El último mohicano

Capítulo X

Capítulo X

Dormidos temo que nos sorprenda el alba,

pues esta noche velamos en exceso.

S

Tan pronto salió del estupor que le había causado aquella súbita desgracia, Heyward empezó a observar el aspecto y la conducta de sus captores. En contra de su costumbre habitual de asesinar a los prisioneros para festejar su triunfo, habían respetado sus vidas. Los llamativos adornos de su uniforme militar eran manoseados repetidamente por diferentes miembros de la tribu, en cuyos ojos se leía claramente el afán de arrebatárselos. Pero antes de que se produjera un acto de violencia que parecía inevitable, la voz autoritaria del guerrero gigantesco detuvo el peligro, e hizo comprender a Heyward que se les reservaba para algún otro fin.

Mientras los más jóvenes de la partida se entretenían con esas fruslerías, los guerreros más experimentados continuaban su búsqueda en ambas cuevas, con un empeño que demostraba que estaban lejos de contentarse con aquel resultado de su victoria. Pero, ávidos de venganza e incapaces de capturar nuevas víctimas, pronto se dirigieron a los hombres cautivos, pronunciando con rabia el nombre de . Duncan simuló no entender el significado de su repetido y violento interrogatorio. En cambio, David, que nada sabía de francés, no tenía necesidad de fingir. Harto de tanta insistencia y por temor a que un silencio excesivo de su parte enojase a sus captores, miró alrededor buscando a Magua, que podía traducir sus respuestas a las preguntas que se le hacían, en un tono cada vez más grave y amenazante.

La conducta del guía traidor se diferenciaba de la de los demás indios. Mientras estos intentaban satisfacer su rapacidad, apoderándose hasta de las humildes pertenencias del cazador, y otros continuaban buscando al cazador mismo para saciar en él su sangriento afán de venganza, permanecía distanciado de los prisioneros, en una actitud tranquila y confiada que evidenciaba su satisfacción por el éxito obtenido. Cuando los ojos de Heyward se encontraron con los suyos por primera vez, el joven los desvió momentáneamente, horrorizado por el aire siniestro que, más allá de su aparente calma, envolvía al indio. Pero, dominándose, se dirigió a su enemigo victorioso:

— es un guerrero valiente —dijo Heyward, reluctante—. No puede negarse a decirle a un hombre desarmado lo que sus vencedores quieren de él.

—Preguntan por el cazador que conoce todas las sendas del bosque —respondió Magua en su inglés defectuoso y con una sonrisa feroz, al tiempo que apoyaba una mano en el atado de hojas con que había vendado su propio hombro—. Su rifle es bueno y sus ojos nunca descansan; pero, como la pistola que acabáis de usar, nada puede contra la vida de .

— es demasiado valiente para que le importen las heridas sufridas en la guerra o para acusar a quien se las causó.

—¿Estábamos en guerra cuando el indio fatigado descansaba junto al arce y comía su maíz? ¿Quién llenó el bosque de insidiosos enemigos? ¿Quién desenvainó el cuchillo? ¿Quién hablaba de paz mientras su corazón estaba sediento de sangre? ¿Fue Magua quien desenterró el hacha de guerra? ¿Fue su mano la que la empuñó?

Como Duncan no se atrevía a responder a su acusador recordándole lo premeditado de su traición, y no tenía intención de disculparse, permaneció callado. Tampoco Magua parecía deseoso de prolongar la discusión. Dejó de hablar y volvió a apoyarse contra la roca de la que, en un gesto de súbita energía, se había apartado. Pero el grito de: «» volvió a sonar tan pronto los impacientes salvajes advirtieron que el breve diálogo había concluido.

—¿Oís? —dijo Magua con terca indiferencia—. Los rojos hurones piden la sangre de Rifle Largo, o la sangre de quienes lo esconden.

—Se ha ido; ha escapado. Está muy lejos de su alcance.

Al replicar, sonrió con frío desprecio:

—El hombre blanco cree que al morir está en paz, pero los pieles rojas saben torturar incluso a los espíritus de sus enemigos. ¿Dónde está su cuerpo? ¡Dejad que los hurones vean su cabellera!

—No está muerto; huyó.

Magua agitó la cabeza con incredulidad.

—¿Es un pájaro que mueve las alas o un pez que nada sin aire? ¡Como el jefe blanco lee en los libros, cree que los hurones son tontos!

