Capítulo XX
Capítulo XX
¡Deja que te contemple, tierra de Albania, nodriza severa de hombres salvajes!
L B
Aún estaba el cielo salpicado de estrellas cuando Hawkeye despertó a los durmientes. Munro y Heyward apartaron sus capotes y se pusieron en pie de inmediato, tan pronto Hawkeye empezó a llamarlos, en voz baja, desde la entrada del rudimentario alojamiento donde habían pasado la noche. El explorador, que los espetaba cuando salieron, los saludó pidiéndoles silencio con un gesto expresivo.
—Decid vuestras oraciones mentalmente —les aconsejó en voz baja—, porque Aquel a quien se dirigen conoce también el lenguaje del corazón. Y no pronunciéis ni una sola palabra. La voz de los hombres blancos resuena demasiado al aire libre; acordaos del desdichado cantor. Venid —continuó, volviéndose hacia una muralla derruida del fuerte—. Iremos por el foso de este lado. Procurad pisar sobre las piedras y los trozos de madera.
Sus compañeros le obedecieron, aunque para dos de ellos las razones de tanta precaución eran un misterio, Cuando llegaron al profundo foso que circundaba el fuerte por tres lados, lo encontraron casi completamente obstruido por los escombros. Con paciencia y no poco trabajo, sin embargo, consiguieron seguir al explorador hasta la playa arenosa del Horican.
—Nadie podría seguirnos por este camino, salvo que tuviera un olfato privilegiado —dijo el explorador, satisfecho, mirando atrás—. La hierba retiene las huellas, pero las piedras y la madera no conservan señal alguna de los mocasines. Sería distinto si llevarais puestas vuestras botas con herrajes, pero con este calzado de piel de ciervo un hombre puede pisar las rocas con confianza. Acerca más la canoa, Uncas; esta arena es tan blanda como la mantequilla de los alemanes del Mohawk. Cuidado, muchacho, mucho cuidado; si tocara la playa, los muy canallas sabrían por dónde nos fuimos.
El joven siguió los instrucciones, y el explorador, tras colocar una tabla que iba desde las ruinas a la canoa, invitó a los dos oficiales a utilizarla para embarcarse. Hecho esto, Hawkeye se esforzó en dejar todo tal como estaba antes, y subió a la pequeña embarcación de abedul sin dejar tras de sí aquellas señales que tanto parecía temer. Heyward permaneció callado hasta que los indios, a golpes de remo, impulsaron la canoa hasta la sombra ancha y oscura que proyectaba la montaña oriental sobre la cristalina superficie del lago. Entonces preguntó:
—¿Qué necesidad había de partir con tanta precaución?
—Si la sangre de un oneida pudiese manchar esta agua tan clara en la que flotamos —dijo el explorador—, vuestros ojos os responderían. ¿Habéis olvidado el artero reptil que Uncas mató anoche?
—Por supuesto que no. Pero dijisteis que estaba solo, y los muertos no deben asustarnos.
—Anoche estaba solo, sí; pero un indio cuya tribu cuenta con tantos guerreros sabe que su sangre rara vez se derrama en vano, y que tarde o temprano sonará el grito de muerte de sus enemigos.
—Sin embargo, nuestra presencia y la autoridad del coronel Munro deberían bastar para protegernos de la ira de nuestros aliados, especialmente cuando ese desgraciado merecía su suerte. No veo motivo para que nos desviemos ni un ápice de nuestra ruta.
—¿Creéis que la bala del rifle de ese rufián habría alterado su trayectoria si el mismo rey se hubiera puesto en medio? —insistió el terco explorador—. ¿Por qué ese gran franchute, el capitán general de todo el Canadá, no ha conseguido que los hurones entierren al si la palabra de un blanco puede hacer cambiar la naturaleza de un indio?
La réplica de Heyward fue interrumpida por un suspiro quejumbroso de Munro, y el joven aguardó, por respeto a su superior, antes de responder:
—El marqués de Montcalm solo puede arreglar ese error con Dios —dijo, solemnemente.
