El último mohicano

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIII

Combatieron mucho y bien, como valientes.

Sembraron el campo de cadáveres musulmanes.

Vencieron, pero Bozzaris cayó,

bañado en su sangre.

Sus escasos camaradas supervivientes vieron

su sonrisa al oír el orgulloso grito de victoria

y saberse dueño del campo de batalla.

La muerte cerró sus párpados

despacio, para el reposo nocturno,

como esas flores que se pliegan al ocaso.

H

Al amanecer del día siguiente, los lenapes eran un pueblo entristecido por el luto. No resonaba ya el fragor del combate y habían vengado su reciente disputa con los mengwes, destruyendo toda su comunidad. La atmósfera negra y lóbrega que flotaba en torno al lugar donde habían acampado los hurones anunciaba por sí misma el destino de aquella tribu nómada. Cientos de cuervos, que revoloteaban sobre las cumbres desnudas de las montañas o cruzaban en bandadas ruidosas los amplios bosques, indicaban con terrible claridad la magnitud de la lucha. Cualquier observador acostumbrado a las guerras fronterizas habría reconocido todos los signos de una implacable venganza india.

Y, sin embargo, los lenapes no estaban alegres. No se oían gritos ni canciones de triunfo, de satisfacción por la victoria. El último rezagado había vuelto del campo de batalla solo para desprenderse de los espantosos trofeos de su sangriento oficio, y para sumarse a las lamentaciones de sus hermanos. El orgullo y la exaltación habían dado paso a la humildad, y las pasiones humanas más feroces habían sido reemplazadas por las más profundas e inequívocas demostraciones de dolor.

Las viviendas estaban vacías, pero en un lugar próximo se habían congregado, formando un amplio círculo de rostros apesadumbrados, cuantos habían sido respetados por la muerte. Aunque gentes de toda edad, sexo y condición se habían reunido para formar aquella muralla humana, les unía un sentimiento común. Todas las miradas se dirigían al centro del círculo, donde estaban las víctimas.

Seis muchachas delawares, con largas y oscuras trenzas que les caían sobre el pecho, arrojaban hierbas aromáticas y flores del bosque sobre el lecho de plantas silvestres que, bajo un palio de telas indias, sostenía cuanto quedaba de la animosa, valiente y desprendida Cora. Su cuerpo estaba envuelto por un tejido sencillo, y su rostro permanecía oculto, ya para siempre, a las miradas de los hombres. A sus pies estaba sentado el inconsolable Munro. Había inclinado la cabeza sobre el pecho, en obligada sumisión a los designios de la Providencia, pero su cejo fruncido, apenas oculto por los rizos grises que le caían en desorden sobre la frente, revelaba una secreta angustia. Gamut estaba de pie a su lado, con la cabeza descubierta y expuesta al sol. Sus ojos, errantes y entristecidos, iban desde el pequeño volumen que sostenía en sus manos, y que contenía tantas máximas consoladoras, al cuerpo exánime de aquel ser por cuya causa debía administrar consuelo. También Heyward estaba cerca; apoyado en un árbol, se esforzaba por reprimir los súbitos accesos ele dolor que le acometían.

Por muy triste y desolado que fuese aquel grupo, resultaba mucho menos conmovedor que otro, que ocupaba el espacio opuesto del mismo círculo. Uncas estaba sentado como en vida, con el cuerpo y los miembros dispuestos en una actitud de serena compostura y engalanado con los ornamentos más vistosos que su tribu había podido reunir. Ricas plumas adornaban su cabeza; llevaba profusión de collares, brazaletes, medallas y cinturones de conchas, pero su mirada vacía y su rostro inexpresivo contrastaban con la fastuosidad de su apariencia.

Sin armas, pinturas o adornos de ninguna clase, salvo el brillante emblema azul de su estirpe, que llevaba tatuado de forma indeleble en su pecho, Chingachgook permanecía ante el cadáver. Durante el largo período de tiempo que la tribu llevaba allí reunida, el guerrero mohicano había mantenido la mirada fija en el semblante rígido e impasible de su hijo. Tan imperturbable era su mirada, y tan serena su actitud, que un extraño no habría sabido distinguir al vivo del muerto, salvo por los destellos ocasionales que iluminaban el rostro oscuro de uno y la calma mortal que se había asentado en los rasgos del otro.

El explorador estaba a su lado, apoyado con aire pensativo en su arma fatal y vengadora. Sostenido por los ancianos de su pueblo, Tamenund ocupaba un lugar preferente, desde donde podía contemplar aquella reunión muda y triste.

