El contrato social

Capítulo 4

CAPÍTULO 4

Sobre los comicios romanos

No tenemos vestigios seguros de los primeros tiempos de Roma; es más, es muy posible incluso que la mayoría de lo que se dice sean fábulas[32]; y en general la parte más instructiva de los anales de los pueblos, que es la historia de su asentamiento, es la que más nos falta. La experiencia nos enseña todos los días las causas que provocan las revoluciones de los imperios; pero, como ya no surgen pueblos, no tenemos más que conjeturas para explicar cómo se han constituido.

Las costumbres que encontramos ya establecidas atestiguan, por lo menos, que dichos usos tuvieron un origen. Entre las tradiciones que se remontan a esos orígenes, las que apoyan las más grandes autoridades y que confirman razones más poderosas, deben considerarse las más seguras. He aquí las máximas que he procurado seguir, al investigar cómo ejercía su poder supremo el más libre y poderoso pueblo de la tierra.

Después de la fundación de Roma, la República naciente, es decir, el ejército del fundador, formado por albanos, sabinos y extranjeros, fue dividido en tres clases que tomaron el nombre de tribus. Cada una de estas tribus fue subdividida en diez curias, y cada curia en decurias, al frente de las cuales se puso a unos jefes llamados duriones o decuriones.

Además de esto se constituyó, a partir de cada tribu, un cuerpo de cien caballeros, llamado centuria: de donde se deduce que estas divisiones, poco necesarias en una ciudad, no eran al principio más que de tipo militar. Pero parece que un instinto de grandeza impulsaba a la pequeña ciudad de Roma a darse por adelantado una organización adecuada para la capital del mundo.

Esta primera división provocó enseguida un problema. La tribu de los albanos[33] y la de los sabinos[34] permanecían siempre en la misma situación, mientras que la de los extranjeros[35] crecía sin cesar gracias a la continua ayuda de éstos, de manera que no tardó en sobrepasar a las dos restantes. El remedio que encontró Servio para poner coto a este peligroso abuso consistió en sustituir la división por razas, que abolió, por otra basada en los lugares de la ciudad ocupados por cada tribu. En lugar de tres tribus creó cuatro; cada una de las cuales ocupaba una colina de Roma y llevaba su nombre. De este modo puso remedio a la desigualdad en aquel momento y la previno para el porvenir; y, para que esta división no se basara sólo en lugares sino también en hombres, prohibió a los habitantes de un barrio trasladarse a otro, lo que impidió que se confundiesen las razas.

Duplicó también las tres antiguas centurias de caballería y añadió otras doce, pero siempre con la antigua denominación; medio sencillo y juicioso, en virtud del cual acabó por diferenciar el cuerpo de los caballeros, del pueblo, sin que este último se quejase.

A estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas tribus rústicas porque estaban formadas por los habitantes del campo y repartidas por otros tantos cantones. Más tarde, se crearon otras tantas nuevas y el pueblo romano se encontró finalmente dividido en treinta y cinco tribus, número que perduró hasta el final de la República.

De esta división de las tribus de la ciudad y de las tribus del campo resultó un efecto digno de ser tomado en cuenta, porque no hay otro ejemplo semejante y porque gracias a él Roma pudo a la vez conservar sus costumbres y extender su imperio. Se podría pensar que las tribus urbanas se arrogaron enseguida el poder y los honores y que no tardaron en envilecer a las tribus rústicas: pero fue todo lo contrario. Es conocida la afición de los romanos por la vida campestre. Esta afición procedía del sabio fundador, que conjugó la libertad con los trabajos rústicos y militares y, por decirlo así, relegó a la ciudad las artes, los oficios, las intrigas, la fortuna y la esclavitud.

