Capítulo XXIV
Capítulo XXIV
Así habló el sabio. Los reyes de inmediato
disolvieron el consejo y obedecieron a su jefe.
P
Pronto se convenció el joven de su error, al sentir en el hombro la firme presión de una mano amiga y al oír la voz de Uncas, que murmuraba en sus oídos:
—Los hurones son como perros. La vista de la sangre de un cobarde no puede hacer temblar a un verdadero guerrero. Cabeza Gris y el Sagamore están a salvo, y el rifle de Hawkeye no ha dormido. Vete. Uncas y Mano Abierta deben aparentar que son extraños. Basta, pues.
Heyward hubiera querido oír más, pero su amigo, empujándole con suavidad hacia la puerta, le advirtió del peligro que corría si llegaba a descubrirse su relación con él. Lentamente y a su pesar, Duncan abandonó la choza del consejo y se mezcló con la multitud. Los fuegos que iban apagándose en el claro arrojaban una luz incierta sobre las siluetas oscuras que iban de un lado a otro. De tarde en tarde, un destello particularmente brillante se adentraba en la choza y mostraba la figura de Uncas, erguido junto al cuerpo sin vida del hurón.
Poco después, un grupo de guerreros entró en la choza, salió con el cadáver y lo llevó al bosque vecino. Duncan paseaba entre las construcciones sin que nadie le interrogara o se inquietase por su presencia, en busca de alguna pista de la joven por la que corría tantos riesgos. Hubiera sido fácil, aprovechando el estado de ánimo de la tribu, huir y reunirse con sus compañeros. Pero la idea ni siguiera llegó a ocurrírsele. Además de la ansiedad que sentía respecto a Alicia, su interés por el destino de Uncas le obligaba a quedarse. Continuó, pues, errando de una choza a otra, mirando en una solo después de haber inspeccionado la anterior en vano, hasta que hubo recorrido el poblado entero. Renunciando a una búsqueda que se había mostrado infructuosa, regresó a la choza del consejo, resuelto a buscar e interrogar a David.
Al llegar a aquel edificio que había evidenciado su utilidad tanto para los juicios como para las ejecuciones, el joven descubrió que la excitación general había cedido. Los guerreros habían vuelto a reunirse y se habían puesto a fumar, mientras conversaban sobre los incidentes principales que habían ocurrido en su reciente expedición al lago Horican. Aunque la reaparición de Duncan hubiera podido recordarles las extrañas circunstancias de su visita, no suscitó sospecha alguna. De hecho, la horrible escena a la que acababa de asistir parecía haber contribuido a que le aceptasen.
Sin vacilar entró en la choza y recuperó su asiento con una gravedad que casaba bien con el carácter de sus huéspedes. Le bastó una rápida e inquisitiva mirada para percatarse de que, aunque Uncas permanecía en el mismo sitio, David no había vuelto a aparecer. Un joven hurón había sido colocado junto al mohicano por toda vigilancia. Otro, armado, guardaba el umbral de la puerta. El prisionero parecía disfrutar de absoluta libertad, salvo por la circunstancia de que no se le permitía participar en la conversación de los guerreros. Más que un hombre dotado de vida y voluntad, el joven mohicano parecía una estatua perfectamente esculpida.
Heyward sabía cuánto le convenía pasar desapercibido, y confiaba en que los indios no le dirigiesen la palabra. Hubiera preferido el silencio a la conversación, que podía llevar al descubrimiento de su verdadera personalidad. Pero sus anfitriones no eran de la misma opinión y, al poco rato, otro de los guerreros de más edad se le dirigió en francés:
—Nos has contado que nuestro padre canadiense no olvida a sus hijos, y yo se lo agradezco. Un espíritu maligno se ha alojado en la mujer de uno de mis jóvenes guerreros. ¿Sabría el astuto extranjero asustarlo para que se vaya?
Heyward, que tenía algún conocimiento de las estratagemas que utilizan los indios cuando creen que alguien está poseído, pensó de inmediato que la circunstancia podía favorecerle. Hubiera sido difícil, incluso, que otra propuesta le hubiese producido mayor satisfacción. Pero, consciente de la necesidad de mantener una actitud acorde con la dignidad del papel que se había propuesto representar, se contuvo y replicó con el tono misterioso que aconsejaban las circunstancias:
—Hay muchas clases de espíritus. Unos ceden ante el poder de la sabiduría, pero otros se resisten.
