Capítulo IX
Capítulo IX
Alégrate sin temor.
Disipa con sonrisas, amada mía,
la nube tenebrosa
que empaña tu frente.
G
El contraste entre la calma que ahora reinaba en torno suyo y la agitación del combate contribuía a que Heyward tuviera la impresión de encontrarse inmerso en un sueño. Aunque las imágenes y los sucesos que había presenciado permanecían todavía profundamente grabados en su memoria, le costaba persuadirse de su realidad. Sin saber la suerte corrida por quienes habían confiado su salvación a la rapidez de la corriente, escuchaba con la mayor atención intentando percibir alguna señal, algún grito de alborozo o de alarma que le permitiese conocer el éxito o el fracaso de la arriesgada empresa. Sus esfuerzos eran vanos, porque el último rastro de los tres hombres se había desvanecido con la marcha de Uncas.
Movido por la incertidumbre que le atormentaba, Duncan inspeccionaba los alrededores, sin buscar la protección de las rocas que poco antes había sido tan necesaria para su seguridad. Pero aquel afán por descubrir algún indicio de la aproximación del enemigo oculto era tan inútil como los esfuerzos que había hecho por conocer la suerte de sus compañeros. Las frondosas orillas no parecían cobijar animal alguno. Los alaridos que habían resonado bajo la bóveda del bosque se habían desvanecido, reemplazados por el ruido de las cataratas. Un halcón pescador que, desde la rama más alta de un pino seco había sido testigo distante de la refriega, se desprendió de su elevada y tosca percha y descendió en un vuelo majestuoso sobre su presa. Mientras, un grajo, cuyo graznido agudo había dejado de oírse a causa de los gritos más roncos de los salvajes, volvió a lanzar sus discordantes notas, como si de nuevo se creyera el dueño indiscutible de sus salvajes dominios. Duncan dedujo de estas manifestaciones naturales que cabía concebir alguna esperanza, y se sintió capaz de nuevos esfuerzos.
—No veo a los hurones —dijo dirigiéndose a David, que aún no se había recuperado de los efectos del golpe recibido—. Ocultémonos en la cueva y dejemos el resto a la Providencia.
—Recuerdo haber unido mi voz a la de dos hermosas damas, en un acto de alabanza y agradecimiento al Señor —respondió el confundido maestro de canto—, y desde entonces sufro las consecuencias de mis pecados. He estado sumido en un letargo parecido al sueño, mientras sonidos aterradores castigaban mis oídos, como si hubiera llegado el fin del mundo o la naturaleza hubiese perdido el sentido de la armonía.
—¡Pobre infeliz! Es cierto que parecía haber llegado vuestra hora. Pero levantaos y seguidme; os llevaré a un lugar donde estaréis a salvo de cualquier sonido que no sea el de vuestros propios cantos.
—Hay una melodía en el estruendo de la catarata, y el rumor de tantas corrientes que fluyen resulta grato a los sentidos —dijo el aturdido David, ciñéndose la frente con una mano—. ¿No está lleno el aire de alaridos y gritos, como si todos los condenados juntos…?
—Ya no, ya no —le interrumpió Heyward, impaciente—; cesaron ya, y me encomiendo a Dios para que quienes los profirieron se hayan marchado también. Todo, excepto el agua, está quieto y en paz. Entrad en la caverna y podréis entregaros a esos salmos que tanto os agradan.
David sonrió con tristeza, aunque no sin un fugaz destello de placer en la mirada, al oír que se mentaba su amada vocación. No vaciló en dejarse conducir a un lugar que prometía tan dulces placeres para sus agotados sentidos y, apoyándose en el brazo de su compañero, traspasó la estrecha boca de la cueva.
Duncan tomó un montón de ramas de saxafrax y las dispuso de manera que ocultasen la entrada. Tras la frágil barrera colocó las mantas abandonadas por los otros, y así oscureció el extremo posterior de la cueva, mientras que el anterior recibía la tenue luz del estrecho tajo por el que discurría un brazo del río, antes de unirse a la otra corriente, un centenar de metros más abajo.
—No me gusta esa costumbre de los indios, que les hace someterse sin lucha a las situaciones desesperadas —dijo, mientras se ocupaba en disimular la entrada—. Nuestro lema de que «mientras hay vida hay esperanza» es más consolador y más adecuado al carácter de un soldado. Vos, Cora, no necesitáis palabras de aliento; vuestra fortaleza y vuestra serenidad os indican siempre lo que conviene hacer. Pero ¿no habrá alguna forma de contener las lágrimas de esa criatura temblorosa que llora en vuestro regazo?
