El último mohicano

Capítulo XVI

Capítulo XVI

Antes de entrar en combate, abre esta carta.

S

El mayor Heyward encontró a Munro sin otra compañía que la de sus hijas. Sentada en una de sus rodillas, Alicia apartaba con sus dedos delicados los cabellos grises que caían sobre la frente del anciano. Cada vez que este fruncía el ceño, calmaba su fingido enojo posando sus labios de rubí en el arrugado entrecejo.

Cora estaba sentada cerca de ambos, como una espectadora atenta y complacida. Observaba los gestos traviesos de su hermana más joven con esa especie de ternura maternal que caracterizaba su amor por Alicia. Era como si el encantador sosiego de aquella reunión familiar les hubiese hecho olvidar no solo los peligros pasados sino los que todavía les aguardaban. Parecían haber aprovechado la breve tregua para dedicar un instante a las demostraciones de cariño más puras: las hijas reprimían sus temores y el padre sus preocupaciones, alentados por la seguridad relativa del momento. Duncan, que llevado por su afán de informar inmediatamente a su jefe había entrado sin llamar, se había convertido de pronto en un espectador ignorado y agradecido. Pero los ojos vivaces e inquietos de Alicia pronto captaron su figura, que se reflejaba en un espejo, y de un salto abandonó ruborosa la rodilla de su padre, al tiempo que exclamaba:

—¡Mayor Heyward!

—¿Dónde está? —preguntó el padre—. Le envié a charlar un poco con el francés. ¡Ah! ¿Ya habéis vuelto, señor mío? Bien se ve que sois joven e impetuoso —y, volviéndose hacia Alicia, continuó—: ¡Vamos! ¡Fuera de aquí, revoltosa! ¡Cono si no hubiera problemas suficientes para un soldado, encima tengo que batallar con una niña traviesa!

Riéndose, Alicia siguió a su hermana, que se había apresurado a abandonar una habitación donde su presencia podía parecer un estorbo. En lugar de preguntarle al joven por el resultado de la entrevista, Munro empezó a pasear por la habitación con las manos a la espalda y la cabeza inclinada hacia delante, como un hombre sumido en sus pensamientos. Pero al fin levantó los ojos, que resplandecían de amor paternal, y exclamó:

—¡Son dos muchachas excelentes, Heyward, de las que cualquiera se enorgullecería!

—No seré yo quien lo discuta, señor.

—Cierto, muchacho, cierto —le interrumpió el impaciente anciano—. Estuvisteis a punto de abrirme vuestro corazón sobre ese particular el día en que llegasteis, pero yo pensé que no me había convertido en un viejo soldado para hablar de bendiciones nupciales y de bodas cuando los enemigos de nuestro rey podían convertirse en cualquier momento en invitados indeseados. Pero estaba equivocado, Duncan, hijo mío. Me equivoqué, y ahora estoy dispuesto a escuchar lo que tengáis que decirme.

—Pese al inmenso placer que me produce vuestra confianza, no puedo por menos que recordaros que traigo un mensaje de Montcalm.

—¡Que se vayan al infierno el francés y todos sus secuaces! —exclamó el irascible veterano—. Aún no es el dueño de William Henry, ni lo será, siempre que Webb demuestre ser el hombre que debe ser. ¡No, señor! ¡Gracias a Dios, aún no estamos en una situación tan delicada como para que Munro no pueda ocuparse de los asuntos domésticos de su propia familia! Vuestra madre, Duncan, fue la única hija de mi mejor amigo. Y os oiría aunque todos los caballeros de San Luis, con su santo a la cabeza, estuviesen en la puerta del fuerte amenazando entrar. ¡Buen titulo de nobleza es el que puede comprarse con barriles de azúcar, para que vengáis a hablarme ahora de ese marqués de tres al cuarto! ¡La del Cardo sí es orden de dignidad y antigüedad; el auténtico de la nobleza! Vos tuvisteis, Duncan, antepasados que pertenecieron a esa orden, y fueron dignos representantes de la nobleza de Escocia.

Al advertir el malicioso placer con que su superior menospreciaba el mensaje del francés, Heyward se dispuso a imitarle, a sabiendas de que aquel tono jovial no duraría mucho. Replicó, pues, con toda la indiferencia que pudo fingir en un asunto que tanto le concernía.

