Capítulo XXVI
Capítulo XXVI
B.— Dejadme representar a mí también el papel del león.
S
Pese a su inquebrantable resolución, Hawkeye era perfectamente consciente de las dificultades y peligros que iba a afrontar. Mientras regresaba al campamento, su mente siempre inquieta forjaba planes para contrarrestar la astucia de sus enemigos, que en muchos sentidos era equiparable a la suya. Solo el color de su propia piel le había llevado a respetar las vidas de Magua y del hechicero, que podrían haber sido las primeras víctimas sacrificadas para su propia seguridad, de no haber creído que un acto semejante, aunque aceptable según la moral india, era impropio de quien, como él, se jactaba de la pureza de su sangre. En consecuencia, prefirió seguir confiando en las cuerdas y en los ligamento con que había atado a sus cautivos y se encaminó directamente al centro del campamento.
A medida que se aproximaba a las chozas sus pasos se hicieron más precavidos, y su ojo avizor redobló la vigilancia. Un poco apartada de las otras había una choza de aspecto abandonado. Parecía como si su construcción se hubiera interrumpido, quizá por falta de madera o de agua. Pero a través de las juntas se filtraba una luz interior, prueba de que pese a su mal estado la choza estaba ocupada. El explorador se acercó a ella como un general prudente que, antes de ordenar el ataque principal, quisiera inspeccionar las posiciones del enemigo.
Adoptando una postura propia del animal cuya piel vestía, se arrastró hasta una pequeña abertura desde la que podía atisbar el interior, y descubrió, sorprendido, que aquel era el refugio elegido por David Gamut para encerrarse con todas sus lamentaciones, sus temores y su abnegada fe en la Providencia. En el preciso momento en que los ojos del explorador se posaron en su desgarbada figura, el cantor reflexionaba sobre el oso.
Aunque David creía con firmeza en los antiguos milagros, le costaba aceptar la intervención de las fuerzas sobrenaturales en el mundo moderno. En otras palabras, aunque creía a pies juntillas en la habilidad del asno de Balaam para hablar, no estaba dispuesto a creer en la existencia de un oso cantor. Sin embargo, lo había escuchado con sus propios oídos. Había algo en su actitud que, a los ojos del explorador, era indicio del desconcierto de su mente. David estaba sentado en un montón de hojarasca, del que de cuando en cuando extraía unas ramas para alimentar una pequeña hoguera, y descansaba la cabeza en una mano, en actitud melancólica. Su atuendo no había variado gran cosa desde la última vez que lo describimos, salvo porque se cubría la cabeza desnuda con un casquete de piel de castor, que no resultaba lo bastante atractivo como para suscitar la codicia de sus captores.
El astuto Hawkeye, que recordaba la manera apresurada en que David había abandonado su puesto al lado de la enferma, sospechaba cuál podría ser el tema de tan solemne meditación. Tras dar la vuelta a la choza y asegurarse de que el cantor estaba solo y de que su mismo carácter mantendría alejados a los visitantes inoportunos, se decidió a entrar y se presentó ante el asombrado Gamut. Se sentó frente a él, con el fuego de por medio, y transcurrió casi un minuto, durante el cual ambos se miraron sin decir nada. La brusca sorpresa y su naturaleza constituían una prueba demasiado dura, no diremos para la filosofía, pero sí para la fe de David. Buscó con torpeza su diapasón y se levantó con la confusa intención de practicar un exorcismo musical.
—¡Oscuro y misterioso monstruo! —exclamó, mientras con manos temblorosas se ajustaba las gafas y buscaba el libro de los salmos, su recurso habitual en situaciones en apuro—. Ignoro vuestra naturaleza y vuestras intenciones; pero si os proponéis atacar a la persona y los derechos de uno de los más humildes servidores del templo, escuchad el inspirado lenguaje de Israel, y arrepentíos.
El oso agitó sus abultados costados, y una voz muy conocida replicó:
—Poned el arma musical a un lado y moderad la voz. Solo cinco palabras en inglés serían tan peligrosas en este momento como toda una hora de charla.
—¿Quién sois? —preguntó David, incapaz de cumplir con su propósito inicial y casi sin aliento.
—Un hombre como vos, por cuyas venas, como por las vuestras, no corre sangre de osos o de indios. ¿Ya habéis olvidado quién os devolvió el maldito instrumento que tenéis en la mano?