—Aunque no es un pez, Rifle Largo puede nadar. Se dejó arrastrar por la corriente cuando se le acabó la pólvora, y una nube le ocultó de los ojos de los hurones.

—¿Y por qué se ha quedado el jefe blanco? —preguntó el indio, todavía incrédulo—. ¿Es acaso una piedra que se hunde en el agua o es que no tiene aprecio a su cabellera?

—De que no soy una piedra podría responder vuestro compañero, el que cayó por la catarata, cuando aún estaba vivo —respondió el joven ante la provocación, usando el lenguaje altanero que parecía causar la admiración de los indios—. Los hombres blancos piensan que solo los cobardes abandonan a sus mujeres.

Magua murmuró entre dientes unas palabras ininteligibles, antes de replicar en voz alta:

—¿Nadan tan bien los delawares como se arrastran entre los arbustos? ¿Dónde está ?

Duncan, a quien el uso de estos nombres canadienses indicaba que aquellos salvajes conocían mejor a sus amigos que él mismo, respondió remiso:

—También se fue corriente abajo.

—¿No está aquí ?

—No sé a quién llamas Ciervo Ligero —respondió Duncan, que aprovechaba cualquier excusa para alargar la conversación.

—¡Uncas! —contestó Magua, pronunciado el nombre delaware con mayor dificultad aún que el inglés—. Los hombres blancos se refieren a él como Alce Saltarín.

—Hay cierta confusión de nombres entre nosotros, —dijo Duncan, que esperaba provocar una discusión—. es ciervo en francés, y es el término apropiado para un alce.

—Sí —murmuró el indio, en su idioma nativo—, los rostros pálidos son como las mujeres charlatanas: tienen dos nombres para cada cosa, mientras un piel roja hace que el sonido de su voz hable por él —y, volviendo al inglés, continuó usando las palabras que había aprendido de los colonos—: El ciervo es rápido, pero débil; el alce es rápido, pero fuerte. El hijo de es . ¿Ha saltado al río para alcanzar los bosques?

—Si te refieres al joven delaware, también él se fue corriente abajo.

Como en aquella manera de huir no había nada que pudiera extrañar a un indio, Magua admitió al fin la veracidad de cuanto había oído, con una prontitud que demostraba el escaso interés que tenía en la captura de los fugitivos. Pero, entre sus compañeros, la cuestión era completamente distinta.

Los hurones habían aguardado en silencio el resultado de este breve diálogo, con su paciencia característica. Cuando Heyward dejó de hablar, todos volvieron sus ojos como un solo hombre hacia Magua, buscando una explicación. El indio señaló el río y les explicó lo sucedido, ilustrando sus gestos con escasas palabras. Cuando los salvajes le comprendieron al fin, lanzaron un grito formidable, que mostraba la amplitud de su decepción. Unos corrieron furiosos hasta la orilla del agua, golpeando el aire con gestos de rabia, mientras otros escupían al liquido elemento, como si quisieran castigarle por haberse puesto del lado de los vencidos.

Algunos de ellos, y no precisamente los menos significados y temibles de la partida, lanzaron sobre los cautivos miradas amenazadoras, que traslucían la ferocidad de unas pasiones apenas contenidas. Hubo uno o dos que expresaron sus malignos sentimientos con gestos odiosos, contra los cuales ni la femineidad ni la belleza de las hermanas suponían protección alguna. Cuando vio la mano morena de uno de los indios acariciando los bucles que caían sobre los hombros de Alicia, mientras le pasaba un cuchillo sobre la cabeza, indicándole como podía apoderarse de aquel bello ornamento, Heyward hizo un esfuerzo desesperado pero inútil por correr junto a ella. Tenía las manos atadas, y tan pronto hizo el primer movimiento sintió que la mano del corpulento jefe de la banda aprisionaba su hombro como una tenaza. Consciente de la inutilidad de oponerse a aquella fuerza arrolladora, se sometió a su suerte y se contentó con asegurar a sus gentiles compañeras que los indios rara vez cumplían sus amenazas.

Pero, aunque recurría a estas palabras de consuelo para tranquilizar a las hermanas, Duncan no era tan débil como para engañarse a sí mismo. Sabía muy bien que la autoridad de un jefe indio era algo tan poco convencional que solía mantenerse más por la fuerza que por algún tipo de supremacía moral. El peligro dependía, pues, del número de salvajes que los rodeaban. La orden más tajante del jefe podía ser violada por cualquiera que quisiese inmolar una víctima a los manes de un pariente o de un amigo caído en combate. Pese a su valor y a su aparente serenidad, el corazón del mayor se turbaba cada vez que algún indio se acercaba en exceso a las indefensas hermanas o detenía la mirada en sus frágiles personas, tan incapaces de afrontar violencia alguna.