—Entre mis pretensiones, como bien sabéis, estaba la de llegar a ser considerado por vos como un hijo.

—Ya, ya. Recuerdo que os expresasteis con gran claridad. Pero decidme: ¿habéis hablado del mismo modo con mi hija?

—No, por mi honor —exclamó Duncan con vehemencia—; hubiera abusado de la confianza depositada en mí si me hubiese aprovechado de las ventajas de mi situación.

—Vuestro proceder ha sido el de un caballero, mayor Heyward, como cabía esperar. Pero Cora Munro es una joven prudente, y de una inteligencia lo suficientemente desarrollada y cultivada como para no precisar de tutela alguna, ni siquiera de la de su padre.

—¡Cora!

—Sí, Cora. ¿Acaso no pretendéis su mano?

—Yo… yo…, yo no recuerdo haber mencionado su nombre —dijo Duncan, tartamudeando.

—¿Y entonces, para casaros con quién pedíais mi consentimiento, mayor Heyward? —preguntó el viejo militar, irguiéndose con la dignidad de quien se siente ofendido.

—Tenéis otra hija, no menos encantadora…

—¡Alicia! —exclamó el padre, con el mismo asombro con que Duncan había repetido el nombre de la otra hermana.

—Es a ella a quien aspiro, señor.

El joven aguardó en silencio el resultado de la revelación que, según acababa de descubrir, no podía ser más inesperada. Durante varios minutos, Munro se paseó de un lado a otro de la habitación con pasos largos y rápidos; sus facciones expresaban la intensidad y concentración de su mente. Al fin, deteniéndose ante Heyward y mirándole con fijeza, le dijo:

—Duncan Heyward, os he querido en memoria de aquel cuya sangre corre por vuestras venas y también por vuestras buenas cualidades. Yos he querido porque pensé que contribuiríais a la felicidad de mi hija. Pero os aseguro que todo ese amor se convertiría en odio si lo que sospecho fuese cierto.

—¡Dios no quiera que una acción o un pensamiento mío puedan conduciros a semejante cambio! —exclamó el joven, cuya mirada se mantuvo firme ante la de su interlocutor. Sin reparar en la imposibilidad de que el joven comprendiese los sentimientos que anidaban en el fondo de su pecho, Munro se dejó desarmar por la inalterable expresión del rostro que contemplaba y en un tono más suave continuó:

—Seréis mi hijo, Duncan, pero ignoráis la historia del hombre a quien deseáis llamar padre. Sentaos, joven, y en pocas palabras os hablaré de las heridas de un corazón marchito.

Para entonces, ambos habían olvidado completamente el mensaje de Montcalm. Cada uno de ellos tomó una silla para sentarse, y mientras el anciano parecía rumiar sus pensamientos con cierta tristeza, el más joven ocultaba su impaciencia con una actitud de respetuosa atención. Al fin, el primero habló:

—Ya sabéis, mayor Heyward, que mi familia es tan antigua como respetable —empezó el escocés—, aunque quizá no posea la abundancia de bienes de fortuna que suele acompañar a la nobleza. Tendría yo vuestra misma edad cuando me comprometí con Alice Graham, la hija única de un noble vecino con algún patrimonio. Pero por diversos motivos, entre los que cabe mencionar mi pobreza, aquellas relaciones no fueron del agrado de su padre. Hice, pues, lo propio de un hombre honrado: renuncié a la mano de la joven y abandoné el país para servir a mi rey. Viajé y derramé mi sangre en muchas otras tierras antes de que el deber me llamase a las islas de las Indias Occidentales. Allí conocí a una dama que luego sería mi esposa y la madre de Cora, y entré en relaciones con ella. Era la hija de un caballero de aquellas islas y de una mujer cuya desgracia, si así lo queréis —dijo el anciano, con orgullo—, era descender, si bien de una manera muy remota, de esa infortunada raza de piel oscura a la que se obliga a servir a los poderosos. ¡Ay, señor, ese es el anatema que pesa sobre Escocia, por compartir las empresas de un pueblo extranjero, un pueblo de comerciantes! ¡Pero si encontrase a un solo hombre que se atreviese a despreciar a mi hija, haría caer sobre su cabeza todo el peso de mi ira! Vos mismo, mayor Heyward, habéis nacido en el Sur, donde esos desgraciados y sus descendientes son considerados como una raza inferior a la vuestra.

