El último mohicano

Capítulo XXI

Capítulo XXI

Si encontráis a algún hombre ahí, morirá como mueren las pulgas.

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Los viajeros habían desembarcado en los confines de una región que, aún hoy, es menos conocida por los habitantes de los Estados Unidos que los desiertos de Arabia o las estepas tártaras. Se encontraban en ese estéril y abrupto territorio que separa los ríos tributarios del Champlain de los del Hudson, el Mohawk y el San Lorenzo. Desde los tiempos en que aconteció este relato, el espíritu siempre activo de nuestra nación ha edificado en torno a dicho territorio una serie de ciudades ricas y en rápido crecimiento. Pero solo el cazador y el indio se arriesgan, incluso hoy, a penetrar en sus más recónditos parajes.

Sin embargo, y puesto que tanto Hawkeye como los mohicanos habían atravesado sus montañas y valles a menudo, no vacilaron a la hora de adentrarse en sus profundidades, con la serenidad de quienes están acostumbrados a las privaciones y a los riesgos. Durante muchas horas los viajeros lucharon por abrirse camino, guiándose por las estrellas o siguiendo el curso de algún torrente, hasta que el explorador dio la orden de detenerse. Eras consultar a los mohicanos, encendieron el fuego y tomaron las medidas acostumbradas para pasar el resto de la noche en aquel mismo lugar.

Imitando su ejemplo, e influidos por la gran confianza que demostraban sus compañeros más expertos, Munro y Duncan durmieron sin miedo, aunque no sin cierta inquietud. El rocío se había evaporado y el sol había dispersado las nieblas y alumbraba el bosque con una luz fuerte y clara cuando los viajeros reanudaron su viaje.

Tras unas pocas millas, el avance de Hawkeye se hizo más cauteloso. Se detenía con frecuencia para examinar la corteza de los árboles, y no cruzaba ningún riachuelo sin considerar con atención el caudal, la velocidad y el color de sus aguas. Desconfiando incluso de su propio juicio, requería a veces la opinión de Chingachgook. Durante una de estas consultas, Heyward observó que Uncas permanecía en una actitud pasiva y silenciosa, aunque aparentemente no exenta de interés. Estuvo tentado de preguntarle sobre la ruta a seguir, pero su actitud tranquila y digna le hizo pensar que, como él mismo, el joven mohicano acataba por completo los criterios de sagacidad e inteligencia de los mayores. Al final, el explorador les habló en inglés y se avino a explicarles la situación.

—Cuando descubrí que el camino de regreso hacia la tierra de los hurones se dirigía al Norte —dijo—, no me costó imaginar que irían por los valles, y que se mantendrían entre las aguas del Hudson y del Horican hasta alcanzar las fuentes de los ríos del Canadá, que los llevarían hasta el corazón del país dominado por los franceses. Pero henos aquí a dos pasos del Scroon sin que hayamos encontrado ni uno solo de sus rastros. Todos podemos cometer errores, y es probable que vayamos tras una pista falsa.

—¡Líbrenos Dios de caer en semejante error! —exclamó Duncan—. Volvamos sobre nuestros pasos y examinemos el terreno con mayor atención. ¿No tiene Uncas algún consejo que ofrecernos?

El joven mohicano, sin alterar su expresión tranquila y reservada, dirigió una mirada a su padre. Con un movimiento de mano, Chingachgook le autorizó a hablar. Tan pronto recibió el permiso, un destello de alegría inteligente iluminó el semblante de Uncas. Saltando hacia adelante como un ciervo, subió por una ligera pendiente que se alzaba a pocos metros y se detuvo, exultante, en un punto donde la tierra mostraba señales de haber sido removida por el paso de un animal pesado. Las miradas de todos habían seguido los inesperados movimientos del joven, a quien su éxito hizo asumir un aire de triunfo.

—¡El rastro! —exclamó el explorador, acercándose al lugar—. Este joven tiene una vista y una inteligencia portentosas.

—Lo extraordinario es que haya guardado en secreto su descubrimiento durante tanto tiempo —murmuró Heyward.

—Más extraordinario habría sido que hubiese hablado sin permiso. No, no; el joven blanco que aprende en los libros, y cuya sabiduría se mide por las páginas leídas, puede suponer que sus conocimientos, como sus piernas, sobrepasan a los de su padre. Pero donde lo que cuenta más es la experiencia, el estudiante conoce bien el valor de los años y los respeta como es debido.

—¡Mirad! —exclamó Uncas, señalando el ancho rastro al Norte y al Sur—. La joven de los cabellos oscuros se dirige hacia los hielos del Canadá.

