El último mohicano

Capítulo XIX

Capítulo XIX

S.– Estoy seguro de que no querrás su carne, si no lo satisface. ¿De qué te serviría?

S.– De cebo para los peces. Si no alimenta otra cosa, al menos alimentará mi venganza.

S

Las sombras de la noche hacían más tenebroso el lugar cuando el grupo se adentró en las ruinas del fuerte William Henry. El explorador y los indios procedieron de inmediato a hacer los preparativos para pasar la noche, pero con una gravedad y una sobriedad de ademanes que indicaba hasta qué punto, pese a su experiencia, les habían impresionado los horrores que habían visto. Apoyaron algunos restos de vigas contra una pared ennegrecida por el fuego y, cuando Uncas los hubo cubierto con ramaje, se estimó que aquel era un alojamiento suficiente. Al concluir, el joven indio señaló a Heyward la rudimentaria cabaña, y este, comprendiendo su gesto silencioso, le pidió a Munro que se apresurase a entrar. Tras dejar al atribulado anciano solo con sus penas, Duncan volvió de inmediato al aire libre, demasiado inquieto como para concederse a sí mismo el descanso que había recomendado a su veterano amigo.

Mientras Hawkeye y los indios encendían el fuego y consumían su frugal cena de carne de oso seca, el joven fue a visitar la zona del fuerte derruido que miraba hacia el Horican. El viento había amainado y las olas batían con suavidad, en una sucesión acompasada, la playa arenosa que yacía a sus pies. Las nubes, como fatigadas de su vertiginosa carrera, empezaban a disgregarse; las partes más densas se desplazaban en masas negras bacía el horizonte, mientras las más ligeras continuaban apresurándose sobre las aguas o se arremolinaban en las cimas de las montañas, como bandadas de pájaros revoloteando en torno a sus nidos. Aquí y allá, alguna que otra estrella de luz rojiza intentaba traspasar las nubes a la deriva, y proporcionaba brillos fantásticos a un cielo por lo demás sombrío. Pero en las colinas circundantes ya se había instalado una oscuridad impenetrable, y la llanura se extendía como un inmenso y silencioso osario, donde no había cantos fúnebres ni murmullos que turbaran el sueño de sus numerosos y desdichados habitantes.

Durante largo rato permaneció Duncan absorto, contemplando aquel lúgubre escenario, tan acorde con el pasado reciente. Sus ojos vagaban desde el fuerte derruido, donde los hombres de los bosques permanecían sentados en torno al brillante fuego, hasta la luz tenue que aún persistía en el cielo, y escrutaban con ansiedad las tinieblas impenetrables que velaban el lugar donde reposaban los muertos. Pronto creyó oír unos sonidos inexplicables que procedían de aquel lugar, aunque tan imprecisos y fugaces que no solo su causa, sino su misma existencia, parecían inciertas. Avergonzado de sus temores, el joven volvió a contemplar las aguas y procuró concentrarse en el parpadeo de las estrellas, que apenas se reflejaban en su superficie movediza. Pero no pudo evitar que sus oídos continuasen alerta, como empeñados en protegerle de algún peligro. Al cabo percibió con bastante claridad, a través de la negrura que le rodeaba, el suave eco de unos pasos. Incapaz de dominar su inquietud por más tiempo, Duncan habló en voz muy baja al explorador, pidiéndole que subiera al bastión donde se encontraba. Hawkeye acodó el rifle en su brazo y asintió sin inmutarse, prueba de que estaba convencido de la seguridad de su posición.

—Escuchad —dijo Duncan cuando el otro llegó junto a él—. En el llano se oyen unos ruidos, que pueden muy bien ser indicio de que Montcalm no ha abandonado del todo el escenario de su triunfo.

