Capítulo XXVII
Capítulo XXVII
A.— Debo recordar que, cuando César dice «Haz esto», ya está hecho.
S
La impaciencia de los salvajes que curioseaban, como se ha visto, en torno a la prisión de Uncas, había acabado imponiéndose al temor que les inspiraban los encantamientos del hechicero. Se acercaron con precaución y con los corazones latiéndoles con fuerza hasta una rendija de la choza, a través de la cual observaron el resplandor del fuego que iba apagándose. Durante algún tiempo confundieron la figura de David con la de su prisionero, pero al fin sucedió lo que Hawkeye temía. Cansado de mantener encogidas sus largas piernas, el cantor fue dejando que se estiraran poco a poco, y uno de sus pies deformes llegó a tocar los rescoldos del fuego. Al principio, los hurones creyeron que esa deformidad era obra del hechicero. Pero cuando David, sin saberse observado, volvió la cabeza y les mostró su semblante bondadoso en lugar de los rasgos altivos del delaware prisionero, los salvajes se alarmaron. Irrumpieron en masa en el interior de la choza, se apoderaron sin miramientos del cautivo y comprobaron la suplantación. Entonces sonó el primer grito que oyeron los fugitivos, seguido de las más violentas y airadas manifestaciones de venganza.
Aunque su intención de cubrir la retirada de sus amigos era muy firme, David se convenció de que había llegado su última hora. Privado de su libro y de su diapasón, se confió a una memoria que rara vez le defraudaba en estos temas y se lanzó a cantar con fuerza y pasión los primeros versos de un himno funerario, que debía reconfortarle durante su paso al otro mundo. Los indios vieron en aquello otra prueba de su locura. Salieron corriendo de la choza y despertaron a todo el poblado de la forma que hemos descrito.
Un guerrero nativo lucha como duerme, sin protección alguna. Acababan de sonar los gritos de alarma cuando doscientos hombres se pusieron de pie, dispuestos por igual para la batalla o la caza, según lo demandaran las circunstancias. La noticia de la fuga se extendió con rapidez, y toda la tribu se reunió en torno a la choza del consejo, en espera de las instrucciones de sus jefes. La presencia del astuto Magua se echó pronto de menos. Se mencionó su nombre y todos dieron muestras de sorpresa al advertir que no aparecía por parte alguna. Al final enviaron mensajeros a su alojamiento, requiriendo su presencia.
Al mismo tiempo se envió a algunos de los jóvenes más rápidos y silenciosos para que explorasen el bosque contiguo, a fin de comprobar que sus vecinos, los delawares, que les merecían poca confianza, no preparaban un golpe de mano. Las mujeres y los niños corrían de un lado a otro, y pronto el campamento adquirió el mismo aspecto de salvaje desorden que había tenido la tarde anterior. Gradualmente, sin embargo, se recuperó la tranquilidad, y poco después los jefes más ancianos y distinguidos de la tribu se reunían en la choza para celebrar consejo.
Un clamor de muchas voces anunció que se acercaba una partida, de la que podían esperarse noticias que aclarasen los misterios de aquella noche. La multitud que aguardaba en el exterior abrió paso, y algunos guerreros entraron en la choza llevando consigo al desafortunado hechicero, que había sido maniatado y abandonado por el propio Hawkeye a poca distancia del campamento.
Aunque la opinión de los hurones respecto al hechicero estaba dividida, pues unos creían en sus poderes y otros lo consideraban un impostor, todos le escucharon atentamente. Cuando su relato concluyó, el jefe que había acompañado a Hawkeye a la caverna pasó a contar lo que sabía. Ambas historias dieron una nueva orientación a las pesquisas iniciadas, que a partir de entonces se emprendieron con la característica sagacidad de los salvajes.