—¿Pueden ocurrir estas cosas? —replicó David, algo más tranquilo, aunque sin comprender todavía—. He visto muchas maravillas durante mi estancia entre los herejes, pero ninguna tan asombrosa como esta.
—¡Vamos, vamos! —replicó el explorador, desprendiéndose del disfraz que le cubría para convencer definitivamente a su compañero—. Mirad esta piel que, aunque no es tan blanca como la de las doncellas, solo debe su tinte rojizo a los vientos y al sol. Pero hablemos de asuntos más importantes.
—Decidme antes qué ha sido de la muchacha y del joven que la buscaba con tanta bravura —le interrumpió David.
—Ya están a salvo de los de estos rufianes. Y vos, ¿podéis ayudarme a encontrar a Uncas?
—El joven mohicano está prisionero, y mucho me temo que se ha decretado su muerte. Lamento que alguien con tantos dones deba morir en la ignorancia, y he buscado un himno divino…
—¿Podéis guiarme hasta él?
—No es difícil —respondió David, titubeando—, pero me temo que vuestra presencia aumentará su infortunio en vez de mitigarlo.
—Ni una palabra más. Llevadme hasta él —replicó Hawkeye, volviendo a colocarse la cabeza de oso y abandonando la choza para dar ejemplo.
Mientras caminaban, el explorador comprendió que David tenía acceso a Uncas valiéndose del privilegio que le concedía su aparente locura, y también gracias al favor de uno de los guardianes que, como hablaba un poco de inglés, había sido elegido por David para ser convertido. Hasta qué punto el hurón conocía las piadosas intenciones de su nuevo amigo es algo que no sabemos. Pero la atención exclusiva es tan halagadora para el salvaje como para la persona más civilizada, y en este caso había producido el efecto mencionado. Es innecesario reproducir aquí la habilidad con que el explorador averiguó estas circunstancias interrogando al simplón de David, y tampoco nos extenderemos sobre las instrucciones que le dio una vez informado de todos los detalles, porque en el curso de la narración todo quedará suficientemente claro para el lector.
La choza en que habían confinado a Uncas se alzaba en el centro mismo del campamento, de modo que quizá ofrecía más dificultades que ninguna otra para acercarse o salir de ella sin ser visto. Pero Hawkeye no pretendía esconderse. Aprovechando el disfraz y su habilidad para sustentar aquel papel, había decidido optar por la vía más simple y directa. El momento elegido, sin embargo, le ofrecía algo de esa protección que tanto parecía desdeñar. Los niños dormían en un sueño profundo, y todas las mujeres y la mayoría de los guerreros se habían retirado a sus alojamientos para descansar. Solo cuatro o cinco indios permanecían junto a la puerta de la choza donde estaba Uncas, vigilándolo estrechamente.
A la vista de Gamut y de uno de los conocidos disfraces del más distinguido de sus hechiceros, se hicieron a un lado para dejarles paso. Sin embargo, no dieron muestras de querer alejarse, sino al contrario, ya que las extrañas ceremonias que podían tener lugar con motivo de aquella visita eran un motivo adicional para permanecer allí. A causa de la total incapacidad del explorador para dirigirse a los hurones en su propia lengua, la conversación tenía que recaer por completo en David. Pese a su simplicidad, este hizo justicia a las instrucciones recibidas, y estuvo a la altura de las mayores expectativas de su profesor.
—¡Los delawares son mujeres! —exclamó David en inglés, dirigiéndose precisamente al salvaje que podía entenderle—. Los ingleses, mis necios compatriotas, han olvidado la condición de sus aliados y les han dicho que desentierren el para combatir a sus padres del Canadá. ¿Desea mi hermano oír a reclamando sus faldas y verle llorar ante los hurones?
La exclamación de «¡Uuugh!», pronunciada como una afirmación, puso de manifiesto el placer que le producía al salvaje la perspectiva de ver en situación de debilidad a un enemigo tan odiado y temido.
—Pues bien, apartaos un poco, y el hechicero soplará un encantamiento sobre el perro mohicano. ¡Decídselo a mis otros hermanos!
