El contrato social

Capítulo 8

CAPÍTULO 8

Sobre el pueblo

Al igual que un arquitecto, antes de levantar un edificio, observa y sondea el terreno para ver si puede aguantar el peso, de la misma manera el sabio legislador no comienza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que antes verifica si el pueblo para el que están destinadas es apto para recibirlas. Ésta es la razón por la que Platón rehusó dar leyes a los arcadios y a los cirenienses, pues sabía que esos dos pueblos eran ricos y no podían tolerar la igualdad; por ese motivo en Creta hubo buenas leyes y hombres malos, porque Minos no había hecho más que disciplinar a un pueblo lleno de vicios.

Mil naciones han destacado en la tierra que jamás hubieran podido tener buenas leyes, y las que las hubiesen podido soportar sólo habría sido por poco tiempo. Los pueblos, como los hombres, sólo son dóciles en su juventud: se hacen incorregibles al envejecer; cuando las costumbres están bien fijadas y los prejuicios arraigados, es una tarea vana y peligrosa querer reformarlos: el pueblo no puede tolerar que se toque a sus males para destruirlos, lo mismo que esos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan a la vista del médico.

No es que, como algunas enfermedades que trastornan la cabeza de los hombres y les borran el recuerdo del pasado, no se encuentren algunas veces, en la vida de los Estados, épocas violentas en que las revoluciones actúan sobre los pueblos como ciertas crisis sobre los individuos, en que el horror al pasado sirve de olvido, y en que el Estado, a su vez, debido a las guerras civiles, renace, por decirlo así, de sus cenizas y vuelve a adquirir el vigor de la juventud saliendo de los brazos de la muerte. Así ocurrió en Esparta en tiempos de Licurgo, en Roma después de los Tarquinos, y, entre nosotros, en Holanda y Suiza a raíz de la expulsión de los tiranos.

Pero estos acontecimientos son raros, son excepciones cuya razón de ser se encuentra siempre en la constitución particular del Estado motivo de excepción. No podrían producirse ni siquiera dos veces en el mismo pueblo, pues un pueblo puede ser libre mientras sólo sea bárbaro, pero deja de serlo en cuanto la energía civil se gasta. A partir de ese momento los desórdenes pueden destruirle sin que las revoluciones puedan mejorarle, y en cuanto se rompen sus cadenas, se confunde y deja de existir; entonces necesita un amo y no un libertador. Pueblos libres, acordaos de esta máxima: se puede adquirir la libertad pero jamás se la recobra.

Las naciones tienen como los hombres una época de madurez a la que hay que esperar antes de someterlos a las leyes; pero la madurez de un pueblo no siempre es fácil de reconocer y, si uno se anticipa, la obra fracasa. Un pueblo puede ser disciplinado desde que nace; otro sólo lo es al cabo de diez siglos. Los rusos nunca serán civilizados porque lo fueron demasiado pronto. Pedro tenía el talento de imitar, pero no tenía el talento auténtico, el que crea y realiza todo de la nada. Algunas de las cosas que hizo estaban bien pero la mayoría estaba fuera de lugar. Se dio cuenta de que su pueblo era bárbaro, pero no fue consciente de que no estaba maduro para la civilización; quiso civilizarlo cuando sólo hacía falta hacerle aguerrido; quiso primero hacer alemanes o ingleses cuando había que empezar por hacer rusos; impidió a sus súbditos convertirse en lo que podían ser, convenciéndoles de que eran lo que no son. Así es como un preceptor francés educa a su alumno para destacar un momento en su infancia y para no ser nada después. El Imperio ruso querrá subyugar a Europa y él mismo será subyugado. Los tártaros, sus súbditos, o sus vecinos se convertirán en sus amos y en los nuestros. Esta revolución me parece infalible. Todos los reyes de Europa trabajan conjuntamente para acelerarla.

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