En lugar de lanzarse en tropel hacia la caverna, se designó a diez de los jefes más sabios y experimentados para proseguir la investigación. Como no había tiempo que perder, tan pronto se hizo la elección los designados se pusieron en pie y abandonaron la choza, sin pronunciar palabra alguna. Cuando llegaron a la entrada de la cueva, los más jóvenes, que iban delante, cedieron el paso a los mayores, y todos avanzaron por la oscura y baja galería con la firmeza de los guerreros que están dispuestos a sacrificarse en aras de la comunidad, aunque en secreto dudan sobre la naturaleza del poder con el que van a enfrentarse.
El compartimiento exterior de la cueva estaba en silencio y casi a oscuras. La mujer continuaba en el mismo sitio y en la misma postura, aunque algunos de los presentes pretendían haber visto cómo era transportada a los bosques por el supuesto «médico de los hombres blancos». Todos los ojos se volvieron hacia el padre de la enferma, que se aproximó al lecho y dirigió una mirada inquisitiva hacia su hija. Al comprender que estaba muerta tuvo un acceso de emoción y ocultó sus ojos llorosos a la vista de sus compatriotas. Al cabo, sobreponiéndose, les dijo, señalando el cadáver:
—¡Esta mujer nos ha dejado! ¡El Gran Espíritu está enojado con sus hijos!
La triste noticia fue acogida en silencio. Uno de los jefes de mayor edad se disponía a hablar, tras una breve pausa, cuando una forma oscura llegó rodando por el suelo hacia ellos, y se detuvo en el centro del compartimiento. Ignorantes de la naturaleza de los seres con los que tenían que tratar, todos retrocedieron y observaron admirados la aparición, hasta que aquel bulto miró hacia la luz, mostrando los rasgos distorsionados pero todavía brutales y feroces de Magua.
Al advertir en qué situación se encontraba, muchos cuchillos se aprestaron a ayudarle, y sus miembros y su lengua pronto quedaron libres. El hurón se irguió y se sacudió como un león a punto de abandonar su cubil. No pronunció una sola palabra, pero su mano jugó convulsivamente con el mango de su cuchillo, mientras sus ojos escudriñaban a los presentes, como si buscase en quien descargar su venganza.
Por fortuna, Uncas, el explorador e incluso el propio David estaban fuera del alcance de su brazo en aquel momento, porque de otra forma hubieran padecido todos los refinamientos de la crueldad antes de morir para calmar su ira. Pero al ver tan solo los rostros de aquellos a quienes consideraba sus amigos, el salvaje rechinó los dientes y se tragó su propia rabia, a falta de una víctima en quien descargarla. Ni a uno solo de los presentes se les escapó aquella exhibición de enojo, y callaron durante largo rato por miedo a exasperar un temperamento que ya de por sí rondaba la locura. Al fin, transcurrido un espacio de tiempo considerable, el más anciano del grupo se decidió a hablar:
—Mi hermano ha sido víctima de un enemigo —dijo—. ¿Está bastante cerca para que los hurones puedan vengarse?
—¡Que el delaware muera ahora mismo! —exclamó Magua, con una voz de trueno.
Se produjo otro silencio largo y elocuente, que acabó siendo roto por el mismo anciano que había hablado antes.
—El mohicano tiene los pies ligeros, y da unos saltos muy largos —dijo—, pero mis guerreros ya le siguen la pista.
—¿Se ha escapado? —preguntó Magua, con una voz tan profunda y gutural que parecía salirle de lo más hondo del pecho.
—Un espíritu maligno estuvo entre nosotros, y el delaware nos cegó.
—¡Un espíritu maligno! —repitió el otro, con sorna—. ¡El mismo espíritu que ha arrebatado la vida a tantos hurones! ¡El que asesinó a mis jóvenes guerreros en el río turbulento; el que arrancó sus cabelleras en el manantial curativo, y ahora ha atado los brazos de !
—¿De quién habla nuestro hermano?
—Del perro que bajo una piel blanca oculta el corazón y la astucia de un hurón; de .
