El último mohicano

Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

No importa mucho.

Me llamarán, quizá, noble asesino,

porque no se movió el odio, sino el honor.

S

La escena inhumana y sangrienta que hemos descrito en el capítulo anterior figura en las páginas de la historia colonial con el merecido título de «La matanza de William Henry». La mancha que un acto previo y semejante había dejado en la reputación del general francés siguió creciendo, hasta tal punto que ni siquiera la muerte temprana y gloriosa de este pudo limpiarla del todo. El tiempo ha hecho que esa mancha palideciera un tanto. Y miles de personas, que saben que Montcalm murió como un héroe en los llanos de Abraham, ignoran hasta qué punto escaseaba en él ese valor moral sin el cual ningún hombre es verdaderamente grande.

Podrían escribirse muchas páginas para realzar, con ayuda de este ilustre ejemplo, los muchos defectos que deslucen las cualidades humanas; para demostrar cuán fácil es que los sentimientos generosos, la cortesía y el valor caballeresco sucumban al acoso del egoísmo; y para que, en fin, el mundo entero vea cómo un hombre, que abundaba en todos los atributos menores del carácter, fue incapaz, en un momento culminante, de someter las conveniencias políticas a los imperativos morales. Pero la tarea excedería nuestras prerrogativas. Y como la historia, al igual que el amor, tiende a adornar a sus héroes con una aureola imaginaria, es muy probable que Louis de Saint Véran aparezca a los ojos de la posteridad solo como un valiente defensor de su patria y que se olvide su cruel indecisión a orillas del Oswego y del Horican. Lamentado profundamente esta debilidad por parte de una musa hermana, abandonamos de inmediato su sagrado recinto para volver a los límites más concisos de nuestra humilde vocación.

Ya finalizaba el tercer día transcurrido desde la rendición del fuerte, pero las exigencias de nuestro relato nos obligan a retener al lector a orillas del «lago sagrado». Cuando lo vimos por última vez, en sus alrededores se llevaba a cabo una terrible y ruidosa matanza. Ahora, en cambio, solo había allí quietud y muerte. Los vencedores se habían marchado, cubiertos de sangre; el campamento, que poco antes vibraba con los gritos de alegría del victorioso ejército, era solo una aglomeración de cabañas silenciosa y abandonada. La fortaleza era un montón de ruinas. Vigas a medio quemar, restos de artillería inutilizada y escombros cubrían, en confuso desorden, sus bastiones de tierra.

También el clima había cambiado. El sol ocultaba sus cálidos rayos tras una espesa cortina de vapores, y cientos de cuerpos, que en vida se habían tostado bajo los calores de agosto, sufrían ahora, inertes, los rigores de un invierno prematuro y se helaban en una rígida deformidad. Brumas rizadas e inmaculadas, que se habían desplazado sobre las colinas, hacia el Norte, volvían ahora en forma de masas oscuras e interminables, empujadas por la tormenta. El abigarrado espejo del Horican había desaparecido, y en su lugar verdes y airadas aguas golpeaban las orillas, como si estuvieran empeñadas en rechazar las impurezas de la playa sucia. El lago retenía algo de su encanto, pero su superficie ya no reflejaba sino un cielo plomizo y amenazador. La atmósfera húmeda y reconfortante que hasta entonces había matizado el paisaje, velando sus asperezas, tampoco existía ya, y los vientos del Norte recorrían la extensión del agua con tanta fuerza que todo estaba a la vista y nada quedaba para la imaginación.

El más fiero de los elementos parecía haberse apropiado del antiguo verdor de la explanada, que tenía el aspecto de haber sido arrasado por un rayo devastador. Pero, aquí y allá, el verde oscuro de un brote de hierba crecía en medio de la desolación, fruto temprano de una tierra fertilizada con sangre humana. El paisaje entero, que visto bajo una luz más benigna y con una temperatura más grata tenía un aspecto encantador, parecía ahora uno de esos cuadros alegóricos de la vida, en donde las cosas están pintadas con sus tonos más crudos y realistas, sin sombras ni claroscuros.

Matojos de hierbas secas y solitaria se alzaban e inclinaban al paso del viento; las montañas rocosas y escarpadas mostraban su desnudez sin tapujos, y los ojos, que buscaban en la bóveda ilimitada del cielo alivio ante tanta desolación, no encontraban sino oscuras masas de nubes, que se desplazaban a gran velocidad.