—Mi hermano es un gran médico —insistió el astuto salvaje—. ¿Querrá probar?
Un gesto afirmativo fue la respuesta. El hurón pareció darse por satisfecho, y volvió a tomar su pipa. El impaciente Heyward condenó en su interior la frialdad de aquellas costumbres, siempre pendientes de las apariencias, y tuvo que asumir un aire de indiferencia para imitar al jefe, quien de hecho era un pariente cercano de la enferma. Pensaba Duncan que ya debía de haber transcurrido una hora cuando el hurón, dejando a un lado su pipa, se ciñó el manto al cuerpo como si se dispusiera a guiarle hasta la vivienda de la enferma. Pero en aquel preciso instante un guerrero de gran estatura apareció en la entrada y, avanzando majestuoso entre sus atentos compañeros, se sentó cerca de Heyward. Este lo examinó, y un escalofrío recorrió su cuerpo cuando reconoció a Magua.
El regreso repentino del astuto jefe impidió la salida del hurón. Las pipas que habían sido apagadas volvieron a encenderse, mientras el recién llegado, sin pronunciar palabra alguna, extrajo su del cinto, y, tras llenar de tabaco la cazoleta de la pipa, empezó a chuparla con indiferencia, como si no hubiera estado ausente durante dos días enteros, ocupado en una larga y penosa cacería. Transcurrieron diez minutos que a Duncan le parecieron otros tantos siglos. Una neblina de humo blanco envolvía a los guerreros cuando uno de ellos habló por fin:
—¡Sé bienvenido! ¿Ha cazado mi amigo algún alce?
—Mis jóvenes guerreros vienen agobiados por el peso de la carga —replicó Magua—. Que vaya Junco Flexible a su encuentro para ayudarlos.
Un profundo silencio acogió la mención del nombre prohibido. Las pipas se apartaron de los labios, como si todos hubieran inhalado un veneno al mismo tiempo. El humo giraba sobre sus cabezas en pequeñas volutas y, formando una gran espiral, ascendía con suavidad y salía por la abertura del techo. La atmósfera se aclaró y cada rostro se hizo visible. Los ojos de la mayoría de los guerreros permanecían bajos. Tan solo algunos de los más jóvenes e inexpertos buscaron con la mirada a un anciano de cabeza blanca, que estaba sentado entre dos de los más venerados jefes de la tribu. Nada había de particular en aquel indio para hacerle acreedor de semejante distinción. Su semblante era el de un hombre abatido, y su atuendo era el de los hombres corrientes de su pueblo. Como las miradas de cuantos le rodeaban, la suya se mantuvo fija en el suelo durante un buen rato. Pero, al darse cuenta de que se había convertido en objeto de la curiosidad general, se puso en pie y alzó la voz en medio del silencio:
—Todo fue mentira —dijo—. Yo no tuve ese hijo. Quien se llamaba así ya ha sido olvidado. Su sangre era pálida y no pertenecía a la familia de los hurones. El Gran Espíritu ha querido que la familia de Wissenthush se extinga, y yo soy feliz sabiendo que el espíritu maligno de mi raza ha muerto con él. Es cuanto tengo que decir.
El orador miró en torno suyo, como si buscara la aprobación del auditorio. Pero las severas costumbres de su pueblo habían exigido demasiado del débil anciano, cuya mirada angustiada estaba en franca contradicción con la dureza de sus palabras. Permaneció un momento saboreando su amargo triunfo, y al final, como si no pudiera soportar por más tiempo el juicio de sus compañeros, se ocultó el rostro con el manto y abandonó la choza con el paso silencioso de un indio, para buscar en su propio hogar el consuelo de su mujer.