Justo en el borde interior del círculo aguardaba un soldado con el uniforme de una nación extranjera, y fuera de él estaba su caballo de guerra, en el centro de un grupo de servidores montados, al parecer dispuestos a iniciar un largo viaje. A juzgar por su atuendo, se trataba de uno de los oficiales más próximos al capitán general del Canadá. Habiéndose frustrado la misión de paz que le había llevado hasta allí, a causa del ímpetu feroz de sus aliados, se limitaba a contemplar las consecuencias de una contienda que había llegado demasiado tarde para evitar.

Casi era ya mediodía, y la multitud, salvo por algún sollozo contenido, permanecía en silencio desde el amanecer. Nadie se movía, excepto para participar en las sencillas ofrendas que se hacían a los muertos. Solo la paciencia y la singular resistencia de los indios podía dar a cada figura oscura e inmóvil el aspecto de una estatua.

Al cabo, el anciano jefe de los delawares extendió un brazo y, apoyándose en los hombros de sus ayudantes, se irguió con un aire de tremenda debilidad, como si hubiera una diferencia de muchos años entre el hombre que se había presentado el día anterior ante su pueblo y el que ahora vacilaba sobre la misma plataforma.

—¡Lenapes! —dijo, con una voz solemne, como si estuviera imbuido de una misión profética—. El rostro de Manitú está tras una nube. Su mirada se aparta de vosotros, sus oídos no escuchan y su lengua calla. No le veis, pero él ya os ha juzgado. Abrid vuestros corazones, y vuestros espíritus no dirán mentiras. ¡Lenapes, el rostro de Manitú está tras una nube!

A aquellas terribles palabras sucedió un silencio tan sepulcral como si hubiera sido el propio Manitú, sin ayuda humana, quien hubiera hablado. Tan inmóviles estaban todos que hasta Uncas parecía dotado de vida, comparado con aquella multitud petrificada. Sin embargo, cuando pasó el efecto inmediato, un murmullo de voces femeninas entonó una suerte de canto itinerario emocionado y lastimero. Las palabras eran improvisadas, y cuando una callaba otra iniciaba el elogio o el lamento, según los sentimientos que la embargaran en aquel instante. A intervalos, la cantante era interrumpida por ruidosos accesos de dolor general, durante los cuales las muchachas que estaban junto a las andas funerarias de Cora se apoderaban con furia de las plantas y flores que cubrían su cuerpo, como enloquecidas por la pena. Pero, cuando el lamento se hacía menos violento, estos emblemas de pureza y dulzura eran devueltos a su sitio, con gestos de profunda ternura y pesar. Pese a las interrupciones y a los cambios de tono, el canto mantenía cierta coherencia.

Una joven, elegida por su rango y sus cualidades, empezó haciendo la alabanza del guerrero muerto, embelleciendo sus expresiones con esas imágenes orientales de las que seguramente los indios se apropiaron en el extremo del otro continente, y que constituyen un eslabón para enlazar la historia antigua de los dos mundos. Le llamó la «pantera de su tribu», y lo describió como alguien cuyo mocasín no dejaba huella sobre la hierba cubierta de rocío; cuyos saltos eran como los del cervato; cuyos ojos brillaban más que una estrella en la noche oscura, y cuya voz en la batalla sonaba con tanta fuerza como el trueno de Manitú. Evocó a la madre que le llevó en su seno, y se extendió en consideraciones sobre la felicidad de tener un hijo semejante. Le pidió a Uncas que le contase, cuando se encontraran en el reino de los espíritus, que las jóvenes delawares habían derramado lágrimas sobre la tumba de su hijo, y que imploraban su bendición.

Las muchachas que sucedieron a la primera emplearon tonos más suaves y afectuosos. Aludieron con delicadeza y sensibilidad femenina a la joven extranjera que había abandonado este mundo casi al mismo tiempo que él, manifestando con toda claridad la voluntad del Gran Espíritu de que permanecieran juntos. Le pidieron que fuese cariñoso con ella y que no se impacientase por su ignorancia de esas artes que tan necesarias eran para el bienestar de un guerrero. Se extendieron sobre su incomparable belleza y su noble carácter, sin dejar traslucir envidia alguna, y añadieron que esos dones compensarían con creces cualquier pequeña deficiencia en su educación.