El hurón explicó a los demás salvajes lo que David se proponía, y ellos le escucharon con esa satisfacción con que los espíritus no civilizados acogen las muestras de crueldad. Se apartaron un poco de la puerta e indicaron al falso hechicero que entrase. Pero el oso, en vez de obedecer, se mantuvo en su sitio y gruñó.
—El hechicero teme que sus encantamientos alcancen a mis hermanos, y que también ellos pierdan su valor —continuó David—. Deben alejarse un poco más.
Los hurones, para quienes aquella calamidad era la mayor desgracia imaginable, retrocedieron en grupo hasta un lugar desde donde nada podían oír, pero desde el que controlaban la entrada de la choza. Entonces, como satisfecho de su seguridad, el explorador se decidió a entrar. Dentro de la choza, que solo albergaba al prisionero, reinaban el silencio y una penumbra mitigada solo por los rescoldos de un fuego, que había sido utilizado para cocinar.
Uncas estaba recostado en un rincón distante, con los pies y las manos atados con ligamentos que se le hundían en la piel. Cuando aquel animal temible apareció ante él, el joven mohicano no se dignó dirigirle una sola mirada. El explorador, que había dejado a David en la puerta para asegurarse de que no eran observados, consideró prudente conservar de momento el disfraz. Así pues, en lugar de hablar, se esforzó en fingir los grotescos movimientos del animal. El joven mohicano, que al principio creía que sus enemigos le habían enviado una fiera auténtica para atormentarle y poner sus nervios a prueba, descubrió en seguida, en aquellos mismos movimientos que a Heyward le parecían tan perfectos, ciertas anomalías sospechosas. Si Hawkeye se hubiera dado cuenta de la incredulidad con que Uncas asistía a su representación, quizá la habría prolongado por amor propio. Pero la mirada desdeñosa del joven podía querer decir tantas cosas que el explorador pudo ahorrarse la mortificación del descubrimiento. Tan pronto como David hizo la señal acordada, un sonido tenue y sibilante sustituyó en la choza al feroz gruñido del oso.
Uncas, que continuaba reclinado contra la pared, había cerrado los ojos como queriendo ignorar el penoso espectáculo que se le ofrecía. Pero en cuanto oyó el silbido de la serpiente se incorporó y miró en derredor, inclinando la cabeza en varias direcciones hasta fijar la atención en la cabeza de la bestia. Volvió a repetirse el sonido y de nuevo los ojos del joven recorrieron el interior de la choza. Pero acabó fijándolos otra vez en el falso oso, al tiempo que exclamaba en voz muy baja:
—¡Hawkeye!
—¡Corta sus ataduras! —le dijo Hawkeye a David, que se les acercaba en aquel momento.
El cantor hizo lo que se le ordenaba y Uncas se encontró por fin con los miembros libres. Al mismo tiempo, la piel reseca del animal crujió y apareció el propio explorador. El mohicano comprendió como por instinto el propósito de su amigo y reprimió toda manifestación de sorpresa. Cuando Hawkeye se hubo desprendido completamente de su disfraz, para lo que le bastó con soltar algunas tiras de piel, extrajo un largo cuchillo resplandeciente y se lo entregó a Uncas.
—Los rojos hurones están fuera —le dijo—. Preparémonos.
Al mismo tiempo aferraba otro cuchillo que, como su pareja, había encontrado en la caverna durante la tarde anterior.
—¡Vamos! —dijo Uncas.
—¿Dónde?
—Con la tribu de los tortugas. Esa gente desciende también de mis antepasados.
—Así es, muchacho —dijo el explorador en inglés, idioma al que recurría involuntariamente—. Según creo, la misma sangre corre por vuestras venas, aunque el tiempo y la distancia han alterado algo su color. Pero ¿qué haremos con esos mingos de ahí fuera? Son seis, y el cantor no nos servirá de nada.
—Los hurones son unos fanfarrones —dijo Uncas, despreciativo—. Su tótem es el alce, pero corren como caracoles. Los delawares, hijos de la tortuga, corren más aprisa que el ciervo.
—Así es, muchacho; hay mucho de cierto en lo que dices. Sé que adelantarías a todos los hurones y llegarías al poblado de los tortugas mucho antes que nuestros enemigos. Pero el hombre blanco es más hábil con los brazos que con las piernas. Por lo que a mí respecta, puedo luchar cuerpo a cuerpo con cualquiera, pero en cuanto a correr no estoy tan seguro.