—No os falta razón; en vuestras palabras hay fe y honradez. Existe una gran diferencia entre interponer un regimiento de uniformes blancos entre los salvajes y los prisioneros e intentar convencer a un indio enojado de que olvide que lleva un cuchillo y un rifle, llamándole «hijo mío». No, no —continuó el explorador, volviéndose para mirar las ruinas ya lejanas del fuerte que dejaban atrás, y riendo a su manera silenciosa pero sincera—. Hemos puesto una gran distancia entre ellos y nosotros, y a menos que los peces nos delaten y les cuenten lo que estamos haciendo, esta misma mañana habremos dejado atrás todo el Horican.
—Teniendo enemigos por detrás y por delante, no van a faltarnos peligros en el viaje.
—¡Peligros! —repitió el explorador con calma—. Quizá no sea para tanto, porque, si mantenemos el ojo avizor y el oído vigilante siempre, podremos conservar la ventaja sobre nuestros perseguidores. Y, si tenemos que recurrir a los rifles, hay tres entre nosotros que disparan como el mejor tirador de la frontera. Peligros, precisamente, no; algún riesgo es probable. Quizá tengamos que participar en alguna escaramuza, pero ya procuraremos estar a cubierto, y disponemos de munición abundante.
La idea que Heyward tenía del peligro no debía coincidir con la del explorador, porque en lugar de replicarle continuó sentado y en silencio mientras la canoa se deslizaba suavemente. En el preciso momento en que comenzaba a amanecer alcanzaron los estrechos canales del lago, y navegaron con precauciones entre las innumerables islas. Por allí mismo se había retirado Montcalm con su ejército, y nuestros aventureros no sabían si había dejado tras sí algunas partidas de indios emboscados para proteger su retaguardia y recoger a los rezagados; así, pues, se acercaron a las islas con el silencio que les era habitual.
Chingachgook dejó a un lado su remo y Uncas y el explorador se encargaron de dirigir la ligera embarcación a través de los intrincados canales, donde cada avance los ponía a merced de peligros imprevistos. Los ojos del Sagamore inspeccionaban todas las islas y los matorrales que crecían en ellas y, cuando una extensión más amplia de agua lo permitía, su mirada recorría las rocas desnudas y los densos bosques que flanqueaban los pasos.
Doblemente interesado en la contemplación del paisaje, tanto por la belleza del lugar como por la posibilidad de un ataque por sorpresa, Heyward empezaba a pensar que se preocupaba demasiado por esta última cuando, de improviso, los remos dejaron de moverse, en respuesta a una señal de Chingachgook.
—¡Uugh! —exclamó Uncas, casi al mismo tiempo que su padre, con un ligero tamborileo de los dedos en un costado de la canoa, les advertía del peligro.
—¿Qué ocurre? —preguntó el explorador—. El lago está tranquilo como si nunca hubiese soplado el viento, y puedo verlo sin interrupción en una extensión de muchas millas. No se me escaparía ni la cabeza de un somormujo en el agua.
El indio alzó su remo con gravedad y señaló en dirección al lugar donde tenía fija la mirada. Los ojos de Duncan siguieron el movimiento. A unos doscientos metros por delante de ellos había otra isla baja y arbolada, con una apariencia tan tranquila y apacible como si nunca la hubiera hollado el hombre.
—No veo más —dijo— que agua y tierra. Un hermoso paisaje, por cierto.
—¡Chist! —le interrumpió el explorador—. Sí, Sagamore, tus sentidos nunca te engañan. Parece una sombra, pero no es natural. ¿Veis, comandante, esa neblina que se alza sobre la isla? No puede decirse que sea niebla, porque es demasiado alargada.
—Será el vapor que desprenden las aguas.
—Eso es lo que pensaría un niño. Pero, decidme: ¿no es humo ese borde más oscuro que nace en la parte más baja y que luego desaparece tras los arbustos? Sí, allí hay una hoguera, que en mi opinión se va extinguiendo.
—Pues vayamos y salgamos de dudas —dijo el impaciente Duncan—; no pueden ser muchos en tan poco terreno.