Así, al vivir en el campo y al cultivar la tierra todos los hombres ilustres de Roma, fue habitual buscar allí el sostén de la República. Al ser esta forma de vida la de los más dignos patricios, fue honrada por todo el mundo; la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos fue preferida a la vida ociosa y cobarde de los burgueses de Roma, y aquél que en la ciudad no hubiera sido más que un desgraciado proletario, labrando los campos llegó a ser un ciudadano respetado. No sin razón, decía Varrón, nuestros magnánimos antepasados establecieron en la aldea un plantel de esos hombres robustos y valientes que los defendían en tiempos de guerra y los alimentaban en épocas de paz. Plinio dice elogiosamente que a las tribus del campo se las honraba por los hombres que las componían; mientras que se transfería a las de la ciudad, como signo de ignominia, a los cobardes a quienes se quería envilecer. El sabino Apio Claudio, al establecerse en Roma, fue colmado de honores e inscrito en una tribu rústica que tomó desde entonces el nombre de su familia. Al final, los esclavos liberados entraron todos en las tribus urbanas, nunca en las rurales; y no se encuentra durante toda la República ni un solo ejemplo de liberto que alcanzase alguna magistratura, a pesar de haberse convertido en ciudadano.

Esta máxima era excelente; pero fue llevada tan lejos que al final dio lugar a cambios y a abusos en la organización.

En primer lugar, los censores, después de haberse atribuido durante mucho tiempo el derecho de transferir arbitrariamente a los ciudadanos de una tribu a otra, permitieron a la mayoría inscribirse en la que quisieran; permiso que seguramente no servía para nada y era una de las grandes bazas de la censura. Además, como todos los grandes y poderosos se inscribían en las tribus del campo y como los libertos convertidos en ciudadanos formaban parte, junto con el populacho, de las tribus de la ciudad, las tribus generales se quedaron sin lugar y sin territorio; pero todas ellas se entremezclaron tanto que ya sólo se pudo diferenciar a los miembros de cada tribu por los registros, de modo que el concepto de tribu pasó de real a personal o más bien se convirtió casi en una entelequia.

Ocurrió también que las tribus de la ciudad, estando más a mano, tenían más poder en las elecciones y vendieron el Estado a quienes se dignaban comprar los votos de la chusma que las integraba.

Con respecto a las curias, al haber dividido el fundador cada tribu en diez, el pueblo romano en su totalidad, que entonces estaba confinado entre los muros de la ciudad, se encontró integrado por treinta curias, teniendo cada una sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas llamadas compitalia, parecidas a las paganalia que tuvieron más tarde las tribus del campo.

Al introducir su nueva organización y al no poder repartir las treinta curias entre las cuatro tribus de manera igualitaria, Servio prefirió no tocar nada, de manera que las curias independientes de las tribus se convirtieron en una nueva división de los habitantes de Roma: pero ya no se habló de curias ni en las tribus del campo ni entre el pueblo que las formaba porque, al convertirse las tribus en una institución puramente civil y al haberse establecido otra organización para el reclutamiento de las tropas, las divisiones militares de Rómulo quedaron desfasadas. En consecuencia, aunque cada ciudadano estaba inscrito en una tribu, distaba mucho de estarlo en una curia.

Servio llevó a cabo una tercera división que no tenía ninguna relación con las dos anteriores y que se convirtió, por los efectos que tuvo, en la más importante de todas. Dividió al pueblo romano en seis clases que no diferenció ni por el territorio ni por los hombres, sino por los bienes: de forma que las primeras clases estaban integradas por los ricos y las últimas por los pobres, mientras que las clases medias estaban formadas por aquellos que poseían fortunas medianas. Estas cuatro clases se subdividían en 193 cuerpos denominados centurias y estos cuerpos se hallaban distribuidos de tal modo que la primera clase englobaba por sí sola a más de la mitad y la última solamente a uno. De esta forma resultaba que la clase menos numerosa en hombres era la más numerosa en centurias, y que la última clase no contaba más que como una subdivisión, aun estando formada por más de la mitad de los habitantes de Roma.

Para que el pueblo no se diese cuenta de las consecuencias de esta última reforma, Servio trató de otorgarle un aspecto militar: incluyó en la segunda clase dos centurias de armeros y dos de instrumentos de guerra en la cuarta: en cada clase, excepto en la última, diferenció a los jóvenes de los viejos, es decir, a los que estaban obligados a portar armas de aquéllos que, por su edad, estaban exentos según las leyes; distinción que, más que la de los bienes, obligaba a rehacer con frecuencia el censo o empadronamiento; finalmente, quiso que la asamblea se congregase en el campo de Marte y que todos aquellos que estuviesen en edad de servir acudiesen con sus armas.

