Capítulo 8
CAPÍTULO 8
De cómo toda forma de gobierno no es apta para todos los países
No siendo la libertad un fruto de todos los climas, no se encuentra al alcance de todos los pueblos. Cuanto más se medita este principio establecido por Montesquieu, más se percibe la verdad que encierra. Cuanto más se le discute, más ocasiones se ofrecen de ratificarlo con nuevas pruebas.
En todos los gobiernos del mundo, la persona pública consume y no produce nada. ¿De dónde le viene, pues, la sustancia consumida? Del trabajo de sus miembros. Lo superfluo de los particulares es lo que produce lo que necesita el Estado. De donde se deduce que el estado civil sólo puede subsistir mientras el trabajo de los hombres produzca más de lo necesario para su subsistencia.
Ahora bien, este excedente no es el mismo en todos los países del mundo. En muchos es considerable; en otros es mediocre; en algunos, nulo, y en otros es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del clima, del tipo de trabajo que la tierra exige, de la naturaleza de sus producciones, de la fuerza de sus habitantes, del mayor o menor consumo que necesitan y de otras muchas relaciones semejantes que la integran.
Por otra parte, no todos los gobiernos son de la misma naturaleza; los hay más o menos insaciables y las diferencias se basan sobre este otro principio de que cuanto más se alejan de su origen, más onerosas resultan las contribuciones públicas. No se debe medir esta carga por la cantidad de los impuestos, sino por el camino que han de recorrer para volver a las manos de donde han salido; cuando esta circulación es rápida y está bien establecida, no importa pagar poco o mucho, pues el pueblo es siempre rico y las finanzas van bien. Por el contrario, por poco que el pueblo entregue, cuando este poco no lo recobra, al estar siempre dando, pronto se agota; el Estado nunca es rico y el pueblo es siempre indigente.
De ello se deriva que, a medida que aumenta la distancia entre el pueblo y el gobierno, los tributos se hacen más gravosos: así el pueblo está menos gravado en la democracia; en la aristocracia lo está más y en la monarquía soporta la mayor carga. La monarquía sólo resulta conveniente, pues, para las naciones opulentas, la aristocracia, para los Estados con una extensión y unas riquezas medianas; la democracia, para los Estados pequeños y pobres.
En efecto, cuanto más se reflexiona, más diferencias se hallan entre los Estados libres y los monárquicos; en los primeros, todo se emplea a favor de la utilidad común; en los segundos, las fuerzas públicas y particulares son recíprocas y una aumenta cuando la otra se debilita. Finalmente, en vez de gobernar a los súbditos para hacerlos dichosos, el despotismo les hace miserables para gobernarlos.
Así, en cada clima, se dan causas naturales que condicionan la forma de gobierno e incluso el tipo de habitantes que debe tener. Los lugares ingratos y estériles, donde el producto no compensa el esfuerzo que exige, deben quedar incultos o desiertos o estar poblados solamente por salvajes; los lugares donde el trabajo de los hombres no dé más que lo necesario deben ser habitados por pueblos bárbaros, pues toda civilización sería imposible en ellos; los lugares en los que el excedente del producto sobre el trabajo es mediocre son adecuados para los pueblos libres; aquéllos en donde el terreno, abundante y fértil, da mucho fruto con poco trabajo, requieren ser gobernados mediante una monarquía para consumir mediante el lujo del príncipe el excedente que producen los súbditos; porque más vale que ese excedente sea utilizado por el gobierno que disipado por los particulares. Hay excepciones, ya lo sé; pero estas mismas excepciones confirman la regla porque producen, antes o después, revoluciones que restablecen el orden de la naturaleza.
Distingamos siempre las leyes generales de las causas particulares que pueden modificar su efecto. Aunque todo el sur estuviese cubierto de repúblicas y todo el norte de Estados despóticos, no sería menos cierto que, por efecto del clima, el despotismo conviene a los países cálidos, la barbarie a los fríos y la civilización a las regiones intermedias. Estoy de acuerdo en que, aun aceptando el principio, se puede discutir sobre su aplicación y decir que hay países fríos muy fértiles y otros meridionales muy ingratos. Pero esta dificultad sólo existe para los que no examinan las cosas en todos sus aspectos. Es necesario, como ya he dicho, tener en cuenta los trabajos, las fuerzas, el consumo, etc.
Supongamos que, siendo dos terrenos iguales, uno produce cinco y otro diez. Si los habitantes del primero consumen cuatro y los del segundo nueve, el excedente del primero será un quinto y el del segundo un décimo. Siendo la relación de estos dos excedentes inversa a la de los productos, el terreno que sólo produce cinco dará un excedente doble que el del terreno que produce diez.