El viento soplaba de modo desigual. A veces lo hacía a ras del suelo, como si quisiera contar sus penas a los muertos, murmurándolas en sus oídos; otras, se elevaba produciendo un quejumbroso silbido, o penetraba en el bosque con tal empuje que las hojas y ramas que esparcía o su paso llenaban el aire. En medio de aquella naturaleza desatada, algunos cuervos hambrientos luchaban con el temporal, pero tan pronto dejaron atrás el verde océano del bosque sobre el que volaban descendían al azar, ufanos, y se entregaban a un repugnante banquete.

Era, pues, una escena de salvaje desolación, y parecía como si cuantos habían osado entrar en ella hubiesen sido alcanzados por el inmisericorde brazo de la muerte. Pero la prohibición, caso de existir, había cesado. Por primera vez desde que se habían perpetrado aquellos crímenes que tanto habían contribuido a alterar el paisaje, seres humanos se acercaban al lugar.

Aproximadamente una hora antes de ponerse el sol, el día mencionado, y surgiendo de la estrecha franja de árboles que se alza donde el sendero que lleva al Hudson entra en el bosque, aparecieron las figuras de cinco hombres, que caminaban hacia el fuerte abandonado. Su avance era al principio lento y cauteloso, como si vacilaran en adentrarse en un lugar tan lleno de horrores, o temiesen que acontecimientos tan espantosos pudieran volver a repetirse. Un hombre esbelto y ágil precedía al resto del grupo. Se movía con la habilidad característica de los nativos, subiendo a cada loma e indicando por gestos a sus compañeros la ruta que creía más segura. Tampoco quienes le seguían dejaban de tomar las precauciones propias de quienes están acostumbrados a luchar en los bosques. Uno de ellos, indio también como el primero, se desplazó un poco hacia un lado y observó la linde del bosque, con ojos habituados a percibir hasta el menor atisbo de peligro. Los otros tres eran hombres blancos, aunque vestían ropas que se adecuaban, tanto en la forma como en el color, a su arriesgada misión, que era la de seguir la marcha de un ejército en retirada a través de los bosques.

La impresión que causaba en los miembros de aquella partida el espantoso espectáculo que se les ofrecía estaba condicionada por el carácter de cada uno. El joven que iba en cabeza lanzaba miradas llenas de gravedad pero furtivas a los restos de las víctimas, reacio a mostrar sus sentimientos pero sin la suficiente experiencia como para ignorar del todo su repentino y poderoso influjo. El otro indio, sin embargo, carecía de esa debilidad. Pisaba entre los cadáveres con un aplomo y una serenidad en la mirada que era fruto de su larga experiencia.

Incluso entre los hombres blancos las sensaciones que producía aquel espectáculo eran distintas, aunque tenían el común denominador de la pesadumbre. Uno de ellos, de cabellos grises, semblante arrugado y aire y paso marcial, denunciaba, pese a las ropas que ahora vestía, su condición de hombre habituado a la guerra. No por eso dejaba de lamentarse en voz alta cuando vislumbraba algún horror particularmente insoportable. El joven que iba o su lado temblaba de pies a cabeza, pero parecía dominar sus emociones en atención al anciano. De todos ellos, el hombre que cubría la retaguardia del pequeño grupo parecía ser el único que manifestaba sus pensamientos reales, sin prevención alguna. Con la expresión de quien no sabe fingir, miraba los cuadros de horror que se le ofrecían, condenando con amargas execraciones los crímenes de sus enemigos.

El lector ya habrá adivinado que nos referimos a los dos mohicanos, que iban en compañía de su amigo blanco el explorador, de Munro y de Heyward. Eran, pues, el padre que iba en busca de sus hijas, secundado por el joven a quien tanto importaba su felicidad y por aquellos valientes habitantes de los bosques que ya habían demostrado sus habilidades y su lealtad en las escenas que hemos contado.