La razón por la cual no mantuvo esta misma separación entre jóvenes y viejos en la última clase es porque no se concedía al populacho que la formaba el honor de portar armas por la patria; era preciso tener un hogar para obtener el derecho a defenderlo. Hoy los ejércitos de los reyes están formados por innumerables tropas de mendigos que hubieran sido arrojados con desdén de una cohorte romana, cuando los soldados eran los defensores de la libertad.

En la última clase se diferenció, sin embargo, a los proletarios de aquellos a quienes se llamaba capite censi. Los primeros, que no estaban reducidos por completo a la indigencia, daban, al menos, ciudadanos al Estado e incluso soldados en momentos apremiantes. En cuanto a los que carecían absolutamente de todo y no se les podía empadronar más que por cabezas, eran considerados nulos, siendo Mario el primero que se dignó alistarlos.

Sin juzgar aquí si este tercer empadronamiento era bueno o malo por sí mismo, creo poder afirmar que sólo las costumbres sencillas de los primeros romanos, su desinterés, su amor por la agricultura, su desprecio por el comercio y por la avidez de las ganancias, podían hacerlo factible. ¿Qué pueblo moderno carece de la codicia devoradora, de la inquietud de espíritu, de las intrigas, de los viajes continuos, de los incesantes cambios de fortuna, y puede mantener durante veinte años una organización semejante sin transformar todo el Estado? Es necesario destacar que las costumbres y la censura, más fuertes que la propia institución, corrigieron sus vicios en Roma, y que hubo ricos que se vieron relegados a las clases de los pobres por haber ostentado demasiado su riqueza.

De todo ello se puede deducir fácilmente por qué no se hace mención casi nunca más que de cinco clases, aunque realmente hubo seis. La sexta, como no proporcionaba ni soldados al ejército ni votantes al campo de Marte[36], y como además era de muy poca utilidad para la República, rara vez era tenida en cuenta para algo.

Ésas fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora el efecto que producían en las asambleas. Esas asambleas convocadas legítimamente se llamaban comicios; tenían lugar generalmente en la plaza de Roma o en el campo de Marte, y se diferenciaban en comicios por curias, comicios por centurias y comicios por tribus, según cuál de estas tres formas fuese utilizada para convocarlas. Los comicios por curias habían sido instituidos por Rómulo, los de centurias por Servio, y los de tribus por los tribunos del pueblo. Ninguna ley recibía sanción y ningún magistrado era elegido salvo en los comicios, y como no había ningún ciudadano que no estuviese inscrito en una curia, en una centuria o en una tribu, se deduce que ningún ciudadano estaba excluido del derecho de voto y que el pueblo romano era verdaderamente soberano, de derecho y de hecho.

Para que los comicios fuesen legítimamente convocados y lo que en ellos se hiciese tuviese fuerza de ley, hacían falta tres condiciones: primera, que el cuerpo o magistrado que los convocase estuviese revestido de la autoridad necesaria para ello; segunda, que la asamblea se reuniese uno de los días fijados por ley, y tercera, que los augurios fuesen favorables.

La razón de la primera regla no necesita explicación. La segunda es una cuestión de orden; así, por ejemplo, no estaba permitido celebrar los comicios los días de feria y de mercado porque la gente del campo, que venía a Roma para sus asuntos, no tenía tiempo de pasar el día en la plaza pública. Mediante la tercera, el Senado tenía controlado a un pueblo orgulloso e inquieto, y moderaba el ardor de los tribunos sediciosos; pero éstos encontraron más de un medio para librarse de esta traba.

Las leyes y la elección de los jefes no eran los únicos asuntos sometidos al juicio de los comicios: habiendo usurpado el pueblo romano las funciones más importantes del gobierno, se puede decir que la suerte de Europa se libraba en sus asambleas. Esta variedad de temas determinaba las diversas formas que tomaban las asambleas, según las materias sobre las que tenían que pronunciarse.

