El último mohicano

Capítulo XV

Capítulo XV

Entremos y conozcamos su embajada,

aunque yo podría adivinar con facilidad de qué se trata,

antes de que el francés dijese una sola palabra.

S

Transcurrieron algunos días entre las privaciones, el estruendo de la guerra y los peligros de un asedio llevado a cabo con rigor por un poder contra el cual Munro no disponía de ningún medio eficaz de resistencia. Parecía como si Webb, con su ejército, que dormitaba a orillas del Hudson, hubiese olvidado completamente el aprieto en que se encontraban sus compatriotas. Los gritos de los indios que poblaban los bosques cercanos llegaban al campamento británico, sobresaltando los corazones de unos hombres ya de por sí predispuestos a magnificar el peligro.

Sin embargo, los sitiados se mantenían con la moral alta. Alentados por las arengas y estimulados por el ejemplo de sus jefes, habían encontrado el valor necesario y hacían honor a su reputación con un celo digno del firme carácter de su comandante. Como si se contentase con haber vencido las dificultades de la marcha a través de los bosques para ir al encuentro del enemigo, el general francés, pese a su reconocido talento, había desdeñado ocupar las montañas adyacentes, desde las que los sitiados hubieran podido ser exterminados con impunidad y que, en una guerra moderna, no habrían sido ignoradas. Esa suerte de menosprecio a las alturas, o más bien ese temor al trabajo de escalarlas, era característico del arte de la guerra en aquella época. Se debía a la simplicidad de los combates con los indios, en los cuales, a causa de la naturaleza de los enfrentamientos y de la densidad de los bosques, las fortificaciones eran raras y casi no se usaba artillería. La despreocupación generada por estas costumbres se prolongó hasta la guerra de la revolución americana, y determinó la pérdida de la importante fortaleza de Ticonderoga, que permitió el acceso del ejército de Burgoyne a lo que entonces era el corazón del país. Hoy contemplamos con asombro esta ignorancia o esta ceguera, como también podría llamarse, sabiendo que desaprovechar una altura dominante cuyas dificultades de ascenso, como en el caso de Mount Defiance, han sido muy exageradas, sería fatal tanto para la reputación del ingeniero que hubiese levantado una fortificación en su base como para el general encargado de defenderla.

El turista, el convaleciente o el aficionado a las bellezas naturales que en su carruaje de cuatro caballos recorre ahora, en busca de información, salud o placer, los lugares que hemos intentado describir, o que navega seguro hacia su objetivo por esas aguas artificiales que han surgido después bajo la iniciativa de un hombre de estado, que se atrevió a arriesgar su prestigio político en una empresa tan osada, puede suponer, equivocadamente, que sus antepasados atravesaron esas montañas o lucharon contra esas corrientes con la mima facilidad. Pero el transporte de un solo cañón pesado costaba a menudo tanto como vencer en una batalla; y aún podía ocurrir que en el traslado se hubiera perdido la munición, su complemento necesario, sin la cual el cañón no era sino una masa de chatarra inservible.

Este estado de cosas dejaba sentir todo su peso sobre el resuelto escocés que defendía el fuerte William Henry. Aunque su adversario había desdeñado las alturas, había situado convenientemente sus baterías en el llano, y se servía de ellas con energía y talento. Contra este ataque, los sitiados solo podían oponer los rudimentarios medios de defensa de una rústica fortaleza.

Discurría la tarde del quinto día de asedio, que era el cuarto de su llegada al fuerte, cuando el mayor Heyward aprovechó una tregua que acababa de ser acordada para inspeccionar los parapetos de uno de los bastiones que daban al lago, respirar aire fresco y al mismo tiempo observar el estado del sitio. Estaba solo, salvo por un centinela que recorría el terraplén, porque hasta los artilleros se habían apresurado a ausentarse de sus puestos. La tarde estaba deliciosamente tranquila, y la suave brisa procedente del lago llegaba fresca y acariciante. Parecía como si, al cesar el rugido de la artillería y el estruendo de los disparos, la naturaleza hubiese aprovechado también la pausa para mostrarse en su aspecto más apacible y cautivador. El sol derramaba sus últimos rayos sobre la escena, sin el ardor propio de la estación. Las montañas tenían un aspecto verde y atractivo, tamizadas por la suave luz y los tenues vapores que flotaban entre ellas y el sol. Numerosos islotes descansaban en el lecho del Horican. Algunos eran bajos y estaban sumergidos a medias; otros se alzaban sobre el agua, formando promontorios de aterciopelado verdor. Entre unos y otros, los pescadores del ejercito sitiador remaban pacíficamente en sus barcas o flotaban a la deriva sobre la cristalina superficie, disfrutando con plenitud de aquel momento de descanso.