La pronunciación de aquel nombre terrible produjo el acostumbrado efecto entre sus oyentes. Pero, cuando hubieron reflexionado acerca del hecho, y los guerreros se percataron de que el formidable y atrevido enemigo había estado en su campamento y les había causado tantos males, la ira sustituyó al asombro, y las feroces pasiones que poco antes habían agitado el corazón de Magua se contagiaron a sus compañeros. Algunos rechinaban los dientes de rabia y otros expresaban sus sentimientos con gritos o golpeaban el aire con furia, como si el objeto de su resentimiento pudiera recibir los golpes. La repentina tormenta pasó pronto, sin embargo, y pronto se sumieron en la calma y la aparente indiferencia que les caracterizaba en sus momentos de inactividad.
Entretanto, Magua había adoptado la actitud del hombre que sabe pensar y actuar con la dignidad que requieren las circunstancias.
—Vayamos con el pueblo —dijo—, que nos espera.
Sus compañeros asintieron en silencio y todos abandonaron la caverna y volvieron a la choza del consejo. Cuando estuvieron sentados, todas las miradas se volvieron hacia Magua, esperando que relatase lo sucedido. El hurón se puso en pie y contó su historia con todo detalle. El engaño de que les había hecho objeto Duncan y Hawkeye quedó expuesto de tal forma que ni el más supersticioso de la tribu pudo continuar creyendo en el carácter sobrenatural de aquellos sucesos. Era, pues, evidente que se les había insultado, avergonzado y burlado. Cuando acabó y volvió a sentarse, todos los guerreros de la tribu se miraron, asombrados por igual de la audacia y del éxito de sus enemigos. Pasaron, pues, a considerar el modo de llevar a cabo su venganza.
Se enviaron más perseguidores tras los fugitivos, y los jefes deliberaron. Los guerreros de más edad propusieron diferentes soluciones, que Magua escuchó con silencio y respeto. Había recuperado su acostumbrada astucia y su autodominio, y perseguía su objetivo con su sigilo habitual. Solo cuando todos hubieron expresado su parecer se decidió a exponer sus ideas. Para entonces algunos de los corredores ya habían vuelto, informando de que las huellas de sus enemigos parecían indicar que se disponían a buscar refugio entre sus vecinos, los delawares. Con la ventaja que suponía disponer de aquella información, el jefe explicó cautelosamente sus planes, que, como cabía esperar de su elocuencia y sagacidad, fueron aceptados sin discusión. Veremos en qué consistían y cuáles eran sus razones.
Ya se ha dicho que, de acuerdo con una costumbre de la que rara vez se apartaban los indios, las hermanas habían sido separadas tan pronto como llegaron al poblado hurón. Magua había descubierto muy pronto que reteniendo a Alicia se aseguraría su dominio sobre Cora. Por esta razón había conservado a la primera al alcance de su mano, mientras confiaba la segunda a sus aliados indios. Se entendía que aquel acuerdo era de carácter exclusivamente temporal, y que respondía tanto a la conveniencia de halagar a sus vecinos como a las costumbres establecidas de antiguo.
Aunque le animaba uno de esos ardientes sentimientos de venganza que no suelen apagarse entre los salvajes salvo cuando han sido saciados, el jefe no descuidaba sus intereses personales. Debía expiar las locuras y la deslealtad de su juventud mediante una larga y dolorosa penitencia si quería recuperar toda la confianza de su pueblo, confianza sin la cual no puede haber autoridad en una tribu india. En una situación tan delicada y difícil, el astuto salvaje no desperdiciaba ningún medio de incrementar su influencia. Y uno de sus mayores éxitos había sido precisamente el modo con que había cultivado el favor de sus poderosos y peligrosos vecinos. El resultado justificaba todas sus expectativas, ya que los hurones, como todos los pueblos de la tierra, estaban sujetos a esa ley natural que induce a los hombres a valorar sus dones en la medida en que otros los aprecian.
Mientras hacía ese ostensible sacrificio a las consideraciones generales, sus intereses personales había sufrido un duro revés, ya que todos los prisioneros habían escapado a su control, y ahora se veía obligado a pedir ayuda a quienes estaba acostumbrado a sojuzgar.