Cuando Uncas, que iba en cabeza, alcanzó el centro de la explanada, dio un grito que atrajo al resto de sus compañeros. El joven guerrero se había detenido junto a un grupo de mujeres asesinadas, tendidas unas sobre otras en confuso y sangriento desorden. Munro y Heyward las contemplaron con amor inextinguible, procurando encontrar algún vestigio de aquellas a quienes buscaban con tanto afán. No estaban allí, y tanto el padre como el enamorado se tranquilizaron al instante, aunque ello representaba volver a sentir los padecimientos de la incertidumbre, difícilmente más soportables que la verdad misma, por cruel que fuese. Permanecían aún junto al grupo de cadáveres, pensativos y cabizbajos, cuando el explorador se les acercó y, mirando el triste espectáculo con un gesto de odio en el rostro, habló en voz alta e inteligible, por primera vez desde que habían accedido a la explanada.

—He estado en muchos lugares espantosos, y he seguido rastros de sangre durante muchas millas —dijo—, pero en ningún sitio vi nunca con tanta claridad la mano del diablo. La venganza es propia de los indios, y cuantos me conocen saben que no hay mezcla de sangre en mis venas, pero he de decir aquí, ante el Señor, cuyo poder es tan manifiesto en estos bosques, que si esos franceses vuelven a ponerse al alcance de una bala, hay aquí un rifle que sabrá cumplir con su tarea mientras la mecha arda y la pólvora estalle. Dejo el y el cuchillo para quienes aprendieron a usarlos desde pequeños. ¿Qué opinas, Chingachgook? —añadió en delaware—. ¿Permitirás que los hurones se jacten de esta matanza ante sus mujeres cuando lleguen las grandes nevadas?

Un fulgor de resentimiento atravesó las oscuras facciones del jefe mohicano, que con un ademán violento extrajo su cuchillo de la vaina. Pero contuvo su ira, dejó de mirar el horrendo espectáculo y adoptó un semblante tan sereno como si nunca hubiera sido instigado por la pasión.

—¡Montcalm, Montcalm! —continuó el explorador, profundamente afectado e incapaz de contenerse—. Dicen que llegará un día en que veremos, de una sola mirada y con gran claridad, cuanto hicimos en este mundo. ¡Desgraciado el miserable que haya de contemplar esta explanada cuando le llegue el día del Juicio Final! ¡Ja! ¿Qué es eso? Por la sangre blanca que corre en mis venas, ahí yace un indio al que han arrancado la cabellera. Ve a verlo, delaware. Puede ser alguien de tu propio pueblo, y en ese caso habrá que enterrarlo como a un héroe. Veo la venganza en tus ojos. Un hurón pagará por esto antes de que los vientos del otoño hayan borrado el olor de la sangre.

Chingachgook se acercó al cadáver mutilado, y al darle la vuelta encontró las pinturas distintivas de una de aquellas seis tribus aliadas, o naciones, como también se las llamaba, que, aunque luchaban al lado de los ingleses, eran enemigas de los mohicanos. Empujó los pestilentes restos con el pie, como si hubieran sido los de un animal. El explorador comprendió el significado de aquel gesto, y prosiguió sus denuncias contra el general francés con el mismo resentimiento de antes.

—Solo alguien infinitamente sabio y poderoso debería atreverse a eliminar así, en masa, a las personas —añadió—, porque solo quien todo lo sabe puede juzgar si este tremendo castigo es necesario. ¿Y quién puede restituir a las criaturas del Señor? Para mí es un delito matar un segundo ciervo antes de haberme alimentado con el primero, a menos que tenga que reunir mucha carne para un largo viaje o esté obligado a permanecer durante mucho tiempo en el mismo lugar. Es distinto cuando se enfrentan varios guerreros en combate abierto, porque de ellos depende morir con el rifle o con el en la mano, según sean hombres blancos o rojos. Ven, Uncas, muchacho, y deja que ese cuervo se harte con el mingo. La experiencia me ha enseñado que les gusta mucho la carne de los oneidas, y hay que dejar que los pájaros satisfagan su natural apetito.

—¡Ugh! —exclamó el joven mohicano, alzándose sobre las puntas de los pies y mirando fijamente ante sí, al tiempo que ahuyentaba al cuervo.

—¿Qué pasa, muchacho? —murmuró el explorador, agachándose inmediatamente como una pantera dispuesta para el salto—. Quizá Dios nos envía a un franchute rezagado, en busca de botín. tendría ocasión de demostrar hoy su buena puntería.

Sin hacer réplica alguna, Uncas se alejó del lugar, y poco después se le vio desprender de un arbusto y agitar, triunfante, un fragmento del velo verde que Cora usaba al montar a caballo. Al momento, todos fueron hacia él.