Sus temores disminuyeron en parte, sin embargo, cuando el jefe llamó a sus secuaces a consulta. Las deliberaciones fueron breves. Por la frecuencia con que los pocos guerreros que intervenían señalaban en dirección al campamento de Webb, Heyward comprendió que les preocupaba la llegada de posibles refuerzos. Esa consideración apresuraba sus decisiones e iba a determinar los siguientes movimientos.

En el transcurso de la conferencia, Heyward tuvo ocasión de deducir, por el modo con que algunos indios continuaban acercándose, cómo habían preparado el ataque.

Ya se ha explicado que la parte superior de la isla era una roca desnuda desprovista de toda protección, salvo algunos troncos secos llevados allí por la corriente. Los indios habían elegido aquel lugar para desembarcar, y con esa intención habían transportado la canoa a través del bosque, hasta sobrepasar la catarata. Tras colocar sus armas en la pequeña embarcación, una docena de hombres se había agarrado a los bordes y había confiado la dirección de la canoa a dos de los guerreros más hábiles, que habían sabido gobernarla sin peligro. Así llegaron al extremo de la isla que tan fatal había sido para ellos al principio de la refriega, pero esta vez en mayor número y provistos de armas de fuego. Las suposiciones de Duncan se confirmaron cuando los vio transportar la canoa desde aquel extremo de la roca y colocarla en el agua, junto a la entrada de la cueva exterior. De inmediato, el jefe hizo señas a los prisioneros para que se acercasen a la orilla y subiesen a la ligera embarcación.

Viendo imposible toda resistencia, y toda protesta inútil, Heyward dio ejemplo de sumisión encaminándose hacia la canoa, en la que pronto se sentó con las dos hermanas y el todavía aturdido David. Aunque los hurones no conocían los remolinos y rápidos de aquella corriente, tenían la experiencia de navegación suficiente como para evitar errores que podían ser fatales. Cuando el piloto elegido hubo ocupado su puesto, toda la banda volvió a meterse en el río y la canoa se deslizó corriente abajo. Poco después los prisioneros llegaron a la orilla sur, casi enfrente del punto donde habían desembarcado la noche anterior.

Allí celebraron los indios otra consulta breve y apresurada, durante la cual los caballos, cuyos relinchos de pánico habían ayudado probablemente a descubrir a los cautivos, fueron trasladados hasta aquel lugar desde la espesura. La banda se dividió en dos. El gran jefe montó en el caballo de Heyward, condujo a su grupo directamente a través del río y, seguido de la mayoría de su gente, desapareció en el bosque, dejando a los prisioneros a cargo de seis indios, mandados por . Duncan observó todos estos movimientos con renovada ansiedad. La extraña moderación de los indios le había hecho creer que se le reservaba como prisionero, para entregarlo a Montcalm. Como los pensamientos de quienes se encuentran en peligro rara vez descansan, y la imaginación nunca está más viva que cuando vislumbra una esperanza, aunque sea débil y remota, Heyward había llegado a imaginar que los sentimientos paternales de Munro serían puestos a prueba para intentar apartarle de su deber para con el rey. Porque, aunque el general francés era reputado por su valor y por sus iniciativas, también se le consideraba un experto en esas maniobras políticas que no siempre respetan los imperativos de la moral, y que tanto envilecieron la diplomacia europea durante aquel período.

Esas especulaciones fantasiosas eran desmentidas por la conducta de sus captores. La partida que había seguido al gigantesco guerrero había tomado el camino que conducía al lago Horican, y él y sus compañeros permanecían retenidos como cautivos por sus salvajes enemigos. Deseoso de conocer su destino y también de poner a prueba, en aquella emergencia, el poder del oro, dominó su repugnancia para hablar con Magua. Dirigiéndose a su antiguo guía, que ahora había asumido el mando del grupo, le habló con el tono más amistoso y confiado que pudo:

—Quiero decirle a Magua lo que solo puede oír un gran jefe.

El indio volvió su mirada irónica hacia el joven oficial y le respondió:

—Habla. Los árboles no tienen oídos.