—Entonces los oídos saben más que los ojos —respondió el imperturbable explorador que, con un trozo de carne entre los dientes, hablaba despacio y con la voz de quien tiene la boca ocupada—. Yo mismo vi a Montcalm bien lejos de aquí, con toda su hueste. Estos franchutes, cuando han hecho algo grande, gustan de regresar a sus cuarteles, para bailar y festejar sus triunfos en compañía de sus mujeres.

—Quizá, pero el indio rara vez descansa cuando está en guerra, y la rapiña podría muy bien retener a un hurón aquí, aunque su tribu hubiese partido. Convendría apagar el fuego y montar una guardia… ¡Escuchad! ¿Habéis oído el ruido?

—Es muy raro que un indio merodee entre las tumbas. Aunque siempre están dispuestos a matar y no les importa demasiado la manera de hacerlo, por lo general se contentan con la cabellera, salvo cuando les hierve la sangre y están llenos de ira. Pero cuando el espíritu ha abandonado el cuerpo, olvidan su animosidad y dejan de buen grado que los muertos descansen en paz. Y a propósito, comandante, ¿sois vos de los que piensan que el cielo que espera a los pieles rojas es el mismo que nos espera a nosotros los blancos?

—Sin duda, sin duda. Creo que he vuelto a oírlo… ¿O es el rumor de las hojas en la copa de aquella haya?

—Por lo que a mí se refiere —continuó Hawkeye, volviendo la cara con despreocupación hacia el sitio indicado por Heyward—, estoy convencido de que el Paraíso ha sido concebido para nuestra felicidad, y de que los hombres acceden a él según sus disposiciones y sus méritos. Creo, pues, que un piel roja está en lo cierto cuando piensa encontrar allá esos magníficos campos de caza de los que hablan sus tradiciones; y no me parece que sea motivo de menosprecio el que un hombre como yo se dedique…

—¡Ahí suena otra vez! ¿No lo habéis oído? —le interrumpió Duncan.

—Sí, claro. Cuando el alimento escasea, y también cuando abunda, el lobo se hace temerario —le interrumpió el explorador, impasible—. Pero volviendo a la vida futura, comandante, he oído decir a los predicadores que el Cielo es un lugar de descanso. Claro que cada uno tiene su idea acerca de cómo disfrutarlo. A mí, y lo digo con todo respeto para las disposiciones de la Providencia, no me proporcionaría ningún placer, habituado como estoy a deambular por los bosques y a la caza, permanecer encerrado en esas mansiones celestiales de las que tanto hablan los predicadores.

Duncan, que por fin había comprendido la naturaleza de los ruidos que oía, puso más atención en el tema propuesto por el explorador, y le respondió:

—Es difícil prever nuestros sentimientos a la hora de afrontar ese último gran cambio.

—Será, en efecto, un gran cambio para un hombre como yo, que ha pasado toda la vida al aire libre —repuso el explorador con ingenuidad—, y que con tanta frecuencia ha atravesado las aguas del alto Hudson para dormir cerca de los terribles mohawks. De todos modos, satisface saber que servimos a un Señor tan considerado, aunque cada uno lo haga a su manera. ¿Qué ha sido eso?

—¿No son los lobos, como habíais dicho?

Hawkeye negó lentamente con la cabeza e instó a Duncan a que le siguiese a un lugar próximo donde no llegaba el resplandor de la hoguera. Tomada esta precaución, adoptó una actitud de extrema alerta y aguardó durante largo rato a que se repitiese el leve sonido que le había alarmado. Pero su vigilancia resultó inútil, y tras la infructuosa espera susurró al oído de Duncan:

—Llamaremos a Uncas. Los sentidos indios de ese muchacho captarán lo que los nuestros nunca percibirían; es algo a lo que un blanco de pura cepa ha de resignarse.

El joven mohicano, que conversaba con su padre en voz muy baja, se puso en pie al oír lo que parecía el lamento de un búho y miró hacia los oscuros terraplenes, como queriendo localizar con exactitud la procedencia de aquel sonido. Él explorador repitió su llamada, y poco después Duncan distinguió en la oscuridad la silueta de Uncas que se dirigía hacía ellos con sigilo.

