El último mohicano

Capítulo VI

Capítulo VI

De aquellos cánticos que en otro tiempo

de Sión endulzaron la caída

elige con cuidado los más preciosos

y en tono solemne dice: «¡Adoremos al Señor!».

B

Heyward y las jóvenes observaron aquellos misteriosos movimientos con secreta inquietud. Aunque hasta entonces el comportamiento del explorador había estado muy lejos de merecer censura alguna, su tosco atavío, sus respuestas atrevidas y la rotundidad de sus antipatías, junto con el carácter enigmático de sus silenciosos compañeros, eran motivos suficientes para sembrar la desconfianza en quienes acababan de padecer la traición de su guía indio.

Solo el maestro de canto parecía indiferente a cuanto sucedía. Sentado en un promontorio, no mostraba otro signo de vitalidad que unos profundos y frecuentes suspiros, que indicaban la magnitud de su pesadumbre. Poco después sonaron unas voces apagadas, como si unos hombres interpelaran a otros en las profundidades de la tierra, y una luz repentina alumbró a quienes estaban fuera, revelando el preciado secreto de aquel refugio.

Al fondo de una caverna estrecha y profunda, abierta en la roca, que parecía mayor por un efecto de perspectiva y por la luz que la hacía visible, estaba sentado el explorador con una antorcha de pino encendida. La llama iluminaba de lleno sus rudas facciones, curtidas por las inclemencias del tiempo, y su rústico atavío, confiriendo un aire de salvaje romanticismo a quien, visto a la sobria luz del día, ya era bastante peculiar a causa de su rara indumentaria, su constitución excepcionalmente robusta y la singular combinación de astucia, previsión y extrema sencillez que traslucían sus gestos.

No lejos de él y ligeramente adelantado se encontraba Uncas. Los viajeros observaron con ansiedad la figura erguida y flexible del joven mohicano, llena de gracia y espontánea en sus actitudes y movimientos. Aunque iba más cubierto que de costumbre porque ahora vestía una camisa de caza verde, ribeteada de flecos de piel como la del explorador, no había cambio alguno en su mirada profunda, brillante y sin temor, a un tiempo terrible y tranquila, ni en la configuración de sus rasgos altivos, característicos de un piel roja, ni en las nobles proporciones de su cabeza, totalmente rasurada a excepción del mechón de la coronilla, que tan tentador debía resultar para los cazadores de cabelleras.

Era esta la primera ocasión que Duncan y los demás viajeros tenían de contemplar a satisfacción los semblantes característicos de sus dos compañeros indios, y su inquietud se apaciguó al observar la expresión orgullosa y tenaz, aunque salvaje, del joven guerrero. Acaso su inteligencia podía estar en parte limitada por la ignorancia, pero no era el suyo el rostro de alguien que pudiera albergar perversas intenciones. La ingenua Alicia observaba sus ademanes libres y la arrogancia de su porte con la misma admiración que habría dedicado a una valiosa escultura griega a la que un milagro hubiese dado vida, mientras Heyward, aunque más acostumbrado a la perfección física de los nativos no corrompidos, expresaba abiertamente su admiración por aquella muestra de las más nobles proporciones humanas.

—Dormiría tranquila —dijo Alicia en un susurro— bajo la protección de un centinela tan aguerrido. Seguro, Duncan, que esas terribles escenas de tormento y crueldad de las que tanto hemos oído hablar no podrían suceder en presencia de hombres como este.

—Es, en efecto, un ejemplo excepcional de esas buenas cualidades con las que, según dicen, está dotado este pueblo —replicó él—. Estoy de acuerdo contigo, Alicia, en que esas facciones y esos ojos han sido hechos más para intimidar que para fingir, pero no nos engañemos esperando que un salvaje sea virtuoso, excepto a su manera. Del mismo modo que los ejemplos preclaros de grandes cualidades son poco frecuentes entre los cristianos, también lo son entre los indios, aunque, para honra de nuestra común naturaleza, ni unos ni otros son incapaces de producirlos. Esperemos, pues, que este mohicano no nos defraude y que demuestre ser, como indica su aspecto, un hombre valiente y un amigo fiel.

