desesperados solo podía distinguirse por una nube de polvo y hojas, que se desplazaba desde el centro de la pequeña planicie hacia uno de sus bordes, como empujada por el viento. Obligados por sentimientos de amor filial, de amistad y de gratitud, Heyward y sus compañeros corrieron hacia la nube de polvo y se movieron alrededor de ella. En vano iba Uncas de un lado a otro, buscando el modo de hundir su cuchillo en el corazón del enemigo de su padre. Hawkeye mantenía inútilmente su rifle en alto. Mientras, Duncan intentaba atrapar algún miembro de Magua. Cubiertos de polvo y sangre como estaban, las rápidas evoluciones de los combatientes parecían fundir ambos cuerpos en uno solo. La figura del mohicano, que era la viva representación de la muerte, y la oscura forma del hurón se deslizaban ante sus ojos en tan rápida sucesión que los amigos del primero no sabían ni cuándo ni dónde asestar el golpe de gracia. Cierto que en algún momento fugaz llegaron a entrever entre el polvo los fieros ojos de Magua, relampagueantes como los del fabuloso basilisco, y que también entonces el hurón debió comprender que no podía esperar compasión alguna por parte de sus enemigos. Pero ninguna mano hostil podía descargar el golpe fatal sobre su cabeza, porque siempre se interponía el rostro ceñudo de Chingachgook. Se hallaban junto al borde de la planicie cuando el mohicano encontró la ocasión de hundir el cuchillo en el cuerpo de su contrincante. Magua aflojó los brazos repentinamente y cayó hacia atrás, al parecer sin vida. Chingachgook se puso en pie de un salto e hizo vibrar la arboleda con sus gritos de triunfo.

—¡Bravo por los delawares! ¡Victoria para el mohicano! —exclamó Hawkeye, volviendo a levantar la culata de su rifle largo y mortífero—. Un golpe de gracia no deshonra a un hombre cabal, ni le quita el derecho de arrancar una cabellera.

Pero en el preciso momento en que el arma descendía para aplastar la cabeza del hurón, este rodó suavemente hacia el precipicio, cayó sobre sus pies y se ocultó, de un solo salto, en el centro de una espesura de arbustos bajos que crecía en la ladera. Los delawares, que habían dado por muerto a su enemigo, profirieron una exclamación de sorpresa, y ya corrían dando voces, como perros a la vista de un ciervo, cuando el grito agudo del explorador los hizo cambiar de intención y volver a la cima de la colina.

—¡Era de esperar! —exclamó el avezado hombre de los bosques, cuyos prejuicios en cuanto se refería a los mingos empañaban siempre su sentido natural de la justicia—. Un delaware valiente, al verse vencido con claridad, se hubiera dejado bajar sin resistencia. Pero estos malditos maquas tienen más apego a la vida que un gato montés. Dejadle, que se vaya. Está solo, va desarmado y tendrá que esforzarse mucho para reunirse con sus amigos franceses. Es como una serpiente de cascabel sin colmillos; no puede hacer daño alguno, y pasará largo tiempo hasta que esté en disposición de volver a hacerlo. Mira, Uncas —agregó en delaware—, tu padre está arrancando las cabelleras. Convendría que nos asegurásemos de que esos rufianes están bien muertos, para evitar que algún otro huya al bosque, saltando como un pájaro con las alas cortadas.

Y, uniendo la acción a la palabra, el íntegro pero implacable explorador se acercó a los cadáveres de sus enemigos, en cuyos pechos fue hundiendo su largo y afilado cuchillo con la misma frialdad que si se hubiera tratado de simples esqueletos. En esa macabra tarea se le había adelantado el más viejo de los mohicanos, que ya había desprendido de las inanimadas cabezas de sus adversarios los trofeos de la victoria.