—Por desgracia, cuanto decís es verdad —dijo Duncan, bajando la mirada con turbación.

—¿Acaso la rechazáis por ese motivo? ¿Os repugna mezclar la sangre de los Heyward con la de mi hija, por muy encantadora y virtuosa que ella sea? —preguntó el receloso anciano con fiereza.

—¡Dios me libre de abrigar un prejuicio tan impropio de un ser racional! —replicó Duncan, al tiempo que era consciente de la existencia de aquel sentimiento, tan arraigado en él como si formara parte de su naturaleza—. La dulzura, la belleza y los encantos de vuestra hija menor deberían bastar para justificar mi elección, y no os he dado motivos para que me creáis capaz de semejante injusticia.

—Decís bien —replicó el anciano, adoptando de nuevo un tono más apacible—; Alicia es el vivo retrato de su madre a su edad, antes de que los sufrimientos mermasen sus fuerzas. Cuando la muerte me separó de mi primera esposa, regresé a Escocia, enriquecido por aquel matrimonio. Y, ¿queréis creerlo, Duncan? ¡Aquella mujer había permanecido soltera durante veinte largos años, por amor a un hombre que podía haberla olvidado! ¡E hizo más aún! Me perdonó que no hubiera sido fiel a su memoria, y como ya no existían las dificultades de otros tiempos, consintió en ser mi mujer.

—¡Y se convirtió en la madre de Alicia! —exclamó Duncan, con una impaciencia que hubiera podido resultar peligrosa si Munro no hubiese estado tan absorto en sus pensamientos.

—En efecto, así fue —respondió el anciano—. Y bien cara que pagó la felicidad que me proporcionó. Pero ahora está en el cielo, y sería una torpeza, por parte de quien ya tiene un pie en la tumba, lamentar la pérdida de un ser tan querido. Nuestra vida en común duró solo un año; un período de felicidad demasiado breve, para alguien que había visto cómo su juventud se marchitaba sin esperanza.

Había algo tan imponente en el dolor del anciano que Heyward no se atrevía a pronunciar ni una sola palabra de consuelo. Munro estaba sentado, completamente ajeno a la presencia del otro. Sus rasgos reflejaban la amplitud de su padecimiento, y gruesas lágrimas surcaban sus mejillas y caían al suelo. Al cabo se irguió, como si recuperase la conciencia de la situación. Dio una sola vuelta por el cuarto, se aproximó a su acompañante con un aire de grandeza militar y le preguntó:

—¿No me habíais dicho, mayor Heyward, que traíais un mensaje del marques de Montcalm?

Sorprendido ante el cambio, Duncan empezó a transmitir el mensaje casi olvidado con voz dubitativa. Parece innecesario abundar aquí sobre la manera evasiva, aunque cortés, con que el general francés había eludido cada intento de Heyward de obtener información sobre la carta interceptada o sobre la resuelta, e igualmente cortés, negativa a transmitir dicha información a alguien que no fuera el propio Munro. Mientras este escuchaba, sus sentimientos paternales iban siendo reemplazados por las obligaciones de su cargo, y al terminar Duncan no vio ante sí sino al militar veterano, con su orgullo militar herido.

—Con lo que me habéis contado, mayor Heyward —exclamó el enojado anciano—, habría bastante para llenar un voluminoso tratado de cortesía francesa. Henos aquí ante un caballero que me invita a un encuentro con él, y que cuando envío en mi lugar a un sustituto muy capaz, porque vos lo sois, Duncan, aunque vuestros años no sean muchos, responde con una adivinanza.

—Es probable que su opinión del sustituto no haya sido tan halagüeña, señor. Como recordaréis, su anterior invitación y la que ahora os dirige van destinadas al comandante del fuerte, y no a su segundo.

—Bien. Pero ¿acaso no es un sustituto investido con toda la autoridad y dignidad de quien delega en él? ¡Así que quiere hablar con Munro! Vaya, os aseguro que me inclino a satisfacer su deseo, aunque solo sea por demostrarle que no nos asustan el número de sus hombres ni sus amenazas. Hasta es posible que, dadas las circunstancias, sea lo mejor que podemos hacer.