—El comandante Heyward ha hablado como cabía esperar de él —dijo Cora—; como alguien que, mirando a esta criatura de la naturaleza, no puede olvidar el color de su piel.

A dicha observación siguió una pausa breve y embarazosa, interrumpida al fin por el explorador, que les instó en voz alta a entrar en la caverna.

—Este fuego empieza a brillar en exceso —continuó el explorador al aproximarse los viajeros—, y podría conducir a los mingos hasta nuestro escondite. Uncas, deja caer la manta para que esos bandidos no tengan más pistas que la oscuridad. Esta no es la cena que un comandante del regimiento real de América tiene derecho a esperar, pero yo he visto a los hombres de su regimiento contentarse con carne cruda y sin gusto. Como veis, tenemos sal de sobra y podemos hacer un buen asado. Hay ramas frescas de saxafrax que pueden servir de asiento a las damas; no podrán enorgullecerse de ellas como de sus sillas de caoba, pero son bastante confortables. Venid, amigo, dejad de apenaros por el potro; era un animal inocente, y había visto muy poco del mundo. La muerte le ha ahorrado un sinfín de fatigas y penalidades.

Uncas cumplió con lo que se le había pedido, y cuando Hawkeye terminó de hablar el estruendo de la catarata sonaba como el rumor de un trueno distante.

—¿Estamos a salvo en esta caverna? —preguntó Heyward—. ¿No hay peligro de sorpresas? Un solo hombre armado, colocándose en la entrada, nos tendría a su merced.

Una figura de aspecto fantasmal apareció entonces detrás del explorador y, tomando de la hoguera una rama encendida, extendió el brazo e iluminó el extremo opuesto del refugio. Alicia no pudo reprimir un grito de asombro, e incluso Cora se puso rápidamente en pie ante la repentina aparición. Pero Heyward las tranquilizó con una sola palabra al hacerles ver que se trataba de su amigo Chingachgook, quien, alzando una segunda manta, les reveló que la caverna tenía dos salidas. Luego, blandiendo la antorcha, atravesó una grieta estrecha y profunda entre las rocas, que hacía ángulo recto con el pasadizo en donde se encontraban pero que, a diferencia de este, se abría al cielo, y se adentró en la cueva contigua, que era muy parecida a la primera.

—Los viejos zorros como Chingachgook y como yo no se dejan atrapar fácilmente en una madriguera con una sola salida —elijo Hawkeye, riendo—. Como veis, el lugar no puede ser más adecuado: la roca es de caliza negra, blanda como todos saben, y es un colchón soportable a falta de las ramas y la hojarasca de los pinos. Pues bien, la catarata estuvo en otro tiempo unos metros más allá de donde nos encontramos y me atrevo a decir que era tan regular y tan bella como cualquier otro paraje a lo largo del Hudson. Pero la edad es enemiga de la belleza, como estas preciosas damas tendrán ocasión de aprender. ¡Cuánto ha cambiado este sitio! Estas rocas están llenas de grietas y son más blandas en unos sitios que en otros. El agua ha excavado caminos muy profundos, rompiendo aquí y arrancando allá y haciendo que la catarata carezca de su antigua magnificencia.

—¿En qué parte de las cataratas nos encontramos?

—Cerca del lugar en que las puso la Providencia por primera vez, pero donde, al parecer, se resistían a quedarse. La roca resultó ser más blanda a ambos lados del punto donde estamos y las aguas dejaron el centro del río desnudo y seco, no sin haber hecho antes estas dos grutas para que nos ocultásemos en ellas.

—¿Nos hallamos, entonces, en una isla?