La escena parecía a un tiempo animada e inmóvil. La naturaleza se mostraba plácida y solemne, mientras que cuanto concernía a los hombres destacaba por su vitalidad y bullicio.

Dos pequeñas banderas blancas ondeaban en el exterior, una en un saliente del fuerte y la otra en la batería más adelantada de los sitiadores, como emblemas de una tregua que, al menos en apariencia, afectaba tanto a los actos de los hombres como a su enemistad. Tras ellas colgaban, abriendo y cerrando pesadamente sus pliegues de seda, las enseñas hostiles de Inglaterra y Francia.

Un centenar de jóvenes franceses, alegres y despreocupados, arrastraban una red de pesca hacia la playa de guijarros, a tiro del amenazante pero temporalmente silencioso cañón del fuerte, mientras la montaña que se alzaba al Este devolvía el eco de su jovial griterío.

Corrían unos para disfrutar de los juegos acuáticos del lago, y otros se afanaban en escalar las alturas más próximas, con la curiosidad insaciable propia de su nación. Todas aquellas diversiones tenían como espectadores no solo a quienes debían vigilar a los sitiados, sino también a los sitiados mismos. Aquí y allá, un grupo entonaba una canción o empezaba un baile, que atraía la atención de los salvajes, haciéndolos salir de sus escondites en el bosque. En resumen, todo tenía más el aspecto de un día festivo que el de una hora hurtada a los peligros y las fatigas de una guerra encarnizada.

Duncan contemplaba la escena en actitud pensativa cuando oyó unos pasos procedentes de la explanada que se aproximaban hacia la puerta. Se dirigió a un ángulo del bastión y desde allí reconoció al explorador, que caminaba hacia el fuerte custodiado por un oficial francés. El semblante de Hawkeye era de contrariedad y pesadumbre, como si considerase que haber caído en manos del enemigo equivalía a una profunda degradación. Le habían quitado su arma favorita, y llevaba los brazos atados a la espalda con correas hechas de piel de ciervo. Tan frecuentes habían sido en los últimos días las idas y venidas de los parlamentarios, que Heyward había esperado la visita de algún otro oficial francés portador de un mensaje intimidatorio. Pero, al ver la alta aunque abatida figura de su amigo el explorador, se sorprendió y bajó del bastión rápidamente hacia el interior del fuerte.

Otras voces, sin embargo, le hicieron olvidar su propósito. Al pie mismo del bastión se encontró con las hermanas, que paseaban a lo largo del parapeto, en busca, como él, de aire fresco y de alivio tras la forzada reclusión. No se habían visto desde el doloroso momento en que había tenido que abandonarlas, en la explanada, para ponerse al frente de sus hombres y garantizar su seguridad. Las había dejado llenas de preocupaciones y fatigadas, y ahora las encontraba frescas y resplandecientes, aunque todavía inquietas. No ha de extrañarnos que el joven olvidase temporalmente su intención previa y se dispusiera a saludarlas. La voz de la joven Alicia se le anticipó.

—¡Ah, truhán! ¡Caballero infiel, que abandonáis a vuestras damiselas en el momento de mayor apuro! —exclamó—. ¡Llevamos días, o mejor dicho siglos, esperando que vengáis a postraros a nuestros pies para implorar perdón y clemencia por vuestro abandono, o mejor por vuestra deserción; porque lo cierto es que huisteis a mayor velocidad, como diría nuestro apreciado amigo el explorador, que un ciervo herido!