—¡Hija mía! ¡Encontrad a mi hija! —exclamó Munro, emocionado.

—Uncas lo intentará —fue la breve y sincera respuesta del indio.

Pero la sencillez y firmeza de sus palabras pasaron inadvertidas para el padre, que se había apoderado del fragmento de gasa y lo estrujaba entre sus manos, mientras sus ojos buscaban temerosos entre los arbustos cercanos, como si al mismo tiempo deseara y temiese descubrir los secretos que podían ocultar.

—Por aquí no hay cuerpos —dijo Heyward—. La matanza no parece haber llegado hasta aquí.

—Eso es tan obvio como que hay un cielo sobre nuestras cabezas —replicó el explorador, inalterable—. Pero o bien ella o quienes le robaron han pasado junto al arbusto, porque recuerdo muy bien el velo que llevaba para ocultar un rostro que a todos nos agradaba contemplar. Uncas, estás en lo cierto. La joven de cabellos oscuros ha pasado huyendo por aquí como un corzo asustado, y si ha huido es porque no esperó a que la asesinaran. Busquemos las señales que debe haber dejado. Para los ojos de un indio, hasta un colibrí deja rastro en el aire.

El joven mohicano aceptó con rapidez la sugerencia, y antes de que el explorador terminase de hablar ya lanzaba otro grito de alegría junto a la linde del bosque. Cuando el resto de la partida llegó al lugar todos vieron otro fragmento del mismo velo, que ondeaba en las ramas bajas de un haya.

—Calma, calma —dijo el explorador, deteniendo con el cañón de su largo rifle al impaciente Heyward—. No debemos precipitarnos. Un paso en falso puede confundirnos durante horas. Lo que no puede negarse es que estamos sobre la pista.

—¡Dios os bendiga! —exclamó Munro—. Decidnos hacia dónde han huido, y dónde están mis hijas.

—El camino que hayan tomado depende de muchas cosas. Si van solas, pueden estar tanto dando vueltas en círculo como avanzando en línea recta, y hallarse cerca o lejos de nosotros. Pero si los hurones o alguno de los franceses se han apoderado de ellas, es muy probable que a estas horas se encuentren en la frontera del Canadá. Eso, sin embargo, importa poco —agregó el explorador al advertir la ansiedad y la decepción de sus compañeros—; aquí estamos los mohicanos y yo en un extremo de la pista, y llegaremos al otro, podéis confiar en ello, aunque entre ambos haya cientos de leguas. Calma, Uncas, calma. Eres tan impaciente como muchos colonos. Olvidas que los pies ligeros apenas dejan rastro.

—¡Ugh! —exclamó Chingachgook, que estaba examinando un paso abierto en la maleza que circundaba el bosque. Se mantenía erguido, señalando hacia abajo como si hubiese visto una víbora.

—¡Aquí hay una huella clara del pie de un hombre! —gritó Duncan, inclinándose sobre el lugar indicado—. Pisó en el borde de este charco y dejó una huella inconfundible. ¡Están prisioneras!

—Más vale eso a que estén solas y hambrientas en medio del bosque —replicó el explorador—, y además dejarán un rastro más visible. Apuesto cincuenta pieles de castor contra otros tantos pedernales a que antes de un mes los mohicanos y yo los alcanzamos y nos apoderamos de sus tiendas. Fíjate bien, Uncas, en esa huella de mocasín, porque está claro que es de mocasín y no de un zapato.

El joven mohicano se inclinó sobre el rastro y, apartando las hojas que lo enmarcaban, lo examinó con la misma atención con que un banquero examinaría unos billetes que no le merecieran absoluta confianza. Al cabo se irguió, satisfecho.

—Y bien, muchacho —preguntó el atento explorador—. ¿Qué has visto? ¿Puedes decirnos algo más de esa huella?

—¡!

—¡Otra vez ese maldito demonio! No dejará de hacer fechorías hasta que tenga una buena conversación con .

Heyward se resistía a admitir aquella idea, y expresó sus esperanzas, más que sus dudas, al decir:

—Un mocasín se parece mucho a otro. Puede haber algún error.