—¡Así es! El agua de las cataratas cae a ambos lados, y el río corre arriba y abajo. Si fuese de día, valdría la pena subir a lo alto de esta roca y contemplar la perversidad del agua. Cae sin orden alguno; unas veces salta, otras corre, vertiginosa; forma remolinos y remansos; en un lugar es blanca como la espuma y en otro verde como la hierba. Aquí se lanza a profundos abismos con el estruendo de un terremoto, y allí se riza y canta como un arroyuelo, abriendo recovecos y surcos en las rocas viejas, como si fuesen de arcilla. Todo el río parece el resultado de una confusión. Primero se desliza con suavidad, como si fuese a descender ordenadamente, como corresponde, pero de pronto vuelve la espalda al mar como si se resistiese a abandonar el bosque y mezclarse con sus aguas saladas. Sí, señorita, ese tejido, fino como una tela de araña, que lucís en el cuello, es una red de pescar en comparación con algunos lugares que podría mostraros, donde el río compone toda suerte de figuras como si, habiendo perdido todo sentido del orden, quisiera dejar su huella en todas las cosas. ¡Pero de nada le sirve tanta rebeldía! Después de haber consentido, como se hace con la gente testaruda, que el agua siga su voluntad durante algún tiempo, la mano que trazó el río la reúne, y unos kilómetros más abajo se la puede ver fluyendo directamente hacia el mar, tal como se dispuso cuando se creó la tierra.

Aunque esta sencilla descripción de las cataratas de Glen contribuyó a tranquilizarlos respecto a la seguridad del refugio, los oyentes de Hawkeye no opinaban como él acerca de la belleza del lugar. Pero no se encontraban en situación de diferir de él sobre este punto. Y, como el explorador no había interrumpido sus tareas culinarias mientras hablaba salvo para señalar con un tenedor roto en dirección a la corriente, concentraron su interés en los alimentos, acaso más prosaicos pero siempre necesarios para la supervivencia.

La comida, considerablemente mejorada con el añadido de algunos manjares exquisitos que Heyward había tenido la precaución de llevar consigo al abandonar los caballos, contribuyó no poco a reponer las fuerzas del fatigado grupo. Uncas sirvió a las damas de camarero, y ejecutó sus funciones con una mezcla de dignidad y deseo de agradar que divertía a Heyward, buen conocedor de la innovación que aquella actitud suponía en las costumbres indias, que prohíben a sus guerreros ocuparse de las tareas domésticas, y más para servir a una mujer. Pero como, sin embargo, los deberes de la hospitalidad eran sagrados para los indios, aquel pequeño menoscabo de la dignidad masculina no suscitó comentarios.

Si entre los presentes hubiese habido alguno capaz de hacer estimaciones objetivas, habría notado que las atenciones del joven jefe no eran del todo imparciales. Pues, mientras ofrecía cortésmente a Alicia la calabaza de agua fresca, o el venado en un plato de madera pulimentada, al ofrecer los mismos servicios a la hermana sus ojos oscuros se demoraban en la contemplación de su semblante expresivo. Una o dos veces se vio obligado a hablar para llamar la atención de aquellas a quienes servía, y lo hizo en su inglés imperfecto pero suficientemente inteligible, matizado con los tonos suaves y musicales de su voz profunda y gutural, que despertaba la admiración y el asombro de las damas. Las frases amables que intercambiaban contribuían a afianzar las relaciones de amistad entre ambos grupos.

Sin embargo, Chingachgook permaneció inalterable en su gravedad durante todo este tiempo. Se había sentado cerca del círculo de luz de la hoguera, lo que permitía que las miradas frecuentes e inquietas de sus huéspedes pudieran distinguir mejor entre la expresión natural de su rostro y los terrores artificiales de sus pinturas de guerra. Encontraban una fuerte semejanza entre el padre y el hijo, con las diferencias que cabía atribuir a la edad y a las calamidades. El vigor de su semblante parecía haberse desvanecido en un sueño, y en su lugar permanecía la expresión serena y ausente que caracteriza al guerrero indio cuando sus facultades no son requeridas para las grandes pruebas de la vida. No obstante, era fácil apreciar, por los destellos ocasionales que iluminaban sus ojos, que solo era necesario avivar sus pasiones para que aquellos adornos terroríficos que se había pintado para intimidar a sus enemigos adquiriesen pleno sentido.

Por su parte, la mirada vigilante del explorador apenas descansaba. Aunque comía y bebía con un apetito ajeno a cualquier temor, permanecía alerta. Más de una veintena de veces el trozo de venado que se llevaba a la boca se había quedado suspendido ante sus labios, mientras su cabeza se inclinaba a un lado, como si escuchase sonidos lejanos y sospechosos. Ese gesto recordaba siempre a sus compañeros la situación en que se encontraban y las peligrosas circunstancias que les habían conducido a ella. Pero como estas pausas no iban seguidas de ningún comentario, la intranquilidad momentánea que provocaban desaparecía rápidamente.

