El último mohicano

Introducción[1]

Introducción

Cabe suponer que el escenario de este relato y la mayor parte de la información necesaria para comprenderlo están suficientemente claros para el lector, y se deducen del texto mismo o de las notas que lo acompañan. Pero todavía hay mucha oscuridad en lo referente a las tradiciones de los indios, y demasiada confusión en torno a sus nombres, como para que no convenga alguna explicación.

Pocos hombres muestran mayor diversidad o, si se nos permite expresarlo así, mayor antítesis de carácter, que el guerrero nativo de Norteamérica. En la guerra es osado, jactancioso, astuto, cruel, abnegado y leal a su causa o a sus gentes; en la paz es justo, generoso, hospitalario, vindicativo, supersticioso, modesto y generalmente virtuoso. Aunque no todos las comparten, estas cualidades constituyen hasta tal punto los rasgos predominantes de este pueblo notable que pueden considerarse características.

Suele aceptarse que los aborígenes del continente americano tienen un origen asiático. Hay muchos detalles, tanto físicos como de costumbres, que confirman esta opinión, y algunos que parecen contradecirla.

Cree este autor que el color de la piel del indio le es propio, y que mientras sus pómulos muestran signos muy notables de un origen tártaro, con sus ojos no sucede lo mismo. El clima puede haber influido considerablemente en la primera circunstancia, pero cuesta comprender cómo puede haber producido las diferencias que existen en la segunda.

La imaginería del indio, tanto en su poesía como en su oratoria, es de tipo oriental, y está modelada, y acaso condicionada, por las limitaciones que le imponen sus conocimientos prácticos. Extrae sus metáforas de las nubes, las estaciones, los pájaros, los animales y el mundo vegetal. En esto, quizá, no hace más de lo que haría cualquier otra raza enérgica e imaginativa, obligada a delimitar sus fantasías mediante la experiencia, pero el indio de Norteamérica reviste sus ideas con un ropaje diferente del que usa el africano, y que es decididamente oriental. Su idioma tiene la riqueza y la plenitud sentenciosa del chino. Resume una frase entera en una palabra y hace depender de una sílaba el sentido de toda una frase. Confiere incluso significados diferentes a las palabras, mediante las inflexiones de voz más simples.

Los filólogos dicen que solo hay dos o tres idiomas verdaderos, propiamente hablando, entre todas los numerosas tribus que en otro tiempo ocuparon las tierras que hoy integran los Estados Unidos, y atribuyen la conocida dificultad que un pueblo indio tiene para entender a otro a la abundancia de dialectos y deformaciones lingüísticas.

Este autor recuerda haber asistido a una entrevista entre dos jefes indios de las grandes praderas, al oeste del Mississippi, en presencia de un intérprete que hablaba ambos idiomas. Los guerreros parecían hallarse en términos muy amistosos y hablaban con animación aunque, según el intérprete, cada uno ignoraba completamente lo que decía el otro. Pertenecían a tribus hostiles, conciliadas por la intervención del gobierno americano. Y merece la pena consignar que una política coincidente les llevaba a utilizar el mismo argumento. Cada uno advertía al otro contra la eventualidad de una guerra que podía dejar a cualquiera de ambos en manos de sus enemigos.

Sea cual fuere la verdad en lo que se refiere a la raíz y a las cualidades de las lenguas indias, es cierto que ahora difieren tanto entre sí que poseen la mayoría de las desventajas de los idiomas extranjeros. De ahí muchas de las dificultades que surgen al querer comprender sus historias, y las dudas que persisten en torno a sus tradiciones.

Como ocurre con las naciones más ambiciosas, el indio americano tiene de su propia tribu o raza un concepto muy distinto del que han formado otras gentes. Tiende a sobrevalorar sus propias perfecciones y a menospreciar las cualidades de su rival o enemigo; un rasgo que parece confirmar en cierto modo el relato de la creación que hizo Moisés.

Los hombres blancos han contribuido considerablemente a la oscuridad de las tradiciones aborígenes con su costumbre de cambiar o deformar las palabras. Así, el nombre tribal usado en el título de este libro ha sufrido los cambios de mahicanni, mohicanos y mohegans; este último es el término más usado por los blancos. Cuando se recuerda que los holandeses, que fueron quienes primero se establecieron en lo que hoy es Nueva York, los ingleses y los franceses bautizaron con nombres diferentes a las tribus que habitaban las tierras que sirven de escenario a este libro, y que los indios no solo daban nombres distintos a sus enemigos, sino a sí mismos, se comprende la causa de tanta confusión.