—Jamás hubo un perro de caza que siguiese un rastro tan claro —replicó el explorador, tomando la dirección indicada—. Tenemos suerte, porque a partir de ahora será fácil ir tras ellos. En efecto, aquí están las huellas de los narragansetts. ¡Ese maldito hurón viaja como un general de los rostros pálidos. Debe de haberse vuelto loco! ¡Busca huellas de ruedas, Sagamore! —continuó de buen humor, mirando hacia atrás—. Solo le faltaría a ese loco viajar en carruaje. No sabe que tres de los mejores pares de ojos que pueda haber en estas tierras vamos tras él.

La animación de que daba muestras el explorador, y el éxito que acababan de obtener tras una larga caminata infructuosa, infundían grandes esperanzas a todo el grupo. Desde aquel momento, su avance fue tan rápido y seguro como si discurriesen por un camino despejado. Si una roca, un curso de agua o un terreno especialmente duro interrumpían el rastro, los ojos experimentados del explorador no tardaban en volver a encontrarlo. Facilitaba el avance su convicción de que Magua prefería viajar a través de los valles, lo que determinaba la dirección general de la ruta. Sin embargo, el hurón no había dejado de utilizar todos los recursos habituales de los indios cuando se retiran perseguidos por el enemigo. Eran frecuentes las pistas falsas y los bruscos cambios de dirección, siempre que un riachuelo o la configuración del terreno los permitían. Aquellas argucias rara vez conseguían engañar a los perseguidores, que corregían su error antes de desviarse en exceso.

Hacia media tarde habían cruzado el Scroon y seguían la ruta del sol poniente. Tras descender una colina y llegar a un valle por el que corría con rapidez un arroyo, descubrieron un lugar donde el grupo de había hecho alto. En torno a un manantial podían verse aún los tizones apagados de una hoguera y los restos de un ciervo, y los caballos habían ramoneado en los árboles próximos. No lejos de allí, Heyward contempló con emoción la pequeña enramada bajo la cual imaginaba que habían descansado Cora y Alicia. Pero, aunque el terreno estaba todo pisoteado tanto por hombres como por bestias, el rastro parecía terminar allí súbitamente.

Era fácil seguir la pista de los narragansetts, pero estos daban la impresión de caminar a su aire, sin jinetes y sin más objeto que la búsqueda de comida. Al fin. Uncas, que con su padre intentaba determinar el posible rumbo de los caballos, llegó a un lugar donde las señales de su presencia parecían muy recientes. Antes de continuar comunicó el descubrimiento a sus amigos y, mientras estos especulaban sobre el hecho, regresó conduciendo a los dos animales con las sillas rotas y los arneses sucios, como si hubieran sido abandonados días antes.

—¿Qué significa esto? —preguntó Duncan, pálido y mirando alrededor, como si temiera que la maleza estuviese a punto de revelarle algún horrible secreto.

—Que nuestra marcha ha llegado a un fin repentino y que estamos en terreno enemigo —respondió el explorador—. Si esos bandidos hubieran tenido prisa y las jóvenes hubiesen necesitado los caballos para acompañarlos, es probable que para deshacerse de ellas les hubiesen arrancado las cabelleras; pero al no temer un peligro inminente y al disponer de estas excelentes monturas, es seguro que no les habrán hecho el menor daño. Sé muy bien lo que estáis pensando, y os digo que no tenéis razón. Ni siquiera los mingos emplean necesariamente la violencia con las mujeres, y quien lo sostenga no sabe nada de la naturaleza india ni de las costumbres de los bosques. No temáis. He oído decir que los indios franceses llegan hasta aquí persiguiendo al alce, y debemos de estar cerca de sus campamentos. Los cañonazos de diana y de retreta, procedentes de Ticonderoga, pueden oírse muy bien desde estas montañas. Los franceses están trazando una nueva frontera entre las provincias del rey y el Canadá. Es cierto que los caballos están aquí, pero los hurones se han ido. Busquemos, pues, por dónde.

Hawkeye y los mohicanos se aplicaron con gravedad a la búsqueda de aquel nuevo rastro. Imaginaron un círculo de unos cien metros, y cada uno se encargó de un sector. Pero sus investigaciones no dieron resultado. Había, sí, numerosas huellas de pies humanos, pero todas pertenecían a gentes que iban y venían, sin abandonar el lugar. El explorador y sus compañeros volvieron a recorrer el entorno del campamento, cada uno siguiendo de cerca a los otros, hasta reunirse una vez más en el centro, sin haber encontrado nada significativo.

