Capítulo 5
CAPÍTULO 5
Sobre la aristocracia
Tenemos aquí dos personas morales muy distintas, a saber, el gobierno y el soberano y, en consecuencia, dos voluntades generales, una con relación a todos los ciudadanos, la otra solamente con respecto a los miembros de la administración. Así, aunque el gobierno pueda regular su política interior como le plazca, nunca puede hablar al pueblo sino en nombre del soberano, es decir, en nombre del pueblo mismo; nunca hay que olvidar esto.
Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los jefes de familia deliberaban entre ellos sobre los asuntos públicos; los jóvenes se plegaban sin dificultad a la autoridad de la experiencia. De ahí los nombres de sacerdotes, ancianos, senado, gerontes. Los salvajes de la América septentrional se gobiernan todavía así en nuestros días y están muy bien gobernados.
Pero, a medida que la desigualdad de la institución prevaleció sobre la desigualdad natural, la riqueza o el poder[18] fueron preferidos a la edad, y la aristocracia pasó a ser electiva. Finalmente, al transmitirse el poder junto con los bienes del padre a los hijos, creándose así las familias patricias, el gobierno se convirtió en hereditario y se vieron senadores de veinte años.
Hay, pues, tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La primera sólo es adecuada para los pueblos sencillos; la tercera es el peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor: es la aristocracia propiamente dicha.
Además de la ventaja de diferenciar a los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros; porque en el gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, pero en el aristocrático sólo lo es un pequeño número y por elección[19], de manera que la probidad, las luces, la experiencia y todas las restantes razones de preferencia y de estimación pública son otras tantas garantías de que se gobernará con prudencia.
Asimismo, las asambleas se hacen más cómodamente, los asuntos se discuten mejor, se solucionan con más orden y diligencia; el buen nombre del Estado se defiende mejor en el extranjero mediante venerables senadores que mediante una multitud desconocida o despreciada.
En una palabra, el orden mejor y más natural consiste en que los más sabios gobiernen a la multitud, cuando se está seguro de que la gobernarán en su provecho y no para el bien propio; no hay que multiplicar en vano las energías ni hacer con veinte mil hombres lo que cien hombres bien elegidos pueden hacer mejor. Pero es preciso reparar en que el interés de cuerpo comienza aquí a dirigir a la fuerza pública cada vez menos en función de la voluntad general, y que una pendiente inevitable arrebata a las leyes una parte del poder ejecutivo.
En relación con las conveniencias particulares, no hace falta ni un Estado tan pequeño ni un pueblo tan sencillo y recto para que la ejecución de las leyes se base inmediatamente en la voluntad pública, como ocurre en una buena democracia. No hace falta tampoco una nación tan grande en donde los jefes, teniendo que dispersarse para gobernarla, se distancien, cada uno en su provincia, del soberano y comiencen por hacerse independientes para terminar haciéndose los amos.
Pero, aunque la aristocracia exige algunas virtudes menos que el gobierno popular, requiere también otras que le son propias, como la moderación en los ricos y la conformidad en los pobres. Parece que una igualdad rigurosa estaría fuera de lugar; pues ni siquiera existió en Esparta.
Por lo demás, si esta forma conlleva una cierta desigualdad de fortunas, es porque, en general, la administración de los asuntos públicos se confía a quienes pueden dedicarle todo su tiempo y no, como pretende Aristóteles, porque se prefiera siempre a los ricos. Por el contrario, es necesario que una elección opuesta enseñe alguna vez al pueblo que el mérito de los hombres otorga razones de preferencia más importantes que la riqueza.