El último mohicano

Capítulo XXII

Capítulo XXII

B.— ¿Estamos todos reunidos?

Q.— Sí, sí… Y aquí tenemos un magnífico lugar para el ensayo.

S

El lector podrá imaginar, sin necesidad de que la describamos, la sorpresa de Heyward. Sus indios se habían convertido de improviso en animales cuadrúpedos; el lago, en un estanque de castores; la catarata, en una esclusa construida por roedores esforzados e ingeniosos, y el presunto enemigo, en su antiguo compañero David Gamut, el maestro de canto. La aparición de este último hizo renacer en Duncan tantas esperanzas respecto a las hermanas que, sin dudarlo, dejó su escondite y corrió a reunirse con los otros dos.

La risa de Hawkeye tardó en calmarse. Sin miramientos y con cierta rudeza hizo girar sobre sus talones al dócil Gamut, mientras repetía una y otra vez que los indios hurones lo habían disfrazado de un modo excelente. Le cogió la mano, se la estrechó con fuerza hasta hacerle saltar las lágrimas y le deseó con jovialidad toda suerte de venturas en su nueva y primitiva condición.

—Estabais a punto de iniciar vuestros ensayos de canto con los castores, ¿no es cierto? —dijo—. Estos animalitos tan listos tienen ya aprendida media lección; de momento, saben llevar el compás golpeando el agua con sus colas, como ahora mismo podéis oír. Han hecho bien en lanzarse al agua, porque estaba impaciente por dar buena cuenta de ellos. He conocido a muchas personas que, aunque saben leer y escribir, son menos inteligentes que un viejo castor. Pero, en lo que a la música se refiere, esas pobres bestias no tienen el menor talento. ¿Qué pensáis, por cierto, de este canto?

Hawkeye imitó el graznido de un cuervo. Al instante, David se cubrió con las manos sus sensibles oídos y Heyward miró involuntariamente hacia arriba, como si buscara un pájaro en el cielo.

—Mirad —continuó riéndose el explorador y señalando a los mohicanos, que ya se acercaban en respuesta a la estridente señal—. Mi canto tiene la curiosa virtud de atraer a unos amigos bien armados que nos serán de gran ayuda. Pero basta de chanzas. Ya vemos que vos estáis a salvo. ¿Qué ha sido de las dos jóvenes?

—Están cautivas de los infieles —dijo David—, y, aunque sus mentes se encuentran muy afectadas, sus personas disfrutan de una relativa seguridad.

—¿Las dos? —preguntó Heyward, angustiado.

—Las dos. Aunque nuestro viaje ha sido duro y nuestros alimentos escasos, la única privación grave que hemos sufrido ha sido la de nuestra voluntad, que soporta mal la idea de padecer cautiverio en tierras lejanas.

—¡Dios te bendiga por tus palabras! —exclamó Munro, tembloroso—. ¡Podré recuperar a mis hijas sin mancha, tal como eran cuando las perdí!

—No creo que su liberación pueda considerarse próxima —replicó David, dubitativo—. El jefe de esos indios está poseído por un espíritu diabólico que, a mi entender, solo Dios puede doblegar. Yo he intentado por todos los medios influir en él, pero es inmune por igual a la música y a las palabras.

—¿Dónde está ese rufián? —interrumpió con brusquedad el explorador.

—Hoy anda por ahí cazando el alce con sus hombres. Y mañana, según tengo entendido, se adentrará más en estos bosques y se acercará a la frontera del Canadá. La mayor de las dos hermanas está en el poblado de una tribu vecina, al otro lado de aquella montaña negra y rocosa. La más joven permanece con las mujeres de los hurones, cuyo campamento está a unas dos millas escasas de aquí, en una meseta donde el fuego ha actuado como las hachas, destruyendo y arrasando el bosque.

—¡Alicia, pobre Alicia! —exclamó Heyward—. ¡Ha perdido el consuelo de la compañía de su hermana!

—Así ha sido, en efecto; pero, en la medida en que las oraciones y los salmos de acción de gracias alivian al espíritu afligido, no ha sufrido demasiado.