—Si valoráis la astucia de un indio por lo que habéis aprendido en los libros o por vuestro instinto de hombre blanco, os equivocaréis con toda seguridad, y pondréis en peligro vuestra vida —respondió Hawkeye, examinando aquellos indicios con la minuciosidad que le caracterizaba—. Mi opinión sobre este asunto es que solo tenemos dos opciones: volver atrás y abandonar toda idea de perseguir a los hurones, o…
—¡Jamás! —exclamó Heyward, en un tono demasiado elevado para las circunstancias.
—Bien, bien —continuó Hawkeye, apresurándose a tranquilizarle—. Tampoco es esa mi intención, pero pensé que convenía exponer todas las posibilidades. No nos queda, pues, sino avanzar con decisión y, si los indios o los franceses están por aquí, poner a prueba nuestra velocidad. ¿Estoy en lo cierto, Sagamore?
Por toda respuesta, el indio sumergió el remo en las aguas e impulsó la canoa hacia adelante. Los demás siguieron su ejemplo remando con vigor, y en poco tiempo alcanzaron un punto desde donde podían contemplar la costa norte de la isla, hasta entonces oculta a sus miradas.
—Allí están —murmuró el explorador—. ¡Las canoas y una columna de humo! Los rufianes deben de estar durmiendo todavía, o ya habríamos oído sus malditos gritos. ¡Todos a una, amigos! Apartémonos deprisa. Pronto estaremos fuera del alcance de sus balas.
Interrumpieron su discurso el estampido de un rifle, cuyo proyectil voló casi a ras de las tranquilas aguas, y un agudo griterío procedente de la isla, que confirmaba que habían sido descubiertos. Un instante después vieron en la playa a unos salvajes que empujaban sus canoas, subían a ellas y empezaban la persecución. Duncan observó que aquellas acciones, que presagiaban un combate inminente, no producían más cambios en los semblantes y movimientos de sus tres guías, salvo que ahora remaban con mayor vigor y al unísono, hasta tal punto que la pequeña canoa saltaba hacia adelante como una criatura llena de vida y determinación.
—A esa distancia están bien, Sagamore —dijo Hawkeye mirando atrás con serenidad por encima de su hombro izquierdo y sin dejar de remar—; que no se acerquen. Esos malditos hurones no cuentan entre todos con un solo rifle que pueda hacer blanco a esta distancia, pero no tardarán en probar mi .
Cuando el explorador se hubo convencido de que los mohicanos podían mantener aquella distancia por sí mismos, dejó a un lado el remo y levantó su rifle mortífero. Por tres veces se llevó el arma al hombro, pero cuando sus compañeros esperaban ya oír el disparo la bajaba, para pedirles a los mohicanos que dejaran a sus enemigos aproximarse un poco más. Por fin pareció satisfecho. Sostenía el cañón en la mano izquierda y se disponía a apretar el gatillo cuando una exclamación de Uncas, que iba sentado en la proa, volvió a detenerle.
—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó Hawkeye—. Con ese grito acabas de salvarle la vida a un hurón. ¿Por qué lo has hecho?
Uncas señaló la costa rocosa que se alzaba un poco por delante de él y desde donde otra canoa se les acercaba y amenazaba con cortarles el paso. La inminencia del peligro era tan evidente que no se precisaban palabras. El explorador dejó a un lado el rifle y volvió a tomar el remo, mientras Chingachgook variaba un poco el curso hacia la orilla occidental, a fin de aumentar la distancia entre ellos y sus nuevos enemigos. Al mismo tiempo, sus perseguidores volvían a hacer patente su presencia con gritos salvajes y triunfales. La terrible escena hizo que el propio Munro abandonase su apatía acostumbrada.
—Ganemos la otra orilla —dijo, con el tono de quien acostumbra mandar—, y presentémosles batalla desde allí. ¡Que Dios me impida, a mí y a todos los míos, volver a confiar en la palabra de un servidor del rey de Francia!
—Quien quiera vencer en esta guerra india —le interrumpió el explorador— ha de dejar el orgullo a un lado y aprender las artimañas de los nativos. Acércate más a la orilla. Sagamore. Les estamos ganando terreno y quizá intenten salir a nuestro encuentro.