Para establecer un juicio sobre estas diversas formas, basta compararlas. Rómulo, al instituir las curias, buscaba dominar al Senado a través del pueblo y al pueblo a través del Senado, dominando así a todos. En consecuencia, otorgó al pueblo, gracias a esta organización, toda la autoridad que conlleva el número con el fin de contrarrestar la autoridad del poder y de las riquezas que dejaba a los patricios. Pero, conforme al espíritu de la monarquía, concedió, sin embargo, más ventajas a los patricios por la influencia que sus clientes ejercían sobre la mayoría de los votos. Esta admirable institución de los patronos y de los clientes fue una obra maestra de política y de humanidad, sin la cual el patriciado, tan contrario al espíritu de la República, no hubiera podido subsistir. Sólo Roma ha tenido el honor de dar al mundo este hermoso ejemplo, del que nunca resultó abuso alguno, y que, sin embargo, jamás ha sido seguido.

Al haber subsistido esta organización de las curias bajo los Reyes hasta Servio, y al no ser considerado legítimo el reinado del último Tarquino, las leyes reales se diferenciaron por lo general bajo el nombre de leges curiatae.

Bajo la República, las curias, limitadas siempre a las cuatro tribus urbanas y no abarcando más que al populacho de Roma, no podían ser convenientes ni para el Senado que encabezaba a los patricios, ni para los tribunos, que, aun siendo plebeyos, se hallaban al frente de los ciudadanos acomodados. Cayeron, pues, en el descrédito, y su envilecimiento fue tal que sus treinta lictores reunidos hacían lo que los comicios por curias hubieran debido hacer.

La división por centurias era tan favorable a la aristocracia que no se comprende, al principio, cómo el Senado no controlaba siempre los comicios que llevaban ese nombre, y que elegían a los cónsules, los censores y los demás magistrados curiales. En efecto, de ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del pueblo romano, la primera clase comprendía noventa y ocho y como los votos no se contaban más que por centurias, sólo esta primera clase tenía mayor número de votos que todas las restantes. Aunque todas estas centurias estuviesen de acuerdo, ni siquiera se seguían recogiendo los votos; lo que había decidido un pequeño número se tomaba por una decisión de la multitud, y se puede decir que en los comicios por centurias los asuntos se decidían más por la cantidad de escudos que por la de votos.

Pero esta autoridad tan considerable se atenuaba de dos maneras. En primer lugar, al pertenecer por lo general los tribunos así como muchos plebeyos a la clase de los ricos, equilibraban el poder que tenían los patricios en esta primera clase.

El segundo medio consistía en lo siguiente: en vez de iniciar la votación de las centurias por orden, lo que habría supuesto comenzar siempre por la primera, se sacaba una por sorteo y ésta[37] procedía sola a la votación; después de lo cual todas las centurias, convocadas otro día según su rango, repetían la misma votación y por lo común la confirmaban. Se eliminaba así la influencia que pudiese tener el rango para dársela a la suerte, según el principio de la democracia.

Se derivaba de esta costumbre otra ventaja más, que los ciudadanos del campo tenían tiempo, entre dos elecciones, de informarse del mérito del candidato nombrado provisionalmente, a fin de dar su voto con conocimiento de causa. Pero, bajo pretexto de celeridad, se acabó por abolir esta costumbre y las dos elecciones se hicieron el mismo día.

Los comicios por tribus eran propiamente el Consejo del pueblo romano. Sólo los convocaban los tribunos; los tribunos eran elegidos allí y llevaban a cabo sus plebiscitos. No solamente el Senado carecía de autoridad, sino que ni siquiera tenía el derecho de asistir; y los senadores, obligados a obedecer leyes que ellos no habían podido votar, eran en este aspecto menos libres que el último de los ciudadanos. Esta injusticia se aceptaba mal y bastaba para invalidar los decretos de un cuerpo en el que no todos sus miembros eran admitidos. Aunque todos los patricios hubiesen asistido a estos comicios por el derecho que tenían como ciudadanos, al concurrir como simples particulares no habrían influido apenas en un tipo de sufragio en el que los votos se recogían por cabeza, y en el que el más insignificante proletario tenía tanto poder como el príncipe del Senado.