—¡Debe de haber algún truco detrás de tanta astucia! —exclamó el explorador al ver la decepción en el rostro de sus compañeros—. Hay que insistir, Sagamore, empezando por el manantial y examinando el terreno palmo a palmo. No podemos permitir que ese maldito hurón se jacte ante su tribu de que sus pies no dejan huella.

Dando ejemplo, él mismo volvió a buscar con celo redoblado. No dejaron ni una sola hoja seca sin remover. Apartaron las ramas caídas y levantaron las piedras, porque sabían que los indios las utilizaban para cubrir sus huellas. Ni siquiera eso les sirvió. Al fin, Uncas, cuya mayor agilidad le había permitido cumplir con su tarea antes que los demás, hizo una barrera de tierra en el arroyuelo que brotaba del manantial, y desvió su curso. Cuando el estrecho cauce quedó seco, se inclinó para inspeccionarlo. Un grito de alegría anunció su éxito. Todos se congregaron alrededor de él, mientras Uncas les mostraba la huella de un mocasín, impresa sobre el fondo del arroyuelo.

—Eres la honra de tu pueblo, muchacho —exclamó Hawkeye, examinado aquel rastro con tanta admiración como un naturalista que tuviese ante si el colmillo de un mamut o la costilla de un mastodonte—. ¡Vaya si lo eres! ¡Y también un incordio constante para los hurones! No obstante, esa no es la huella de un indio: el talón está demasiado hundido, y el contorno es demasiado largo y ancho. Mira ahí atrás. Uncas, y busca la huella del cantante. Encontrarás una muy clara detrás de aquella roca, en la pendiente de la colina.

El joven obedeció. Coincidieron las medidas, y el explorador declaró que la pisada era de David, que una vez más había sido obligado a cambiar su calzado habitual por el de los indios.

—Ahora lo veo todo tan claro como si tuviera ante mí al mismísimo desplegando sus mañas —añadió—. Como las cualidades del cantor están precisamente en su garganta y en sus pies, le han obligado a marchar delante. Luego, los otros han seguido sus pasos, procurando que coincidiesen.

—Pero —intervino Duncan— no veo señales de…

—Las jóvenes —le interrumpió el explorador—. Sin duda ese rufián ha ideado algún medio para transportarlas durante un trecho, hasta que ha creído que había despistado a sus seguidores. Me apuesto el pellejo a que no tardaremos en volver a ver las huellas de sus lindos pies.

El grupo entero siguió ahora el curso del arroyuelo, buscando huellas regulares. El agua cubría de nuevo su lecho natural, y los perseguidores avanzaban sin perder de vista los márgenes. Recorrieron así más de media milla, hasta un lugar donde el arroyo discurría junto a una roca. Allí se detuvieron para asegurarse de que los hurones no habían abandonado el agua.

Fue una interrupción oportuna, porque Uncas no tardó en descubrir cerca de la roca la huella de un pie en un trozo de musgo, por donde al parecer había pasado un indio. Siguiendo la dirección indicada por aquella señal, se adentró en la vecina espesura, donde las huellas eran tan claras y recientes como lo habían sido antes de llegar al manantial. Otro grito del joven anunció a sus compañeros su buena suerte, y al momento se dio por terminada la búsqueda.

—Todo ha sido planeado con la sagacidad propia de los indios —dijo el explorador, cuando el grupo estuvo reunido en aquel lugar—, y habría engañado fácilmente al hombre blanco más perspicaz.

—¿Continuamos? —preguntó Heyward.

—Calma, calma. Ya sabemos qué ruta hemos de seguir, pero conviene examinar antes la situación con cuidado. Esta es mi escuela, comandante, y uno pierde la oportunidad de aprender si deja a un lado el libro de la naturaleza demasiado pronto. Todo está muy claro, salvo una cosa: qué medios ha utilizado el rufián para llevar a las jóvenes por ese camino, porque hasta un hurón es demasiado considerado para permitir que se mojen los delicados pies de las damas.

—¿Serviría esto para explicarlo? —preguntó Heyward señalando los restos abandonados de unas rudimentarias angarillas, construidas con ramas y atadas con fibras vegetales.

—¡Claro que sí! —gritó Hawkeye, satisfecho—. Esos bandidos se han tomado muchas molestias intentando dejar una pista falsa. No es la primera vez, por lo que sé, que desperdician un día entero para algo de tan poca importancia. Aquí tenemos tres pares de mocasines, dos de ellos de pies pequeños. Es sorprendente que unos pies así puedan soportar viajes tan duros. Alcánzame, Uncas, esa correhuela de piel. ¿Lo ves? El pie es casi como el de un niño, y sin embargo las jóvenes son de buena estatura. Hay que reconocer, en fin, que la providencia es muy caprichosa a veces en la distribución de sus dones.