En contra de su costumbre y cabría decir que en contra de su naturaleza, Uncas corrió junto a Heyward en socorro de las damas. Rápidamente liberaron a Alicia de sus ligaduras y la dejaron en brazos de Cora. No intentaremos describir la gratitud que las hermanas sentían hacia el Todopoderoso, que tan inesperadamente las había devuelto a la vida y había permitido que volvieran a reunirse. Su agradecimiento era profundo y silencioso. Ofrecían sus tiernos espíritus en el altar de sus corazones y mostraban su afecto fraternal mediante prolongadas y fervientes caricias. Alicia, que había caído de rodillas junto a Cora, se incorporó y se arrojó sobre el pecho de su hermana, mientras repetía entre sollozos el nombre de su anciano padre y sus dulces ojos, como los de las palomas, centelleaban con los destellos de la esperanza.

—¡Estamos salvadas, estamos salvadas! —exclamaba—. ¡Volveremos a los brazos de nuestro querido padre, y su corazón no se partirá de pena! También tú. Cora, hermana, te has salvado; tú, que eres para mí, más que una hermana, una madre. Y Duncan —añadió, mirando al joven con una sonrisa de inefable inocencia—, nuestro valiente y noble Duncan, también ha salido ileso.

Cora respondió a estas exclamaciones casi incoherentes estrechándola aún más contra su pecho, con gran ternura. Ni siquiera Duncan sintió vergüenza por las lágrimas que le hizo derramar aquel espectáculo de intenso afecto. Uncas permanecía de pie, inmóvil y con el cuerpo manchado de sangre; pese a su aparente impasibilidad, sus ojos habían perdido su fiereza e irradiaban una simpatía que le situaba muy por encima de la penetración e inteligencia que suelen atribuirse a los indios.

Mientras tuvo lugar aquel despliegue de sentimientos, tan comprensible en aquella situación, Hawkeye, que ya se había convencido de que los hurones estaban bien muertos y no podían turbar la paz de la escena, se acercó a David y deshizo las ataduras que, con paciencia ejemplar, había soportado hasta aquel momento.

—¡Ya estáis libre! —exclamó el explorador—. Ya sois otra vez dueño de vuestros miembros, aunque no parece que los uséis con mucho más juicio que un recién nacido. Si no os ofende recibir un consejo de alguien que, aun no siendo más viejo que vos mismo, ha vivido la mayor parte de su tiempo en los bosques, os diré que lo mejor que podéis hacer es vender ese pequeño instrumento que lleváis en el bolsillo al primer loco que encontréis, y compraos cualquier arma, aunque sea una pistola de mala muerte. Con dedicación e interés aún podéis adquirir alguna puntería. Supongo que a estas alturas ya tendréis claro que más vale ser como el cuervo carroñero que como el arrendajo. El primero se cuida de limpiar el bosque, mientras que el otro solo sirve para confundir a quienes lo escuchan.

—¡Las armas y el clarín son para la batalla, pero el canto de gracias es para la victoria! —contestó el recién liberado David—. Amigo —añadió, tendiendo su mano descarnada al explorador, mientras sus ojos brillaban y se humedecían—, a vos os debo el pelo que crece aún en mi cabeza, donde fue implantado por la Providencia. No es tan lustroso ni tan rizado como el de otros hombres, pero siempre me pareció muy apropiado para cubrir mi cabeza. Si no participé en la batalla fue menos por mi poca inclinación a la violencia que por las ataduras de esos herejes. Habéis demostrado ser un luchador hábil y valiente, y yo os lo agradezco, incluso antes de cumplir con deberes más importantes, porque sois digno de la confianza de un buen cristiano.

—Ha sido cosa de poca monta, y tendréis oportunidad de asistir a otras escaramuzas semejantes, si seguís con nosotros —replicó el explorador, un tanto aplacado por esta inequívoca expresión de gratitud—. He recuperado a , mi viejo compañero —agregó, dando una palmada en la recámara de su rifle—, y eso ya es de por sí una victoria. Estos iroqueses son astutos, pero se confiaron al dejar sus armas de fuego lejos de su alcance, y si Uncas o su padre hubiesen tenido un poco más de esa paciencia que es tan común entre los indios, los habríamos atacado después de hacer tres disparos y no uno solo, y habríamos acabado con toda la banda, con el que huyó y con sus secuaces. Pero ha ocurrido como tenía que ocurrir, y después de todo no nos ha salido tan mal.