Los indios, que creen en la transmisión hereditaria de las virtudes y los defectos de los hombres, le miraron partir en silencio. Luego, con una delicadeza propia de sociedades más cultivadas, uno de los jefes desvió la atención general de la escena de debilidad que habían presenciado dirigiéndose al recién llegado Magua, en señal de cortesía:
—Los delawares han estado merodeando por aquí como osos en busca de miel. Pero ¿quién ha sorprendido nunca a un hurón dormido?
La nube que precede al estallido de la tormenta no podría ser más amenazante que el ceño de Magua en aquel momento.
—¿Los delawares de los lagos? —inquirió.
—No. Son los que llevan faldones como mujeres, y cazan junto a su río. Uno de ellos está aquí, en nuestra tribu.
—¿Le arrancaron nuestros jóvenes la cabellera?
—Tiene piernas fuertes y ágiles, aunque sus brazos parecen más aptos para sostener la azada que el —respondió el otro, señalando la figura inmóvil de Uncas.
En lugar de manifestar una curiosidad femenina por alegrar sus ojos con la vista de un cautivo perteneciente a un pueblo al que, como todos sabían, tenía muchos motivos para odiar, Magua continuó fumando con el aire de meditación que solía adoptar cuando las circunstancias no exigían de él esfuerzo alguno para ejercitar su ingenio o su elocuencia. Aunque le intrigaban los acontecimientos mencionados por el anciano padre de la tribu, aplazó sus preguntas en espera de un momento más propicio. Dejó transcurrir un buen rato antes de apagar su pipa, y tras volver a ajustarse el en el cinto se irguió y miró al prisionero por primera vez. El sagaz Uncas se apercibió, y sus miradas se encontraron.
Durante casi un minuto aquellos dos espíritus indómitos se observaron desafiantes. Uncas se irguió aún más y sus fosas nasales se dilataron como las de un tigre al acecho, aunque su postura era tan rígida que bien habría podido tomársele por la representación de un dios de la guerra. Los trémulos rasgos de Magua se mostraron más versátiles. Su semblante perdió poco a poco su gesto de desafío y adquirió una expresión de feroz alegría. Respiró profundamente antes de pronunciar el nombre conocido:
—¡Pero si tenemos entre nosotros a !
Todos los guerreros presentes se pusieron en pie al oír aquel apodo, y por un instante su aparente indiferencia se trastocó en sorpresa. Una y otra vez gritaron aquel nombre tan respetado como odiado. Las mujeres y los niños que permanecían junto a la entrada de la choza lo repitieron como un eco, al que sucedió un aullido lastimero. Antes de que este concluyera, los hombres recuperaron su serenidad. Volvieron a ocupar sus asientos, como avergonzados de su precipitación, pero aún pasó mucho tiempo antes de que sus ojos dejasen de mirar con curiosidad al prisionero que en tantas ocasiones había demostrado su valía ante los mejores guerreros de su tribu.
Aunque le satisfacía la expectación que despertaba. Uncas se limitó a esbozar una sonrisa de burla. Magua advirtió la expresión y, levantando un brazo, agitó el puño ante los ojos de su enemigo, haciendo sonar los pequeños adornos de plata que colgaban del brazalete, y en tonos que ponían de manifiesto su afán de venganza gritó en inglés:
—¡Morirás, mohicano!
—¡Ni aunque se bañaran en aguas curativas volverían a la vida los hurones muertos! —respondió Uncas en el idioma musical de los delawares—. La lluvia lava sus huesos. Vuestros hombres son mujeres y vuestras mujeres se comportan como búhos. Ve y convoca a los perros hurones para que puedan ver a un guerrero. ¡Mi nariz no soporta el olor de los cobardes!
Esta última alusión causó el efecto que Uncas pretendía, e hizo hervir la sangre de los presentes, muchos de los cuales entendían la lengua extranjera en que se expresaba el prisionero. Magua advirtió que podía sacar algún provecho de la situación y, apartando de su hombro la prenda de piel que lo cubría, extendió el brazo y comenzó uno de sus peligrosos discursos. Aunque su prestigio se había visto mermado a causa de algunas debilidades ocasionales y de su antigua deserción, su valor y su fama como orador eran innegables. Nunca hablaba sin que le escuchasen, y siempre ganaba adeptos. Ahora, su habilidad natural estaba al servicio de su sed de venganza.