Hawkeye le explicó sus deseos con pocas palabras, que fueron dichas en delaware. Tan pronto como Uncas hubo comprendido, se dejó caer al suelo cuan largo era y quedó completamente inmóvil, o al menos eso le pareció a Duncan. Sorprendido por la pasividad del joven guerrero e intrigado por el modo en que emplearía sus facultades para obtener la información deseada, Heyward avanzó unos pasos y se inclinó sobre la sombra que no había perdido de vista en todo el tiempo. Pero Uncas había desaparecido, y lo que él había estado vigilando no era sino la silueta de un desnivel en el terreno.

—¿Qué ha sido del mohicano? —le preguntó Heyward al explorador, mientras retrocedía perplejo—. Le he visto agazaparse aquí y hubiera jurado que no se había movido.

—¡Silencio! Hablad más bajo porque no sabemos qué oídos nos escuchan, y los mingos son gente muy despierta. Uncas ya está en el llano, dispuesto a demostrarles a los maquas, si es que hay alguno de ellos por aquí, que vale tanto como ellos.

—¿Creéis entonces que Montcalm no se ha llevado a todos sus indios? Avisemos a nuestros amigos entonces, para que se preparen. Somos cinco, y no será la primera vez que nos enfrentemos a un enemigo.

—Ni una sola palabra a ninguno de los dos si apreciáis en algo vuestra vida. Fijaos en el Sagamore, sentado junto al fuego como un gran jefe indio. Si hay algún bandido de esos oculto en la oscuridad, jamas adivinará por su expresión que hemos advertido el peligro.

—Pero si le descubren será su muerte. Se le ve demasiado bien a la luz de la hoguera, y eso le convertirá en la primera víctima y también en la más segura.

—Sin duda, tenéis razón —replicó el explorador, dejando traslucir una ansiedad poco frecuente en él—, pero ¿qué podemos hacer? Una sola mirada de inquietud puede desencadenar sobre nosotros un ataque antes de que estemos preparados para recibirlo. Chingachgook sabe ya, por la señal que le hice a Uncas, que estamos tras una pista. Así pues, le avisaré de que hay mingos cerca, y su instinto indio le dirá cómo debe portarse.

El explorador se llevó los dedos a la boca y produjo un sonido bajo y silbante, que obligó a Duncan a apartarse de un salto, convencido de que estaba junto a una serpiente. La cabeza de Chingachgook descansaba sobre una mano en actitud pensativa, pero, tan pronto como oyó el silbido de advertencia del animal cuyo nombre llevaba, se irguió, y sus ojos oscuros lanzaron a ambos lados una rápida mirada penetrante. Aquel movimiento, quizá involuntario, fue el único indicio de sorpresa o alarma. No tomó el rifle, que yacía cerca de él, ni recogió el , que le había caído al suelo al aflojarse el cinturón para estar más cómodo. Pareció relajarse; volvió a asumir su postura anterior, aunque cambiando la posición de las manos, como si solo las hubiera movido para que descansaran, y aguardó con una serenidad y una fortaleza de ánimo que solo podían encontrarse en un guerrero indio.

Pero Heyward advirtió que, aunque para unos ojos inexpertos el jefe mohicano parecía dormitar, sus fosas nasales estaban dilatadas, había inclinado hacia un lado la cabeza como para oír mejor y lanzaba miradas intensas y precisas a cuantos objetos estaban dentro de su campo de visión.