—Bien dicho —comentó David—. Ese es el verdadero espíritu del cristianismo. Se salvará quien haya de salvarse, y quien haya de condenarse se condenará. Esta es la verdadera doctrina, y la más consoladora y reconfortante para el verdadero creyente.

El explorador, que a estas alturas se había sentado y examinaba su rifle con una suerte de inquietud paternal, miró al otro sin ocultar su disgusto, y le interrumpió bruscamente.

—Doctrina o no —dijo el terco hombre de los bosques—, esa creencia es propia de un tonto y no de un hombre honrado. Puedo admitir que aquel maldito hurón iba a morir en mis manos porque lo he visto con mis propios ojos, pero nada que yo no atestigüe me convencerá de que, como sugerís vos, su alma puede haberse salvado, o de que Chingachgook puede condenarse al final de sus días.

—No hay nada que pruebe esa teoría vuestra, ni nada que la sustente —gritó David, a quien afectaban mucho las sutiles disquisiciones que en su época, y más concretamente en aquella provincia, enturbiaban la hermosa simplicidad de la revelación, por parte de quienes aplicaban la razón al misterio de la naturaleza divina, sustituyendo la fe por la autosuficiencia y propagando, en consecuencia, el absurdo y la duda—. Vuestro templo está construido sobre la arena, y la primera tormenta que sobrevenga se llevará sus cimientos. Quiero saber en qué os basáis para hacer esas afirmaciones tan poco caritativas —como otros defensores de un sistema, David no siempre usaba las palabras precisas—. Decidme en qué capítulo o versículo de los libros sagrados habéis encontrado algo que os sirva de fundamento.

—¡Libros! —repitió Hawkeye, con singular y evidente desdén—. ¿Por quién me habéis tomado? ¿Por un polluelo que no ha salido aún del cascarón? ¿Creéis que el rifle que tengo en mis rodillas es una pluma de ganso, que mi cuerno de pólvora es un tintero, que mi zurrón sirve para llevar el almuerzo a la escuela? ¡Libros! ¿Qué tiene en común un guerrero de los bosques, un hombre cabal como yo, con los libros? Yo solo leo en un libro, y las palabras que hay escritas en él son demasiado sencillas y claras para tener que estudiarlas en la escuela, aunque bien puedo presumir de haberles dedicado cuarenta largos y duros años.

—¿Y cómo llamáis a ese libro? —inquirió David, sin acertar a comprenderle.

—Está abierto ante vuestros ojos —respondió el cazador—. Su dueño no es avaro, y permite que todos lo lean. He oído decir que hay hombres que acuden a los libros para convencerse de que hay un Dios. La gente que vive en los asentamientos pierde mucho tiempo buscando lo que aquí, en medio de la naturaleza, está bien claro. Si un clérigo o un comerciante quisieran seguirme de sol a sol a través del bosque, verían lo bastante como para convencerse de su necedad, y de que no hay mayor locura que intentar ponerse al nivel de quien, tanto en bondad como en poder, es infinitamente grande.

En cuanto David se convenció de que discutía con un contrincante que extraía su fe de la naturaleza misma, y que rehuía toda sutileza teológica, abandonó gustoso una discusión de la que no iba a obtener crédito ni beneficio alguno. También él se había sentado, mientras hablaba el explorador, y tras extraer el pequeño volumen y sus anteojos de montura de hierro, se dispuso a cumplir con un deber que solo aquel inesperado ataque a su ortodoxia le había obligado a retrasar tanto. David no era, en realidad, sino un trovador, aunque muy posterior a aquellos inspirados bardos que cantaron la gloria profana de príncipes y barones, a la usanza de su país y de su época. Y ahora se disponía a hacer una demostración de su talento, más como acto de gratitud por la reciente victoria que para celebrarla. Esperó pacientemente a que Hawkeye terminase de hablar, antes de levantar los ojos al mismo tiempo que la voz, y dijo:

—Os invito, amigos, a uniros a mí para agradecer a Dios que nos haya liberado de los bárbaros e infieles, cantando los tonos solemnes y reconfortantes del himno llamado .

