El último mohicano

Capítulo XXIX

Capítulo XXIX

Se sentaron en asamblea, y Aquiles, que sobresalía por encima de todos, habló así al rey de hombres.

P

Entre los prisioneros destacaba Cora, que estrechaba a Alicia en sus brazos con inmensa ternura. Pese al amenazante despliegue de salvajes que la rodeaban, no parecía sentir ningún temor por su propia suerte, y solo estaba pendiente de los rasgos pálidos y ansiosos de la temblorosa Alicia. Cerca, a su lado, Heyward mostraba un interés por ambas que, en un momento de tanta incertidumbre, apenas dejaba traslucir su predilección por la más querida. Hawkeye se había colocado un poco atrás, con una deferencia hacia el rango superior de sus compañeros que la similitud de las condiciones en que se encontraban no podía hacerle olvidar. Uncas no estaba allí.

Cuando volvió a hacerse el silencio, y tras la pausa acostumbrada, uno de los jefes venerables que se hallaban sentados a cada lado del patriarca se incorporó y preguntó en voz alta y en un inglés inteligible:

—¿Cuál de mis prisioneros es ?

Ni Duncan ni el explorador respondieron. El primero, sin embargo, recorrió la asamblea silenciosa con la mirada y retrocedió un paso al distinguir el maligno rostro de Magua. Comprendió al instante que el sagaz salvaje era de algún modo responsable de su comparecencia ante toda la tribu, y decidió impedir como fuera la ejecución de sus planes. Ya había presenciado un juicio sumario entre los indios, y temía que su compañero fuese víctima de otro. Ante semejante dilema y sin tiempo para más reflexiones, decidió proteger a su valioso amigo aun a costa de asumir cualquier riesgo. Pero antes de que pudiera contestar, la pregunta fue repetida en voz más alta y con mayor claridad.

—Dadnos armas —respondió el joven, en tono orgulloso—, y nuestras proezas hablarán por nosotros.

—Este es el guerrero cuyo nombre ha sonado en nuestros oídos —respondió el jefe, mirando a Heyward con esa curiosidad que siente el hombre cuando ve por primera vez a alguien que se ha hecho famoso por sus méritos o por accidente, por sus virtudes o por sus crímenes—. ¿Qué ha traído al hombre blanco al campamento de los delawares?

—Mis necesidades. He venido en busca de comida, cobijo y amigos.

—No puede ser. Los bosques están llenos de caza. La cabeza de un guerrero no necesita más cobijo que el cielo sin nubes, y los delawares son los enemigos, y no los amigos, de los ingleses. ¡Mientes! Tu boca ha hablado, pero tu corazón no ha dicho nada.

Sin saber qué replicar, Duncan guardó silencio. Pero el explorador, que había escuchado con atención, se adelantó con paso firme.

—Si no he contestado a la apelación hecha a no ha sido por miedo ni por vergüenza —dijo—, puesto que ni el uno ni la otra son propios de un hombre honrado. Yo niego el derecho de los mingos a adjudicarme un nombre que es mentira. tiene el cañón estriado y no es una carabina. Soy el hombre a quien los suyos bautizaron Nathaniel; quien recibió el elogioso nombre de Hawkeye de los delawares que viven junto a su propio río, y a quien los iroqueses han dado en llamar, sin pedirle su opinión, Rifle Largo.

Los ojos de todos los presentes, que hasta entonces habían escrutado a Duncan con gravedad, se volvieron al instante hacia la figura erguida y robusta del nuevo candidato. No era tan raro que dos hombres reclamaran un honor tan señalado, porque los impostores, aunque escasos, también existen entre los nativos. Pero era importante, para satisfacer el espíritu de justicia de los delawares, que no hubiese error al respecto. Algunos de los guerreros de más edad deliberaron en privado y decidieron interrogar a su visitante sobre el particular.

—Mi hermano ha dicho que una serpiente ha reptado hasta nuestro campamento —le dijo el jefe a Magua—. ¿Cuál es?

El hurón señaló al explorador.