Pero no es cuestión de un producto doble y no creo que nadie se atreva a igualar en términos generales la fertilidad de los países fríos con la de los cálidos. Sin embargo, supongamos que se da esta igualdad; establezcamos, si se quiere, un equilibrio entre Inglaterra y Sicilia, entre Polonia y Egipto. Más al sur están África y la India; más al norte, ya no hay nada. Para conseguir esta igualdad de productos, ¿qué diferencias debe haber en el cultivo? En Sicilia sólo hay que escarbar la tierra; ¡en Inglaterra, qué de esfuerzos para labrarla! Ahora bien, allí donde son necesarios más brazos para conseguir el mismo producto, lo superfluo debe ser necesariamente menor.
Considerad, además, que la misma cantidad de hombres consume mucho menos en los países cálidos. El clima exige ser sobrio para encontrarse bien: los europeos que quieren vivir en estos países como en los suyos perecen todos de disentería o de indigestión. «Somos», dice Chardin, «animales carniceros, lobos, en comparación con los asiáticos. Algunos atribuyen la sobriedad de los persas a que su país está menos cultivado, y yo creo por el contrario que su país abunda menos en productos alimenticios porque les hacen menos falta a sus habitantes. Si su frugalidad, continúa, fuese un efecto de la escasez del país, solamente comerían poco los pobres, lo que no es cierto, y se comería más o menos en cada provincia según la fertilidad del país; por el contrario, se encuentra la misma sobriedad en todo el reino. Se vanaglorian mucho de su manera de vivir, diciendo que no hay más que mirar su tez para darse cuenta de que es mucho mejor que la de los cristianos. En efecto, la tez de los persas es lisa; tienen la piel hermosa, fina y lisa, mientras que la tez de los armenios, sus súbditos, que viven a la europea, es basta y terrosa, y sus cuerpos son gruesos y pesados».
Cuanto más nos aproximamos a la línea del ecuador, menos necesitan los pueblos para vivir. Casi no comen carne; el arroz, el maíz, el cous-cous, el mijo, el cazabe, son sus alimentos corrientes. Hay en la India millones de hombres cuyo alimento no cuesta ni cinco céntimos diarios. Hasta en Europa vemos diferencias sensibles en el apetito entre los pueblos del norte y los del sur. Un español viviría ocho días con la comida de un alemán. En los países donde los hombres son más voraces, el lujo se orienta también hacia las cosas del consumo. En Inglaterra se manifiesta mediante una mesa cubierta de viandas; en Italia se obsequia con azúcar y con flores.
El lujo en el vestir ofrece también diferencias análogas. En los climas en donde los cambios de estación son rápidos y violentos, se utilizan trajes mejores y más sencillos, en aquellos donde uno se viste sólo por el adorno, se busca más la brillantez que la utilidad: los trajes mismos son un elemento de lujo. En Nápoles veréis todos los días pasearse por el Pausilipo hombres con casaca dorada y sin medias. Lo mismo ocurre con las construcciones; se vuelca uno en la magnificencia cuando nada hay que temer de los daños del viento. En París, en Londres, se buscan alojamientos calientes y cómodos. En Madrid se tienen salones soberbios, pero no hay ventana alguna que cierre y se acuesta uno en un nido de ratones.
Los alimentos son mucho más sabrosos y suculentos en los países cálidos; es una tercera diferencia que no puede dejar de influir en la segunda. ¿Por qué se comen tantas legumbres en Italia? Porque son buenas, nutritivas y tienen un gusto excelente. En Francia, donde sólo se nutren de agua, no alimentan nada y no aparecen casi en la mesa: sin embargo, no por ello ocupan menos terreno ni cultivarlas cuesta menos esfuerzo. Es una experiencia comprobada que el trigo de Berbería, inferior por lo demás al de Francia, da mucha más harina que el de ésta y, a su vez, da más que los trigos del norte. De donde se puede deducir que una graduación parecida se observa por lo general en la misma dirección desde la línea del ecuador al polo. Ahora bien, ¿no es una desventaja obvia tener, con un producto igual, menor cantidad de alimentos? A todas estas diferentes consideraciones puedo añadir una que se deduce de ellas y las ratifica, a saber, que los países cálidos tienen menos necesidad de habitantes que los fríos y podrían alimentar a más, lo que produce un doble excedente siempre a favor del despotismo. Cuanta mayor superficie ocupe el mismo número de habitantes, más difíciles se hacen las revueltas porque no se pueden poner de acuerdo con prontitud ni secretamente y porque es siempre fácil para el gobierno descubrir los planes y cortar las comunicaciones; pero cuanto más se concentra un pueblo numeroso, menos fácil le resulta al gobierno usurpar la soberanía; los jefes deliberan con tanta seguridad en sus habitaciones como el príncipe en su Consejo, y la multitud se reúne en las plazas tan rápidamente como las tropas en sus cuarteles. La ventaja de un gobierno tiránico consiste, pues, en poder actuar a pesar de las grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo de que se sirve, su fuerza aumenta con la distancia, como la de las palancas[22]. La del pueblo, por el contrario, no obra sino concentrada, y se evapora y se pierde al extenderse, como el efecto de la pólvora esparcida en la tierra, que no se inflama sino grano a grano. Los países menos poblados son también los más aptos para la tiranía: los animales feroces no reinan sino en los desiertos.