—¡Vamos, amigo! —le dijo Hawkeye al maestro de canto, que ahora estaba sentado a su lado haciendo justicia a su talento culinario, hacia el final de la comida, mientras extraía un barrilito de entre las hojas—. Probad esta cerveza de abeto; os ayudará a olvidar la pérdida del potro y os alegrará la vida. Brindo por nuestra amistad, y confío en que un poco de carne de caballo no habrá dejado entre nosotros rencores imborrables. ¿Cómo os llamáis?

—Gamut, David Gamut —respondió el maestro de canto, mientras se disponía a ahogar sus penas con un abundante trago de aquel brebaje, al que el hombre de los bosques había dado un excelente aroma y un mejor sabor.

—Un buen nombre, y apuesto cualquier cosa a que lo habéis heredado de unos antepasados honrados. Siempre me han atraído los nombres de las personas aunque, a decir verdad, los hombres blancos se quedan muy atrás de las costumbres indias en este terreno. El mayor cobarde que he conocido se llamaba León, y su mujer, que llevaba el nombre de Paciencia, era de un natural tan violento que os hubiera ahuyentado con solo verla, en menos tiempo del que emplea un venado en huir de los ciervos. Entre los indios esta es una cuestión de conciencia, y generalmente cada uno se llama a sí mismo lo que es. Y no quiero decir con esto que Chingachgook, que quiere decir Gran Serpiente, sea una serpiente, ni grande ni pequeña, sino que comprende las oscilaciones y ondulaciones de la naturaleza humana, y que es silencioso y ataca a sus enemigos cuando menos lo esperan. ¿Qué nombre os daríais a vos mismo?

—Soy un mero instructor en el arte de cantar salmos.

—¡Vaya!

—Enseño a cantar a los jóvenes reclutas de Connecticut.

—Pues podíais dedicaros a algo más útil. Esos jóvenes ríen y cantan demasiado alto en los bosques, cuando deberían respirar tan silenciosamente como un zorro en su cubil. ¿Sabéis usar el cuchillo o manejar el rifle?

—Gracias a Dios, nunca tuve que hacer uso de esos instrumentos criminales.

—Quizá dominéis la ciencia de la brújula y sepáis trasladar a los planos el curso de los ríos y el emplazamiento de las montañas, para que otros puedan encontrar los sitios a los que disteis nombres.

—No me dedico a eso.

—Tenéis un par de piernas que pueden abreviar el camino más largo. Supongo que a veces llevaréis mensajes para el general.

—Jamás. No sigo otros caminos que los que me dicta mi vocación, que es la de enseñar a cantar los salmos.

—Extraña ocupación —murmuró Hawkeye, conteniendo la risa—, pasar por la vida como el arrendajo, imitando todos los tonos altos y bajos que brotan de las gargantas de otros hombres. Pero en fin, amigo, esa es vuestra vocación y no debe desdeñarse, aunque no sea como tirar con el rifle o cualquier otra ocupación más útil. Oigamos, pues, lo que sabéis hacer; será una manera agradable de dar las buenas noches, porque supongo que estas damas querrán descansar pronto. Mañana tendremos que madrugar mucho, para adelantarnos a los maquas.

—Lo haré con mucho gusto —dijo David, ajustándose sus anteojos y sacando del bolsillo su preciado libro, que tendió a Alicia—. ¿Qué puede haber más adecuado y consolador que ofrecer nuestras oraciones vespertinas después de un día tan agitado y lleno de peligros?

Alicia sonrió; mirando a Heyward, se ruborizó y dudó.

—Vamos, Alicia —la animó el mayor—, la sugerencia de este digno homónimo de David, el salmista por excelencia, bien merece ser atendida.

Animada por estas palabras, Alicia se dispuso a cantar como ya había hecho aquella mañana, llevada de su piadosa inclinación y su gran afición a la música. Se eligió un salmo muy adecuado para la situación de los viajeros y en el que el poeta, sin llegar a la excelencia del inspirado rey de Israel, había mostrado una inspiración encomiable. Cora no pudo dejar de acompañar a su hermana, y el canto sagrado resonó después de los preliminares indispensables del diapasón y la entonación, debidamente dirigidos por el metódico David.