Duncan, que consideraba de la mayor importancia averiguar el contenido de la carta que llevaba el explorador, se apresuró a animarle.

—Sin duda —dijo—, la constatación de nuestra indiferencia no aumentará su confianza en sí mismo.

—Nunca habéis dicho una verdad más grande. Lo que me gustaría es que intentase visitar el fuerte de día, en un ataque frontal. Es el mejor modo de verle la cara al enemigo y saber si tiene miedo o no, y lo prefiero con mucho al sistema de demolición sistemática que ha elegido. La belleza y la virilidad de la guerra han sufrido mucho en estos últimos tiempos, Duncan, con los métodos de vuestro famoso Vauban. ¡Nuestros antepasados estaban muy por encima de una cobardía tan científica!

—Tal vez sea cierto, señor, pero ahora estamos obligados a responder del mismo modo. ¿Qué decidís en cuanto a la entrevista?

—Veré al francés, y sin temor ni demora. Inmediatamente, como corresponde a un servidor de mi rey. Id, mayor Heyward, haced que las trompetas anuncien mi salida y enviad un mensajero para decirles de quién se trata. Iremos después con una pequeña escolta, como corresponde a quien representa a su rey; y escuchad, Duncan —añadió a media voz, aunque estaban solos—, quizá fuese prudente disponer de alguna ayuda cerca, por si detrás de todo esto hay algún truco.

El joven abandonó la habitación y, como el día se aproximaba a su fin, se apresuró a tomar las medidas necesarias. Unos minutos le bastaron para preparar una pequeña escolta y para enviar a un mensajero con una bandera, anunciando la visita del comandante del fuerte. Hecho esto, Duncan llevó la escolta a la poterna, donde su jefe ya le esperaba. Se llevó a cabo el ceremonial propio de una partida militar, y el veterano y su joven ayudante abandonaron el fuerte, seguidos de su escolta.

Apenas habían recorrido un centenar de metros cuando divisaron, surgiendo del camino formado por el lecho del arroyo que corría entre las baterías avanzadas de los franceses y el fuerte, otro pequeño destacamento, compuesto por la guardia de honor del general francés. Desde el momento en que había salido del fuerte para enfrentarse con sus enemigos, el semblante y los ademanes de Munro habían adoptado un aire majestuoso. Tan pronto sus ojos distinguieron en la distancia la pluma blanca que se agitaba en el sombrero de Montcalm, se encendió su mirada y su figura gigantesca pareció rejuvenecer.

—Decidle a los muchachos que permanezcan alerta, Duncan —dijo en voz baja al joven oficial—; y que tengan las armas preparadas, porque uno nunca está a salvo con un vasallo de ese rey Luis. Al mismo tiempo, hemos de parecer muy tranquilos. ¿Entendido, mayor Heyward?

Le interrumpió el redoble de un tambor procedente del grupo de franceses que se acercaba, y que de inmediato fue respondido por otro redoble del lado inglés. Los dos destacamentos se aproximaron entre sí ordenadamente, precedidos por las banderas blancas. De pronto, el cauteloso escocés se detuvo, seguido de cerca por su escolta. Tras acercársele con paso rápido, y rozó el suelo con la pluma de su sombrero, en señal de cortesía. Aunque el aspecto de Munro era más imperioso y viril, le faltaban la soltura y las inspiradas maneras del francés. Ninguno de los dos habló durante un momento, y se contentaron con intercambiar miradas curiosas e interesadas. Luego, como correspondía a su mayor graduación y a la naturaleza de la entrevista, Montcalm rompió el silencio Tras pronunciar las acostumbradas palabras de saludo, se dirigió a Duncan y, con una sonrisa de reconocimiento, le habló en francés.

—Me satisface, , tener de nuevo el placer de vuestra compañía. No habrá necesidad de recurrir al intérprete, puesto que en vuestras manos me siento tan seguro como si yo mismo hablase vuestro idioma.

Duncan agradeció el cumplido, y Montcalm, volviéndose hacia su escolta, que, a imitación de la de sus enemigos, se le había acercado mucho, añadió:

Antes de imitar esta prueba de confianza, el mayor Heyward dejó que su mirada recorriese el llano y reparó, incómodo, en los numerosos grupos de salvajes que, desde el lindero de los bosques, observaban el encuentro con curiosidad.