Hawkeye no se había equivocado; cuando los hurones comprendieron que, de seguir aquel rumbo, acabarían alcanzando solo la estela de los perseguidos, torcieron el curso de su embarcación, de modo que poco después las dos canoas navegaban paralelamente, a una distancia de unos doscientos metros. Ahora todo dependía de la velocidad. Tan grande era esta que el lago formaba en la proa de ambas embarcaciones olas diminutas, y el movimiento se hacía levemente ondulante. Quizá por esta circunstancia, y también porque necesitaban emplear todas las manos disponibles para manejar los remos, los hurones no recurrían a sus armas de fuego. Pero el esfuerzo realizado por los fugitivos no podía durar demasiado, y los perseguidores los superaban en número. Duncan advirtió con inquietud que el explorador miraba con ansiedad en torno suyo, como buscando alguna circunstancia que pudiera favorecerles.
—Aléjate un poco más del sol, Sagamore —dijo el obstinado explorador—. Uno de esos canallas ha dejado el remo, y seguramente va a dispararnos. Tened en cuenta que un solo hueso roto podría costamos las cabelleras. Aléjate del sol, y pondremos aquella isla entre ellos y nosotros.
La maniobra surtió efecto. Una isla larga y baja se extendía a poca distancia y, al acercarse, la canoa que los perseguía se vio obligada a discurrir por el lado opuesto al de los perseguidos. El explorador y sus compañeros no desaprovecharon esta ventaja, y remaron con mayor energía cuando los matorrales los ocultaron de la mirada ajena. Las dos canoas rebasaron el extremo de la isla como dos corredores rumbo a la meta, pero los fugitivos se mantenían en cabeza.
—Has demostrado que sabes mucho acerca de embarcaciones al elegir esta entre las canoas de los hurones, Uncas —dijo el explorador, al parecer más satisfecho de su ventaja en la carrera que convencido de que pudieran escapar definitivamente del peligro—. Esas víboras han de concentrarse en los remos, y nuestras cabelleras vuelven a depender más de nuestro empuje que de la puntería de los hurones. ¡Otro esfuerzo más, amigos! ¡Todos a una!
—Vuelven a prepararse para tirar —observó Heyward—, y como estamos en linea con ellos será fácil que acierten.
—Colocaos entonces en el fondo de la canoa vos y el coronel; así ofreceremos menos blanco.
Heyward sonrió, mientras replicaba:
—Mal ejemplo el del jefe que se oculta mientras sus soldados se exponen al fuego.
—¡Vaya, vaya! ¡Ya salió el valor blanco! —exclamó el explorador—. Y, como muchas de sus otras convicciones, sin razón alguna que la sustente. ¿Creéis que el Sagamore, Uncas o yo, que soy un hombre cabal, dudaríamos en escondernos si no fuera porque hemos de remar? ¿Por qué habrán fortificado Quebec los franceses si, como decís, hay que luchar siempre al descubierto?
—Todo cuanto decís es cierto, amigo mío —le respondió Heyward—, pero nuestras costumbres nos impiden cumplir vuestros deseos.
Una descarga de los hurones interrumpió la discusión y, mientras las balas silbaban por todas partes, Heyward vio la cabeza de Uncas vuelta hacia él y hacia Munro. Pese a la gravedad del peligro, el semblante del joven guerrero no expresaba sino la sorpresa que le producía ver a hombres que se exponían inútilmente a los disparos. Chingachgook, en cambio, parecía estar más acostumbrado a los hábitos de los blancos, porque en ningún momento dejó de mirar el punto en que tenía fijos los ojos y que le servia para gobernar el rumbo. Una bala de los hurones dio en el remo ligero y pulido del jefe mohicano y se lo arrancó de las manos, lanzándolo hacia delante. Un alarido triunfal brotó de las gargantas de los perseguidores. Pero Uncas, con una hábil maniobra, desvió un poco la canoa y el Sagamore pudo recuperar su remo. Lo levantó en el aire mientras lanzaba el grito de guerra de los mohicanos, y se concentró de nuevo en su tarea.