—Mis hijas no están acostumbradas a estos esfuerzos —dijo Munro, mirando las huellas con ansiedad paternal—. No tardaremos en encontrar sus cuerpos en estos bosques.

—No hay ni que temer eso —le respondió el explorador, negando lentamente con la cabeza—; estas huellas las han dejado pasos firmes y seguros, si bien es cierto que muy ligeros. Fijaos: aquí el talón apenas toca el suelo, y allí la de pelo oscuro ha dado un salto. No, no. Por lo que sé, las dos están muy lejos de desfallecer. El cantor es el que ha empezado a resentirse de los pies y a cojear. Allí ha resbalado y luego caminó abierto de piernas, como si calzase raquetas de nieve. Es natural: quien se preocupa tanto de su garganta no puede dar a sus piernas un entrenamiento adecuado.

De aquellas pruebas tan evidentes, el explorador obtuvo conclusiones tan acertadas como si hubiera sido testigo de todos aquellos sucesos. Alentado por sus afirmaciones, y satisfecho de su razonamiento, el grupo entero reanudó la marcha tras una breve pausa, en la que tomaron un apresurado refrigerio.

Cuando hubieron terminado de comer, el explorador observó el sol poniente y se lanzó hacia adelante con una rapidez, que obligó a Heyward y al aún vigoroso Munro a realizar un gran esfuerzo para mantenerse cerca de él. La ruta que seguían se mantenía en el fondo del valle. Como los hurones ya no hacían esfuerzos para disimular sus huellas, la incertidumbre no retrasaba el avance. Antes de que hubiera transcurrido una hora, sin embargo, la velocidad de Hawkeye se redujo sensiblemente, y su cabeza, en lugar de mantenerse erguida mirando hacia adelante, comenzó a inclinarse a un lado y otro, mirando con desconfianza como si temiese la proximidad de algún peligro. Por fin se detuvo, y aguardó a que se le reuniese el resto de la partida.

—Presiento a los hurones —dijo a los mohicanos—. Nos aproximamos a su campamento, que puede estar en aquel claro que se ve entre los pinos. Sagamore, ve por la ladera de la montaña, hacia la derecha, y tú, Uncas, ve por el arroyo a la izquierda, mientras yo sigo el rastro. Si ocurre algo, la señal serán tres graznidos de cuervo. He visto uno de esos pájaros abanicándose en el aire, justo detrás de aquel roble seco; otra señal de que estamos cerca de un campamento.

Los dos indios tomaron las direcciones indicadas sin replicar, mientras Hawkeye avanzaba cuidadosamente con los dos militares. Heyward no se apartaba de su guía, deseoso de ver cuanto antes a los enemigos que había perseguido con tanta ansiedad y ahínco. Pero su compañero le pidió que se ocultase en la espesura que había al borde del bosque; allí debía aguardarle, porque quería examinar a solas ciertos indicios sospechosos que le preocupaban. Duncan obedeció, y pronto se encontró en una situación que le permitía contemplar una escena tan extraordinaria como nueva para él.

Los árboles en muchos acres a la redonda habían sido talados, y el resplandor dorado de la tarde estival inundaba el claro, en contraste con el gris predominante en el bosque. No lejos de donde estaba Duncan el arroyo parecía ensancharse en un pequeño lago, ocupando la mayor parte del valle, de montaña a montaña. El agua caía del estanque formando una cascada, tan suave y regular que más parecía obra de los hombres que de la naturaleza. Un centenar de construcciones de tierra se alzaban a orillas del lago, e incluso dentro de sus aguas, como si una crecida repentina las hubiera inundado.

Los techos redondos de aquellas viviendas, soberbiamente construidos para defenderse de las inclemencias del tiempo, sugerían una mejor técnica y una mayor previsión de las que los nativos suelen emplear a la hora de erigir sus asentamientos fijos, por no hablar de esos cobijos provisionales que solo les sirven para cazar y guerrear. En pocas palabras: aquel poblado o villorrio, como quiera llamarse, indicaba más método y planificación de los que el hombre blanco suele atribuir a los indios. Su aspecto, sin embargo, era el de un completo abandono, o al menos eso creyó Duncan durante algún tiempo; pero al fin distinguió unas formas que se movían a gatas y arrastraban lo que aparentaba ser un pesado artefacto. Algunas cabezas oscuras aparecieron en las viviendas, y de pronto el lugar se pobló de gentes que iban de una construcción a otra con tal rapidez que resultaba imposible captar su animo o su intención. Alarmado ante aquella actividad, estaba a punto de emitir la señal acordada cuando le detuvo un roce de hojas que sonaba muy cerca.