—Como sabéis, lo que Alicia quiere decir es que estamos muy agradecidas —añadió Cora, siempre más juiciosa y pensativa—. Pero es verdad que nos ha extrañado que os ausentarais con tanta obstinación de un lugar donde, además de la gratitud de las hijas, os aguardaba el agradecimiento de nuestro padre.

—Precisamente vuestro padre puede deciros que, aunque he estado lejos de vosotras, no he descuidado vuestra seguridad ni un solo momento —respondió el joven—. La posesión de ese lugar —continuó, señalando las trincheras del campamento vecino— ha sido muy disputada. Quien lo posea tendrá también el fuerte y todo cuanto contiene. Allí he pasado todos estos días y noches desde que nos separamos, convencido de que ese era mi deber. Pero —añadió, disimulando a duras penas su desazón—, si yo hubiera sabido que lo que yo consideraba el deber de un soldado podía ser mal interpretado, la vergüenza habría sido un motivo más para ausentarme.

—¡Heyward, Duncan! —exclamó Alicia, y se inclinó hacia delante para escrutar el semblante de él, hasta que un rizo de su dorada cabellera se deslizó sobre su mejilla, ocultando casi la lágrima que nacía en uno de sus ojos—. ¡Si hubiese podido imaginar que esta lengua mía podía causaros tanto daño, la habría hecho callar para siempre! Cora puede decir, si quiere, lo mucho que estimamos vuestros servicios y cuán profunda, y hasta cuán ferviente, es nuestra gratitud.

—¿Y querrá Cora hacerlo? —preguntó Duncan, al tiempo que una sonrisa de satisfacción reemplazaba a la nube que había entristecido su rostro—. ¿Qué dice la más seria de las dos hermanas? ¿Considerará que el deber de un soldado puede justificar la negligencia de un caballero?

Cora no contestó de inmediato, pero miró hacia el agua como si buscase la respuesta en el Horican. Cuando al fin volvió sus oscuros ojos hacia él, aún mostraban tal expresión de angustia que Heyward desterró al momento todo sentimiento que no fuese el de la más tierna solicitud.

—¡No os sentís bien, querida Cora! ¡Hemos estado bromeando mientras vos sufríais!

—No es nada —contestó ella, rechazando con reserva femenina el sostén que él le ofrecía—. Que yo no pueda ver el lado alegre de las cosas, como esta criatura entusiasta pero inocente —añadió, apoyando su mano levemente, pero con afecto, en el brazo de su hermana—, es el castigo que me impone la experiencia o, quizá, un defecto de mi naturaleza. Mirad a vuestro alrededor, mayor Heyward —continuó, como si quisiera alejar de sí toda debilidad, en aras del deber— y decidme qué esperanzas puede abrigar en estas circunstancias la hija de un soldado que no aspira sino a salvaguardar su honor y su prestigio militar.

—Ni lo uno ni lo otro tienen por qué verse afectados por unas circunstancias que vuestro padre no puede controlar —respondió Duncan con emoción—. Pero vuestras palabras me han recordado mi propio deber. Voy ahora mismo a presentarme ante vuestro padre, para conocer sus decisiones sobre los últimos acontecimientos que atañen a nuestra defensa. Que Dios os bendiga y os proteja, noble Cora; ese es el adjetivo que mejor os cuadra.

Ella le ofreció su mano con entereza, aunque sus labios temblaban y sus mejillas adquirían poco a poco una palidez cenicienta.

—Sé que, en cualquier circunstancia, seréis la personificación de todas las virtudes de vuestro sexo. Alicia, —el tono de Duncan pasó de la admiración a la ternura—. , Alicia; confío en que volvamos a vernos pronto, y que sea para celebrar nuestra victoria.

Sin aguardar réplica alguna, el joven cruzó con rapidez el patio de armas y llegó en seguida al despacho del padre de las jóvenes. Cuando Duncan entró, Munro tenía aspecto de preocupación y estaba paseando de un lado a otro, dando grandes zancadas.

—Habéis adivinado mis deseos, mayor Heyward —le dijo—. Ahora mismo iba a pediros que vinierais.

—Siento mucho, señor, que el mensajero que os recomendé con tanto entusiasmo haya vuelto de la mano de un francés. Espero que no haya motivo alguno para desconfiar de su lealtad.