—¿Van a creer los sabios delawares en los aullidos de un lobo? —exclamó Duncan, aún más convencido de las diabólicas intenciones de su antiguo enemigo—. Un perro nunca miente, pero ¿desde cuándo un lobo dice la verdad?

Los ojos de Magua lanzaron llamaradas de odio, pero al advertir la necesidad que tenía de mantener la compostura hizo un gesto desdeñoso, convencido de que la sagacidad de los indios dirimiría la controversia. No se engañó, porque tras otra breve consulta el astuto delaware se volvió hacia él y le comunicó, en un lenguaje muy considerado, la decisión de los jefes.

—Han llamado mentiroso a mi hermano —dijo—, y sus amigos están enojados. Van a probar que dijo la verdad. Que den armas a mis prisioneros, y que nos demuestren quién es el hombre al que buscamos.

Magua fingió que consideraba la medida como una deferencia, aunque bien sabía que se debía al recelo que él mismo inspiraba, e hizo un signo de aceptación, satisfecho de que la confirmación de sus palabras dependiese de un hombre tan hábil como el explorador. Entregaron las armas a los prisioneros y se les pidió que disparasen, sobre las cabezas de la multitud sentada, contra una vasija de barro depositada sobre el tocón de un árbol, a unos cincuenta metros de donde estaban.

Heyward sonrió ante la idea de competir con el explorador, aunque había decidido persistir en el engaño, al menos hasta conocer las verdaderas intenciones de Magua. Alzó su rifle, apuntó con cuidado y disparó. La bala penetró en la madera a pocos centímetros de la vasija, y una exclamación general de admiración indicó que se le consideraba un gran tirador. Incluso Hawkeye asintió con la cabeza, como queriendo decir que era mejor de lo que él esperaba. Pero, en lugar de disparar de inmediato, permaneció apoyado en su rifle durante más de un minuto, como ensimismado en sus pensamientos. De esta ensoñación le sacó uno de los guerreros jóvenes que les habían entregado las armas, tocándole el hombro y diciéndole en un inglés casi inteligible:

—¿Puede mejorarlo el rostro pálido?

—¡Sí, hurón! —exclamó el explorador, levantando el rifle corto con la mano derecha y agitándolo, con tanta facilidad como si fuera una caña, en dirección a Magua—. ¡Sí, hurón! Ahora mismo podría derribarte, sin que fuerza alguna en la tierra pudiese impedirlo. Un halcón no está más seguro de la suerte de la paloma sobre la que se cierne de lo que yo lo estaría de la tuya si me decidiese a enviar esta bala contra tu corazón. ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Por qué? Porque mi condición de hombre blanco lo prohíbe, y porque con mi acción podría perjudicar a seres inocentes y tiernos. Si crees en Dios, dale las gracias desde lo más profundo de tu alma, porque no te falta motivo.

El rostro agitado por las emociones, la mirada feroz y la imponente figura del explorador produjeron una sensación de respeto en cuantos le escucharon. Los delawares contuvieron la respiración, expectantes. Pero el propio Magua, aunque desconfiaba profundamente de su enemigo, se mantuvo inalterable.

—¡Véncele! —repitió el joven delaware, por encima del hombro del explorador.

—¿Vencer, necio? ¿A quién? —exclamó Hawkeye, agitando aún el rifle sobre su cabeza, pero sin mirar hacia Magua.

—Si el rostro pálido es el guerrero que pretende ser —dijo el anciano jefe—, que haga un blanco mejor.

El explorador rio con fuerza, y su carcajada produjo en los oídos de Heyward el efecto desconcertante de un sonido sobrenatural. Dejando caer el rifle sobre su mano izquierda extendida, hizo fuego con tanta rapidez como si el disparo hubiera sido consecuencia del golpe. La vasija se rompió en mil pedazos. Casi al mismo tiempo se oyó el ruido que el rifle hacía al caer al suelo, donde el explorador lo arrojó, desdeñoso.