—Entonces, ¿siente inclinación por la música?

—Por la música más grave y solemne. Aunque debo reconocer que, pese a todos mis esfuerzos, la joven llora con más frecuencia que sonríe. Cuando la veo entristecida, prefiero abstenerme de entonar los salmos. Pero hemos tenido muchos momentos de diversión, como cuando advertimos que los salvajes se quedaban asombrados con los tonos cambiantes de nuestras voces.

—¿Y cómo es que os permiten ir por ahí, sin vigilaros?

Antes de responder, los rasgos de David adoptaron una expresión de sencilla humildad.

—De poco puede vanagloriarse un gusano como yo. Mis salmos sirvieron de bien poco en aquella llanura sangrienta donde estuvimos, pero ahora han recuperado su influencia incluso sobre el alma de los herejes, y por ello me permiten ir y venir libremente.

El explorador rio de buena gana, mientras con un dedo se daba golpes ligeros y repetidos en la frente.

—Los indios respetan a quienes, en su opinión, están fuera de sus cabales. Pero ¿por qué estando en libertad y conociendo el camino no volvisteis sobre vuestros pasos y fuisteis a informar al fuerte Edward?

Pensando solo en sus propias cualidades y en su experiencia, el explorador no advertía que David nunca habría podido realizar semejante hazaña; pero este, sin perder del todo su aire de humildad, se contentó con responder:

—Aunque mi alma se habría alegrado volviendo al seno de la cristiandad, mis pies preferían continuar en compañía de los tiernos espíritus que se me habían confiado, incluso a costa de ir con ellos hasta el Canadá, esa idólatra provincia de los jesuitas. Todo antes de abandonar a esas jóvenes en la desgracia y en el cautiverio.

Si bien el lenguaje de David resultaba a veces un tanto confuso, la expresión sincera y firme de su mirada y su semblante honesto no podían pasar desapercibidos. Uncas se le acercó y le observó admirado, y su padre manifestó su aprobación con la exclamación acostumbrada. El explorador agitó la cabeza y dijo:

—El Señor nunca quiso que el hombre cultivara solo el don de la voz, en perjuicio de otros mejores; pero este infeliz debió de caer en manos de alguna mujer bastante tonta siendo niño, con lo que perdió la oportunidad de adquirir una buena educación bajo el cielo azul y entre las bellezas del bosque. En fin, amigo, tenía intención de encender el fuego alguna vez con este enojoso artilugio vuestro, pero, en vista de que lo apreciáis tanto, tomadlo y soplad con él lo mejor que podáis.

Con una expresión de placer tan intensa como le permitían sus graves funciones. Gamut recibió su diapasón. Tras comprobar su estado repetidamente, se convenció de que ninguna de sus notas había perdido cualidades, y entonó algunos versos de uno de los salmos más largos que figuraban en el pequeño volumen tantas veces mencionado.

Heyward no tardó en interrumpir tan piadoso ensayo, continuando sus preguntas sobre la situación pasada y presente de las cautivas, de una manera más sistemática de la que hasta entonces le habían permitido sus sentimientos. Sin dejar de dirigir tiernas miradas a su instrumento recién recuperado, David se vio obligado a contestar, sobre todo cuando el venerable anciano intervino en el interrogatorio, con un interés que no podía ser ignorado. También el explorador aprovechó la ocasión para hacer las preguntas pertinentes, y de esta forma, y pese a las frecuentes interrupciones de los sonidos amenazadores que David extraía de su instrumento, los perseguidores consiguieron enterarse de cuanto podía serles útil en su propósito: el rescate de las dos hermanas. El relato de David fue sencillo, y pocos los hechos que refirió.