—La lealtad de me es bien conocida —replicó Munro—, y está más allá de toda sospecha, aunque por una vez su buena suerte le ha fallado. Montcalm lo capturó, y haciendo uso de la detestable cortesía de su nación me lo ha devuelto, con el irónico mensaje de que, sabiendo lo mucho que yo aprecio a este hombre, no podía ni pensar en retenerlo. Una forma muy jesuítica, mayor Duncan Heyward, de decirle a un hombre que se está al corriente de sus desdichas.

—Pero ¿qué hay del general y de sus refuerzos?

—¿Mirasteis hacia el Sur antes de entrar, y no los habéis visto? —dijo el viejo soldado, con una risa amarga—. ¡Vaya, vaya! Sois un joven muy impaciente. A esos caballeros hay que darles tiempo para llegar.

—Entonces, ¿vienen? ¿Es lo que el explorador os ha dicho?

—Cuándo y por qué camino, no lo sé, porque ese condenado no me lo ha dicho. Pero hay una carta, según parece, y eso es lo único esperanzador de todo el asunto. Conociendo la proverbial cortesía de nuestro marqués de Montcalm, estoy seguro de que se hubiera apresurado a devolvérnosla si hubiera sido portadora de malas noticias.

—¿De modo que se ha quedado con la carta y ha puesto en libertad al mensajero?

—Eso es lo que ha hecho; y todo en pro de lo que vos llamáis . Pero me atrevería a asegurar, sin miedo a equivocarme, que el tal marqués tiene más conchas que un galápago.

—Pero ¿qué os ha dicho el explorador? ¿Acaso no tiene ojos, oídos, lengua? Algún informe verbal os habrá dado.

—¡Si, claro! No le falta ninguno de sus cinco sentidos, y es libre de decir cuanto ha visto y oído. Pero lo que me ha contado es bien poco: que a orillas del Hudson hay un fuerte de su majestad llamado Edward, en honor, como ya sabéis, de su graciosa alteza el príncipe de York, y que está repleto de hombres bien armados.

—Pero ¿no ha visto movimiento ni indicios de la expedición que ha de venir en nuestro socorro?

—Había, sí, un toque de diana y otro de retreta, pero eso era todo —y cambiando su tono, amargo e irónico, por otro más grave y meditabundo, continuó—: ¡Sin embargo, puede que en esa carta haya algo de gran interés para nosotros!

—Deberíamos tomar pronto una decisión —dijo Duncan, alegrándose de poder aprovechar aquel cambio de humor para tratar temas más graves—. No puedo ocultaros, señor, que el campamento no está en condiciones de resistir mucho más tiempo, y lamento tener que añadir que lo mismo sucede con el fuerte. Más de la mitad de los cañones están inutilizados.

—¿Y cómo podría ser de otro modo? Unos los hemos sacado del lago, otros estaban cubriéndose de herrumbre en los bosques desde el descubrimiento del país. Y algunos nunca fueron verdaderos cañones, sino simples juguetes. ¿Acaso creéis que esto es Woolwich Warren, a tres mil millas de Inglaterra?

—Los muros se desmoronan en todas partes y las provisiones empiezan a escasear —continuó Heyward, sin reparar en aquel nuevo arranque de indignación—. Hasta los hombres comienzan a dar señales de descontento y alarma.

—Mayor Heyward —di jo Munro, volviéndose hacia su joven subordinado con la dignidad de sus años y de su mayor graduación—, yo habría servido inútilmente a su majestad durante medio siglo, y mis cabellos habrían encanecido en vano si no pudiese advertir la verdad de cuanto decía y si ignorase la gravedad de nuestra situación. Pero debemos pensar ante todo en el honor de las armas del rey, y también en el nuestro. Mientras haya esperanzas de recibir ayuda defenderé este fuerte, aunque sea con guijarros recogidos en la orilla del lago. Por eso necesitamos ver esa carta, para conocer las intenciones del hombre que sustituyó al conde de Loudon.

—¿Podría yo servir de algo en este asunto?