A continuación indicó la página donde figuraba la canción elegida y se llevó el diapasón de voz a los labios con la misma gravedad con que lo hubiera hecho en un templo. Ahora, sin embargo, se quedó sin acompañamiento, porque las hermanas todavía estaban ocupadas intercambiando esas efusiones de afecto que ya hemos mencionado. Sin inmutarse por lo reducido de su auditorio, que consistía esencialmente en el airado explorador, alzó la voz y empezó su canción, que luego concluiría sin sufrir accidente ni interrupción de ningún tipo.

Hawkeye le escuchó, pero sin emoción, mientras ajustaba el rifle y volvía a cargarlo. Nunca hubo juglar, o como quiera que nos plazca llamar a David, que intentase atraer a un auditorio más indiferente; aunque, considerando la sinceridad del momento, es muy probable que ningún cantor profano haya emitido nunca notas más dignas de llegar a oídos del Todopoderoso. El explorador agitó la cabeza y, mascullando palabras ininteligibles, entre las que solo podían distinguirse «garganta» e «iroqueses», se apartó para examinar el arsenal abandonado por los hurones. En aquella empresa se le unió Chingachgook, que encontró no solo su rifle, sino también el de su hijo. Hasta Heyward y David fueron provistos de armas, y no faltó la munición correspondiente.

Cuando hubieron elegido y repartido el armamento, el explorador anunció que era hora de ponerse en marcha. Para entonces Gamut había terminado de cantar, y las hermanas habían conseguido controlar sus emociones. Con la ayuda de Duncan y del joven mohicano, bajaron por la abrupta ladera de la colina que poco tiempo antes habían subido en condiciones tan diferentes, y cuya cima casi había servido de escenario a su asesinato. Al pie del monte encontraron a los narragansetts ramoneando en los arbustos. Los montaron y siguieron al guía que en momentos tan cruciales se había comportado como un verdadero amigo. El viaje, sin embargo, fue corto. Abandonando el sendero seguido por los hurones, Hawkeye giró pronto hacia su derecha y, ya en la espesura, cruzó un arroyuelo rumoroso y se detuvo en una estrecha cañada, bajo la sombra de algunos olmos. Estaban a poca distancia de la colina fatal, y prácticamente solo se habían servido de los caballos para cruzar la corriente.

Tanto el explorador como los indios parecían conocer bien el paraje donde se encontraban porque, tras apoyar sus rifles contra los árboles, empezaron a apartar las hojas secas y pusieron al descubierto la tierra azulada, de la que brotaba un manantial de aguas claras y burbujeantes. El hombre blanco miró a su alrededor, como si buscase algún objeto que no se hallaba en su sitio.

—Bien se nota —murmuró— que esos malditos mohawks o sus parientes los tuscaroras o los onondagas han estado aquí, aplacando su sed, y los muy rufianes han arrojado por ahí mi calabaza, o se la han llevado. ¡Eso es lo que ocurre cuando se hacen favores a unos perros olvidadizos! ¡El Señor ha puesto aquí su mano, en medio del bosque, y ha hecho salir de las entrañas de la tierra una fuente de agua que vale más que todas las medicinas de los boticarios de las colonias! ¡Y ya veis lo que hacen! ¡Los muy torpes han pisoteado la tierra y ensuciado el lugar, como si fuesen bestias en lugar de hombres!

En silencio, Uncas le alargó la calabaza que tanto echaba de menos, y que su resentimiento le había impedido ver en la rama de un olmo. Hawkeye la llenó de agua y se retiró a poca distancia de allí, donde el terreno era más firme y seco. Se sentó, bebió a gusto y empezó un examen minucioso de los restos de comida que había arrebatado a los hurones y que llevaba en un zurrón.

—¡Gracias, muchacho! —continuó, devolviéndole la calabaza vacía a Uncas—. Ahora veremos lo que comían esos malditos hurones cuando merodeaban por el bosque. ¡Mira esto! Los muy rufianes saben cuáles son los mejores bocados del ciervo, y cabría pensar que son capaces de trinchar y asar el lomo como el mejor cocinero del mundo. Pero todo está crudo, porque los iroqueses son verdaderos salvajes. Uncas, enciende el fuego; un tierno asado nos reconfortará después de una caminata tan larga.