La primera reacción que aquella escena insólita provocó fue de creciente admiración. Luego, un murmullo se propagó entre la multitud, dando lugar a una serie de rumores que indicaban la existencia entre los espectadores de opiniones contrapuestas. Mientras unos se mostraban satisfechos con aquella exhibición de destreza, la mayoría de la tribu se inclinaba a creer que el resultado era fruto de la casualidad. Heyward se apresuró a confirmar una opinión que favorecía sus propias pretensiones.

—¡Ha sido la suerte! —exclamó—. Nadie puede hacer blanco sin apuntar.

—¡Suerte! —repitió acalorado el hombre de los bosque, que ahora estaba empeñado en mantener su identidad pese a los peligros que eso implicaba, y que ignoraba deliberadamente las señales de connivencia que le hacía su amigo para que contribuyese al engaño—. ¿También ese mentiroso hurón cree que ha sido la suerte? Dadle otro rifle y ponednos frente a frente, en un lugar donde no podamos cubrirnos ni guarecernos, y que la Providencia y nuestros ojos decidan si ha sido suerte o no. No os desafío a vos, mayor, porque pertenecemos a la misma raza y servimos al mismo señor.

—Que el hurón miente es cosa segura. Vos mismo habéis oído cómo os llamaba —respondió Heyward con frialdad.

Es imposible saber qué afirmación llena de violencia habría hecho el terco Hawkeye para reivindicar su identidad si el anciano delaware no hubiera vuelto a intervenir.

—El halcón que viene de entre las nubes puede regresar cuando quiere —dijo—. Dadles las armas.

Esta vez el explorador tomó el rifle con avidez. Pero Magua, que observaba sus movimientos con desconfianza, no vio razón para sentir aprensión alguna.

—¡Demostremos ahora, ante esta tribu de los delawares, quién de los dos es mejor tirador! —gritó el explorador, tamborileando en la culata del rifle con aquel dedo que había apretado tantas veces el gatillo y causado tantas muertes a sus enemigos—. ¿Veis la calabaza que cuelga de aquel árbol, mayor? Si sois ese gran tirador, curtido en la frontera, que decís, no os costará romperla.

Duncan localizó la calabaza y se dispuso a repetir la prueba. Era una de esas pequeñas vasijas que usan los indios, y colgaba de una correa de piel de ciervo, enganchada a la rama muerta de un pino bajo, a casi cien metros de distancia. Hasta tal punto llega el amor propio a veces que el joven soldado olvidó la gravedad de la situación en que se encontraban y el motivo de la contienda, y puso todo su empeño en ganar. Ya hemos visto cómo su habilidad con las armas de fuego era considerable. Aunque su vida hubiera dependido de aquel disparo, no se habría esforzado más. Disparó, y tres o cuatro indios, que se habían lanzado hacia adelante al oír el tiro, anunciaron a gritos que la bala se había incrustado en el árbol, muy cerca del blanco. Los guerreros profirieron una exclamación general de satisfacción, y observaron inquisitivos a su rival.

—Puede que ese disparo esté bien para los del Regimiento Real de América —dijo Hawkeye, riendo una vez más a su manera silenciosa—, pero, si mis disparos se hubiesen desviado tan a menudo, muchas martas que ahora se han convertido en manguitos de señora correrían aún por los bosques, y los mingos malditos que ya han mordido el polvo todavía estarían haciendo sus fechorías en la frontera. Espero que la dueña de esa calabaza tenga alguna otra en su tienda, porque esta no volverá a contener agua.

El explorador cargó su arma mientras hablaba, y al terminar retrocedió un paso y levantó despacio el rifle. El movimiento fue firme y uniforme, sin titubeos. Cuando alcanzó la altura adecuada, permaneció inmóvil durante un instante, como si tanto el hombre como el rifle estuvieran labrados en piedra. Al vaciarse, del arma brotó una llamarada brillante. De nuevo los indios se lanzaron hacia adelante, pero en vano: no había huellas visibles de la bala.

—¡Vete! —le dijo el jefe de los delawares al explorador, en tono de fuerte disgusto—. Eres un lobo con piel de perro. Quiero hablar con el hombre a quien llaman Rifle Largo.