Aún hubo otras que se dirigieron a la joven con voces llenas de cariño y amor. Le recomendaron que fuese animosa, y que no abrigara temores hacia el futuro. Tendría por compañero a un hábil cazador, que sabría satisfacer sus menores deseos, y a un guerrero que la protegería contra cualquier peligro. Le auguraron un viaje agradable, y una carga ligera. Le recomendaron que no sintiera nostalgia por los amigos de su juventud ni por los lugares donde había vivido con sus padres, y le aseguraron que los «benditos territorios de caza de los lenapes» contaban con valles tan placenteros, arroyos de agua tan limpia y flores tan hermosas como el «cielo de los rostros pálidos». Le aconsejaron que atendiese las necesidades de su compañero, y que no olvidase las diferencias que con tanta sabiduría había dispuesto Manitú entre ellos. Luego, animándose de pronto, cantaron juntas las excelencias del mohicano. Dijeron que era noble, viril y generoso, que poseía todas las cualidades de un buen guerrero y las que toda joven busca en el hombre amado. Revistiendo sus ideas con las imágenes más sutiles, dieron a entender que, en el breve período en que le habían tratado, habían descubierto, gracias a su instinto femenino, que no sentía inclinación por ellas. ¡Las jóvenes delawares no habían conquistado su corazón!

Pertenecía a una raza que en otro tiempo había sido dueña de las costas del lago salado, y sus anhelos le llevaban hacía un pueblo que ahora vivía junto a las tumbas de sus antepasados. ¿Por qué contrariar esos anhelos? Cualquiera podía darse cuenta de que por las venas de la joven corría una sangre más pura y más rica que la de otras gentes de su nación. Su conducta había demostrado que podía soportar los peligros y las privaciones de la vida en los bosques. Y, ahora, el Gran Espíritu la había trasladado a un lugar donde encontraría espíritus afines y siempre sería feliz.

Volvieron a cambiar de voz y de tema para hablar de la otra joven, que lloraba en una choza próxima. Por su pureza y su blancura la compararon con los copos de nieve que se derriten bajo el calor del verano o se congelan durante el invierno. No dudaban de que era la amada de aquel joven jefe cuya piel y cuyo pesar se parecían tanto a los suyos. Pero, aunque estaban lejos de expresar esa preferencia, era evidente que para ellas no merecía tanta admiración como la joven difunta. Sin embargo, sus encantos eran tan evidentes que no escatimaron elogios para ella. Compararon sus rizos con los zarcillos de la vid, sus ojos azules con la bóvedas del cielo y el rubor de sus mejillas con una nube enrojecida por el sol.

Mientras se entonaban estos cantos no se oía nada salvo la propia música, interrumpida a veces por esos estallidos ocasionales de dolor que servían de coro. Los mismos delawares escuchaban como embrujados, y sus rostros proclamaban la sinceridad de su dolor. Incluso David apreciaba la dulzura de aquellas voces, y cuando ya hacía tiempo que los cantos habían concluido su mirada reflejaba la conmoción de su alma.

El explorador, el único hombre blanco presente para quien las palabras eran inteligibles, fue abandonando su postura meditabunda e inclinó un poco la cabeza para escuchar mejor. Pero, al oír a las jóvenes cantar sobre la vida futura de Cora y de Uncas, movió la cabeza como quien no puede aceptar un credo tan simple y recuperó su postura inicial, que mantuvo hasta el fin de la ceremonia, si es que puede llamarse ceremonia a un acto en que los sentimientos juegan un papel tan importante. Como no entendían el significado de aquellos cantos, Munro y Heyward no tuvieron ocasión de mostrar reacción alguna.

Solo Chingachgook parecía ausente. Su mirada continuaba fija, y ningún músculo de su rostro se movía, ni siquiera durante los momentos de mayor excitación o patetismo. Los restos fríos e inertes de su hijo lo eran todo para él, y únicamente tenía ojos para retener en su memoria los rasgos del ser que más amaba, y que pronto desaparecerían.

En aquel punto de las honras fúnebres, un guerrero de semblante grave, famoso por sus gestas y en especial por su actuación en el último combate, se separó de la multitud y avanzó despacio, hasta colocarse junto al difunto.