De nuevo relató los incidentes del ataque a la isla de Glen, la muerte de sus amigos y la fuga de sus formidables enemigos. Describió después las características del montículo al que había llevado a los cautivos que cayeron en sus manos. Nada dijo de sus sanguinarias intenciones hacia las muchachas, y se demoró, en cambio, en el ataque por sorpresa del explorador y de sus amigos, y en las consecuencias fatales que había tenido para su banda. Hizo entonces una pausa y miró en torno, en un gesto de fingida veneración por los caídos, pero en realidad para calibrar el efecto de sus palabras en el auditorio. Como de costumbre, todas las miradas estaban fijas en él; la atención de los presentes hacía que sus cuerpos pareciesen estatuas.
Bajando la voz, que hasta entonces había sido clara y enérgica, Magua habló de los méritos de los muertos. No olvidó ninguna de las cualidades que podían suscitar simpatía en un indio. Tal guerrero era un gran cazador; tal otro era infatigable en la persecución del rastro de sus enemigos. Este era valiente; aquel, generoso. Consiguió, en fin, repartir sus elogios de tal manera que, en una tribu compuesta por tan pocas familias, no quedó ninguna cuerda sensible sin pulsar.
—¿Descansan acaso los restos de nuestros jóvenes —concluyó— en el lugar de enterramiento de los hurones? Bien sabéis que no. Sus espíritus han partido hacia el sol poniente y cruzan ya las vastas aguas, rumbo a los felices campos de caza. Pero van sin comida, sin cuchillos ni rifles, sin mocasines, desnudos y pobres como nacieron. ¿Hemos de consentirlo? ¿Pueden acceder sus almas a la tierra de los justos como los hambrientos iroqueses o los inhumanos delawares, o se reunirán con sus amigos llevando armas en las manos y ropas en sus cuerpos? ¿En qué pensarán nuestros antepasados que se ha convertido la tribu de los wyandotes? Dirigirán a sus descendientes miradas de desprecio y les dirán: «Salid de aquí. Sois chipewas que pretenden hacerse pasar por hurones». ¡Hermanos! No podemos olvidar a nuestros muertos, porque un piel roja recuerda siempre. Cargaremos las espaldas de este mohicano hasta que vacile bajo el peso de nuestros presentes, y le enviaremos con nuestros héroes. Ellos nos piden ayuda, aunque nuestros oídos están cerrados, y nos dicen: «No nos olvidéis». Cuando vean el espíritu de este mohicano, marchando trabajosamente tras ellos y cargado con nuestros regalos, sabrán que les recordamos. Proseguirán su camino felices, y nuestros hijos dirán: «Como hicieron nuestros padres con sus amigos, así haremos nosotros por ellos». Hemos matado a muchos ingleses, pero la tierra aún está llena de ellos. Solo la sangre que corre por las venas de un indio puede lavar la sangre derramada por los hurones. ¡Es preciso que este delaware muera!
No resulta difícil imaginar el efecto causado por aquella arenga, pronunciada en el enfático estilo de un orador hurón. Magua había sabido mezclar tan bien los sentimientos naturales con la superstición religiosa de sus oyentes que sus mentes, ya predispuestas por la costumbre de sacrificar víctimas a los espíritus de sus muertos, perdieron todo vestigio de humanidad en su incontenible deseo de venganza. Uno de ellos, hombre de feroces facciones, había prestado especial atención al discurso. Su rostro había reflejado distintas emociones, hasta adquirir una expresión de inusitada maldad. Al terminar Magua, se irguió, lanzó un grito infernal y agitó en el aire su hacha afilada, que lanzaba destellos a la luz de la hoguera. Un rayo pareció brotar de su mano, y se quebró al contacto con una forma oscura, el brazo con que Magua había desviado el golpe. El rápido movimiento del jefe no fue en vano. El hacha cortó la pluma que pendía del mechón de pelo de Uncas y atravesó la frágil pared de la choza, como si hubiera sido lanzada por una máquina potente.