Los gritos de y nacieron al mismo tiempo de las canoas perseguidoras, y parecieron animar a los hurones. El explorador tomó a con la mano izquierda y, elevándolo por encima de su cabeza, lo agitó en el aire en señal de triunfo. Los salvajes respondieron a la provocación con gritos renovados, a los que siguió inmediatamente una nueva descarga. Las balas sobrevolaron el lago, y una de ellas consiguió incluso atravesar un costado de la canoa. Los rostros de los mohicanos permanecieron inalterables, sin expresar temores ni esperanzas. Riendo con su risa silenciosa, el explorador le dijo a Heyward:
—Esa chusma se entusiasma con el ruido de sus propios disparos; pero no hay entre todos uno solo que sepa calcular las distancias o hacer blanco en una canoa en movimiento. Los muy necios han puesto a otro hombre para dispararnos. Mientras, nosotros avanzamos tres pies por cada dos de ellos.
Duncan, para quien aquel cálculo no suponía motivo alguno de tranquilidad, se alegró, sin embargo, al comprobar que su superior destreza y la falta de compenetración de sus enemigos les hacía aumentar su ventaja. Los hurones volvieron a disparar poco después y una bala rozó el remo de Hawkeye.
—¡Ya basta! —dijo el explorador, examinando el ligero rasguño que había hecho la bala en el remo—. No habría conseguido arañar la piel de un niño, y mucho menos la de hombres que, como nosotros, han llegado ya al límite de su paciencia. Mayor, ocupaos de este pedazo de madera plana mientras yo me encargo de que intervenga en la conversación.
Heyward tomó el remo y se aplicó al trabajo con un afán que suplió su inexperiencia, al tiempo que Hawkeye inspeccionaba la carga de su rifle y, tras apuntar, disparaba con rapidez. El hurón que iba en la proa de la primera canoa, y que se había incorporado con idéntico propósito, cayó hacia atrás con brusquedad y dejó que el rifle se le cayese al agua. Se rehízo al instante, pero sus gestos evidenciaban su frustración y su sorpresa. Sus compañeros dejaron de remar y todas las canoas de los perseguidores se agruparon y quedaron inmóviles. Chingachgook y Untas aprovecharon la pausa para tomar aliento, pero Duncan continuó remando con perseverancia. Padre e hijo se miraron con inquietud para averiguar si habían sido heridos; ambos sabían de sobra que, en momentos tan críticos, ningún grito o exclamación lo habría anunciado. Unos hilillos de sangre surcaban el hombro del Sagamore, pero el veterano guerrero, ante la preocupación de su hijo, tomó agua en el cuenco de su mano y se lavó la herida, que era superficial.
—Calma, calma, mayor —dijo el explorador, que había vuelto a cargar el rifle—. Ya estamos un poco demasiado lejos para que incluso este rifle demuestre su valía, y ya veis que esos desalmados se han reunido para conferenciar. Dejad que se acerquen un poco más y os demostraré que puedo hacer que nos persigan por todo el Horican sin causarnos más daño que algunos arañazos, mientras mi mata dos de cada tres veces.
—¡Estamos olvidando nuestra misión! —replicó el diligente Duncan—. ¡Por Dios, aprovechemos la ocasión para aumentar nuestra ventaja!
—¡Ante todo, mis hijas! —exclamó Munro con voz ronca—. ¡No prolonguéis la agonía de un padre, y devolvedme a mis hijas!
Acostumbrado a obedecer las órdenes de sus superiores, el explorador lanzó a sus enemigos una mirada cargada de pesar por no poder ya causarles más bajas. Luego relevó al fatigado Duncan y se puso a remar con renovada energía. Los mohicanos le secundaron, y tanto se distanciaron de sus enemigos que Heyward volvió a respirar con tranquilidad.
El lago había vuelto a ensancharse, y ahora discurrían entre altas y escarpadas montañas. Los islotes eran pocos y fáciles de evitar. El ritmo de sus remos fue haciéndose más sosegado y regular que durante la persecución que habían sufrido, y durante la cual se habían comportado como si en vez de huir de la muerte hubiesen participado en una competición deportiva.