Magua había aguardado en las montañas hasta que se le presentó la ocasión de retirarse. Descendió y marchó a lo largo de la orilla occidental del Horican, en dirección al Canadá. La familiaridad del astuto salvaje con los senderos del bosque y su convicción de que nadie le seguiría en aquellos primeros momentos les permitieron avanzar sin prisas ni fatigas. A juzgar por las palabras del propio David, su propia presencia había sido más tolerada que deseada, aunque ni siguiera Magua era totalmente ajeno a esa veneración que los indios sienten por aquellos cuyas mentes has sido visitadas por el Gran Espíritu. Durante la noche se habían tomado toda clase de medidas, tanto para proteger a las cautivas de la humedad de los bosques como para evitar su huida. Cuando llegaron al manantial soltaron los caballos, como hemos visto, y, pese a que no había razón para suponer la proximidad de sus perseguidores, recurrieron a los trucos mencionados para que nadie pudiese acceder a su campamento. Al llegar a este, y obedeciendo una arraigada costumbre. Magua separó a sus prisioneras. Cora fue enviada a una tribu que temporalmente ocupaba un valle cercano, a la que David no pudo identificar por su ignorancia sobre las costumbres y la historia de los nativos. Solo sabía que sus miembros no habían participado en la expedición contra el fuerte William Henry, pese a ser, como los hurones, aliados de Montcalm, y que mantenían una relación amistosa, aunque vigilante, con las gentes de Magua.

Los dos mohicanos y el explorador escucharon con interés creciente el relato impreciso, que a menudo interrumpían con sus preguntas. David hablaba de la tribu que se había hecho cargo de Cora cuando Hawkeye inquirió bruscamente:

—¿Os fijasteis en sus cuchillos? ¿Eran de fabricación inglesa o francesa?

—No había lugar en mis pensamientos para esas nimiedades. Solo pensaba en consolar a las pobres jóvenes.

—Quizá llegue el momento en que el cuchillo de un indio no os parezca una nimiedad —replicó el explorador, con un gesto de impaciencia ante las limitaciones del otro—. ¿Sabéis si habían celebrado ya su fiesta de la cosecha o podéis decirnos algo de sus tótems?

—El grano era abundante. Lo tomábamos con leche, lo que resultaba grato al paladar y reconfortante para el estómago. En cuando a los que me preguntáis sobre el tótem, no sé a qué os referís. Pero si es algo relacionado con la música de los indios, no vale la pena preguntar por ello. Nunca se reúnen para cantar juntos a la gloria de Dios, y estoy seguro de que no hay pueblo menos religioso.

—Os equivocáis respecto a los indios. Hasta los mingos adoran al Dios verdadero y único. Esa es una de las muchas mentiras urdidas por los blancos, y lo digo para vergüenza de mi raza. Es cierto que a veces se alían con el diablo, como quien lo hace con un enemigo a quien no se puede vencer. Pero siempre miran hacia arriba en busca del favor y la asistencia del Gran Espíritu.

—Puede que así sea —dijo David—, pero yo he visto entre ellos imágenes extrañas y fantásticas, pintadas por ellos mismos, a las que prestaban gran reverencia, en especial a una que era más horrorosa y repugnante que las demás.

—¿Era una serpiente? —preguntó de inmediato el explorador.

—Casi. Tenía la apariencia de una tortuga inmunda.

—¡Uugh! —exclamaron al unísono ambos mohicanos, mientras el explorador movía la cabeza, como quien acaba de hacer un descubrimiento importante pero desagradable. Chingachgook habló en el lenguaje de los delawares, con una calma y una dignidad que atrajo en seguida la atención incluso de quienes no podían comprenderle. Sus gestos eran elocuentes, y a veces hasta enérgicos. En una ocasión levantó un brazo, y al bajarlo el manto con que se cubría le resbaló del hombro, dejando al descubierto un dedo que reposaba sobre su pecho, como si con ese gesto pretendiera subrayar la fuerza de sus palabras. Los ojos de Duncan siguieron el movimiento y advirtieron que el animal recién mencionado estaba representado, con líneas azules algo desvaídas, en el pecho atezado del jefe. Cuanto había oído sobre la violenta separación de las vastas tribus de los delawares acudió de golpe a su memoria. Aguardaba con impaciencia el momento de hablar, pero el explorador se le anticipó, diciendo:

—Acabamos de averiguar algo que puede favorecernos o perjudicarnos, según el Cielo disponga. El Sagamore pertenece a la estirpe de los delawares, y es el gran jefe de sus Tortugas. Gentes de su linaje están entre los indios de que habla nuestro cantor. Lástima que no haya desarrollado otras habilidades, porque podría decirnos el número de guerreros que hay en esa tribu. Se trata, en cualquier caso, de un juego peligroso, porque el amigo que se distancia de uno tiene a veces intenciones peores que el enemigo que siempre anduvo a la caza de nuestras cabelleras.