—Sí, podríais. Además de sus otras atenciones, el marqués de Montcalm me ha invitado a un encuentro que deberá celebrarse a medio camino entre su propio campamento y esta fortaleza, con el fin, según dice, de proporcionarme alguna información adicional. Pero creo que no sería acertado de mi parte mostrar ningún afán por encontrarme con él, y os emplearé a vos, un oficial de rango, como mi sustituto, porque sería indigno del honor de Escocia que uno de sus caballeros fuese superado en cortesía por alguien de cualquier otro país.

Duncan no quiso entrar en una discusión sobre la cortesía comparada de los distintos países, y aceptó de buen grado reemplazar al veterano general en el encuentro propuesto. A continuación tuvo lugar una conversación larga y confidencial, durante la cual el joven recibió, antes de partir, algunas instrucciones sobre su misión.

Como quiera que Duncan actuaba solo en representación del comandante del fuerte, fueron anuladas las ceremonias que debían haber subrayado la importancia de un encuentro entre los jefes de las fuerzas rivales. La tregua aún se mantenía. Acompañado del redoble de tambores y amparado por una pequeña bandera blanca, Duncan abandonó el fuerte diez minutos después de haber recibido las instrucciones. El oficial francés que se había adelantado a su encuentro le recibió con las formalidades acostumbradas, y le condujo inmediatamente hasta la distante tienda de campaña del renombrado soldado que capitaneaba las fuerzas de Francia.

El general enemigo recibió al joven mensajero rodeado de sus oficiales principales y de una banda de jefes indios que le secundaban en el campo de batalla, al mando de los guerreros de sus diversas tribus. Heyward se detuvo brevemente cuando, al recorrer con la vista el oscuro grupo de salvajes reconoció entre ellos el maligno semblante de Magua, que le contemplaba con hosca atención. Una breve exclamación de sorpresa salió de sus labios, pero al momento recobro el ánimo, al recordar la misión que le había llegado hasta allí, y se dirigió hacia el jefe de los enemigos, que ya había avanzado un paso para recibirle.

El marqués de Montcalm se encontraba, en la época que describimos, en la flor de la edad, y puede decirse que en la cima de su carrera. Pero, incluso en aquella envidiable situación, se mostraba afable, y se distinguía tanto por su observancia de las normas de cortesía como por un valor caballeresco que dos años después le llevaría a dejar la vida en los llanos de Abraham. Para Duncan fue casi un descanso apartar la mirada de la maligna expresión de Magua y contemplar las facciones sonrientes y pulidas y el aspecto noble y marcial del general francés.

— —dijo el general francés—,

— —respondió Heyward, con modestia—, .

— —dijo Montcalm, tomando a Duncan familiarmente por el brazo y llevándole al interior de la tienda, donde no podían oírlos—; —continuó, hablando aún en francés—, aunque me habría enorgullecido recibir a vuestro comandante, me satisface que haya elegido para sustituirle a un oficial tan distinguido, y, estoy seguro, tan gentil como vos.

Duncan hizo una reverencia, halagado por el cumplido, pese a su determinación de no dejarse seducir por ningún ardid. Tras hacer una breve pausa, como si hubiese reordenado sus pensamientos, Montcalm continuó:

—Nuestro comandante es un hombre de gran coraje, y ha demostrado sus cualidades rechazando mis ataques. Pero, , ¿no creéis que ha llegado ya el momento de pensar más en cuestiones humanitarias, y menos en vuestro propio valor? La sensatez es también una cualidad de los héroes.

—Para nosotros, tan importante es el coraje como la sensatez —replicó Duncan, sonriendo—; pero, así como la tenacidad de su excelencia sirve de estímulo a nuestro valor, no encontramos motivos para mostrarnos más prudentes.

Montcalm hizo a su vez una ligera reverencia, pero con el aire de un hombre experimentado que no necesita recurrir a la adulación. Tras meditar por un momento, añadió:

—Es muy posible que mis anteojos de campaña me hayan engañado, y que vuestras fortificaciones puedan resistir mejor el fuego de mis cañones de lo que yo suponía. ¿Conocéis nuestras fuerzas?

—Nuestras estimaciones varían —respondió Duncan, descuidadamente—; la mayor, sin embargo, es de veinte mil hombres.