—¡Un mocasín nunca es igual que otro! Eso es como decir que todos los pies se parecen, cuando todos sabemos que hay unos más largos que otros, más anchos o más estrechos, con un arco más o menos grande y con los dedos hacia dentro o hacia fuera. Los mocasines no se parecen entre sí más que los libros; quienes leen en uno no siempre saben el contenido de los otros. Lo que sin duda es bueno, porque así hay mayor variedad. Déjame ver. Uncas. Se trate de libros o de mocasines, siempre conviene tener dos opiniones sobre la misma cosa —el explorador se inclinó sobre la huella, y al instante añadió—: Tenías razón, Uncas. Es la misma marca que seguimos la otra vez. Y se nota que le gusta la bebida. Los hombres que beben, sean blancos o indios, siempre dan pasos más anchos que los que no lo hacen. ¡Míralo, Chingachgook! Tú también venías con nosotros cuando seguimos a estos canallas desde las cataratas hasta el manantial.

Chingachgook observó la huella a su vez, y cuando se irguió solo pronunció una palabra:

—¡Magua!

—Cierto. Por aquí pasaron la de los cabellos oscuros y Magua.

—¿Y Alicia? —preguntó Heyward.

—Todavía no hemos visto señales de ella —respondió el explorador, escrutando los árboles, los arbustos y el suelo—. Pero ¿qué es eso? Uncas, trae lo que cuelga de aquel espino.

El indio obedeció y le entregó el objeto que le pedían.

—¡Es el arma musical del cantor! —dijo el explorador, riendo de buena gana con su risa silenciosa—. Ahora seguiremos también las huellas del clérigo. Uncas, busca las huellas de un pie tan largo como para sostener un metro ochenta de desgarbada estatura. Ese hombre es más insistente de lo que sospechaba.

—Al menos ha sabido mantener su promesa —dijo Heyward—, y Cora y Alicia tienen un amigo.

—¡Menudo amigo! —exclamó Hawkeye con desdén, dejando caer el rifle en el suelo y apoyándose en él—. ¿Acaso puede servirles para algo más que para aturdirlas con sus cantos? ¿Puede matar un ciervo para proporcionarles comida? ¿Sabe guiarse por el musgo que crece en los árboles o cortar de un tajo la garganta de un hurón? Si no es así, hasta un sinsonte les sería más útil. Bueno, ¿qué hay, muchacho? ¿Encontraste las huellas del gigante?

—Aquí hay una huella de alguien que lleva zapato. ¿Podría ser nuestro amigo?

—Aparta esas hojas con cuidado o borrarás la pisada. ¡Eso! Sí, es la huella de un pie, pero pertenece a la joven de cabello oscuro. ¡Y bien pequeña que es, por cierto, para una dama tan alta y vigorosa! El cantor la cubriría solo con el talón.

—¿Dónde está? ¡Dejadme ver la huella de mi hija! —exclamó Munro, apartando los arbustos e inclinándose, emocionado, sobre la pisadas. Aunque el paso que la había impreso había sido rápido y ligero, todavía era visible con claridad. Los ojos del anciano soldado iban humedeciéndose mientras la contemplaba. Permaneció inmóvil, con la mirada fija, hasta que Heyward advirtió que una lágrima había caído sobre el rastro. Queriendo distraer una emoción que amenazaba con desbordarse en cualquier instante, le dijo al explorador:

—Puesto que ya tenemos pruebas tan evidentes, pongámonos inmediatamente en marcha. Para quienes están cautivos, un solo momento puede parecer una eternidad.

—No es el ciervo que más salta el que más cuesta cazar —le replicó Hawkeye, sin apartar los ojos de las huellas que habían descubierto—. Sabemos que el sanguinario hurón, la joven de cabellos oscuros y el cantor han pasado por aquí. Pero ¿dónde está la joven de cabellos dorados? Aunque sea más joven, y tenga muy poco de la entereza de su hermana, es muy hermosa, y de trato agradable. ¿Acaso no merece que sus amigos se preocupen por ella?

—¡Dios quiera que los cuente por cientos! ¿Acaso no estamos buscándola? Yo mismo no dejaré de buscarla hasta que la encuentre.

—En tal caso quizá tengamos que seguir diferentes caminos. Por pequeño que sea su pie, es seguro que por aquí no ha pasado.