Al ver que sus guías se disponían a comer tranquilamente, Heyward ayudó a las damas a desmontar y se colocó a su lado para disfrutar del descanso que tanto necesitaba, después de la sangrienta lucha que había tenido lugar poco antes. Mientras se preparaba la comida, la curiosidad le indujo a preguntar qué circunstancias habían conducido a una liberación tan oportuna como inesperada.

—¿Cómo es, querido amigo —preguntó—, que hemos vuelto a veros tan pronto, y sin la ayuda que esperábamos de la guarnición de fuerte Edward?

—Si nos hubiéramos dirigido a la curva del río, probablemente habríamos llegado a tiempo de apartar las hojas caídas sobre vuestros cadáveres, pero demasiado tarde para salvar vuestras cabelleras —respondió tranquilamente el explorador—. No, no: en lugar de gastar energías yendo al fuerte, permanecimos ocultos junto a la orilla del Hudson, observando todos los movimientos de los hurones.

—¿Fuisteis, pues, testigos de cuanto ocurrió?

—De todo no, porque la vista de los indios es demasiado aguda para poder burlar su vigilancia, y nos quedamos quietos. Por cierto que costó mucho retener a este joven mohicano. ¡Ay, Uncas, Uncas, te portaste más como una mujer curiosa que como un guerrero al acecho!

Los ojos de Uncas se encontraron por un momento con los del explorador, pero no había en ellos arrepentimiento alguno. Muy al contrario, Heyward creyó ver en su actitud cierto desdén, por no decir cierta irritación, como si estuviera esforzándose por dominar unas pasiones que de buena gana hubiera dejado estallar, de no ser por la consideración que sentía hacia sus acompañantes y el respeto que solía inspirarle su compañero blanco.

—¿Visteis, pues, cómo nos capturaron? —insistió Heyward.

—Más bien lo oímos —fue la significativa respuesta de Hawkeye—. Los gritos de los indios son tan claros como las palabras para quienes hemos pasado tanto tiempo en los bosques. Pero, cuando os desembarcaron, nos vimos obligados a arrastrarnos como serpientes, entre las hojas. Y entonces os perdimos completamente de vista, hasta que os encontramos de nuevo atados a los árboles, y dispuestos para la ejecución.

—¡Nuestro rescate ha sido un regalo de la Providencia! Fue casi un milagro que no os confundieseis cuando los hurones se dividieron, pues había caballos en ambos grupos.

—Sí, y hasta llegaron a despistarnos. Habríamos perdido el rastro de no ser por Uncas. Seguimos el sendero que se internaba en el bosque, pensando acertadamente que los salvajes lo utilizarían para llevar a sus prisioneros. Pero cuando lo habíamos seguido durante muchas millas sin encontrar ni una sola ramita rota, como habíamos acordado, empecé a dudar, en especial al observar que todas las huellas eran de mocasines.

—Los hurones tuvieron la precaución de obligarnos a llevar su mismo calzado —dijo Duncan, levantando un pie y mostrando sus mocasines.

—Es un buen truco, pero lo conocemos y no íbamos a dejarnos engañar por él.

—¿A qué debemos, pues, nuestra salvación?

—A algo que, como blanco de pura raza, me cuesta admitir; a la perspicacia de este joven mohicano en un asunto que yo debería conocer mejor que él y que apenas puedo creer, aunque mis propios ojos lo han visto.

—¡Qué extraño! ¿De qué se trata?

—Uncas se aventuró a decir que los caballos que montaban las damas —continuó Hawkeye, mirando con interés las monturas de ambas hermanas— apoyaban las patas de cada lado al mismo tiempo, al contrario de todos los cuadrúpedos que yo conozco, excepto el oso. Pero aquí tenemos unos caballos que siempre andan así, como he podido comprobar al seguirles la pista durante más de veinte millas.