—Explicaos mejor —le pidió Duncan.

—Es una historia larga y triste en la que me gusta muy poco pensar, porque no puede negarse que en ella los blancos fuimos los mayores culpables. El resultado fue que los de unos indios se volvieron contra sus hermanos, e hizo que los mingos estuvieran del mismo lado que los delawares.

—Entonces, ¿creéis que son delawares quienes retienen a Cora?

El explorador afirmó con la cabeza, aunque parecía deseoso de abandonar un tema que le resultaba molesto. Impaciente, Duncan hizo varias propuestas apresuradas para conseguir la liberación de las dos hermanas. Munro pareció desprenderse de su habitual apatía y escuchó los alocados planes del joven con una deferencia impropia de sus cabellos grises y de sus muchos años. Pero el explorador, tras dejar que el joven enamorado se desfogase, supo convencerle de lo absurdo de su precipitación en un asunto que requería serenidad y perspicacia.

—Convendría —añadió— dejar que este hombre volviese junto a las hermanas, ya que puede entrar y salir del campamento a su voluntad. Les avisaría de nuestra llegada y se quedaría allí hasta que, mediante alguna señal, lo llamásemos para consultarle. ¿Podríais distinguir el graznido del cuervo del silbido de la chotacabras?

—La chotacabras es un ave muy agradable —respondió David—, de trinos suaves y melancólicos, aunque mal acompasados.

—Ha debido de confundirlo con algún otro pájaro —dijo el explorador—; pero en fin, poco importa; puesto que os gusta ese silbido, será vuestra señal. Recordad: cuando oigáis el silbido de la chotacabras tres veces seguidas, iréis hacia la parte del bosque donde se supone que el pájaro…

—¡Un momento! —le interrumpió Heyward—. Yo le acompañaré.

—¡Vos! —exclamó Hawkeye, perplejo—. ¿Tan pronto os habéis cansado de ver cómo el sol sale y se pone?

—Lo que le ha sucedido a David nos demuestra que hasta los hurones pueden ser compasivos.

—Le tomaron por loco gracias a sus habilidades.

—También yo puedo hacerme el loco, el tonto o el héroe. Estoy dispuesto a hacer cuanto pueda por rescatar a mi amada. No pongáis más objeciones. Ya lo he decidido.

Hawkeye contempló al joven durante un momento, con un asombro que le impedía hablar. Pero Duncan, que hasta entonces había aceptado dócilmente colocarse a disposición del otro, en reconocimiento a su mayor talento y experiencia, asumió la autoridad con energía. Hizo un gesto con la mano, que indicaba hasta qué punto le molestaba cualquier reticencia, y, con un lenguaje más moderado, continuó:

—Tenéis los medios para disfrazarme: cambiadme, pintadme si queréis. Haced conmigo lo que os plazca, convertidme en un tonto.

—No soy yo quién para corregir al Creador —murmuró el explorador, disconforme—. Cuando enviáis a vuestras tropas a la guerra, ¿tomáis al menos la precaución de darles contraseñas y asignarles puntos de reunión, para que quienes luchan a vuestro lado sepan dónde y cuándo pueden encontrar ayuda?

—Escuchad —le interrumpió Heyward—. Este fiel seguidor de las prisioneras nos ha informado de que los indios pertenecen a dos tribus diferentes, si no a dos naciones distintas. Una de las damas, la que vos llamáis «la de los cabellos oscuros», está con una rama de las delawares, mientras que la otra, la más joven, se encuentra con nuestros irreconciliables enemigos, los hurones. A mí, por mi edad y mi rango, me corresponde liberar a esta última. Mientras vos negociáis con nuestros amigos para rescatar a una de las hermanas, yo liberaré a la otra, o moriré.

