El contrato social

Capítulo 7

CAPÍTULO 7

Sobre la censura

De la misma manera que la declaración de la voluntad general se manifiesta a través de la ley, la declaración del juicio público se manifiesta mediante la censura; la opinión pública es una especie de ley de la que el censor es el ministro, que no hace más que aplicarla a los casos particulares, siguiendo el ejemplo del príncipe.

En lugar de ser el tribunal censorial el árbitro de la opinión del pueblo, sólo es el que la declara y, tan pronto como se aparta de ella, sus decisiones son vanas y sin efecto.

Es inútil distinguir las costumbres de una nación de los objetos que estima, porque todos ellos se refieren al mismo principio y se confunden necesariamente. En todos los pueblos del mundo no es la naturaleza, sino la opinión, la que determina la elección de sus placeres. Corregid las opiniones de los hombres y sus costumbres se depurarán por sí mismas. Se ama siempre lo que es hermoso o lo que se considera como tal; pero en este juicio se yerra; es, en consecuencia, este juicio el que se debe corregir. Quien juzga las costumbres, juzga el honor, y quien juzga el honor, toma su ley de la opinión.

Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución; aunque la ley no regula las costumbres, es la legislación la que las hace nacer; cuando la legislación se debilita, las costumbres degeneran, pero entonces el fallo de los censores no conseguirá lo que la fuerza de las leyes no haya conseguido.

Se deduce de esto que la censura puede ser útil para conservar las costumbres, pero nunca para restablecerlas. Estableced censores mientras las leyes tengan fuerza; pero, si éstas la pierden, todo está perdido; nada legítimo tendrá fuerza cuando carecen de ella las leyes.

La censura mantiene las costumbres impidiendo que se corrompan las opiniones, conservando su rectitud mediante sabias aplicaciones y, a veces, hasta fijándolas cuando son todavía débiles. La costumbre de los padrinos en los duelos, llevada hasta el extremo en el reino de Francia, fue abolida gracias a estas pocas palabras de un edicto del rey: «en cuanto a los que tienen la cobardía de buscar padrinos». Este juicio, anticipándose al del público, le determinó de golpe. Pero cuando los mismos edictos quisieron fallar que también era una cobardía batirse en duelo, cosa muy cierta pero contraria a la opinión común, el público se burló de esta decisión, sobre la cual su juicio estaba ya formado.

He dicho en otra parte[41] que, al no estar sometida la opinión pública a la coacción, no era necesario ningún indicio en el tribunal establecido para representarla. Nunca se admirará bastante el arte con que ponían en práctica los romanos, y todavía más los lacedemonios, este resorte que se ha perdido completamente entre los modernos.

Habiendo emitido una opinión buena un hombre de malas costumbres en el Consejo de Esparta, los éforos, sin tenerlo en cuenta, hicieron formular la misma propuesta a un ciudadano virtuoso. ¡Qué honor para el uno, qué vergüenza para el otro, sin haber recibido ninguno de los dos palabra alguna de alabanza o de censura! Ciertos borrachos de Samos mancillaron el tribunal de los éforos: al día siguiente, un edicto público permitió a los ciudadanos de Samos ser indignos. Un verdadero castigo hubiese sido menos severo que semejante impunidad. Cuando Esparta se pronunciaba sobre lo que era o no honrado, Grecia no ponía en cuestión sus resoluciones.

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