Heyward se contuvo, y toda su urgencia desapareció al instante. Sin advertir este brusco cambio en el humor del otro, el explorador continuó, tras reflexionar un momento:

—No hay nadie en estos bosques que pueda dejar esta huella, salvo la joven de cabellos oscuros. Sabemos, pues, que ha estado aquí, pero ¿por qué no hay señales de la otra? Sigamos un poco más esta pista, y si no encontramos nada, tendremos que volver a la explanada y buscar de nuevo. Vamos, Uncas, y observa bien las hojas secas. Yo inspeccionaré la maleza mientras tu padre rastrea el suelo. Adelante, amigos. El sol va a ocultarse tras las colinas.

—¿No hay nada que yo pueda hacer? —preguntó Heyward, ansioso.

—¡Vos! —exclamó el explorador, que ya marchaba con los indios, siguiendo el orden que había indicado—. Sí, podéis venir tras nosotros, procurando no borrar el rastro.

Habían andado muy poco cuando los indios se detuvieron y observaron con especial cuidado algunas marcas en la tierra. Padre e hijo hablaron en voz alta y con rapidez, fijándose unas veces en lo que habían descubierto y otras intercambiando miradas de satisfacción.

—¡Habrán encontrado lo que buscábamos! —exclamó el explorador, yendo hacia ellos y sin terminar de cumplir con su parte de la tarea—. ¿Qué hay por aquí? Me apostaría el mejor rifle de la frontera a que esas son las huellas de los caballos que andan de lado. Ya está todo tan claro como la estrella del norte a medianoche. Sí, van a caballo. Ahí estuvieron los caballos atados a un árbol, esperando. Y por allí va el ancho sendero que les ha llevado al Norte, hacia el Canadá.

—Pero seguimos sin encontrar señales de Alicia, de la más joven de las señoritas Munro —dijo Duncan.

—A menos que sea una señal eso tan brillante que ha encontrado Uncas. Dámelo, muchacho, para que lo examinemos.

Heyward reconoció inmediatamente en aquel objeto un camafeo que Alicia gustaba mucho de ponerse, y que su tenaz memoria de enamorado recordaba haber visto la mañana fatal de la matanza colgando del cuello de su amada. Como por arte de magia lo hizo desaparecer de los ojos asombrados del explorador, que continuó buscándolo en el suelo cuando ya el joven lo apretaba contra su apresurado corazón.

—¡Uf! —exclamó Hawkeye, incómodo, dejando de remover las hojas del suelo con la culata de su rifle—. Es señal de vejez cuando la vista empieza a fallar. ¡Una bagatela tan brillante, y que no pueda encontrarla! Pero, en fin, aún puedo mirar por el alza de un rifle, y eso basta para resolver las cuestiones pendientes entre los mingos y yo. Aun así me gustaría encontrarla, para llevársela a su dueña y juntar así los dos extremos de una ruta muy larga, porque a estas alturas toda la anchura del San Lorenzo, y quizá hasta los Grandes Lagos, están entre nosotros.

—Razón de más para que no retrasemos nuestra partida —intervino Heyward—. Sigamos adelante, pues.

—Suele decirse que la sangre joven y la sangre caliente son una misma cosa. No se trata de cazar ardillas o de seguir un ciervo y llevarlo hacia el Horican, sino de permanecer muchos días y noches a la intemperie, y recorrer la selva por lugares donde rara vez pasan los hombres, y donde lo que enseñan los libros sirve de muy poco. Los indios nunca inician una empresa de esta importancia sin celebrar consejo junto al fuego, y aunque soy hombre de pura raza blanca he de hacer honor a esa sabia costumbre. Así pues, volveremos a las ruinas del viejo fuerte y encenderemos nuestra hoguera para que, cuando llegue la mañana, nos encuentre descansados y dispuestos para emprender nuestra marcha como hombres, y no como mujeres charlatanas o muchachos ociosos.

Heyward advirtió en seguida, a juzgar por la actitud del explorador, que toda discusión sería inútil. Munro se había vuelto a sumir en aquella especie de indiferencia que le había sobrecogido a raíz del desastre, y de la que al parecer solo podían sustraerle acontecimientos de inusitada importancia. Considerando que aquella obligación que se le imponía tenía también su lado razonable, el joven tomó al veterano del brazo y siguió los pasos de los indios y del explorador, que ya habían iniciado el regreso a la explanada.

Descargar Newt

Lleva El último mohicano contigo