Se sorprendió y retrocedió instintivamente unos pasos, al comprobar que estaba a unos cien metros de un indio desconocido. Pero al instante se rehízo y, en lugar de dar la señal de alarma, que podía resultarle fatal, permaneció inmóvil, observando con atención los movimientos del otro.

No tardó en convencerse de que continuaba sin ser descubierto por el indio, quien, como él mismo poco antes, parecía enfrascado en la contemplación del poblado y de los rápidos movimientos de sus habitantes. Aunque era imposible descubrir la expresión de su rostro a causa de las grotescas pinturas de que estaba cubierto, adivinó que era más melancólica que feroz. Llevaba la cabeza afeitada como era costumbre salvo por un breve mechón en la coronilla, del que pendían tres o cuatro plumas de halcón descoloridas. Se cubría parcialmente con un manto raído y una camisa arremangada. Llevaba las piernas desnudas y llenas de arañazos y heridas causados por los arbustos, pero sus pies llevaban buenos mocasines de piel de ciervo. En conjunto, aquel hombre era la personificación de la miseria.

Duncan observaba intrigado a su vecino cuando el explorador llegó hasta él con sigilo.

—Ya hemos llegado a su campamento —le susurró el joven—; y aquí cerca tenemos a uno de ellos en una posición que nos impedirá acercarnos más.

Hawkeye dio un respingo y aprestó el rifle. Miró hacia el lugar que señalaba su compañero y divisó al indio. Luego bajó un poco el cañón del arma.

—Ese bandido no es un hurón —dijo—, ni pertenece a ninguna de las tribus del Canadá, pero por sus ropas se ve que ha despojado a algún blanco. Para proteger su retirada, Montcalm ha llenado los bosques de criminales. ¿Podéis ver dónde ha dejado su rifle o su arco?

—Parece como si no tuviese armas de ninguna clase ni tampoco malas intenciones. A menos que avise a sus compañeros, que, como veis, se bañan en el lago, no creo que tengamos motivos para temerle.

El explorador observó fijamente a Heyward con un asombro que le impedía hablar. Al fin, sin poder contenerse, abrió la boca cuanto pudo y rio con una de sus peculiares carcajadas silenciosas.

Repitió las palabras «sus compañeros que se bañan en el lago» y añadió con sarcasmo:

—¡Ese es el resultado de tanta escuela y de pasar la juventud en las ciudades! Pero ese bandido tiene las piernas largas y no conviene que nos fiemos de él. Apuntadle con el rifle mientras yo me acerco por detrás y le capturo. ¡Pero no disparéis por ningún concepto!

Ya se disponía a alejarse entre el follaje cuando, alargando un brazo, Heyward le detuvo para preguntarle:

—¿Tampoco debo disparar si os veo en peligro?

Hawkeye le contempló un momento, como si no hubiera entendido la pregunta, y, por fin, afirmando con la cabeza y riendo con su risa silenciosa, le contesto:

—Si me veis en peligro, fuego a discreción.

Al instante desapareció entre la hojarasca. Duncan aguardó con febril impaciencia durante mucho tiempo, antes de volver a verle. El explorador apareció arrastrándose cautelosamente sobre la tierra, que era casi del mismo color que sus ropas, justo detrás de su presunto cautivo. Cuando ya estaba a pocos metros de él, se puso en pie despacio y en silencio. En aquel preciso instante se oyeron varios golpes en el agua, y Duncan volvió los ojos en aquella dirección a tiempo de ver cómo un centenar de formas oscuras se sumergían al mismo tiempo en el estanque. Aferró su rifle y miró de nuevo al indio que, en lugar de alarmarse, estiraba el cuello y contemplaba la escena que se desarrollaba en el lago con una suerte de ingenua curiosidad. Hawkeye había alzado una mano sobre él en actitud de amenaza, pero sin razón aparente la retiró y pareció exultante. Cuando terminó de reír a su manera silenciosa, en lugar de tomar a su víctima por el cuello palmoteo en su hombro con suavidad y exclamó en voz alta:

—¡Vaya, amigo! ¿Os proponéis enseñar a cantar a los castores?

—De buena gana lo haría —fue la pronta respuesta—. Quien les confirió tantos dones bien podría haberles dado también unas voces con que alabar su inmensa sabiduría.

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