En vez de dirigirse directamente a la costa occidental, donde su misión los requería, el astuto mohicano desvió el rumbo hacia las colinas tras las cuales sabían que Montcalm había recluido su ejército, en la formidable fortaleza de Ticonderoga. Como era evidente que los hurones habían desistido de perseguirlos, la precaución podía parecer innecesaria. Pese a ello, la mantuvieron durante horas, hasta que llegaron a una bahía cerca del extremo norte del lago. Allí la canoa se dirigió a la playa, y todos desembarcaron. Hawkeye y Heyward subieron a una loma, donde el primero, tras contemplar la amplia extensiém de agua a sus pies, le señaló a su acompañante un objeto negro que se desplazaba junto a un promontorio, a muchas millas de distancia.
—¿Veis aquello? —preguntó el explorador—. ¿Qué diríais que es, si tuvierais que basaros solo en vuestra experiencia de hombre blanco?
—A juzgar por la distancia y por su tamaño, diría que es un ave. ¿Qué otra cosa puede ser?
—Es una canoa de buena corteza de abedul, y quienes la tripulan son esos feroces y habilidosos mingos. Aunque la Providencia nos ha concedido a quienes habitamos en los bosques unos ojos que de nada servirían a quienes viven en las colonias, donde hay inventos que ayudan a la vista, no hay órganos humanos que puedan descubrir todos los peligros que en este momento nos rodean. Esos canallas quieren hacernos creer que lo único que les preocupa ahora es su cena, pero tan pronto como oscurezca se lanzarán a perseguirnos como perros de caza. Tenemos que despistarlos si no queremos renunciar a nuestra persecución de . Estos lagos son a veces muy útiles, especialmente cuando la caza acude a la orilla para beber —continuó el explorador con gesto preocupado, mirando a su alrededor—, pero no ofrecen protección alguna, salvo a los peces. Dios sabe qué será de este lugar si las colonias se extienden hasta aquí. Tanto la guerra como la caza perderán sus encantos.
—No nos retrasemos ni un momento más sin una buena razón —dijo Duncan.
—¡Qué poco me gusta ese humo que serpentea por las rocas sobre la canoa! —le interrumpió el explorador, abstraído—. Otros ojos, además de los nuestros, pueden verlo y saber qué significa. En fin, de nada sirve hablar y hay que pasar a la acción.
Hawkeye abandonó la elevación y descendió meditabundo hasta la orilla; allí comunicó en delaware a sus compañeros el resultado de sus observaciones, lo que dio lugar a un breve concilio. Cuando concluyó, los tres se dispusieron a llevar sus decisiones a la práctica.
Retiraron la canoa del agua y, llevándola en hombros, se adentraron en el bosque, procurando dejar un rastro bien ancho y visible. Pronto alcanzaron un curso de agua. Lo cruzaron y siguieron adelante hasta una gran roca desnuda. Al llegar a este punto, donde obviamente sus huellas no podían quedar impresas, retrocedieron caminando de espaldas y con cuidado. Continuaron por el arroyo hasta el lago, donde volvieron a embarcarse. Un cabo los ocultaba del promontorio cerca del cual habían visto a los hurones, y la orilla del lago estaba cubierta, durante un largo tramo, de arbustos densos y colgantes. Protegidos por estas coberturas naturales, avanzaron hasta que el explorador consideró la conveniencia de volver a desembarcar.
Permanecieron inmóviles hasta que la oscuridad hizo imprecisos todos los objetos. Entonces reanudaron su ruta y, amparados por la oscuridad, remaron en silencio y con vigor hacia la orilla occidental. Aunque el escarpado perfil de la montaña hacia la que se dirigían no mostraba a los ojos de Duncan ningún detalle significativo que pudiera servir para orientarlos, los mohicanos se adentraron en una caleta que Hawkeye había elegido con la seguridad de un piloto experimentado.
Volvieron a sacar la canoa del agua y a llevarla hasta el bosque, donde la ocultaron cuidadosamente entre el ramaje. Tomaron sus armas y enseres, y el explorador anunció a Heyward y Munro que tanto los indios como él estaban dispuestos a continuar la marcha.