El francés se mordió el labio y fijó la mirada en su interlocutor, como queriendo leer sus pensamientos. Luego, y con su habilidad característica, continuó, como si confirmase la veracidad de una estimación que duplicaba el número de sus hombres:

—Dice bien poco de nuestra habilidad como soldados, , que pese a nuestros esfuerzos no podamos disimular nuestro número, ni siquiera con la ayuda de estos bosques. Pero, en fin, aun cuando creáis que todavía es muy pronto para hablar de cuestiones humanitarias —añadió, sonriendo astutamente—, debe permitírseme suponer que la galantería no está prohibida a un hombre tan joven como vos. Tengo entendido que las hijas de vuestro comandante han llegado al fuerte después de empezar el asedio.

—Es cierto, . Pero, en vez de debilitar nuestro deseo de resistir, nos dan un ejemplo de valor con su propia fortaleza. Si solo fuese necesario tener valor para rechazar a un militar tan experimentado como el señor de Montcalm, confiaría de buen grado la defensa de William Henry a la mayor de esas señoritas.

—Una sabia disposición de nuestras leyes sálicas dice que «la Corona de Francia nunca consentirá que la lanza se incline ante la rueca» —contestó Montcalm secamente y con cierta altanería, pero al momento, con el mismo aire franco y atento de antes, añadió—: Como todas las cualidades nobles son hereditarias, no tengo inconveniente en creeros. Sin embargo, y como os decía antes, el valor tiene sus límites y las cuestiones humanitarias no deben menospreciarse. ¿Estáis autorizado, , a tratar la rendición del fuerte?

—¿Tan débil os parece nuestra resistencia que creéis necesaria esa medida?

—Sentiría mucho que la rendición se retrasara en exceso, y provocase la ira de mis rojos amigos —continuó Montcalm, dirigiendo una mirada al grupo de indios graves y atentos, sin reparar en la pregunta que le había hecho Duncan—. Ya es para mí bastante difícil hacer que respeten las reglas de la guerra.

Heyward calló, mientras recordaba los peligros a los que había escapado recientemente, y por su mente desfilaban las imágenes de los seres indefensos que habían compartido con él tantos sufrimientos.

— —dijo Montcalm, queriendo aprovechar la ventaja que creía haber adquirido— son más terribles cuando se les engaña, y no considero necesario deciros cuánto me cuesta contener su enojo. ¿Tratamos de las condiciones?

—Temo que vuestra excelencia haya menospreciado la robustez de nuestro fuerte y los recursos de su guarnición.

—No he puesto sitio a Quebec, sino a una fortaleza de tierra defendida por dos mil quinientos valientes —fue la lacónica respuesta.

—Nuestros bastiones son, en efecto, de tierra, y no se asientan sobre las rocas de Cape Diamond, sino sobre la misma orilla que resultó fatal para Dieskau y su ejército. Además, a pocas horas de marcha se encuentra un poderoso destacamento que forma parte de nuestros efectivos.

—Seis u ocho mil hombres —respondió Montcalm con aparente indiferencia—, cuyo jefe considera, con acierto, que están más seguros dentro de su fortaleza que en campo abierto.

Esta vez fue Heyward quien se mordió los labios, humillado por la frialdad con que el otro aludía a unas fuerzas que de hecho eran inferiores. Ambos permanecieron un instante en silencio, hasta que Montcalm reanudó el diálogo, explicando que había dado por sentado que la visita de su huésped tenía como objetivo tratar las condiciones de la capitulación. Por su parte, Heyward empezó a hacerle preguntas encaminadas a descubrir el contenido de la carta interceptada. Ni el ardid del uno ni el del otro resultó y, tras una conversación prolongada e infructuosa, Duncan se retiró, impresionado favorablemente por la cortesía y el talento del jefe enemigo, pero tan ignorante de lo que le interesaba como cuando llegó. Montcalm le acompañó hasta la entrada de la gran tienda de campaña y renovó su invitación para celebrar una entrevista con el comandante del fuerte en campo abierto, entre los dos ejércitos.

Allí se separaron, y Duncan volvió, acompañado como antes, hasta la posición avanzada de los franceses. Desde allí se dirigió al fuerte y al puesto de mando de su propio comandante.

Descargar Newt

Lleva El último mohicano contigo