Algunos de los jefes habían propuesto atacar a los delawares por sorpresa, para hacerse con sus pertenencias y al mismo tiempo recuperar a los prisioneros, ya que todos coincidían en que su honor, sus intereses, la paz y la felicidad de sus muertos exigían imperiosamente que se inmolaran víctimas a su venganza. Pero esos planes eran tan arriesgados y de tan dudoso resultado que Magua no tuvo dificultad en echarlos por tierra. Y solo entonces se aventuró a exponer los propios.
Comenzó por halagar a sus oyentes, un método al que siempre recurría para atraer la atención. Cuando hubo enumerado las muchas ocasiones en que los hurones habían demostrado su valor y vengado las afrentas, hizo un elogio de la astucia. Dijo que era la diferencia fundamental entre el castor y otros animales, entre los animales y el hombre, y finalmente entre los hurones y las demás razas humanas. Tras haber alabado suficientemente la astucia, pasó a hablar de cómo su uso debía aplicarse al caso en cuestión. Por una parte, dijo, estaba el gran jefe de los rostros pálidos del Canadá, que no estaba satisfecho de sus hijos porque estos habían derramado mucha sangre con sus . Por otra estaba ese pueblo tan numeroso como el de ellos, que hablaba un idioma distinto, que tenía otros intereses, que no los apreciaba y que no desaprovecharía la menor ocasión para atraer sobre los hurones el resentimiento del gran jefe blanco.
Entonces habló de sus necesidades; de los regalos que merecían por los servicios prestados, de lo lejos que estaban de sus territorios de caza y de sus aldeas, y de la conveniencia de recurrir más a la astucia y menos al instinto en circunstancias tan críticas. Pero cuando advirtió que, aunque los más ancianos aplaudían su moderación, muchos de los guerreros más feroces y distinguidos le escuchaban con el ceño fruncido, volvió a mostrarse combativo. Les dijo que la astucia debía llevarlos a un triunfo completo y definitivo sobre sus enemigos, y les aseguró la destrucción de todos aquellos a quienes tenían motivos para odiar. Consiguió, en fin, combinar la guerra con la diplomacia y lo obvio con lo incierto, halagando a ambas partes y dándoles esperanzas, sin que nadie pudiera afirmar que había entendido con claridad sus intenciones.
El orador o el político capaz de producir efectos semejantes se hace popular entre sus contemporáneos, independientemente de cómo sea tratado por la posteridad. Todos advirtieron que había dado a entender más de lo que había dicho, y cada uno interpretó que iban a satisfacerse sus propios deseos.
No es de extrañar que, ante un auditorio tan predispuesto, prevaleciesen los proyectos de Magua. La tribu en masa decidió actuar con astucia, y de común acuerdo encomendaron el asunto al jefe que parecía aunar las voluntades de todos.
Magua había conseguido uno de sus principales objetivos. Acababa de recuperar el terreno que había perdido en la apreciación de sus compatriotas. Se había convertido, de hecho, en su jefe, y al menos mientras la tribu permaneciese en territorio hostil y él conservase su popularidad podría gobernar como el más despótico de los monarcas. Desprendiéndose, pues, de su actitud de consejero, asumió el aire de autoridad que correspondía a la dignidad de su puesto.
Envió corredores en varias direcciones; ordenó a los espías que se acercaran al campamento de los delawares y lo observasen; los guerreros fueron enviados a sus alojamientos, con la advertencia de que pronto serían requeridos, y a las mujeres y los niños se les mandó que se retirasen, con la consigna de que debían callar. Una vez impartidas estas instrucciones recorrió el poblado, deteniéndose aquí y allí y visitando a quienes, en su opinión, iban a sentirse halagados con su presencia. Renovó la confianza de sus amigos, afirmó la de los indecisos y satisfizo a todos. Luego buscó su propio alojamiento. La mujer a la que había abandonado al separarse de su pueblo había muerto. No tenía hijos, y ocupaba una choza sin compañía de ninguna clase. De hecho vivía precisamente en la construcción solitaria y casi en ruinas en que el explorador había encontrado descansando a David. En las pocas ocasiones en que habían coincidido, Magua había tolerado la presencia del maestro cantor con la desdeñosa indiferencia de su altiva superioridad.