—¡Es digno de admiración! —murmuró Hawkeye, oprimiendo el brazo de Heyward—. Sabe que una mirada brusca o un movimiento cualquiera pueden desbaratar nuestros planes y ponernos a merced de esos rufianes…

Le interrumpieron el fogonazo y el abrupto estampido de un rifle. El lugar que miraba Duncan se llenó de chispas. Una nueva inspección le reveló que Chingachgook ya había desaparecido. El explorador había adelantado su rifle y esperaba la aparición de algún enemigo. Pero todo el ataque parecía resumirse en aquel atentado aislado contra la vida de Chingachgook. Una o dos veces creyeron oír el rumor de unos cuerpos que se deslizaban entre los arbustos lejanos, y poco después el explorador hacía notar a su compañero el ruido de una «desbandada de lobos», que huían precipitadamente al paso de un intruso por sus dominios. Tras una pausa de impaciente espera oyeron una zambullida en las aguas del lago, seguida de otro disparo de fusil.

—¡Es el rifle de Uncas! —exclamó el explorador—. Lo conozco mejor de lo que un padre conoce la voz de su hijo, porque lo llevé durante mucho tiempo antes de conseguir otro mejor.

—Pero ¿qué significa esto? —preguntó Duncan—. Se nos vigila, y parece que se quiere nuestra aniquilación.

—Podéis estar seguro de que no es nuestro bienestar lo que buscan. Pero esta vez no nos han hecho daño alguno —respondió el explorador, descansando el rifle sobre el brazo izquierdo y acercándose a Chingachgook, que en aquel momento regresaba al círculo de luz—. ¿Qué ocurre, Sagamore? ¿Se han organizado los mingos para seguirnos, o ha sido uno de esos reptiles que se rezagan cuando los suyos se retiran, para arrancar la cabellera a los muertos y presumir luego ante las mujeres de lo que han hecho a los rostros pálidos?

Con calma, Chingachgook volvió a ocupar su asiento. No respondió antes de haber examinado el leño de la hoguera que había recibido el disparo a él destinado, y cuando lo hizo fue levantando un solo dedo al tiempo que pronunciaba un monosílabo en inglés:

—Uno.

—Eso me parecía —replicó el explorador, sentándose también—, y como ha conseguido lanzarse al agua antes de que Uncas lo alcanzase, lo más probable es que ese maldito canalla vaya a contar sus mentiras acerca de una gran emboscada en la que estuvo a punto de caer cuando seguía la pista de dos mohicanos y un cazador blanco, porque los oficiales del ejército, en estos casos, no siempre se consideran dignos de mención. Bien está. Que cuente, que cuente. No faltará algún hombre honrado —los hay en todos los pueblos, aunque Dios sabe que escasean entre los maquas— que lo ponga en ridículo cuando presuma de lo que es incapaz de hacer. Pero el muy bribón te hizo oír el silbido de su bala, ¿eh, Sagamore?

Chingachgook dirigió otra mirada tranquila y despreocupada al lugar donde había ido a pasar el proyectil y se colocó en la misma posición que antes, con una serenidad que demostraba la escasa importancia que atribuía al incidente. En aquel preciso momento, Uncas entró en el círculo y se sentó al fuego con la misma actitud indiferente que su padre.

Heyward observó con admiración e interés todos estos movimientos. Le parecía que aquellos habitantes de los bosques contaban con medios de comprensión que se le escapaban. En lugar de incurrir en una narración prolija y más o menos exagerada, como habría hecho un joven blanco, respecto a lo que había ocurrido en la oscuridad del llano, el guerrero indio parecía contentarse con que los hechos hablaran por sí mismos. Es cierto que no era aquel el momento ni la hora de jactarse, y lo más probable es que, si Heyward no le hubiera interrogado, no se habría hablado más del asunto.

—¿Qué ha sido de nuestro enemigo, Uncas? —preguntó Duncan—. Oímos el disparo de tu rifle, y confiábamos en que hubieras acertado.

El joven jefe levantó el faldón de su cazadora y mostró la fatal mata de pelo que llevaba como símbolo de su victoria. Chingachgook se apoderó de ella y la observó por unos momentos con profunda atención. Por fin, dejándola caer con un gesto de desdén, exclamó:

—¡Oneida!