—Pero los rojos hurones no son sordos, y lo que puede ser útil para un gran jefe de su nación embriagaría a los jóvenes guerreros. Si Magua no quiere atender, el oficial del rey sabrá guardar silencio.

El salvaje dirigió algunas palabras indolentes a los suyos, que estaban ocupados preparando los caballos para que montasen las hermanas, y se apartó mientras, con un gesto precavido, indicaba a Heyward que le siguiera.

—Habla ahora —le conminó— si vas a decir algo que merezca ser oído por Magua.

— ha demostrado ser digno del nombre honorable que le dieron sus padres canadienses —empezó Heyward—. Ahora admiro su sabiduría y cuanto ha hecho por nosotros, y así lo haré contar cuando llegue la hora de las recompensas. ¡Sí! ¡ ha demostrado que no es solo un gran jefe en el consejo, sino que también sabe engañar a sus enemigos!

—¿Qué ha hecho ? —preguntó el indio con frialdad.

—¡Cómo! ¿No fue él quien vio que los bosques estaban llenos de enemigos ocultos y que íbamos a caer en una emboscada? Luego, ¿no fue él quien fingió que se perdía en el bosque para confundir a los hurones? ¿No simuló volver a su tribu, que le había maltratado y lo había expulsado de sus tiendas, como a un perro? Y, cuando comprendimos lo que quería hacer, ¿no le ayudamos nosotros con todos nuestros actos para burlar a los hurones y que le tomasen por enemigo nuestro? ¿No es verdad todo esto? Y cuando los confundió con su sabiduría, ¿no olvidaron que en otro tiempo le habían tratado mal, obligándole a huir con los mohawks? ¿Y no le han abandonado ahora en la orilla sur del río, con sus prisioneros, mientras se dirigían apresuradamente al Norte? ¿Acaso no piensa volver como un zorro sobre sus huellas y llevar sus hijas al rico escocés de cabellos grises? Sí, Magua, me he dado cuenta de todo y he estado pensando cómo recompensar tanta sabiduría y lealtad. Primero, el jefe de William Henry te entregará el premio que solo un gran jefe puede dar: la medalla que lucirá Magua no será de hojalata, sino de oro; su cuerno rebosará de pólvora; habrá tantos dólares en su bolsa como guijarros en la orilla del Horican, y los ciervos lamerán en su mano, convencidos de que no podrán escapar de su nuevo rifle. En cuanto a mí, no sé si podré superar en gratitud al escocés, pero yo…, sí, yo…

—¿Qué me dará el joven jefe que viene de donde nace el sol? —preguntó el hurón al advertir que Heyward titubeaba a la hora de enumerar la valiosa recompensa que debía colmar sus deseos.

—Hará que el agua de fuego que viene de las islas del lago salado fluya ante la tienda de Magua, hasta que el corazón del indio se sienta más ligero que las plumas del colibrí y su aliento sea más fragante que las madreselvas.

había escuchado con gravedad este sutil discurso. Cuando el mayor habló de la estratagema del indio para engañar a su propia gente, el semblante de Magua adoptó una expresión de suspicacia. Al oír que los hurones le habían expulsado de su propia tribu, un relámpago de extrema ferocidad iluminó la mirada del indio, confirmando la impresión de Heyward de que había puesto el dedo en la llaga. Y al llegar a la parte de su discurso en la que con tanta habilidad había mezclado el deseo de venganza con el de lucro, había conseguido captar completamente la atención del salvaje. La pregunta de había sido hecha con serenidad, y con toda la dignidad que cabría esperar de un indio. Pero, a juzgar por lo pensativo de su expresión, la respuesta había dado en el blanco. El hurón masculló algo durante unos momentos y después, poniendo una mano en el tosco vendaje que cubría su herida, replicó con vehemencia:

—¿Son estas las marcas que dejan los amigos?

—¿Acaso una herida producida por un disparo de habría sido tan leve?

—¿Es costumbre entre los delawares arrastrarse como las serpientes y encogerse antes de saltar sobre sus amigos?

—¿Habrían podido oír a unos oídos que él hubiese querido sordos?

—¿Es costumbre del jefe blanco quemar la pólvora en las caras de sus hermanos?

—¿Habría fallado si hubiese querido matar? —le respondió Duncan, sonriendo con fingida sinceridad.

