El contrato social

Capítulo 2

CAPÍTULO 2

La soberanía es indivisible

Por la misma razón que la soberanía es inalienable, también es indivisible. Porque la voluntad es general[5] o no lo es; es la del cuerpo del pueblo o solamente la de una parte. En el primer caso, esa voluntad declarada es un acto de soberanía y tiene fuerza de ley: en el segundo, no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura: es, a lo sumo, un decreto.

Mas, no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto; la dividen en fuerza y en voluntad, en poder legislativo y en poder ejecutivo, en derechos para recabar impuestos, para aplicar justicia, de guerra, en administración interior, y en poder para tratar con el extranjero; unas veces confunden todas estas partes y otras las separan; hacen del soberano un ser fantástico formado de diferentes piezas; es como si crearan al hombre a partir de muchos cuerpos, de los cuales uno tuviese ojos, otro brazos, otro pies, y nada más. Se dice que los charlatanes de Japón despedazan a un niño a la vista de los espectadores y luego lanzan al aire sus miembros uno tras otro y consiguen que el niño vuelva a caer al suelo vivo y recompuesto. Así son más o menos los juegos de prestidigitación de nuestros políticos: después de haber desmembrado el cuerpo social, mediante un acto de prestidigitación digno de una feria, reúnen los pedazos no se sabe cómo.

Este error proviene de no tener nociones exactas de la autoridad soberana y de haber tomado como partes de dicha autoridad lo que no eran más que sus emanaciones. Así, por ejemplo, el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz se han considerado actos de soberanía, lo que es inexacto, porque cada uno de ellos no es una ley sino sólo una aplicación de ésta, un acto particular que determina la circunstancia de la ley, como se podrá apreciar cuando explique el concepto que va unido a la palabra ley.

Si analizásemos asimismo las otras divisiones, constataríamos que siempre que concebimos a la soberanía dividida nos equivocamos; que los derechos que tomamos como parte de dicha soberanía le están todos subordinados y conllevan siempre voluntades supremas, de las que estos derechos sólo son su ejecución.

No es posible decir hasta qué punto esta falta de exactitud ha oscurecido las decisiones de los autores en materia de derecho político, cuando han querido determinar los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos sobre la base de los principios que habían establecido. En los capítulos 3 y 4 del primer libro de Grocio se puede apreciar cómo este erudito y su traductor Barbeyrac se enredan y se confunden con sus sofismas, por miedo a decir demasiado o a no decir bastante, según sus puntos de vista, y por temor a oponerse a los intereses que debían conciliar. Grocio, refugiado en Francia, resentido con su patria y queriendo agradar a Luis XIII, a quien había dedicado su libro, no escatima esfuerzos para despojar a los pueblos de todos sus derechos y otorgárselos a los reyes de la manera más artística. Éste hubiera sido también el deseo de Barbeyrac, quien dedicó su traducción al rey de Inglaterra Jorge I. Pero desgraciadamente la expulsión de Jacobo II, que él denomina abdicación, le obligó a adoptar algunas reservas, a eludir, a tergiversar, para no convertir a Guillermo en un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los principios verdaderos, habrían solventado todas las dificultades y habrían sido siempre consecuentes; pero hubiesen dicho la verdad y sólo hubieran agradado al pueblo. Pues la verdad no conduce a la fortuna y el pueblo no otorga embajadas, ni cátedras, ni pensiones.

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