—Oneida —repitió el explorador, que se adelantó para examinar con gravedad el sangriento despojo—. ¡Por Dios! Si los oneidas están sobre nuestra pista, es como si nos siguieran los mismísimos diablos del infierno. Para un blanco no hay diferencia entre la cabellera de un indio y la de otro, pero ya veis, comandante, cómo el Sagamore afirma que procede de la cabeza de un mingo, y hasta nos dice de qué tribu era el pobre diablo con la misma facilidad que si lo leyese en un libro y cada pelo fuese una letra. ¿Qué derecho tienen los hombres blancos a jactarse de su sabiduría cuando un salvaje puede leer en un idioma que resultaría demasiado complicado para el más sabio de todos ellos? Y tú, muchacho, dinos. ¿A qué tribu pertenecía ese rufián?

Uncas levantó la vista para mirar la cara del explorador y respondió con voz tranquila:

—Oneida.

—Oneida, ¿eh? Cuando un indio afirma algo, lo más probable es que esté en lo cierto, pero si otro lo confirma hay que creerlo como si fuese el evangelio.

—El pobre desgraciado nos habrá tomado por franceses —dijo Heyward—; de lo contrario no habría atentado contra la vida de un amigo.

—¿Confundir con un hurón a un mohicano pintado con sus colores de guerra? Eso es tan imposible como que vos confundieseis el uniforme blanco de los granaderos de Montcalm con el rojo del Regimiento Real de América —replicó el explorador—. No, no. Esa víbora sabía muy bien lo que se hacía. Además, no tiene por qué asombrarnos; hay muy poco amor entre un mingo y un delaware, estén sus tribus de parte de un bando de los hombres blancos o del otro. Tanto es así que aunque guerreen a favor de su graciosa majestad, mi propio señor y amo, yo no dudaría mucho en enviarles un mensaje de mi si se cruzan en mi camino.

—Eso iría en contra de nuestros compromisos y sería indigno de vuestro carácter.

—Cuando un hombre se relaciona mucho con otro —continuó Hawkeye—, si uno es honrado y el otro también, la amistad entre ellos acaba surgiendo. Es cierto que la astucia de los blancos ha alterado las relaciones que existían entre las tribus, y ha hecho guerrear entre sí a gentes de la misma estirpe. Así tenemos a los hurones y a los oneidas arrancándose mutuamente las cabelleras, pese a hablar el mismo idioma, o al menos uno que se parece mucho, mientras los delawares se han dividido; unos pocos han permanecido a orillas de su río, reunidos en torno al fuego del consejo y luchando a favor de los mingos, mientras que la mayoría, por esa animosidad natural contra los maquas, está en el Canadá, dando lugar a toda esta confusión que contradice la armonía de la guerra. Pese a todo, la naturaleza india no cambia con la política. Así que el afecto que pueda haber entre un mingo y un mohicano merece tanta confianza como el que pueda existir entre un hombre y una serpiente.

—Lamento oír eso, porque yo creía que los nativos que vivían entre nosotros habían tenido ocasión de comprobar la justicia y la liberalidad de nuestro proceder, y estaban totalmente identificados con nuestra causa.

—Pues yo siempre he creído que lo natural era atender a nuestras propias disputas antes que a las de los demás. Fijaos en mí, por ejemplo. Amo la justicia y no debería odiar a los mingos, porque eso puede parecer impropio de mi religión y del color de mi piel, pero tengo que admitir que ha sido la oscuridad nocturna lo que ha impedido que mi contribuyese a la muerte de este oneida.

Y como si la fuerza de sus argumentos le hubiese dejado completamente satisfecho y los sentimientos del otro le resultasen indiferentes, el honrado pero implacable hombre de los bosques volvió la espalda al fuego, dando por terminada la disputa. Heyward, por su parte, se retiró hacia los bastiones, pues se encontraba demasiado inquieto y no le apetecía permanecer junto al fuego, donde a su modo de ver cabía la posibilidad de que se produjera otro ataque a traición. El explorador y los mohicanos continuaron donde estaban. Su instinto les había convencido de que el suceso no volvería a repetirse, porque había sido interpretado con exactitud. Ni uno solo de los tres parecía dudar de su seguridad, por lo que se dispusieron a celebrar consejo sobre lo que debían hacer a continuación.