Duncan había visto la amenazadora acción del indio, y se había puesto en pie de un salto con el corazón en la garganta, lleno de temor por la suerte que aguardaba a su amigo. Pero una sola mirada le bastó par ver que el golpe había fallado, y el terror se trocó en admiración. Uncas continuaba inmóvil, fijos los ojos en su enemigo con un gesto que parecía inmune a las emociones. Ni el mismo mármol se habría mantenido más frío e imperturbable que el joven mohicano ante aquel ataque repentino. Como si lamentase aquella desviación que le había sido tan favorable, sonrió y murmuró en su propio idioma algunas palabras de desprecio.
—¡No! —exclamó Magua, tras comprobar que el prisionero se hallaba a salvo—. El sol debe iluminar su vergüenza. Las mujeres deben ver temblar su carne, o nuestra venganza será tan solo un juego de niños. Lleváoslo donde haya silencio, y veamos si un delaware puede dormir sabiendo que va a morir al amanecer.
Los jóvenes que tenían a su cargo la custodia del prisionero se pusieron en pie al instante, le ataron los brazos con unas lianas y lo sacaron de la choza, en medio de un profundo silencio cargado de amenazas. Al traspasar el umbral de la puerta, Uncas vaciló. Se volvió y recorrió el círculo de sus enemigos con una mirada orgullosa y despreciativa, que Duncan interpretó como una prueba de que el joven mohicano conservaba todavía alguna esperanza.
Satisfecho por la marcha de los acontecimientos, Magua renunció a hacer más preguntas. Arropándose en su manto y sosteniéndolo contra su pecho, abandonó también el lugar, sin insistir sobre un tema que podía haber resultado fatal para Duncan. Pese a su creciente resentimiento, a su firmeza natural y a la ansiedad que sentía por la suerte de Uncas, Heyward se sintió considerablemente aliviado al ausentarse un enemigo tan peligroso y astuto. La excitación producida por el discurso fue menguando, y los guerreros volvieron a ocupar sus sitios y a poblar la choza de humo. Aquellos indios, que con tanta facilidad pasaban de la ira al autodominio, permanecieron guardando absoluto silencio y sin mirarse unos a otros durante casi media hora.
Cuando el jefe que había solicitado la ayuda de Duncan acabó su pipa, se dispuso a salir y con un dedo indicó al supuesto médico que le siguiera. Duncan pasó por entre el humo, satisfecho de abandonar aquel lugar y de poder respirar el aire libre y puro de una refrescante noche de verano.
En lugar de encaminarse hacia las viviendas que Heyward ya había inspeccionado sin éxito, su guía se dirigió hacia la base de una montaña próxima, que dominaba el campamento provisional. Arbustos espesos cubrían sus faldas, obligándolos a discurrir por un estrecho e intrincado sendero. En el campamento, los muchachos habían reanudado sus juegos y se ejercitaban representando una suerte de danza guerrera alrededor del poste. A fin de hacerla más real, uno de los más osados había reunido algunos tizones encendidos para formar una nueva hoguera, cuya luz iluminaba el camino del jefe indio y de Duncan, acentuando el aspecto salvaje del agreste escenario. A poca distancia de una roca desnuda, y justo frente a ella, abordaron un claro cubierto de hierba. Cuando se disponían a atravesarlo, los jóvenes avivaron la fogata y la luz llegó hasta aquel lugar distante. Cayó sobre la blanca superficie de la montaña y les mostró un ser oscuro y misterioso, que les salía al paso.
El indio se detuvo, dudando acerca de la conveniencia de seguir adelante, y dejó que su compañero le alcanzara. Una sombra negra, inmóvil al principio, empezó a moverse de un modo extraño. El fuego volvió a reavivarse, y su resplandor cayó directamente sobre el obstáculo. Hasta Duncan supo entonces, por el balanceo que el animal imprimía a su parte anterior mientras parecía sentado sobre sus cuartos traseros, que se trataba de un oso. Aunque gruñía con fiereza y había momentos en que podía distinguirse el brillo de sus ojos, no daba mayores muestras de hostilidad. Al menos, el hurón parecía seguro de que el oso era pacífico, porque después de examinarlo con atención decidió continuar tranquilamente su camino.