Uncas, que ya se había acercado a la puerta para encabezar la huida, regresó al fondo de la choza. Pero Hawkeye, que estaba demasiado ocupado en sus reflexiones como para advertir el movimiento, continuó hablando, más consigo mismo que con su compañero.
—Después de todo, no es justo sacrificar un hombre a la torpeza de otro. De modo, Uncas, que es mejor que pruebes fortuna huyendo a la carrera, mientras yo vuelvo a ponerme esta piel de oso y confío en mi astucia.
El joven mohicano no respondió. Se cruzó de brazos y se recostó contra uno de los postes que sostenía la choza.
—Bien —dijo el explorador, mirándole—. ¿Qué esperas? Dispondré de algún tiempo, porque los hurones irán primero detrás de ti.
—Uncas se queda —fue la breve respuesta.
—¿Para qué?
—Para luchar junto al hermano de su padre y morir con el amigo de los delawares.
—¡Muchacho! —exclamó el explorador, apretando la mano del joven entre sus dedos de acero—. Si me hubieras abandonado te habrías comportado más como un mingo que como un mohicano. Pero, como la juventud ama tanto la vida, pensé que debía hacer la oferta. Bien, lo que en la guerra no puede conseguirse por la fuerza ha de conseguirse con astucia. Ponte esa piel, Uncas. Estoy seguro de que imitarás al oso casi tan bien como yo.
Fuera cual fuese la opinión de Uncas sobre sus respectivas habilidades en este caso, su grave semblante no la dejó traslucir. Rápida y silenciosamente se puso la piel de la bestia y aguardó a que su más experimentado compañero le transmitiese nuevas órdenes.
—Amigo —dijo Hawkeye, dirigiéndose a David—, os convendría un cambio de atuendo, ya que estáis tan poco acostumbrado a las inclemencias del los bosques. Tomad mi cazadora y mi gorro y dadme vuestra manta y el sombrero. Tendréis que confiarme el libro y vuestros anteojos, así como el silbato. Si volvemos a encontrarnos en tiempos mejores, os los devolveré agradecido.
David se separó de todos aquellos objetos con una rápida disposición que hubiera podido tomarse por generosidad si en muchos aspectos no le hubiera beneficiado el cambio. Hawkeye no tardó en asumir el nuevo disfraz. Una vez sus ojos inquietos se ocultaron tras las gafas y se hubo puesto el gorro de castor, resultaba difícil distinguirlo a la luz de las estrellas del maestro cantor, que era de parecida estatura. Hecho el cambio, el explorador se volvió hacia David.
—¿Sentís miedo? —le preguntó sin preámbulos.
—Mis objetivos son pacíficos y mi carácter, al menos eso creo, se inclina hacia la piedad y el amor —replicó David, un poco desconcertado por aquella pregunta tan directa—; pero nunca, ni en las mayores dificultades, perdí mi fe en el Señor.
—El mayor peligro se os presentará cuando los salvajes descubran que han sido engañados. Si en ese momento no os parten la cabeza, vuestra falsa locura os salvará, y podréis concebir esperanzas de morir en la cama. Si os quedáis, tendréis que permanecer sentado ahí en la sombra, haciéndoos pasar por Uncas hasta que los indios descubran el engaño, que será, como os he dicho, cuando corráis más peligro. Así pues, elegid entre huir a todo correr o quedaros aquí.
—Con gusto —dijo David con firmeza— me quedaré en el puesto del delaware. Ha luchado por mí con generosidad y bravura, y merece que haga esto por él, y aun más.
—Acabáis de hablar como un hombre que, de haber recibido una educación más completa, habría sido capaz de grandes cosas. Mantened la cabeza baja y encoged las piernas, porque vuestra complexión puede delataros. Guardad silencio tanto tiempo como os sea posible, y si tenéis que hablar entonad uno de vuestros cánticos, para recordar a los indios que no estáis en vuestros cabales. Si pese a todo os arrancan la cabellera, cosa que confío que no ocurra, Uncas y yo os vengaremos, como corresponde a verdaderos guerreros y amigos leales.
