El contrato social

Capítulo 5

CAPÍTULO 5

Sobre el derecho de vida y de muerte

La pregunta ¿cómo pueden los particulares que no tienen derecho a disponer de su propia vida transmitir al soberano ese mismo derecho del que carecen? parece difícil de responder sólo porque está mal formulada. Todos los hombres tienen derecho a arriesgar su propia vida para conservarla. ¿Se ha dicho alguna vez que quien se arroja por una ventana para escapar de un incendio es un suicida? ¿Se le ha achacado acaso este crimen a quien ha perecido en una tempestad aunque al embarcarse no ignorase ese peligro?

El contrato social tiene como finalidad la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin quiere también los medios y estos medios son inseparables de algunos riesgos, incluso de algunas pérdidas. Quien quiere conservar su vida a expensas de los demás debe entregarla también por ellos cuando es preciso. Ahora bien, el ciudadano no está en condiciones de evaluar el peligro al que la ley quiere que se exponga, y cuando el príncipe le dice que es necesario para el Estado que muera, debe morir, pues sólo con esa condición ha vivido hasta entonces seguro y porque su vida no es solamente un don de la naturaleza, sino también un don condicional del Estado.

La pena de muerte infligida a los criminales puede ser considerada casi desde el mismo punto de vista: para no ser la víctima de un asesino se consiente en morir en caso de llegar a serlo. En este pacto, en lugar de disponer de la propia vida se piensa únicamente en protegerla y no es previsible que alguno de los contratantes quiera hacerse ahorcar.

Es más, todo malhechor que ataca el derecho social se convierte por sus fechorías en rebelde y traidor a la patria; deja de pertenecer a ella al violar sus leyes, y hasta le declara la guerra. Entonces, la supervivencia del Estado se vuelve incompatible con la suya, es preciso que uno de los dos perezca y cuando se da muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Las actuaciones y el juicio son las pruebas y la confesión de que ha roto el pacto social y, en consecuencia, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien, como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser excluido mediante el destierro como infractor del pacto, o bien mediante la muerte como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral, es un hombre y el derecho de guerra autoriza a matar al vencido.

Pero se podrá objetar que la condena de un criminal es un acto particular. De acuerdo; por ese motivo esa condena no es competencia del soberano; es un derecho que puede conferir sin poder ejercerlo él mismo. Todas mis ideas están entrelazadas pero no puedo exponerlas todas a la vez.

Por lo demás, los suplicios frecuentes son siempre un signo de debilidad o de pereza por parte del gobierno; no existe ningún malvado que no pueda servir para algo. No tenemos derecho a matar, ni siquiera para dar ejemplo, más que a quien no podamos dejar vivir sin peligro.

Respecto al derecho de indultar o de eximir a un culpable de la pena impuesta por la ley y dictada por el juez, no corresponde sino al que está por encima del juez y de la ley, es decir, al soberano: sin embargo, su competencia en este asunto no está muy clara y los casos en que se puede emplear son muy raros. En un Estado bien gobernado se imponen pocos castigos, no porque se concedan muchos indultos, sino porque hay pocos criminales: el gran número de crímenes conlleva la impunidad cuando el Estado se debilita. Durante la República romana, ni el Senado ni los cónsules indultaron a nadie; ni siquiera el pueblo mismo lo hacía, aunque algunas veces revocase su propio juicio. Los indultos frecuentes anuncian que muy pronto serán innecesarios y todo el mundo sabe adónde conduce todo eso. Pero siento que mi corazón susurra y detiene mi pluma; dejemos estas cuestiones para que las discuta el hombre justo que no ha caído nunca y que jamás tuvo necesidad de perdón.

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