El compás era solemne y lento. La melodía ascendía a veces hasta las notas más altas de las damas, que leían el libro sagrado con entusiasmo, y otras, en cambio, descendía tanto que el correr de las aguas se mezclaba con la música como si formase parte de ella. El talento natural y el buen oído de David modulaban los sonidos, haciendo que se adaptasen a la resonancia de la caverna y llenando todos sus rincones con las notas emocionantes de sus voces flexibles. Fijos los ojos en las rocas, los indios escuchaban con tal atención que también ellos parecían haberse convertido en piedras.

Las facciones del explorador, que al principio escuchaba con una mano en la barbilla y una expresión de fría indiferencia, se relajaron al son de los versos, mientras sus recuerdos se remontaban a la época de su infancia en que oía aquellos mismos cánticos a menudo, en los campamentos de las colonias. Sus ojos inquietos se humedecieron, y antes de que el himno terminase las lágrimas empezaron a fluir de unas fuentes que durante mucho tiempo habían permanecido secas, y a deslizarse por sus mejillas, empapando un rostro más acostumbrado a sentir las tormentas del cielo que la propia debilidad.

Entonaban los cantantes uno de esos sonidos bajos y descendentes que el oído se afana en aprehender como si temiera perderlos para siempre, cuando de pronto un grito que nada tenía de humano ni de terrenal atravesó el aire, penetrando no solo en las profundidades de la caverna, sino también en los corazones de cuantos en ella se habían refugiado. A continuación se produjo un silencio tan profundo que parecía como si las vertiginosas aguas del río se hubieran detenido, sobrecogidas por aquella interrupción horrible e inesperada.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió Alicia en un murmullo, presa de terrible inquietud.

—¡Sí! ¿Qué ha sido? —repitió Heyward en voz alta.

Ni Hawkeye ni los indios dieron respuesta alguna. Escuchaban como si esperasen que el grito se repitiera, en una actitud que expresaba con claridad su propio asombro. Al cabo intercambiaron algunas palabras en delaware y Uncas abandonó la caverna por la más oculta de sus salidas. El explorador habló entonces en inglés:

—Ninguno de los que estamos aquí sabe qué ha sido eso, aunque dos de nosotros hemos recorrido los bosques durante más de treinta años. Creía que no había grito humano o animal que mis oídos no hubiesen escuchado alguna vez, pero esto ha demostrado que mi presunción era vana.

—¿No ha sido, pues, uno de esos gritos de guerra que los indios profieren para intimidar a sus enemigos? —preguntó Cora, al tiempo que se arreglaba el velo, haciendo gala de una serenidad que su hermana no compartía.

—No, no. Este grito ha sido angustioso y desconcertante y tenía algo de inhumano; cuando se ha oído una vez el grito de guerra nunca se le confunde con otro. ¿Y bien, Uncas? —se dirigió en idioma delaware al joven jefe, que acababa de regresar—. ¿Qué has visto? ¿Se perciben nuestras luces a través de las mantas?

Breve y decidida, la respuesta fue pronunciada en delaware, como la pregunta.

—Nada se ve fuera —continuó Hawkeye, expresando su descontento con un ademán de cabeza—, y nadie ha descubierto nuestro refugio. Quien necesite descansar que pase a la otra cueva, y que procure dormir. Tendremos que levantarnos mucho antes de que amanezca, para intentar aproximarnos todo lo posible al fuerte Edward mientras los mingos duermen su sueño matutino.

Cora fue la primera en levantarse, con un aplomo que demostró a Alicia la conveniencia de obedecer, pero antes de abandonar el lugar hizo señas a Duncan para que la siguiese. Uncas levantó la manta para que pasasen las dos hermanas y estas, al volverse para agradecerle la cortesía, vieron al explorador sentado otra vez junto al fuego y con el rostro oculto entre las manos, en una actitud que revelaba su inquietud por la brusca interrupción que poco antes habían sufrido los cánticos.