— de Montcalm apreciara la diferencia que hay entre una situación y otra —dijo el joven con cierta turbación, señalando a los peligrosos enemigos que podían verse en casi todas direcciones—. Si nos separásemos de nuestra guardia, quedaríamos a merced de nuestros adversarios.

—, vuestra seguridad os la garantiza un —replicó Montcalm, llevándose una mano al corazón—. Debe bastaros.

—Sea. Retiraos —dijo Duncan, dirigiéndose al oficial que mandaba la escolta—. Retiraos, señor, hasta donde no podáis oírnos, y esperad órdenes.

Munro contempló este movimiento con manifiesta inquietud y exigió inmediatamente una explicación.

—¿Acaso no conviene, señor, mostrar seguridad? —replicó Duncan—. de Montcalm ha empeñado su palabra de honor, y yo, para demostrarle que confiamos en ella, he ordenado a nuestros hombres que se retiren un poco.

—Puede ser que estéis en lo cierto, pero a mí no me inspiran tanta confianza vuestros marqueses, o , como se llaman a sí mismos. Sus títulos de nobleza son demasiado numerosos como para que su honor sea auténtico.

—Habéis olvidado, señor, que conversamos con un oficial que se ha distinguido, por sus acciones, tanto en Europa como en América. De un militar de su reputación no deberíamos temer nada.

El anciano hizo un gesto de resignación, aunque sus rígidas facciones seguían delatando una obstinada desconfianza, que en él se debía más a una especie de desprecio atávico que sentía por sus enemigos que a una causa visible. Montcalm aguardó pacientemente a que este breve diálogo a media voz concluyese, antes de acercarse más a ellos y abordar el objeto de la entrevista.

—He solicitado este encuentro con vuestro superior —dijo— porque confío en que se deje convencer de que ha hecho por el honor de su rey todo lo posible, y de que ha llegado el momento de atender a consideraciones humanitarias. Yo mismo atestiguaré donde sea que su resistencia fue valiente, y que la mantuvo mientras hubo esperanzas.

Tras escuchar la traducción de estas palabras iniciales, Munro contestó con una dignidad arropada de cortesía:

—Aunque, viniendo de Montcalm, ese testimonio me honraría, prefiero hacer más méritos para merecerlo.

El general francés sonrió cuando Duncan le tradujo el sentido de aquella réplica, y dijo:

—Lo que ahora se ofrece con gusto al heroísmo demostrado puede negarse más tarde a la resistencia inútil. Quizá quiera visitar mi campamento y comprobar por sí mismo nuestras fuerzas y la imposibilidad de hacerles frente con éxito.

—Sé muy bien que el rey de Francia está bien servido —replicó el escocés, inconmovible, al concluir la traducción de Duncan—, pero mi señor dispone de fuerzas igualmente numerosas y leales.

—Aunque no a mano, afortunadamente para nosotros —interrumpió Montcalm vehemente, sin esperar a la traducción de Duncan—. Hay un destino en la guerra al cual el hombre valiente sabe que debe someterse, con el mismo valor con que se enfrenta a sus enemigos.

—Si hubiese sabido que el marqués de Montcalm dominaba el inglés, me hubiese ahorrado el esfuerzo de una traducción tan enojosa —intervino Duncan, ofendido, y al momento recordó la conversación a media voz que poco antes había mantenido con Munro.

—Perdón, —replicó el francés, sin poder evitar que un rubor muy ligero apareciese en su mejilla curtida por el sol—. Hay una gran diferencia entre comprender y hablar un idioma extranjero. Por tanto, os ruego que sigáis prestándome vuestra ayuda —y, tras una breve pausa, añadió—: Estas montañas me han permitido inspeccionar a placer vuestras fortificaciones, , y es muy posible que ahora yo esté tan al corriente de su débil condición como vos.

—Preguntadle al general francés si su catalejo puede alcanzar el Hudson —dijo Munro con orgullo—, y si sabe cuándo y dónde ha de esperar al ejército de Webb.