—Es la principal característica de estos animales. Proceden de las costas de la bahía de Narragansett, en la pequeña región de Providence Plantation, y son famosos por su resistencia y por su peculiar modo de andar. Pero también hay caballos de otras razas a los que se adiestra para que caminen así.

—Tal vez, tal vez —dijo Hawkeye, que había escuchado con especial atención—. Aunque soy blanco de pura cepa, entiendo más de ciervos y de castores que de cabalgaduras. El comandante Effingham tiene muchos caballos, pero nunca he visto uno que ande de ese modo.

—Cierto. Pero es que él busca otras cualidades en los caballos. Con todo, esta es una raza muy apreciada, y en especial por las personas del sexo femenino.

Los dos mohicanos habían interrumpido sus tareas culinarias junto al fuego para escuchar. Cuando Duncan concluyó intercambiaron miradas de inteligencia, y el padre profirió su acostumbrada exclamación de sorpresa. Por su parte, el explorador permanecía pensativo, como si rumiase lo que acababa de oír, y una vez más miró con curiosidad a los animales.

—¡Qué cosas tan singulares consigue la civilización! —dijo al fin—. El hombre abusa de la Naturaleza, cuando aprende a dominarla. Pero, de un modo u otro, el caso es que Uncas se había dado cuenta, y su rastro nos llevó hasta el arbusto roto. La rama más saliente y próxima a las huellas de uno de los caballos estaba doblada hacia arriba, como cuando una dama rompe el tallo de una flor, mientras que el resto del matorral había sido aplastado y roto hacia abajo, como por obra de un hombre. Pensé que los muy astutos habrían advertido la señal dejada por la dama y habrían destrozado el resto, para hacernos creer que algún venado lo había hecho con sus astas.

—¡No os engañáis, porque eso fue precisamente lo que ocurrió!

—A la vista estaba —añadió el explorador, sin dar a su sagacidad importancia alguna—. ¡Lo que me costó aceptar fue lo de los caballos! Luego se me ocurrió que los mingos habrían venido a este manantial, porque conocen muy bien las virtudes de sus aguas.

—¿Tan famoso es? —preguntó Heyward, examinando con más atención la cañada a medias oculta y su burbujeante manantial rodeado de tierra oscura.

—Hay pocos pieles rojas, de los que viajan al sur y al este de los grandes lagos, que no hayan oído hablar de sus cualidades. ¿Queréis probar?

Heyward tomó la calabaza, bebió un trago y apartó el recipiente con muecas de desagrado. El explorador rio en silencio, divertido, y movió la cabeza con satisfacción.

—¡Tendríais que acostumbraros! Hubo un tiempo en que a mí me gustaba tan poco como a vos ahora, pero ya me he acostumbrado, y ahora suspiro por ella y me gusta tanto como la sal de un salegar a un ciervo. Nuestros vinos más especiados no son más apreciados por vos que esta agua por los pieles rojas, sobre todo cuando se sienten enfermos. Pero Uncas ya ha preparado la carne. Comamos, que aún nos queda mucho camino por delante.

Calló y examinó los trozos de carne que habían escapado a la voracidad de los hurones. Tras un sencillo adobo, él y los mohicanos dieron cuenta de su humilde refrigerio, en silencio y con la diligencia característica de quienes comen para soportar grandes fatigas.

Cuando hubieron cumplido con aquel deber tan necesario como grato, bebieron largos tragos en aquel manantial solitario, alrededor del cual se congregarían, cincuenta años después, las gentes adineradas, la belleza y el talento de todo el país, en busca del placer y de la salud.

Hawkeye anunció luego que había llegado el momento de partir. Las hermanas volvieron a montar. Duncan y David tomaron sus rifles y las siguieron. Encabezaba la marcha el explorador, y los dos mohicanos cubrían la retaguardia. Se dirigían por el estrecho sendero hacia el Norte, dejando atrás las aguas salutíferas que afluían hacia el arroyo cercano, y los cuerpos de los muertos pudriéndose en el montículo próximo, sin los ritos de la sepultura; un destino demasiado frecuente entre los guerreros de los bosques para merecer una muestra de pesar o un comentario.

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