—¡Ah! Si tuviera en mis manos el rifle al que debo ese nombre que usáis, me habría comprometido a cortar la correa que sostiene la calabaza, y a hacerla caer al suelo sin romperse —replicó Hawkeye, sin alterarse por el tono del otro—. No seáis necios: si queréis encontrar la bala disparada por un buen tirador, debéis buscarla en el blanco y no a su alrededor.

Como Hawkeye llevaba un rato usando el idioma de los delawares, los indios le comprendieron de inmediato. Descolgaron la calabaza del árbol y la levantaron en el aire con un grito exultante, mostrando en su base un orificio, abierto por la bala después de haber pasado por el centro de la boca del recipiente. Ante aquella demostración de habilidad, una exclamación de asombro brotó de todas las gargantas, y Hawkeye quedó en posesión del peligroso seudónimo. Las miradas de admiración que se habían vuelto de nuevo hacia Heyward se digirieron finalmente hacia el rostro curtido del explorador, que de inmediato se convirtió en objeto de atención de cuantos le rodeaban. Cuando aquel tumulto repentino y ruidoso se calmó un tanto, el anciano jefe reanudó el interrogatorio.

—¿Por qué has querido ofuscar mi entendimiento? —preguntó, dirigiéndose a Duncan—. ¿Acaso crees que los delawares son tan necios que no pueden diferenciar la pantera joven del gato salvaje?

—Sin embargo, el hurón no es más que un pájaro cantor —dijo Duncan, esforzándose por imitar el lenguaje figurativo de los indios.

—Está bien. Ahora veremos de verdad quién quiere confundirnos. Hermano —añadió, mirando a Magua—, los delawares te escuchan.

El hurón se puso en pie y avanzó con gran deliberación y dignidad hasta el centro mismo del círculo, donde se enfrentó a los prisioneros y se dispuso a hablar. Antes de abrir la boca, sin embargo, su mirada recorrió despacio los rostros de los presentes, como si quisiera adaptar sus expresiones al carácter de la audiencia. Otorgó a Hawkeye una mirada de respetuosa enemistad; a Duncan, otra de profundo odio; apenas reparó en la desmayada figura de Alicia. Pero cuando sus ojos se encontraron con la figura altiva y sin embargo adorable de Cora, adquirieron una expresión difícil de definir. Entonces, ebrio de oscuras intenciones, habló en el idioma de los canadienses, que la mayoría de los presentes comprendía.

—El Espíritu que hizo a los hombres les dio diferentes colores —empezó el sagaz hurón—. Algunos son más negros que el oso holgazán. Manitú dijo que esos serían esclavos, y les ordenó trabajar siempre, como el castor. Sus quejas, más intensas que el mugido de los bisontes, pueden oírse cuando sopla el viento del Sur a lo largo de las orillas del gran lago salado, donde las grandes canoas de los blancos los llevan y los traen. Hizo a otros con caras más pálidas que el armiño de los bosques. A estos les ordenó que fueran mercaderes, perros para sus mujeres y lobos para sus esclavos. Dio a este pueblo las cualidades de los pichones: alas infatigables, hijos más numerosos que las hojas de los árboles y un apetito capaz de devorar la tierra. Les dio lenguas que suenan como la falsa llamada del gato salvaje, corazones como los del conejo, la astucia del jabalí en lugar de la del zorro y brazos más largos que las patas del alce. Con su lengua confunden a los indios; su corazón no se avergüenza de pagar a los guerreros para que luchen en sus batallas; su astucia les dice cómo acaparar las riquezas de la tierra, y sus brazos llegan desde la costa del lago salado hasta las islas del gran lago. La glotonería los hace enfermar. Dios les dio bastante, pero lo quieren todo. Esos son los rostros pálidos.