El espíritu combativo del joven brillaba en sus ojos, y se imponía con fuerza. Demasiado acostumbrado a las artimañas de los indios como para no prever los peligros de aquel intento, Hawkeye no sabía cómo oponerse a una decisión tan repentina. Quizá había en aquella proposición algo que coincidía con su esforzada naturaleza. Su afición a las aventuras arriesgadas había crecido con los años, hasta tal punto que el azar y los peligros se habían convertido para él, en cierta medida, en estímulos necesarios para disfrutar de la vida. En lugar de continuar oponiéndose al proyecto de Duncan, el explorador acabó ofreciéndose a colaborar en su realización.

—Venid —dijo, sonriendo con buen humor—. ¡Cuando se lleva a abrevar a un ternero hay que ir delante de él, y no detrás! Chingachgook conoce el arte de la pintura tan bien como la mujer de cierto ingeniero jefe que conozco, que copia la naturaleza en hojas de papel, haciendo que las montañas parezcan montones de heno y que el cielo esté al alcance de la mano. Sentaos en este tronco. Apostaría mi vida a que, en un santiamén, el Sagamore os convertirá en un tonto tan perfecto que nada podréis objetar.

Duncan obedeció, y el mohicano, que había escuchado la discusión, se dispuso a realizar su obra. Diestro en todas las artes de su raza, pintó, con gran rapidez y habilidad, las sombras fantásticas que los nativos consideraban indicio seguro de una disposición jovial y amistosa. Se abstuvo, en cambio, de destacar aquellos rasgos que podían sugerir una inclinación secreta por la guerra. En pocas palabras, sacrificó todo signo belicoso a la mascarada del bufón. Gentes así no eran raras entre los indios, y como Duncan vestía ropas que ya de por sí parecían un disfraz y conocía muy bien el francés, existían motivos para suponer que podría pasar fácilmente por un cómico o un charlatán de Ticonderoga de visita por las tribus amigas.

Cuando estuvo suficientemente pintarrajeado, el explorador procedió a darle consejos amistosos. Establecieron un código de señales y designaron un lugar donde debían reunirse si ambos tenían éxito. La separación entre Munro y su joven amigo fue menos alegre, aunque el primero la aceptó con una indiferencia que, de haberse encontrado en mejor situación, su cálida y noble naturaleza no habría consentido, Hawkeye llevó aparte a Heyward y le comunicó su intento de dejar al veterano coronel a cargo de Chingachgook, mientras él y Uncas se dirigían al campamento de aquellos indios que parecían ser delawares, para proseguir sus investigaciones. Repitió sus consejos y advertencias, y concluyó diciendo, con una cordialidad que no pudo menos que conmover a Duncan:

—¡Que Dios os bendiga! Me habéis demostrado que tenéis el talante propio de los jóvenes de sangre ardiente y gran corazón. Pero no olvidéis los consejos de un hombre de experiencia. Tendréis que demostrar mucho coraje, y un ingenio más agudo que el que enseñan los libros si queréis burlar o vencer a un mingo. ¡Dios os bendiga! Y si los hurones se apoderan de vuestra cabellera, confiad en la promesa de un hombre, a quien respaldan dos buenos guerreros, de que hará cuanto pueda por vengaros, haciéndoles pagar cara su victoria. Tenedlo en cuenta: para vencer a esos rufianes, a veces hay que hacer cosas que a un hombre blanco le pueden parecer indignas.

Duncan estrechó con calor la mano de su valioso amigo. Le encomendó una vez más a su anciano compañero, y tras desearle también buena suerte se volvió hacia David, que le aguardaba. Hawkeye se quedó unos momentos contemplando con admiración al valeroso joven. Luego movió la cabeza, dubitativo, y se adentró con su propio grupo en la espesura.