En estas páginas, los lenni-lenapes, los lenapes, los delawares, los wapanachkis y los mohicanos constituyen el mismo pueblo, o son tribus del mismo grupo. Los mengwes, los maquas, los mingos y los iroqueses, aunque difieren entre sí, suelen confundirse porque todos están políticamente confederados y se oponen a los anteriores. El término mingo se usaba como reproche o insulto, del mismo modo que, aunque en menor grado, mengwe y maqua.

Los mohicanos eran los propietarios de las tierras que los hombres blancos ocuparon primero en esta parte del continente. Fueron, por tanto, los primeros desposeídos. Y el destino aparentemente inevitable de este pueblo, que se extinguió ante los avances, o ante lo que podría llamarse la irrupción de la civilización, como el verdor de sus bosques nativos desaparece bajo la escarcha, se representa en este libro como si ya se hubiera cumplido. Hay suficiente verdad histórica en el episodio como para justificar el uso que de él se ha hecho.

Antes de concluir esta introducción quizá convenga decir algo acerca de un personaje importante de este relato, que ha intervenido también en otras dos obras del mismo autor. Retratar a un individuo como explorador en las guerras en que Inglaterra y Francia lucharon por la posesión del continente americano, hacer de él un cazador durante aquella época de actividad que sucedió a la paz de 1783, y mostrarlo como un trampero solitario en las praderas después de que la política de la república pusiera aquellos interminables territorios a disposición de los seres medio asilvestrados que oscilaban entre el salvajismo y la civilización, equivale a convertirlo en testigo de aquellos cambios formidables que caracterizan el progreso de la nación americana, y de los que cientos de hombres que todavía viven podrían hablar también. En este particular, la ficción se aproxima tanto a la realidad que desde el punto de vista creativo pierde todo mérito.

Sobre el personaje en cuestión el autor tiene poco que añadir, excepto que representa al hombre en su bondad natural, a salvo de las tentaciones de la vida civilizada aunque no enteramente ignorante de sus prejuicios y de sus imposiciones, expuesto a los hábitos de la barbarie y quizá más favorecido que perjudicado por esa asociación con ella, y sobresaliendo por encima de la fragilidad tanto de su situación como de su nacimiento. Quizá podría haber sido más realista representarlo con una talla moral menos elevada, pero también habría resultado menos atractivo, y el oficio del escritor de ficción es aproximarse a la poesía tanto como sus poderes se lo permitan. Después de esta declaración casi huelga decir que mi propio carácter influyó muy poco en la concepción o en el desarrollo de esta criatura de la imaginación. Bastante sacrifiqué a la verdad preservando el lenguaje y los aspectos dramáticos que requería el papel.

La región que sirve de escenario a esta narración ha cambiado tan poco, desde que ocurrieron aquellos sucesos históricos, como cualquier otro lugar de sus características dentro de las fronteras de los Estados Unidos. Hay balnearios a la moda, convenientemente atendidos, cerca del torrente donde Hawkeye se detuvo a beber, y las carreteras atraviesan los bosques que sus amigos y él recorrían sin sendero alguno. Junto a las cataratas de Cien se ha levantado una población grande, y aunque del fuerte William Henry, e incluso de una fortificación posterior, solo quedan ruinas, hay otra población en las orillas del Horican. Pero, aparte de esto, el espíritu emprendedor y la energía de un pueblo que ha hecho tanto en otros lugares apenas se advierte aquí. La totalidad de ese espacio salvaje en donde transcurren los últimos incidentes de la narración permanece virgen, aunque el piel roja ha abandonado esa parte del estado. De todas las tribus nombradas en estas páginas, solo perduran algunos individuos medio civilizados de los oneidas, en las reservas de su gente en Nueva York. El resto ha desaparecido, bien de las regiones en que vivieron sus padres o bien de toda la tierra.

Hay un tema que me gustaría aclarar antes de terminar este prefacio. Hawkeye llama Horican al . Como la responsabilidad en la elección de ese nombre es nuestra, quizá ha llegado el momento de reconocerlo. Cuando se escribió este libro, hace ya un cuarto de siglo, nos parecía que el nombre francés de este lago era demasiado complicado y el americano demasiado corriente, y que el nombre indio resultaba impronunciable para ser usado familiarmente en una obra de ficción. Mirando un antiguo mapa descubrí que una tribu de indios, llamados horicans por los franceses, había vivido junto a aquella hermosa extensión de agua. Como cada palabra pronunciada por Natty Bumppo no tenía por qué ser considerada como una verdad absoluta, nos tomamos la libertad de poner el vocablo Horican en su boca, como sustituto del lago George. Parece que el nombre ha tenido éxito, y quizá sea mejor dejarlo como está, en vez de retroceder hasta la casa de Hannover para referirnos a nuestra extensión de agua más admirable. Confesamos esto para alivio de nuestra conciencia, y abandonamos la nueva denominación a su suerte.

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