»A otros, el Gran Espíritu les dio rostros más brillantes y más rojos que el sol —continuó Magua, señalando con el brazo en alto el astro solar, que luchaba con la atmósfera neblinosa del horizonte—, y les otorgó su propia inteligencia. Les entregó esta tierra tal como la hizo, cubierta de árboles y llena de caza. El viento abrió claros en ella, el sol y la lluvia maduraron sus frutos y las nieves vinieron para recordarles que debían estar agradecidos. ¿Qué necesidad tenían de hacer caminos para viajar? Veían a través de las montañas. Mientras los castores trabajaban, se tendían a la sombra y miraban. Los vientos los refrescaban en verano y, en invierno, las pieles los mantenían calientes. Si luchaban entre sí, era para demostrar su virilidad. Eran valientes, justos y felices.

Al llegar aquí el orador hizo una pausa y volvió a observar en torno para conocer el efecto que sus palabras producían en el auditorio. Por todas partes encontró ojos que le contemplaban, cabezas erguidas y narices dilatadas, como si cada uno de los presentes se sintiera capaz de corregir los errores de su raza y anhelara hacerlo.

—Si el Gran Espíritu dio lenguas diferentes a sus hijos rojos —continuó en un tono bajo, lento, melancólico—, fue para que todos los animales pudieran entenderlos. Colocó a algunos de ellos entre las nieves con sus primos los osos. A otros los situó cerca del sol poniente, en la ruta hacia los felices territorios de caza. A otros, en las tierras que hay alrededor de las aguas dulces. Pero a los mejores y más amados de sus hijos les dio las orillas arenosas del lago salado. ¿Saben mis hermanos el nombre de este pueblo privilegiado?

—¡Los lenapes! —exclamaron con prontitud veinte voces.

—Fueron los lenni-lenapes —asintió Magua, inclinando la cabeza en un gesto que pretendía reverenciar la pasada grandeza—. ¡Fueron las tribus de los lenapes! El sol se alzaba sobre las aguas saladas y se ponía en las aguas dulces, y nunca se escondía a sus ojos. Pero ¿por qué habría de hablar yo, un hurón de los bosques, de sus propias tradiciones a un pueblo sabio? ¿Por qué he de recordarles yo sus propios sufrimientos, su antigua grandeza, sus gestas, su gloria, su felicidad, sus pérdidas, sus derrotas, sus desdichas? ¿No hay entre ellos quien lo haya visto todo y que sepa que es cierto? He hablado. Mi lengua se detiene porque me pesa el corazón. Ahora, os escucho.

Al callar el orador, todos los rostros se volvieron como movidos por un mismo impulso hacia el venerable Tamenund. Desde que había tomado asiento hasta ahora, el patriarca no había despegado los labios, y apenas había dado señal de vida. Había permanecido sentado y ajeno a todo durante la competición en que el explorador había hecho gala de su puntería, Sin embargo, los sonidos agradablemente modulados de la voz de Magua parecían haberle hecho reaccionar, y dos o tres veces había levantado la cabeza como si escuchase. Pero cuando el sagaz hurón mencionó el nombre de su pueblo, los párpados del anciano se alzaron y miró a la multitud con una expresión de alejamiento, más propia de un espectro que de un hombre. Sus acompañantes le ayudaron a erguirse y a mantener una postura acorde con su dignidad.

—¿Quién habla de los hijos de los lenapes? —preguntó con una voz profunda y gutural, que el silencio de la multitud hizo perfectamente audible—. ¿Quién habla de las cosas pasadas? ¿No se convierte el huevo en gusano y el gusano en mosca antes de perecer? ¿Por qué hablar a los delawares de los bienes que han perdido? Más vale agradecer a Manitú lo que nos queda.

—Quien habla es un wyandote —dijo Magua, aproximándose a la tosca plataforma que ocupaba el otro—, un amigo de Tamenund.

—¡Amigo! —repitió el anciano, al tiempo que una profunda arruga se dibujaba en su frente y le daba ese aspecto severo que le había caracterizado años antes—. ¿Acaso los mingos son los dueños de la tierra? ¿Qué ha traído al hurón a nuestro campamento?

—Justicia. Sus prisioneros están con sus hermanos, y viene en busca de lo que le pertenece.

Tamenund volvió la cabeza hacia uno de sus acompañantes, y escuchó la breve explicación que se le dio. Miró de nuevo a Magua con profunda atención, y al cabo dijo en voz baja:

—La justicia es la ley del gran Manitú. Hijos, dad de comer al extranjero. Luego, hurón, toma lo tuyo y vete.