Se constata pues que, además del orden que resultaba de estas diversas divisiones para recoger los sufragios de un pueblo tan numeroso, estas distribuciones no eran baladíes, sino que cada una de ellas conllevaba efectos relativos a los objetivos perseguidos que la hacían preferible.

Sin entrar en más detalles, se deduce de las aclaraciones precedentes que los comicios por tribus eran los más favorables para el gobierno popular y que los comicios por centurias lo eran para la aristocracia. Respecto a los comicios por curias, en que el populacho de Roma formaba la mayoría, como no servían sino para favorecer la tiranía y los malos propósitos, cayeron en el descrédito, absteniéndose incluso los sediciosos de utilizar un medio que ponía demasiado al descubierto sus propósitos. Es evidente que toda la majestad del pueblo romano se encontraba en los comicios por centurias, los únicos que eran completos; mientras que en los comicios por curias faltaban las tribus rústicas y en los comicios por tribus, el Senado y los patricios.

En cuanto a la manera de recoger los sufragios, entre los primeros romanos era tan sencilla como sus costumbres, aunque no tanto como en Esparta. Cada uno votaba en voz alta y un escribano iba anotando los votos; la mayoría de votos en cada tribu determinaba el sufragio de la tribu; la mayoría de votos entre las tribus determinaba el sufragio del pueblo, y lo mismo en las curias y en las centurias. Ésta fue una buena costumbre mientras los ciudadanos fueron honrados y sentían vergüenza de votar a favor de una opinión injusta o de un asunto indigno; pero cuando el pueblo se corrompió y se compraron los votos, se acordó que el sufragio fuese secreto para evitar su compra y para proporcionar a los pillos una salida para no convertirse en traidores.

Sé que Cicerón censura este cambio y le atribuye en parte la ruina de la República. Pero, aunque reconozco el peso que debe tener en este asunto la autoridad de Cicerón, no puedo estar de acuerdo. Creo, por el contrario, que la destrucción del Estado se aceleró por no haberse hecho suficientes cambios de este tipo. Del mismo modo que el régimen de las personas sanas no es conveniente para los enfermos, no se debe querer gobernar a un pueblo corrompido con las mismas leyes con las que se gobierna a un pueblo honrado. Nada prueba mejor esta máxima que la duración de la República de Venecia, cuyo simulacro aún existe, sólo porque sus leyes no convienen más que a hombres malvados.

Se distribuyeron, pues, entre los ciudadanos unas tablillas mediante las cuales cada uno podía votar sin que se supiese cuál era su opinión; se establecieron también nuevas formalidades para recoger las tablillas, para el recuento de los votos, para la comparación de los números, etc. Lo que no impidió que la fidelidad de los oficiales encargados de estas funciones[38] fuese con frecuencia sospechosa. Finalmente, para impedir las intrigas y el tráfico de sufragios, se decretaron edictos cuyo gran número demostró su inutilidad.

En los últimos tiempos fue necesario recurrir muchas veces a expedientes extraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes. En ocasiones se hablaba de prodigios; pero este medio, aunque podía infundir respeto al pueblo, no infundía respeto a los que le gobernaban; otras veces se convocaba bruscamente una asamblea antes de que los candidatos tuviesen tiempo para preparar sus intrigas; a veces se perdía una sesión entera hablando, al ver al pueblo dispuesto a adoptar una mala decisión. Pero, finalmente, la ambición lo esquivó todo; y lo que es increíble es que, en medio de tanto abuso, este pueblo inmenso, con sus antiguas normas, seguía eligiendo a sus magistrados, aprobaba las leyes, juzgaba casos, despachaba los asuntos particulares y los públicos, casi con tanta facilidad como lo hubiese podido hacer el mismo Senado.

Download Newt

Take El contrato social with you