Heyward llevó consigo una antorcha que iluminaba débilmente el estrecho recinto donde debían pasar la noche. Tras colocarla en un sitio conveniente, se reunió con las dos hermanas, que por primera vez desde que habían abandonado la seguridad del fuerte Edward se encontraban a solas con él.

—Quédate con nosotras, Duncan —le dijo Alicia—. No podremos dormir en un lugar como este, con ese grito horrible resonando todavía en nuestros oídos.

—Primero examinaremos la seguridad de nuestra nueva fortaleza —le respondió él—, y luego hablaremos de descanso.

Fue hacia el extremo más apartado de la caverna, hacia una salida que, como las otras, estaba oculta por una manta, y levantándola, aspiró el aire de la noche, que la proximidad de la catarata hacía más fresco y vigorizante. Uno de los brazos del río corría por un tajo estrecho y profundo, excavado por la corriente en la blanda roca, exactamente a sus pies, donde formaba una suerte de parapeto inaccesible. Unos metros por encima de ellos, las aguas caían, retumbaban y lo arrastraban todo de la manera más violenta y desordenada.

—La Naturaleza ha levantado por este lado una barrera infranqueable —continuó, señalando la caída perpendicular de la negra corriente, antes de volver a dejar la manta en su posición— y, como sabéis, la otra entrada la defienden hombres valientes y de confianza. No veo razón alguna para desobedecer las indicaciones de nuestro huésped. Estoy seguro de que Cora coincide conmigo en que las dos necesitáis dormir.

—Cora puede reconocer la conveniencia de ese Consejo, pero le costará ponerlo en práctica —replicó la mayor de las dos hermanas, al tiempo que se situaba junto a Alicia, sobre un lecho de saxafrax—. Aunque no nos hubiese asustado ese horrible grito, hay otras razones para ahuyentar el sueño. Preguntaos vos mismo, Heyward, si podemos olvidar las inquietudes de nuestro padre, que en estos momentos estará preguntándose dónde pasamos la noche y en qué condiciones, y si habremos sobrevivido a tantos peligros.

—Vuestro padre es un soldado, y sabe que es posible encontrar refugio en los bosques.

—Pero también es un padre, y no puede dejar de sentir como tal.

—¡Qué bueno ha sido siempre, consintiendo mis caprichos! ¡Qué cariñoso y qué indulgente con mis deseos! —sollozó Alicia—. Hemos sido demasiado egoístas, querida hermana, obligándole a consentir una visita tan arriesgada.

—Quizá haya obrado mal al insistir tanto para lograr su permiso en un momento tan crítico, pero mi intención era demostrarle que, si bien otros le abandonaban, sus hijas continuaban siéndole fieles.

—Cuando supo de vuestra llegada al fuerte Edward —intervino Heyward con gentileza—, tuvo lugar en su pecho una dura lucha entre el miedo y el amor, pero este último, acrecentado quizá por la larga separación, venció rápidamente al primero: «El valor de mi noble Cora las guía, Duncan —me dijo— y no pienso oponerme. Quisiera Dios que todo aquel que ha de defender el honor de nuestro soberano tuviese la mitad de su firmeza».

—¿Y no habló de mí, Duncan? —inquirió también Alicia, un poco celosa—. Sé que no pudo olvidarse de su pequeña Elsie.

—Sería imposible —replicó el joven—. Os nombró con mil palabras cariñosas que no me atrevería a emplear, pero de cuya exactitud respondo. Recuerdo perfectamente que en una ocasión dijo…

Duncan dejó de hablar repentinamente. Mientras tenía sus ojos fijos en Alicia, que se había vuelto hacia él, embargada de filial emoción, para no perder ni una sola de sus palabras, el mismo grito horrible que había sonado antes volvió a oírse, haciéndole enmudecer. Siguió un largo e impenetrable silencio, durante el cual se miraron unos a otros, esperando atemorizados a que el sonido se repitiera. Al cabo la manta se alzó y en la entrada apareció el explorador, con un semblante en el que la firmeza empezaba a ceder terreno a un misterio a todas luces amenazador, contra el cual su experiencia y su conocimiento de los bosques parecían inútiles.

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