La confusión entre las naciones y las tribus que había mencionado Hawkeye había alcanzado, en aquel preciso momento, su mayor auge. Los poderosos lazos del idioma y del origen común estaban en muchos casos rotos, y una de sus consecuencias era que los delawares y los mingos, como se llamaba a los pueblos de las Seis Naciones, luchaban en las mismas filas, mientras estos últimos intentaban arrancar las cabelleras de los hurones, aunque se creía que pertenecían a su misma estirpe. Incluso los delawares estaban divididos entre sí. Pese a que el amor por la tierra que había pertenecido a sus antepasados obligaba al Sagamore de los mohicanos, con un reducido grupo de los suyos, a continuar del lado del rey inglés, la mayoría de su nación figuraba entre los aliados de Montcalm. El lector sabrá probablemente, si es que no lo ha aprendido gracias a esta narración, que los delawares, o lenapes, pretendían ser los progenitores de aquellos pueblos numerosos que en otras épocas poblaron los estados orientales y del norte de América, y de los cuales los mohicanos eran una rama antigua y prestigiosa.

Así pues, era con un perfecto conocimiento de los intereses intrincados que habían obligado a los amigos a luchar entre sí y a los enemigos a combatir hombro con hombro, como el explorador y los mohicanos se disponían a orientar sus movimientos en medio de aquella marea de odios y tratados de amistad. Duncan conocía las costumbres indias lo suficientemente bien como para comprender por qué se añadía más leña al fuego y por qué los guerreros y Hawkeye se sentaban con tanta gravedad entre las ondulaciones del humo. Se colocó, pues, en un rincón de la fortaleza derruida desde donde dominaba la escena y, al tiempo que permanecía alerta ante cualquier posible peligro, se dispuso a aguardar con paciencia el resultado de aquella deliberación.

Tras una breve y significativa pausa, Chingachgook encendió una pipa, cuyo cazo había sido tallado en una de las piedras blandas del lugar y cuya caña era de madera, y empezó a fumar. Aspiró la fragancia durante largo rato y pasó la pipa al explorador. Cuando el instrumento hubo completado la ronda tres veces en medio del más profundo silencio, el Sagamore, que era el de más edad y jerarquía, propuso el tema a discutir con breves y sobrias palabras. Le replicó el explorador, y Chingachgook replicó a su vez cuando hubo escuchado las objeciones del otro. El joven Uncas seguía guardando un respetuoso silencio hasta que, por deferencia, Hawkeye le pidió su opinión. Heyward dedujo, a juzgar por los gestos de los participantes, que los mohicanos formaban un bando, defendiendo una misma propuesta, a la que el explorador se oponía. La discusión se avivó a medida que los oradores dejaban intervenir sus sentimientos en el debate.

Con todo, y pese a lo encendido de la discusión, la más correcta asamblea cristiana, incluso la formada por reverendos ministros, habría tenido mucho que aprender de la moderación y cortesía demostradas por aquellos oradores. Las palabras de Uncas eran escuchadas con la misma atención y respeto que los pronunciadas por su viejo y experimentado padre; lejos de mostrar impaciencia alguna, siempre dejaban pasar unos momentos en silencio antes de replicar, mientras reflexionaban sobre lo que acababa de decirse.

La palabras de los mohicanos iban acompañadas de gestos tan expresivos que Heyward encontraba muy pocas dificultades para seguir el hilo de su argumentación. La del explorador, en cambio, se le escapaba, seguramente porque este, al ser un hombre blanco, adoptaba la actitud fría y un tanto artificial común a tantos angloamericanos cuando están serenos. A juzgar por la frecuencia con que los indios se referían con sus gestos a los senderos del bosque, era evidente que proponían una persecución por tierra, mientras que la obstinación con que Heyward señalaba el Horican hacia suponer que prefería viajar a través de sus aguas.