—Ya estoy más tranquila, Duncan —dijo Alicia, soltándose del abrazo de su hermana y procurando adoptar una actitud más serena, pese a las lágrimas—, mucho más tranquila. Seguro que aquí estamos a salvo y nada tenemos que temer. ¿Quién puede descubrir nuestro escondrijo? Además, debemos confiar en esos hombres generosos que ya han afrontado tantos peligros para salvarnos.
—¡Por fin habla nuestra querida Alicia como digna hija de Munro! —exclamó Heyward, deteniéndose para estrecharle la mano mientras se dirigía hacia la entrada anterior de la caverna—. Ante dos ejemplos de valor como los vuestros, cualquier hombre se avergonzaría de no comportarse como un héroe.
Se sentó entonces en el centro de la cueva, apretando con fuerza la pistola que le quedaba, mientras sus ojos contraídos y su ceño fruncido mostraban la firmeza de su decisión.
—Si los hurones vienen, no podrán entrar aquí con tanta facilidad como imaginan —murmuró en voz baja y, apoyando la cabeza en una roca, se dispuso a esperar con paciencia, aunque su mirada no se apartaba del pasadizo que conducía al refugio.
Un silencio largo y profundo sucedió a las últimas palabras de Heyward. El aire fresco de la mañana penetraba hasta el último rincón de la cueva, y su influencia benéfica se hacía sentir en los ánimos de sus ocupantes. A medida que los minutos transcurrían sin novedad, la esperanza antes insinuada ganaba terreno en sus corazones. Todos se resistían, sin embargo, a manifestar una ilusión que en cualquier momento podía verse destruida.
David era el único que no compartía estas emociones. Un rayo de luz, que se filtraba por un orificio, iluminaba su rostro y se posaba en las páginas del pequeño volumen, cuyas hojas, animado quizá por las palabras que Duncan le había dirigido, pasaba en busca de alguna canción apropiada para la situación. Al fin, su paciente búsqueda fue recompensada, porque sin explicación ni disculpa pronunció las palabras , extrajo un sonido largo y agradable de su diapasón e inició el canto cuyo título acababa de mencionar, empleando los tonos más dulces de su voz.
—¿No hay peligro en esto? —preguntó Cora, volviendo sus ojos negros hacia el comandante.
—¡Pobre infeliz! Su voz es ahora demasiado débil para que pueda oírse fuera, en medio del estruendo de las cataratas —fue la respuesta—. Dejemos que se consuele a su manera, puesto que no puede delatarnos con su canto.
—¡! —repetía David, mirando a su alrededor con el aire grave que debía adoptar para acallar a sus alumnos más parlanchines—. ¡Es una hermosa canción, y la letra es solemne! ¡Cantémosla con el debido respeto!
Tras guardar un momento de silencio para atraer la atención, empezó con un tono bajo, casi un susurro, que gradualmente fue creciendo hasta propagar por la estrecha bóveda de la cueva los trinos inseguros que le consentía su debilidad. La melodía, bella de por sí, ejerció poco a poco su suave influjo en los sentidos de cuantos la escuchaban, y prevaleció incluso sobre la letra, pobre versión de la canción del rey David, que el cantante había elegido entre varios himnos semejantes y que palidecía ante la armonía de aquellos sones. Alicia se secó inconscientemente las lágrimas y fijó sus dulces ojos en las pálidas facciones de Gamut, con una expresión de inocente placer que nada tenía de afectado, y que nada escondía. Cora recompensaba con una sonrisa de aprobación los piadosos esfuerzos del discípulo homónimo del rey judío, y el propio Heyward acabó apartando su mirada, concentrada antes en la entrada de la cavernas, para fijarla con expresión afable en el rostro de David o para apreciar los destellos errantes que a veces fluían de los ojos húmedos de Alicia. La simpatía que inspiraba al auditorio avivó el entusiasmo del maestro de canto, cuya voz recuperó algo de riqueza y volumen, sin perder la conmovedora suavidad que constituía su encanto secreto.
Persistía en esta mejoría de sus facultades, y sus tonos, cada vez más ricos y plenos, inundaban la cueva cuándo en el exterior sonó un feroz alarido, que al instante interrumpió el canto sagrado y extinguió su voz, como si el corazón se le hubiera agolpado en la garganta.
—¡Estamos perdidos! —exclamó Alicia, arrojándose en los brazos de Cora.
—¡Aún no, aún no! —replicó Heyward, conmovido pero resuelto—. El grito procede del centro de la isla, y ha sido provocado, sin duda, por el hallazgo de sus compañeros muertos. No nos han descubierto, y todavía hay esperanzas.