Tras esta sentencia solemne, el patriarca se volvió a sentar y cerró otra vez los ojos, como si prefiriese las imágenes forjadas por su larga experiencia a la contemplación de los objetos visibles de este mundo. No había delaware tan osado como para protestar contra aquella decisión, y menos aún como para oponerse a ella. Apenas fueron pronunciadas estas palabras, cuatro o cinco de los guerreros más jóvenes se colocaron tras Heyward y el explorador, y con rapidez y destreza portentosa pasaron unas correas entre sus brazos y los maniataron. El primero estaba demasiado preocupado por la suerte de su amada como para advertir las intenciones de los indios antes de que se pusieran en práctica, y el segundo, que consideraba incluso a las facciones hostiles de los delawares como una tribu superior, se sometió sin resistencia. Quizá, sin embargo, su actitud no habría sido tan pasiva si hubiera comprendido a la perfección el idioma en el que se había mantenido el diálogo anterior.

Magua dirigió una mirada de triunfo a toda la asamblea. Cuando vio que los hombres atados eran incapaces de ofrecer resistencia, buscó a su presa más codiciada. Cora resistió su mirada con unos ojos tan serenos y firmes que su decisión flaqueó. Recordando una artimaña que le había dado resultado en una ocasión parecida, Magua tomó a Alicia en brazos, instó a Heyward a que fuera con ellos e indicó a la multitud que les abriera paso. Pero Cora, en lugar de seguirlos como él esperaba, se precipitó a los pies del patriarca y alzó la voz para exclamar:

—¡Justo y venerable delaware, confiamos en tu sabiduría y en tu poder! No prestes oídos a ese monstruo artero y sin escrúpulos que emponzoña tus oídos con falsedades para saciar su sed de sangre. Tú, que tanto has vivido y que tanto has padecido, deberías saber cómo aliviar nuestra desdicha.

Los ojos del anciano se abrieron pesadamente, y una vez más su mirada recorrió la multitud antes de detenerse en la joven que le imploraba. Cora estaba de rodillas, y con las manos juntas y apretadas contra su propio pecho permanecía como una imagen representativa de su sexo, mirando los rasgos marchitos aunque majestuosos del anciano con una suerte de respetuosa reverencia. La expresión del rostro de Tamenund fue cambiando. La admiración sustituyó al desinterés, y sus rasgos se iluminaron con un resto de aquella inteligencia que, un siglo antes, había sabido contagiar su pasión juvenil a las numerosas huestes de los delawares. Se irguió sin ayuda y al parecer sin esfuerzo, y con una firmeza que sorprendió a sus oyentes le preguntó a Cora:

—¿Quién eres?

—Una mujer de la raza que detestáis, una inglesa. Pero nunca te herí y no podría hacer daño a tu pueblo aunque quisiera. Estoy indefensa y te pido ayuda.

—Decidme, hijos —continuó el patriarca con voz entrecortada, dirigiéndose a los que le rodeaban, aunque sus ojos no se separaban de la imagen arrodillada de Cora—, ¿dónde han acampado los delawares?

—En las montañas de los iroqueses, más allá de las fuentes claras del Horican.

—Muchos veranos ardientes han ido y venido —continuó el patriarca desde que bebí por última vez las aguas de mi propio río. Los hijos de Miquon son los hombres blancos más justos, pero tenían sed y se apropiaron de ellas. ¿Por qué nos han seguido hasta tan lejos?

—No seguimos a nadie; no codiciamos nada —contestó Cora—. Hemos sido capturados contra nuestra voluntad y se nos ha traído entre vosotros. Te pedimos permiso para partir con los nuestros, para irnos en paz. ¿No eres tú, Tamenund, el padre, el juez de este pueblo?

—Yo soy Tamenund, el que ha vivido muchos días.