Estaba ya a punto de ser derrotado por sus interlocutores cuando se irguió y, renunciando a su frialdad anterior, asumió el tono y la elocuencia de los indios. Levantó un brazo e, imitando el recorrido del sol, repitió el gesto tantas veces como días eran necesarios para llevar a cabo su propósito. A continuación trazó en el aire un camino largo y fatigoso, entre montañas y cursos de agua. La edad y la debilidad de Munro, todavía dormido, quedaron también de manifiesto, y Duncan advirtió que sus facultades tampoco merecían la confianza del explorador, que se refirió a él, mostrando la palma, como Mano Abierta, apodo que le habían dado los indios aliados para indicar su generosidad. Concluyó señalando la cabellera del oneida, y les urgió a partir inmediatamente y sin dejar rastro.

Los mohicanos le escucharon con gravedad. Sus semblantes reflejaban el influjo que las palabras del orador ejercían en ellos. Al fin quedaron completamente convencidos, y cuando ya el discurso de Hawkeye estaba a punto de terminar manifestaron su aprobación con exclamaciones. Uncas y su padre aceptaron, pues, la opinión del explorador, y renunciaron a su propio criterio con una franqueza y una sinceridad que, de ser representantes de alguna nación civilizada y poderosa, habría causado su ruina política, dándoles fama de inconsistentes.

Tan pronto como llegaron a un acuerdo, el debate anterior quedó olvidado. Sin prestar atención a la admiración que podía leerse en los ojos de sus oponentes, Hawkeye se tendió con cuidado junto a la lumbre mortecina de la hoguera y se dispuso a dormir.

Abandonados en cierto modo a sí mismos, los mohicanos, que tanto tiempo habían dedicado a resolver los problemas ajenos, se prestaron mutua atención. Chingachgook se desprendió de la actitud rígida y majestuosa propia de un jefe indio y habló a su hijo con un tono suave y jovial que expresaba su afecto. Uncas lo escuchaba con satisfacción. Antes de que la pesada respiración del explorador les anunciara que dormía, el comportamiento de ambos parientes había cambiado por completo.

Es inútil intentar la descripción de los tonos musicales del idioma indio cuando manifiesta unos sentimientos de afecto y alegría tan expresivos que se hacen inteligibles incluso para quienes nunca han oído ese lenguaje. Las voces, especialmente la del joven, tenían una cadencia maravillosa, y sus tonos variaban desde el bajo más profundo hasta alcanzar casi la suavidad de la voz femenina. Los ojos del padre seguían con evidente satisfacción los movimientos y gestos de su hijo, y nunca dejaba de sonreír en respuesta a la risa contagiosa del muchacho. Mientras se entregaba a estos sentimientos naturales, las facciones del Sagamore no mostraban rasgo alguno de ferocidad. Hasta sus pinturas de guerra parecían más un jocoso disfraz que un signo fatídico, destinado a aterrorizar al enemigo.

Tras pasar una hora entregados a estas demostraciones de afecto, Chingachgook expresó su deseo de dormir, cubriéndose hasta la cabeza con la manta y acostándose en el suelo desnudo. La actitud juguetona de Uncas cesó al instante. Dispuso las ascuas de la hoguera de modo que diesen calor a los pies de su padre y buscó también su precario lecho entre las ruinas.

Imbuido de la sensación de seguridad que le proporcionaba la actitud de aquellos hombres habituados a la lucha en los bosques, Heyward imitó su ejemplo, y antes de medianoche cuantos descansaban en el fuerte derruido parecían dormir tan profundamente como la inconsciente multitud cuyos huesos comenzaban ya a blanquear en la llanura vecina.

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