—¿Por qué nos has dejado, orgullo de los wapanachki? —dijo, dirigiéndose a Uncas como si sus restos aún pudieran escucharle—. Tu paso por la vida ha sido tan fugaz como el del sol sobre los árboles, pero tu gloria brilla más que su luz al mediodía. Te fuiste, joven guerrero, pero un centenar de wyandotes te preceden y limpian de zarzas tu camino hacia el mundo de los espíritus. ¿Quién, viéndote en el combate, podía suponer que eras mortal? ¿Quién sino tú mostraste a Uttawa el sendero hacia la victoria? Tus pies eran como las alas del águila, y tus brazos pesaban más que las ramas que caen de los pinos. Tu voz era como la de Manitú cuando habla desde las nubes. La lengua de Uttawa es débil —añadió, mirando en torno con tristeza—, y su corazón está apenado. Orgullo de los wapanachki, ¿por qué te fuiste?

Le sucedieron otros, en el debido orden, hasta que la mayoría de los guerreros destacados hubo pagado tributo de alabanza al espíritu del jefe muerto. Al terminar todos, volvió a reinar el silencio.

Sonó entonces un rumor como de música lejana, que fue aumentando de volumen hasta hacerse audible, pero sin revelar su carácter ni su origen. Le siguieron otros sonidos, cada vez más claros, hasta que los oídos pudieron distinguir interjecciones y palabras. Los labios de Chingachgook se habían separado, y los sonidos que partían de su boca eran la elegía de un padre a su hijo. Aunque nadie le miraba ni mostraba signo alguno de impaciencia, era evidente, por el modo con que todos alzaban las cabezas para escucharle, que atendían con un interés que hasta entonces habían reservado a Tamenund. Poco después los sonidos se debilitaron y fueron apagándose, como si se los hubiera llevado un soplo de viento. Los labios del Sagamore se cerraron y permaneció silencioso en su asiento, inmóvil y con la mirada fija, como una criatura a la que el Todopoderoso hubiera dotado de forma humana, pero no de espíritu.

Los delawares comprendieron que la mente de su amigo no podría afrontar mayores esfuerzos, y con innata delicadeza se ocuparon de las exequias de la joven extranjera.

Uno de los jefes de más edad hizo una señal a las mujeres que rodeaban el cuerpo de Cora. Al momento, las jóvenes levantaron las andas a la altura de sus cabezas y avanzaron con pasos lentos y regulares, mientras entonaban otra canción de alabanza a la difunta. Gamut, que había seguido con atención aquellos ritos para él profanos, inclinó la cabeza sobre el hombro del desconsolado padre y murmuró:

—Se llevan los restos de vuestra hija. ¿No conviene seguirla y darle un entierro cristiano?

Munro se irguió, sorprendido, como si las trompetas del juicio final hubieran sonado en sus oídos. Dirigió en torno una mirada apresurada y llena de angustia, y se sumó al sencillo cortejo con el ademán de un soldado, pero con todo el dolor que puede sentir un padre. Sus amigos se colocaron a su lado con un pesar que era demasiado intenso como para considerarlo muestra de mera simpatía, e incluso el oficial francés se incorporó a la comitiva con el aire de un hombre sinceramente conmovido por el temprano final de un ser tan joven. Cuando la última y más humilde de las mujeres se hubo incorporado a la comitiva fúnebre, los lenapes estrecharon en silencio el círculo en torno a Uncas.

El lugar escogido para la tumba de Cora era una pequeña loma en la que algunos pinos jóvenes habían enraizado, y crecían proporcionando una sombra grata y melancólica. Al llegar allí, las jóvenes depositaron las andas en tierra, y con su paciencia acostumbrada aguardaron a que algún allegado manifestase su conformidad. Al cabo, fue el explorador, el único de los blancos que conocía sus costumbres, quien les dijo en su propio idioma:

—Mis hijas se han portado bien; los hombres blancos se lo agradecen.

Satisfechas con estas palabras, las jóvenes pusieron entonces el cuerpo en un sencillo ataúd, construido primorosamente con corteza de abedul, tras lo cual la bajaron a su oscura y definitiva morada. La ceremonia de cubrir los restos, y de ocultar la tierra removida con hojas y ramaje se llevó a cabo con la misma sencillez y en silencio. Pero, al concluir dichos trabajos, las jóvenes titubearon, sin saber de que forma continuar. El explorador les habló de nuevo.

—Las jóvenes delawares ya han hecho bastante —les dijo—; el espíritu de un rostro pálido no necesita alimentos ni prendas para el otro mundo, porque no puede llevar consigo nada mejor que sus propias virtudes. Pero aquí hay alguien —añadió, viendo que David, con su libro en la mano, se disponía a cantar un salmo acorde con las circunstancias— que conoce mejor que yo las costumbres cristianas.