Duncan, que sabía que a veces los indios domesticaban a aquella especie, imitó el ejemplo de su acompañante, dando por sentado que uno de los animales del poblado se había internado en la espesura en busca de comida. Pasaron muy cerca del oso, el hurón sin dedicarle más tiempo y Heyward mirando hacia atrás, en previsión de ulteriores ataques. Su inquietud creció al observar que el animal iba tras ellos. Iba a avisar al indio cuando este apartó una puerta de corteza y entró en una caverna que se abría en la ladera de la montaña.
Feliz de alejarse del oso, Duncan se apresuró a seguir a su acompañante, y ya se disponía a cerrar la puerta ligera cuando encontró la resistencia de la bestia, que obstruía la entrada con su voluminoso cuerpo. Se encontraban en aquel momento en una estrecha y larga galería formada por una grieta en la roca, donde la retirada era imposible sin tropezar con el oso. Ante la nueva situación, el joven continuó avanzando y procuró mantenerse lo más cerca posible de su guía. El oso gruñía con frecuencia en sus talones, y más de una vez notó el roce de sus pesadas garras, como si quisiera retenerle e impedir que continuara adentrándose en la cueva.
No sabemos cuánto tiempo habrían podido resistir aquella tensión los nervios de Duncan, pero por fortuna la situación no se prolongó. Una luz tenue los había orientado desde la entrada, y ahora llegaban al lugar de donde procedía.
La mano del hombre había acondicionado aquella parte de la caverna para hacerla habitable. Había varios compartimientos toscamente construidos con piedras, cortezas y ramas entrelazadas. Unas aberturas filtraban la luz del día, que de noche era sustituida por hogueras y antorchas. Los hurones guardaban allí muchas de sus posesiones, en especial las pertenecientes a la comunidad. Parecía como si la mujer enferma, a la que se consideraba víctima de un poder sobrenatural, hubiera sido conducida hasta aquel lugar en la creencia de que al espíritu maligno le costaría más conseguir sus propósitos a través de los muros de piedra que a través de las paredes de hojarasca de las chozas. Duncan y su guía entraron en un recinto dedicado exclusivamente al alojamiento de la enferma. El joven se aproximó al lecho, que se hallaba rodeado de mujeres. En medio de ellas, el sorprendido Heyward reconoció a su amigo David.
Una sola mirada bastó al falso médico para comprender que el estado de la enferma no admitía esperanzas. Estaba tendida en una suerte de parálisis, indiferente a cuanto la rodeaba y al parecer sin sentir dolor. Heyward se alegró de tener que emplear su pretendida ciencia con alguien demasiado enfermo como para interesarse por su éxito o su fracaso. Tranquilizado al comprobar que ni él ni nadie habría podido curar a la enferma, iba a desempeñar su papel con la mayor convicción posible cuando advirtió que su amigo David tenía la intención de anticipársele y de probar los efectos curativos de la música.
Gamut, que ya se disponía a poner todo su empeño en aquel canto cuanto llegaron los visitantes, se había interrumpido solo un momento para averiguar quiénes eran. Tras identificar a Duncan y al jefe, extrajo una nota de su diapasón y entonó un himno que sin duda hubiera provocado un milagro de haber servido de algo la fe. Nadie se atrevió a interrumpirle: los indios, por respeto a su aparente locura, y Duncan porque prefería retrasar su intervención todo lo posible. Sonaban ya los últimos acordes cuando Duncan quedó sorprendido al escuchar que una voz medio humana y medio sepulcral parecía repetirlos a sus espaldas. Volvió la cabeza y descubrió entre las sombras de un rincón de la caverna al oso que les había seguido, y que sin dejar de balancearse profería una serie de gruñidos que guardaban cierta semejanza con la melodía del cantor.
Los efectos que aquel eco produjo en David son más fáciles de imaginar que de describir. Abrió desmesuradamente los ojos, como si dudase de lo que veía. Se quedó mudo de espanto y de asombro, y hasta olvidó por un instante que tenía que decirle a Heyward algo muy importante. Pero al fin reaccionó y, recordando su deber, exclamó apresuradamente.
—¡La joven os espera y está cerca!
Y a continuación abandonó precipitadamente la caverna.