—Hace ahora unos siete años, uno de tu pueblo quedó a merced de un jefe blanco, en la frontera de esta región. Dijo ser de la misma sangre que el bueno y justo Tamenund. «Vete», le dijo el hombre blanco. «Por respeto a tu padre, eres libre». ¿Recuerdas el nombre de aquel guerrero inglés?

—Recuerdo que cuando era un niño feliz —replicó el patriarca— estaba a orillas del mar, y vi una gran canoa con alas más blancas que las del cisne y más anchas que las de muchas águilas juntas que venía desde el lugar donde nace el sol.

—No, no. No hablo de un tiempo tan lejano, sino del favor que uno de los míos hizo a uno de los tuyos en una época que el más joven de tus guerreros puede recordar.

—¿Fue cuando los ingleses y los holandeses lucharon entre sí por apoderarse de los territorios de caza de los delawares? Tamenund ya era entonces un jefe, y por primera vez dejó a un lado el arco para aprender a usar el rayo de los rostros pálidos.

—Tampoco fue entonces —le interrumpió Cora—, sino mucho después. Hablo de algo que casi sucedió ayer. ¡No puedes haberlo olvidado!

—¡Ayer! —repitió el anciano, conmovido—. ¡Ayer, los hijos de los lenapes todavía eran los dueños del mundo! Los peces del lago salado, los pájaros, las bestias y hasta los mengwes de los bosques los reconocían como sus sagamores, sus jefes.

Cora dejó caer la cabeza desesperanzada, y durante un instante procuró controlar su pena. Haciendo un esfuerzo supremo, alzó los ojos brillantes y continuó, en un tono casi tan lastimero como el del propio patriarca:

—Dime, ¿Tamenund es padre?

El anciano la miró desde arriba, con una sonrisa de benevolencia en las ajadas facciones, y mientras recorría con sus ojos toda la asamblea le respondió:

—Soy el padre de todo un pueblo.

—Nada pido para mí. Como sucedió contigo y con los tuyos, venerable jefe —continuó, con las manos sobre el corazón e inclinando la cabeza hasta que sus mejillas ardientes quedaron casi ocultas por las trenzas oscuras y brillantes que le cubrían los hombros—, la maldición que cayó sobre mis antepasados se ha abatido sobre su hija con todo su peso. Pero allí está una persona que nunca hasta ahora conoció el furor divino. Es la hija de un anciano, cuyos días están a punto de concluir. Hay muchos, muchísimos seres que la aman, y es demasiado preciosa, demasiado buena para convertirse en la víctima de ese monstruo.

—Sé que los rostros pálidos son una raza orgullosa y hambrienta. Sé que no solo quieren para sí la tierra, sino que creen que el más miserable de entre ellos es mejor que cualquier jefe indio. Antes que llevar a sus tiendas a una mujer cuya sangre no sea del color de la nieve —continuó el venerable jefe, sin reparar en que cada una de sus palabras no hacía sino inquietar aún más a la joven—, los perros y los cuervos de sus tribus ladrarían y graznarían sin fin. Pero no les conviene alardear demasiado ante el gran Manitú. Llegaron a estas tierras con el sol naciente, y pueden abandonarlas con el poniente. A menudo he visto cómo las langostas desnudaban los árboles, pero siempre ha vuelto la estación de las flores.

—Así es —dijo Cora exhalando un profundo suspiro, como si se recuperara de un trance, alzando el rostro y sacudiéndose la cabellera; la brillantez de su mirada contrastaba con la palidez mortal de su semblante—. Pero ¿por qué no se permite hablar a todos? Aún queda uno de tu misma raza que no ha sido traído a tu presencia. Escúchale antes de dejar partir al hurón victorioso.

Viendo que Tamenund miraba en torno, dubitativo, uno de sus compañeros le dijo:

—Es una serpiente, un piel roja a sueldo de los ingleses. Lo guardamos para el tormento.

—Traedlo —replicó el patriarca.

Tamenund volvió a sentarse, y se hizo un silencio tan profundo que, mientras los jóvenes guerreros se apresuraban a obedecerle, se oyó el rumor de las hojas que la brisa de la montaña agitaba en el bosque cercano.

Download Newt

Take El último mohicano with you