Las mujeres se apartaron en actitud modesta, y tras protagonizar la escena se convirtieron en atentas espectadoras. Mientras David expresaba sus sentimientos piadosos a su manera, no manifestaron sorpresa ni impaciencia. Escucharon como si comprendieran, como si también ellas sintiesen esa mezcla de dolor, esperanza y resignación que las palabras del extranjero intentaban transmitir.

Conmovido por la situación, y afectado quizá por sentimientos más íntimos, el maestro de canto se superó a sí mismo. Su voz, plena y sonora, estaba a la altura de los suaves cánticos de las jóvenes, y sus cadencias más moduladas poseían, al menos para aquellos a quienes iban dirigidas, el mérito de ser inteligibles. Terminó el himno, como lo había empezado, en medio de un silencio grave y solemne.

Al concluir Gamut, tímidas miradas y un movimiento inconsciente del auditorio indicaron que había expectación por oír al padre de la difunta. Munro pareció percatarse de que había llegado el momento de sobreponerse. Descubrió sus cabellos grises y con expresión firme, aunque dolorida, recorrió con una mirada el círculo de la multitud silenciosa. Hizo al explorador una seña para que le escuchase y dijo:

—Decid a estas mujeres nobles y bondadosas que un padre abatido y con el corazón roto les da las gracias. Decidles también que el Ser Supremo, a quien todos adoramos con nombres diferentes, tendrá presente su bondad, y que no pasará mucho tiempo antes de que nos reunamos al pie de su trono, sin distinción de sexo, rango o color.

El explorador escuchó la voz trémula que pronunciaba estas palabras y movió la cabeza despacio, como quien duda de su eficacia.

—Decirles esto —advirtió— sería como contarles que las nieves no llegan en invierno, o que el sol calienta más cuando los árboles han perdido las hojas.

Y, volviéndose a las mujeres, les transmitió la gratitud de Munro, del modo que creyó más apropiado para sus mentes. La cabeza del afligido padre había vuelto a caer sobre su pecho, y de nuevo estaba recayendo en la melancolía cuando el joven francés se aventuró a tocarle ligeramente en el codo. Tan pronto como hubo conseguido la atención del anciano, señaló primero hacia un grupo de guerreros indios, que se acercaba con una litera cubierta, y después hacia el sol.

—Ya os comprendo —replicó Munro con tono de forzada firmeza—. Os comprendo. Es la voluntad del cielo, y me someto a ella. ¡Cora, hija mía! ¡Rezaré para que puedan llegarte mis bendiciones! Vamos, caballeros —añadió, mirando alrededor con aparente compostura, pero sin poder ocultar su angustia—, ya hemos cumplido con nuestro deber aquí. Marchemos, pues.

Heyward obedeció con agrado unas instrucciones que le arrancaban de un lugar donde continuamente temía perder el dominio de sí mismo. Pero, mientras sus compañeros montaban, tuvo ocasión de estrechar la mano del explorador y de confirmar el compromiso que habían contraído de volver a encontrarse, dentro de los límites de las fuerzas británicas. Subió a su montura y se colocó junto a la litera de la que partían contenidos sollozos, único indicio de la presencia de Alicia. Así, con Munro cabizbajo, con David y Heyward siguiéndole en silencio y bajo la protección del oficial de Montcalm y de su guardia, todos los hombres blancos, a excepción de Hawkeye, desfilaron ante los delawares, y poco después desaparecieron en la inmensidad de los bosques.

Pero el nudo que, sobre la base de su desgracia común, había unido los sentimientos de aquellos sencillos habitantes de los bosques con los extranjeros que habían acudido hasta ellos no se rompió con tanta facilidad. Muchos años transcurrieron hasta que el triste relato de la joven blanca y el joven guerrero mohicano dejó de amenizar las largas noches y las tediosas marchas, o de animar a los guerreros jóvenes con el deseo de venganza. También perduró el recuerdo de los demás personajes de esta historia. A través del explorador, que durante muchos años sirvió de enlace entre ellos y el mundo civilizado, los indios supieron, en respuesta a sus preguntas, que Cabeza Gris se había reunido pronto con sus antepasados, abatido, según se decía equivocadamente, por sus fracasos militares; y que Mano Abierta había llevado a la hija superviviente a los asentamientos de los rostros pálidos, donde sus lágrimas habían dejado por fin de fluir, reemplazadas por brillantes sonrisas, más propias de su carácter alegre.

