El contrato social

Capítulo 9

CAPÍTULO 9

Continuación

Del mismo modo que la naturaleza ha establecido límites a la estatura de un hombre bien conformado que, si se sobrepasan, dan lugar a gigantes o enanos, en relación con la mejor constitución de un Estado, existen también límites en cuanto a la extensión que puede alcanzar para que no sea demasiado grande para ser bien gobernado, ni demasiado pequeño para poder mantenerse por sí mismo. En todo cuerpo político hay un máximum de fuerzas que no se puede sobrepasar y del que con frecuencia se aleja a medida que se amplía. Cuanto más se extiende el vínculo social, más se afloja y, en general, un Estado pequeño es proporcionalmente más fuerte que uno grande.

Mil razones prueban esta máxima. Primero, la administración se hace más pesada con las grandes distancias, al igual que un peso se vuelve más pesado colocado en el extremo de una palanca más grande. Se vuelve también más cara a medida que los grados se multiplican; porque cada ciudad tiene primero la suya que el pueblo paga; cada distrito la suya, también pagada por el pueblo; después cada provincia; luego los grandes gobiernos, las satrapías, los virreinatos que cuestan cada vez más a medida que se sube, y siempre a expensas del desgraciado pueblo; por fin viene la administración suprema que aplasta todo. Tantos recargos agotan continuamente a los súbditos, quienes, en vez de estar mejor gobernados por todos estos diferentes órdenes, lo están mucho menos que si sólo hubiese uno solo por encima de ellos. Sin embargo, apenas quedan recursos para los casos extraordinarios y, cuando hay que recurrir a ellos, el Estado se halla siempre al borde de la ruina.

Pero eso no es todo; no solamente el gobierno tiene menos vigor y celeridad para hacer observar las leyes, impedir vejaciones, corregir abusos, prevenir acciones sediciosas que pueden realizarse en lugares apartados, sino que el pueblo siente menos afecto hacia sus jefes, a quienes no ve nunca; hacia la patria, que a sus ojos es como el mundo, y hacia sus conciudadanos, la mayoría de los cuales le resultan extraños. Las mismas leyes no pueden servir para tantas provincias diversas que tienen costumbres diferentes, que viven bajo climas opuestos y que no pueden soportar la misma forma de gobierno. Las leyes diferentes no engendran más que desorden y confusión entre los pueblos que viven bajo los mismos jefes y en una comunicación continua, que se relacionan y contraen matrimonio entre ellos y que, sometidos a otras costumbres, no saben nunca si su patrimonio es suyo. Los talentos quedan enterrados, las virtudes ignoradas y los vicios impunes en medio de esta multitud de hombres desconocidos unos de otros, que la sede de la administración suprema reúne en un mismo lugar. Los jefes, agobiados por los problemas, no pueden ocuparse de nada por sí mismos, son sus delegados los que gobiernan el Estado. Por último, las medidas que hay que tomar para mantener la autoridad general, a la que tantos empleados subalternos quieren sustraerse o imponer, absorben toda la atención pública; no queda nada para la felicidad del pueblo, apenas queda algo para su defensa en caso de necesidad, y así es como un cuerpo demasiado grande para su constitución se hunde y perece aplastado bajo su propio peso.

Por otra parte, el Estado debe darse una cierta base para tener solidez, para resistir las sacudidas que sin duda tendrá que experimentar, así como los esfuerzos que se verá obligado a realizar para mantenerse: pues todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga mediante la cual tienden a expandirse a costa de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. De forma que los débiles están expuestos a ser devorados enseguida, y ninguno puede subsistir si no es colocándose en una especie de equilibrio con los demás, que haga que la compresión sea aproximadamente igual en todas partes.

De ello se deduce que hay motivos para extenderse y motivos para reducirse y uno de los mayores talentos del político consiste en encontrar la proporción más adecuada, entre unos motivos y otros, para la configuración del Estado. Se puede decir, en general, que las razones para extenderse, al ser sólo exteriores y relativas, deben estar subordinadas a las otras, que son internas y absolutas; hay que tender primeramente hacia una sana y fuerte constitución y se debe contar más con el vigor que nace de un buen gobierno que con los recursos que proporciona un gran territorio.

Por lo demás, se han visto Estados establecidos de tal modo que la necesidad de conquistas formaba parte de su misma constitución, y que, para subsistir, se veían obligados a extenderse sin cesar. Tal vez se felicitasen por esta feliz necesidad que, sin embargo, les marcaba a la vez que el límite de su grandeza, el inevitable momento de su caída.

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