—Dejemos que el general Webb sea quien informe —replicó el hábil Montcalm, al tiempo que le tendía a Munro una carta abierta, y añadía—: Aquí podréis comprobar, , que sus movimientos no pueden ser motivo de inquietud para mi ejército.

El veterano se apoderó de la carta sin esperar la traducción de Duncan, con una vehemencia que delataba la importancia que daba al escrito. A medida que leía apresuradamente, su semblante pasó de reflejar el orgullo castrense al pesar profundo. Sus labios empezaron a temblar, el papel se le cayó de la mano e inclinó la cabeza sobre el pecho, como quien pierde todas sus esperanzas de un solo golpe. Duncan recogió la carta del suelo y, sin disculparse por la libertad que se tomaba, leyó de un tirón su mensaje cruel. Lejos de alentar la resistencia, su jefe común les aconsejaba una pronta rendición y les informaba con toda claridad de la absoluta imposibilidad de enviar en su ayuda ni un solo hombre.

—¡No hay posibilidad de engaño! —exclamó Duncan, examinando el billete por todas partes—. Lleva la firma de Webb y ha de ser la carta que llevaba el explorador.

—¡Webb me ha traicionado! —exclamó Munro al cabo, con amargura—. ¡Ha traído el deshonor a mi puerta y ha esparcido la vergüenza sobre mí!

—¡No digáis eso! —gritó Duncan—. ¡Aún tenemos el fuerte, y nuestro honor! Podemos vender nuestras vidas a un precio demasiado caro para el enemigo.

—¡Gracias, muchacho! —exclamó el anciano, recuperándose—. Habéis recordado a Munro lo que debe hacer. Volveremos y cavaremos nuestras tumbas tras esos bastiones.

— —dijo Montcalm, solícito, dando un paso hacia ellos—, ¡qué poco conocéis a Louis de Saint Véran si le creéis capaz de aprovechar esta carta para humillar a hombres tan valientes, o para crearse una reputación deshonrosa! Escuchad mis condiciones antes de retiraros.

—¿Qué dice el francés? —preguntó el veterano con gravedad—. ¿Se vanagloria de haber capturado a un explorador que llevaba una carta del Cuartel General? Si cree que puede amedrentar con palabras a su enemigo, que levante este asedio y que vaya a sitiar el fuerte Edward.

Duncan tradujo las palabras del otro.

— de Montcalm, os escuchamos —añadió el veterano, más sereno, tras escuchar a Duncan.

—Retener el fuerte ya es imposible —dijo su generoso enemigo—. Los intereses de mi señor exigen su destrucción. Pero, en cuanto a vos y a vuestros valientes compañeros, no os será negado ninguno de los privilegios que merece un soldado.

—¿Nuestras banderas? —preguntó Heyward.

—Llevadlas a Inglaterra y mostradlas a vuestro rey.

—¿Nuestras armas?

—Conservadlas. Nadie puede hacer mejor uso de ellas.

—¿Nuestra marcha, la entrega del fuerte?

—Todo se hará de la manera más honrosa para vuestras fuerzas.

Duncan se volvió para explicar la propuesta de Montcalm a su jefe, que le escuchó con asombro, conmovido por unas condiciones tan inesperadas y generosas.

—Id, Duncan —le dijo—, id con este marqués, porque es cierto que debe ser tal, a su tienda, y disponedlo todo. He vivido lo bastante como para ver dos cosas que creéis imposibles: un inglés que teme ayudar a un amigo y un francés demasiado honrado para sacar provecho de su ventaja.

Dicho esto, volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho y se dirigió al fuerte con lentitud y un aire abatido, que hizo presagiar lo peor a la guarnición expectante.

Munro no llegaría a recuperarse de aquel golpe inesperado. Desde aquel mismo momento, su carácter enérgico sufrió un cambio que le acompañaría a la tumba.

Duncan se ocupó de ultimar los términos de la capitulación. Se le vio regresar al fuerte durante la primera guardia de la noche, y abandonarlo poco después, tras una breve deliberación con su jefe. Entonces se hizo público el fin de las hostilidades. Munro había firmado un tratado por el cual al amanecer se entregaría la fortaleza al enemigo. La guarnición conservaría sus armas, sus banderas y sus pertrechos y, en consecuencia y según la convención militar, su honor.

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