—¡Esperad! —le interrumpió David, al ver que iban a despedirse con aquellas palabras—. Soy un humilde siervo de Aquel que nos enseñó a no practicar la venganza. Si yo cayese, no busquéis víctimas para sacrificarlas en mi memoria y perdonad a mis enemigos. Y si pensáis en ellos, que sea para rogar en vuestras oraciones por la salvación de sus almas y su felicidad eterna.
El explorador titubeó, y quedó meditabundo.
—Vuestras palabras —dijo— no concuerdan con la ley de los bosques, pero están llenas de nobleza y bondad y merecen que se piense en ellas —dio un profundo suspiro, acaso el más profundo que había dado nunca al evocar una condición abandonada tiempo atrás, y añadió—: Eso es lo que me gustaría practicar, en atención a la pureza de mi sangre, pero no es tan fácil tratar con un indio como con un cristiano. ¡Que Dios os bendiga, amigo! Creo que el camino que seguís para alcanzar la vida eterna no es tan equivocado como pudiera parecer a primera vista, aunque mucho depende de los dones naturales de cada uno y de la fuerza de la tentación.
Diciendo esto se acercó al cantor y le estrechó la mano con cordialidad. Luego abandonó inmediatamente la choza, seguido de Uncas disfrazado de oso.
Tan pronto Hawkeye se vio observado por los hurones se enderezó, para imprimir a su alta estatura la rigidez de movimientos de David. Extendió un brazo para llevar el compás y entonó lo que él consideraba una imitación de los salmos. Por fortuna, los oídos que le escuchaban no percibían la estridencia de aquellos sonidos, y la interpretación de Hawkeye no les pareció más estrafalaria que las otras de David. Era necesario pasar junto al sombrío grupo de salvajes, y el explorador cantaba con más fuerza a medida que se les acercaba. Cuando estaban más cerca de ellos, el hurón que hablaba inglés alargó el brazo y detuvo al supuesto maestro cantor.
—¿Está ya asustado el perro delaware? —preguntó, inclinándose hacia delante y procurando distinguir con aquella luz indecisa los rasgos del otro—. ¿Oirán los hurones sus lamentos?
El oso gruñó entonces de una forma tan natural y terrible que el joven indio se vio obligado a soltar al explorador y se apartó, como para averiguar si estaba ante el hechicero de la tribu o ante un oso auténtico. Temeroso de que su voz le delatase si hablaba, Hawkeye aprovechó la intervención de Uncas para reanudar sus lamentables cánticos. Entre sus oyentes, sin embargo, aquello sirvió únicamente para confirmar la opinión que tenían respecto a la locura del personaje. El grupo se retiró y permitió que aquellos a quienes habían confundido con el hechicero y su inspirado ayudante siguieran su camino.
Uncas y el explorador necesitaron todo su valor para mantener el paso digno y deliberado que habían asumido, sobre todo cuando, al mirar atrás, observaron que la curiosidad había inducido a muchos a acercarse a la choza para presenciar el efecto de sus hechizos. El menor gesto imprudente de David podía delatarlos, y el tiempo era absolutamente necesario para garantizar su seguridad. Por otra parte, el estridente canto del explorador atraía a las puertas de otras chozas a muchachos curiosos, y en más de una ocasión un guerrero de aspecto temible les salió al paso, movido por la superstición o el exceso de celo. No fueron interrumpidos, sin embargo, la oscuridad y su osadía los favorecía.
Ambos aventureros habían dejado atrás el poblado y se aproximaban al cobijo de los bosques cuando un grito potente y prolongado partió de la choza donde Uncas había estado confinado. El mohicano se irguió y empezó a despojarse de la piel; parecía como si el animal al que imitaba hiciera un esfuerzo desesperado.
—¡Quieto! —dijo el explorador, sujetando a su amigo por el hombro—; deja que griten otra vez. Ese grito ha sido de sorpresa.
Pero no había tiempo que perder, porque al instante cundió el griterío y se extendió a todos los rincones del poblado. Uncas se desprendió de la piel, y Hawkeye dio unos pasos y se inclinó.
—¡Que sigan ahora nuestro rastro, si quieren! —dijo el explorador, sacando de entre unos arbustos dos rifles con sus pertrechos y mostrando a , mientras tendía un arma a Uncas—. Al menos dos de ellos descubrirán que les conduce a la muerte.
Se lanzaron hacia adelante, como cazadores que van tras una pista, y pronto desaparecieron en la lúgubre oscuridad del bosque.