El contrato social

Capítulo 16

CAPÍTULO 16

La institución de un gobierno no es un contrato

Una vez firmemente establecido el poder legislativo, se trata de instituir también el poder ejecutivo, que, no teniendo su misma esencia y actuando sólo mediante actos particulares, se halla naturalmente separado de él. Si el soberano, considerado como tal, pudiese detentar el poder ejecutivo, el derecho y el hecho se confundirían, de forma que no se sabría lo que es ley y lo que no lo es, y el cuerpo político así desnaturalizado pronto sería víctima de la violencia contra la cual fue instituido.

Al ser todos los ciudadanos iguales por el contrato social, lo que todos deben hacer, todos pueden prescribirlo y nadie tiene derecho a exigir que otro haga lo que él mismo no hace. Ahora bien, es precisamente ese derecho, indispensable para mantener vivo y mover el cuerpo político, el que el soberano entrega al príncipe al instituir el gobierno.

Muchos han pretendido que el acto de esa institución era un contrato entre el pueblo y los jefes que éste se da; contrato mediante el que las dos partes estipulaban las condiciones por las cuales una se comprometía a mandar y la otra a obedecer. ¡Pero estoy seguro de que se me concederá que ésta es una extraña manera de contratar!, sin embargo, veamos si esta opinión es sostenible.

En primer lugar, la autoridad suprema no puede ni cambiarse ni enajenarse, limitarla es destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se entregue a un superior; obligarse a obedecer a un amo es ponerse en sus manos teniendo plena libertad.

Además, es evidente que ese contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular; de donde se deduce que no podría ser ni una ley ni un acto de soberanía, y que, por consiguiente, sería ilegítimo.

Se constata también que las partes contratantes estarían entre sí únicamente sometidas a la ley natural y no tendrían ninguna garantía de sus compromisos recíprocos; lo que es absolutamente contrario al estado civil; al ser siempre el dueño de la ejecución el poseedor de la fuerza, el contrato se reduciría al acto por el que un hombre diría a otro: «Le entrego todos mis bienes a condición de que usted me entregue lo que le plazca».

No hay más que un contrato en el Estado, el de asociación, y éste excluye cualquier otro. No es posible imaginar ningún contrato público que no fuese una violación del primero.

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