Pese a lo reducidas y casi nulas que eran sus posibilidades de escapar, las palabras de Duncan no cayeron en el vacío, porque consiguieron levantar los ánimos de las dos hermanas, que se dispusieron a aguardar el desenlace en silencio. Un segundo alarido siguió pronto al primero, y tras él se oyó un alud de voces que recorrían la isla, desde la cima a la parte inferior, hasta que alcanzaron la roca desnuda bajo la cual se habrían las cuevas, y en donde, tras un grito salvaje de victoria, continuaron lanzando chillidos y alaridos, como solo pueden proferir los hombres en estado de barbarie.
La algarabía se extendió pronto en todas direcciones. Algunos llamaban a sus compañeros desde la orilla, y otros les respondían desde las alturas. Sonaban gritos cerca de la hendidura entre las dos cavernas, y se mezclaban con otros, más roncos, que llegaban desde las cataratas. Los salvajes sonidos se habían extendido sobre la roca desnuda con tanta rapidez que para los sitiados resultaba difícil no creer que se originaban en el subsuelo, cuando en realidad procedían de arriba y de todos lados.
En medio del tumulto se elevó un grito triunfante a pocos metros de la entrada oculta de la caverna. Heyward abandonó toda esperanza, convencido de que su escondite había sido encontrado, pero poco después rectificó, al advertir que las voces se concentraban junto al lugar donde el hombre blanco había abandonado su rifle con tanta reluctancia. Entre la incomprensible jerigonza de dialectos indios que ahora oía con claridad podían distinguirse no ya palabras sino frases enteras en el de los canadienses. Un tropel de voces gritó al mismo tiempo: «», haciendo que en los bosques opuestos se repitiera el eco de un nombre que, como Heyward recordaba bien, era el que sus enemigos daban a un famoso cazador y explorador que servía a veces en el bando inglés y que, tal como ahora comprendía, había sido su compañero hasta hacía muy poco.
«», se oyó una y otra vez. Todo el grupo de indios parecía haberse reunido en torno al trofeo, en el que veían un indicio de la muerte de su dueño. Tras algunas consultas celebradas a gritos, que continuamente eran interrumpidas por estallidos de alegría, volvieron a proclamar el nombre de su enemigo, cuyo cuerpo, según Heyward pudo deducir de sus expresiones, esperaban encontrar en algún resquicio entre las rocas de la isla.
—Estamos en el momento crítico —susurró a las temblorosas hermanas—. Si no encuentran nuestro refugio, estaremos a salvo. En cualquier caso, y a juzgar por lo que puedo apreciar desde aquí, sabemos que nuestros amigos han escapado, y es posible que dentro de unas dos horas nos llegue la ayuda de Webb.
Siguieron unos minutos de engañosa calma, durante los cuales Heyward comprendió que los salvajes continuaban sus pesquisas con mayor ahínco. En más de una ocasión oyó sus pasos, que hacían crujir las hojas secas y quebraban las ramas. El montón de saxafrax que cubría la entrada cedió un poco, cayó una esquina de la manta y un suave rayo de luz penetró hasta el interior de la cueva. Cora abrazó a su hermana contra su pecho y Duncan se incorporó de un salto. En aquel preciso momento se oyó un grito que parecía nacer en el centro de la roca, anunciando que la cueva vecina había sido descubierta, y pocos minutos después el ruido y el volumen de muchas voces les hizo comprender que toda la banda se había congregado en aquel lugar secreto.
La distancia que separaba una cueva de otra era tan pequeña que Duncan, convencido de que no había fuga posible, hizo que David y las dos hermanas se colocaran tras él, para estar en primera línea cuando tuviese lugar el terrible encuentro. En el colmo de la desesperación, se aproximó a la frágil barrera que le separaba de sus tenaces enemigos y, acercando el rostro a la abertura, observó sus movimientos con una suerte de expectante indiferencia.
Al alcance de su brazo distinguió el hombro curtido de un indio de estatura gigantesca, cuya voz profunda y autoritaria parecía dar órdenes a sus seguidores. Más allá, Duncan pudo comprobar que la cueva contigua estaba llena de salvajes, que revolvían y destrozaban las humildes pertenencias del explorador. La herida de David había teñido las hojas de saxafrax de un color que, como los indios sabían, no era el propio de la estación. Al descubrir aquella nueva prueba de su puntería volvieron a atronar el ambiente con sus gritos, como hace una jauría de perros de caza al recuperar un rastro perdido.