Allí, concluido su trabajo, se retiró el hurón, pero no para descansar ni para dormir. Si alguien hubiera sido suficientemente curioso como para espiar los movimientos del jefe recién elegido, le habría visto sentado en un rincón de su choza, meditando sus planes desde el momento en que se retiró hasta la hora fijada para reunirse de nuevo con sus guerreros. De cuando en cuando el aire penetraba por las rendijas de la cabaña, reavivando las ascuas, y pequeñas llamas proyectaban una luz oscilante sobre el hosco personaje. En esos momentos habría sido fácil confundirlo con el Príncipe de las Tinieblas, ocupado en urdir sutiles y perversas maquinaciones.
Mucho antes del amanecer, los guerreros entraron uno tras otro, hasta hacer el número de veinte, en la solitaria choza de Magua. Cada uno llevaba su rifle y otros pertrechos de guerra, aunque sus pinturas eran de paz. Magua no hizo gesto alguno mientras se sentaban entre las sombras o permanecían de pie como estatuas, hasta que se presentaron todos los elegidos.
Entonces se irguió y dio la señal de partir, poniéndose él mismo a la cabeza. Siguieron a su jefe de uno en uno, en esa formación especial que suele denominarse «fila india». A diferencia de lo que otros pueblos hacen cuando van a la guerra, abandonaron su campamento sin ostentación y sin ser observados, de modo que más parecían una banda de espectros flotantes que hombres en busca de esa reputación que confiere el valor desesperado.
En vez de tomar el sendero que conducía directamente al campamento de los delawares, Magua guio a sus hombres durante un trecho corriente abajo, y bordearon el pequeño lago artificial de los castores. El día empezaba a clarear cuando entraron en el claro formado por aquellos animales sagaces e industriosos. Aunque Magua llevaba el dibujo de un zorro en la piel con que se cubría, en la partida había otro jefe que tenía al castor como su símbolo particular, o tótem. Según las creencias indias, se habría cometido un acto censurable si dicho hombre hubiera pasado junto a una comunidad tan poderosa, y con la que se le suponía emparentado, sin demostrar de algún modo el respeto que sentía por ella. El hurón hizo, pues, una pausa y les habló en un tono amistoso, como si se dirigiera a seres más inteligentes. Llamó a los animales sus primos, y les recordó que gracias a él no se les cazaba, aunque muchos comerciantes de pieles avariciosos presionaban a los indios para que les dieran muerte. Les prometió que mantendría su protección y les aconsejó que fueran agradecidos. Tras lo cual les habló de la expedición en que participaba y les pidió, aunque de una manera un tanto indirecta y llena de circunloquios, que compartiesen con los hurones algo de la sabiduría que tanto renombre les había dado.
Durante aquel extraordinario discurso, los compañeros del guerrero permanecieron graves y atentos. De cuando en cuando aparecían formas negras en la superficie del agua para satisfacción del hurón, que así imaginaba que sus palabras no eran pronunciadas en vano. En el preciso momento en que terminaba su alocución, la cabeza de un gran castor apareció en la entrada de una construcción cuyas paredes de tierra habían sido muy dañadas, y que por esa causa la partida había creído deshabitada. Aquella prueba de confianza fue recibida por el orador como un feliz presagio y, aunque el animal se retiró con cierta precipitación, el indio no le regateó alabanzas y muestras de agradecimiento.
Cuando Magua consideró que se había perdido demasiado tiempo en cumplimentar a los animales emblemáticos del guerrero, volvió a dar la señal de marcha. Mientras los indios partían, con un paso que ningún hombre corriente habría podido oír, el mismo castor de aspecto venerable asomó una vez más la cabeza. Si alguno de los hurones hubiera mirado atrás, habría visto al animal vigilando sus movimientos con el interés y la sagacidad propios de una inteligencia superior. El misterio no se aclaró hasta que toda la partida se internó en el bosque, y el supuesto castor se mostró por entero y se despojó de su máscara de piel, bajo la que aparecieron los graves rasgos de Chingachgook.