La ruta que emprendieron David y Duncan atravesaba el claro de los castores y pasaba por la orilla del estanque. Cuando Heyward se encontró solo con alguien tan sencillo y tan poco preparado para ayudarle en un momento decisivo, intuyó las dificultades que iba a encontrar en la misión que él mismo se había asignado. La luz mortecina del atardecer aumentaba el aire siniestro de aquellos bosques que se extendían por todos lados, y había incluso un elemento de terror en la calma de aquellas pequeñas construcciones, que él sabía densamente pobladas. Le sorprendió comprobar, al ver de cerca las admirables estructuras y apreciar las precauciones tomadas por sus sagaces habitantes, que hasta las bestias de aquella región poseían un instinto casi comparable con su propia inteligencia, y pensó con ansiedad en la lucha desigual a la que se había lanzado. Evocó la imagen resplandeciente de Alicia y su necesidad de socorro, y los peligros que corría la joven le hicieron olvidar los suyos. Animó a David y avanzó con el paso vigoroso de la juventud.

Tras rodear el estanque se apartaron del arroyo y discurrieron por una ligera elevación, que sobresalía en aquellas tierras bajas. Media hora después llegaron a otro claro que parecía haber sido abierto también por los castores, y que estos habían abandonado, obligados quizá por algún accidente, para trasladarse al lugar que ahora ocupaban. Duncan se detuvo antes de abandonar el amparo del sendero boscoso, como un hombre que se dispone a hacer acopio de energías, antes de emprender una aventura para la que sabe que va a necesitarlas. Aprovechó la momentánea interrupción para observar detenidamente el paraje.

Al otro extremo del claro, y cerca de un lugar donde el arroyo caía entre las rocas desde un nivel superior, había cincuenta o sesenta construcciones de troncos, ramas y barro. Estaban colocadas sin orden alguno, y al construirlas no se había tenido en cuenta ningún criterio estético. Duncan quedó sorprendido al ver que eran muy inferiores a las de los castores. Poco después, y a la escasa luz del atardecer, distinguió unas veinte o treinta figuras, que aparecían entre la alta hierba que crecía ante las construcciones, para desaparecer otra vez como si se las tragara la tierra. Los breves atisbos que tenía de ellas le hacían pensar más en espíritus o en criaturas sobrenaturales que en seres de carne y hueso. Una forma desnuda blandía sus armas con un gesto salvaje; se esfumaba y aparecía de pronto en otro punto, o era sustituida por otra igualmente enigmática. David llamó su atención con un comentario:

—Hay mucha tierra fértil sin cultivar en estos lugares —elijo—, y puedo añadir, sin vanagloriarme, que durante mi corta estancia en estas tierras he sembrado buena cantidad de grano.

—Los habitantes de los bosques prefieren la caza al trabajo de la tierra —contestó distraído Duncan, sin dejar de mirar lo que le causaba tanto asombro.

—Hay más satisfacción que trabajo para el espíritu en cantar alabanzas al Señor; pero estos muchachos desperdician sus dones. Nunca había encontrado seres con tan buenas cualidades para el canto, que al mismo tiempo lo desdeñaran hasta tal punto. Tres noches llevo aquí y tres veces he intentado que cantaran los salmos conmigo, pero solo he conseguido que me respondan con gritos y alaridos.

—¿De quiénes estáis hablando?

—De esos hijos del demonio, que pierden un tiempo precioso en bailes infernales. ¡Qué pocos conocen el valor de la autodisciplina y el del dominio de las pasiones! No deja de ser curioso que la Providencia baga recaer sus dones sobre estos desgraciados infieles.

David se llevó las manos a los oídos para no escuchar el griterío de los indios jóvenes, que en aquel momento les llegaba a través del bosque. Duncan contrajo los labios, como para mofarse de sus propias supersticiones, y dijo:

—Sigamos.

Sin dejar de cubrirse los oídos, David obedeció, y juntos continuaron hasta lo que el maestro cantor llamaba «las tiendas de los filisteos».

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