Tras la ruidosa celebración empezaron a deshacer el fragante lecho de ramas que cubría el suelo de la caverna y a separar los haces, como si sospecharan que tras cualquiera de ellos podía ocultarse el hombre al que durante tanto tiempo habían temido y odiado. Un guerrero feroz y de aspecto salvaje se acercó al jefe y le mostró un montón de hojarasca ensangrentada, al tiempo que manifestaba su júbilo en su idioma nativo, incomprensible para Heyward salvo cuando repetían: «». Satisfecho, el indio arrojó la hojarasca sobre las ramas que Duncan había apilado en la entrada de la segunda caverna, impidiéndole ver más. Su ejemplo fue imitado, y otros indios tomaron las ramas de la cueva del explorador y las añadieron a la pila, contribuyendo involuntariamente a aumentar la seguridad de aquellos a quienes perseguían. La utilidad de aquella protección residía en su fragilidad, ya que a ninguno se le ocurría apartar aquellas ramas que, entre tanta precipitación y alboroto, creían haber amontonado ellos mismos.
Como las mantas resistían a la presión del exterior, y las ramas se adaptaban a la fisura de la roca por su propio peso, formando una masa cada vez más compacta, Duncan volvía a respirar tranquilo. Con paso sigiloso y el corazón más ligero regresó al centro de la cueva y ocupó de nuevo el puesto que había abandonado, y desde el cual veía la abertura que daba al río. Mientras, y como si un impulso común los hiciera cambiar de intención, los indios salieron juntos de la cueva, y se les oyó recorrer la isla hacia el lugar donde la habían abordado. Un nuevo coro de lamentos anunció que habían vuelto a reunirse en torno a los cuerpos de sus compañeros.
Duncan se decidió a mirar a los suyos, gesto que no se había atrevido a hacer durante los momentos de mayor peligro, por miedo a transmitir su propia ansiedad a quienes ya padecían más de lo que podían soportar.
—¡Se han ido, Cora! —murmuró—. ¡Alicia, han vuelto por donde vinieron, y estamos salvados! ¡Que todas nuestras plegarias sean para el cielo, que nos ha permitido escapar de enemigos tan despiadados!
—¡Entonces elevaré mis oraciones al cielo! —exclamó la más joven de las dos hermanas, desprendiéndose del abrazo de Cora y arrodillándose, con ferviente gratitud, sobre el suelo rocoso—. ¡A ese cielo bendito que ha evitado las lágrimas de un anciano padre y ha salvado las vidas de aquellos a quienes yo amo tanto…!
Tanto Heyward como Cora, más serena que su hermana, contemplaron aquel acto de devoción con gran simpatía. Estaba él convencido de que la piedad jamás se había expresado de modo más encantador que a través de la figura juvenil de Alicia. Los ojos de esta brillaban con el fuego de la gratitud, el resplandor de la belleza había vuelto a sus mejillas y toda su alma parecía ansiosa por transmitir, a través de sus rasgos elocuentes, el agradecimiento que sentía. Pero, cuando sus labios se abrieron, las palabras que iba a pronunciar se congelaron antes de salir, atenazadas por el pánico. Su rubor dio paso a una palidez de muerte; sus ojos de mirada bondadosa se endurecieron y parecieron contraerse; las manos que había levantado juntas hacia el cielo se agitaron ante ella, con los dedos convulsos. Heyward buscó inmediatamente en la dirección indicada por la joven y, atisbando por el borde del umbral de la cueva, advirtió los rasgos malignos, feroces y salvajes de .
Pese a la sorpresa, Heyward no perdió el autocontrol. Por la inexpresividad del indio supo que sus ojos, habituados a la luz exterior, no podían penetrar en la penumbra de la caverna. Había pensado incluso que les convenía retirarse más hacia el fondo, donde el indio nunca alcanzaría a verlos, cuando, por el súbito destello que avivó la expresión del salvaje, supo que era demasiado tarde, y que habían sido descubiertos.
La mirada de júbilo y cruel triunfo que anunció esa verdad terrible causó en Heyward una irritación dolorosa. Olvidando todo, salvo los impulsos de su fogoso temperamento, Duncan apuntó e hizo fuego. El estampido del disparo resonó en la caverna como la erupción de un volcán, y cuando el humo expulsado por el arma se disipó, llevado por el viento que llegaba desde el tajo, el lugar que había ocupado el guía traidor estaba vacío. Heyward corrió hacia la salida y aún alcanzó a ver su oscura figura, deslizándose tras una roca que pronto le ocultó.
Entre los indios, un silencio temeroso siguió a la explosión, que parecía haberse originado en las entrañas de la roca. Pero cuando lanzó un prolongado aullido, cada indio le respondió de inmediato. Los ruidos clamorosos volvieron a propagarse por la isla, y antes de que Heyward tuviera tiempo de reaccionar cayó la débil protección de ramas y hojarasca. La caverna fue invadida por ambos extremos, y sus compañeros y él fueron arrastrados al exterior. De pronto, se encontraron a plena luz, rodeados de toda la banda de triunfantes hurones.