Pero todo esto habría de ocurrir más tarde. Cuando ya todos los de su raza se habían marchado, Hawkeye volvió al poblado. Llegó cuando ya los delawares se disponían a envolver a Uncas en su último atuendo de pieles. Se detuvieron para permitirle ver por última vez, durante largo rato, los rasgos de aquel a quien tanto había querido, y luego lo cubrieron para siempre. Hubo a continuación otro cortejo como el anterior, y todos se reunieron en torno a la tumba provisional de Uncas; provisional porque confiaban en que, algún día, los huesos del joven mohicano descansarían entre los de sus antepasados.

Los sentimientos expresados fueron unánimes. El mismo semblante de dolor, el mismo silencio y la misma deferencia hacia el pariente más próximo que hemos descrito se repitieron junto a la tumba del joven guerrero. Depositaron el cuerpo en actitud de reposo, de cara al sol naciente y con todas sus armas a mano, dispuestas para el viaje final. Dejaron una abertura en la caja para que el espíritu pudiera comunicarse con sus restos mortales cuando fuese necesario, y lo ocultaron todo, con la habilidad propia de los nativos, para que quedara a salvo de la voracidad de las bestias de presa. Tras los preparativos materiales, todos aguardaron la parte más espiritual de las ceremonias.

Chingachgook se convirtió de nuevo en objeto de la atención general. Aún no había hablado, y en una circunstancia tan solemne todos esperaban, de un jefe como él, palabras de consuelo o enseñanzas. Consciente de los deseos del pueblo, el grave guerrero, con gran dominio de sí mismo, alzó el rostro, que hasta entonces había ocultado en su manto, y miró en torno. Sus labios cerrados con firmeza se separaron, y por primera vez se le oyó decir con claridad:

—¿Por qué se lamentan mis hermanos? —dijo, observando el aire afligido de los guerreros que le flanqueaban—. ¿Por qué lloran mis hijas? ¿Porque un joven marchó a los felices territorios de caza? ¿Porque un jefe vivió con honor? Era bueno, era respetuoso y valiente. ¿Quién puede negarlo? Manitú necesitaba guerreros como él, y se lo ha llevado. En cuanto a mí, hijo de otro Uncas y padre de este, soy como un pino sin corteza, en el claro de los rostros pálidos. Mi raza abandonó las orillas del lago salado y las montañas de los delawares. Pero ¿quién puede afirmar que la serpiente de su tribu perdió su sabiduría? ¡Estoy solo!

—¡No, no! —gritó Hawkeye, que admiraba la contención de su amigo, pero estaba en desacuerdo con su filosofía—. No, Sagamore, no estás solo. Nuestro color puede ser diferente, pero Dios nos puso en el mismo camino para que viajáramos juntos. No tengo familia, y de algún modo puedo decir que, como tú, no soy de ningún pueblo. Uncas era tu hijo, un piel roja. La misma sangre corría por vuestras venas. Pero si yo llego a olvidar jamás al valiente muchacho que tantas veces luchó a mi lado en la guerra, y que durmió a mi lado en la paz, que Aquel que a todos nos hizo, sean cuales fueren nuestros dones y nuestro color, me abandone. Es cierto que el muchacho nos ha dejado por algún tiempo, pero tú, Sagamore, no estás solo.

Chingachgook apretó convulsivamente la mano que en el calor del momento el explorador le había tendido sobre la tierra aún fresca, y en actitud de amistad los dos rudos e intrépidos hombres de los bosques inclinaron la cabeza al mismo tiempo, mientras de sus ojos caían lágrimas ardientes, que como gotas de lluvia regaban la tumba de Uncas.

En medio del pavoroso silencio que sucedió a esta escena conmovedora, protagonizado por los dos guerreros más célebres de la región, Tamenund alzó la voz para dispersar a la multitud.

—¡Basta! —dijo—. Id, hijos de los lenapes. La ira de Manitú no se ha calmado. ¿Por qué ha de permanecer Tamenund? Los rostros pálidos son los dueños de la tierra, y aún no ha vuelto la hora de los pieles rojas. Largos, muy largos han sido mis días. ¡Por la mañana vi a los hijos de Unamis felices y fuertes, y sin embargo, antes de que llegara la noche, he vivido para ver desaparecer al último guerrero de la sabia raza de los mohicanos!

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