Tras este intercambio de preguntas sentenciosas y rápidas respuestas se produjo una pausa larga y deliberada. Duncan advirtió las vacilaciones del indio. Para ayudarle a decidirse se disponía a enumerar sus ofertas, cuando Magua hizo un gesto expresivo y le dijo:

—Basta. es un jefe prudente, y lo que haga se verá. Vete y mantén la boca cerrada. Cuando Magua hable, será para responder.

Dándose cuenta de que los ojos de su interlocutor estaban fijos en los otros indios, Heyward retrocedió de inmediato, para evitar sospechas sobre un posible acuerdo con su jefe. Magua se acercó a los caballos y mostró su agrado por la diligencia y la habilidad de sus compañeros. Evitaba hablar en inglés y solo lo hacía en ocasiones excepcionales; por eso se contentó con hacer una seña al mayor, instándole a que ayudase a las mujeres a montar.

Ya no había pretexto alguno para continuar demorando la partida, y Duncan se vio obligado, pese a su reluctancia, a obedecer. Pero, mientras lo hacía, transmitió sus nuevas esperanzas a las afligidas jóvenes, que por miedo a encontrar los semblantes feroces de sus captores casi nunca levantaban los ojos del suelo. Los seguidores del gran jefe se habían llevado la yegua de David, y el maestro de canto tenía, como Duncan, que continuar el viaje a pie. Sin embargo, el mayor no lamentaba demasiado la circunstancia, que iba a permitirle reducir la velocidad de la marcha. A ratos miraba en dirección al fuerte Edward, con la vana esperanza de escuchar algún sonido procedente de aquella parte del bosque que pudiese indicar la inminencia del socorro.

Cuando todos estuvieron dispuestos. Magua dio la señal de avanzar, colocándose él mismo en cabeza. Tras él marchaba David, que cada vez parecía más consciente de su situación, a medida que los efectos de la herida se disipaban. Las hermanas cabalgaban después, con Duncan a su lado, mientras los demás indios flanqueaban la partida y formaban la retaguardia, con una atención y unas precauciones que parecían no relajarse nunca.

Así discurrían en completo silencio, salvo cuando Heyward dirigía a las mujeres alguna palabra de aliento o David profería piadosas exclamaciones, con las que pretendía expresar la humildad de la resignación. Se dirigían hacia el Sur, y con un rumbo casi opuesto al que conducía a William Henry. Pese a que Magua parecía seguir ateniéndose al plan trazado por los hurones victoriosos, Heyward no se resignaba a admitir que su tentador anzuelo hubiera sido desdeñado tan pronto, y conocía además demasiado bien lo caprichoso de los itinerarios indios como para creer que su rumbo aparente conducía directamente al objetivo, y más cuando el disimulo era necesario. Pero continuaron avanzando de aquel modo penoso milla tras milla a través de los ilimitados bosques, sin que nada indicase el final del viaje.

Heyward observaba el curso del sol, que para entonces doraba ya las copas de los árboles, mientras aguardaba el instante en que Magua decidiese cambiar su ruta por otra más acorde con sus esperanzas. A ratos conjeturaba que el astuto salvaje, conociendo la dificultad de pasar junto al ejército de Montcalm sin ser visto, insistía en aquella ruta porque se dirigía hacia un asentamiento fronterizo muy conocido, donde un distinguido oficial de la corona y gran amigo de las Seis Naciones indias tenía sus vastas posesiones y su residencia habitual. Ser entregado a William Johnson era muy preferible a adentrarse en el agreste Canadá, pero incluso para lo primero era necesario atravesar el bosque durante muchas leguas, y cada paso los alejaba más del escenario de la guerra y, en consecuencia, del lugar donde por su grado y por su deber le correspondía encontrarse.

Solo Cora se acordaba de las instrucciones que el explorador le había dado y siempre que tenía oportunidad alargaba un brazo para doblar una ramita. Pero la vigilancia de los indios hacía estos actos tan difíciles como peligrosos. A menudo se encontraba con la mirada atenta de sus guardianes, y entonces se veía obligada a fingir una alarma que no sentía y a apartar la rama con un gesto de expresión femenina. Tan solo en una ocasión lo consiguió: quebró la rama de un gran zumaque y al mismo tiempo dejó caer un guante. Pero aquella doble señal destinada a eventuales perseguidores fue advertida por uno de sus guardianes, que le devolvió el guante y removió y pisoteó otras ramas del arbusto, para simular que algún animal lo había aplastado. Luego, con gesto inequívoco, puso la mano en su . Ante aquella indicación, Cora renunció definitivamente a su propósito.

Aunque dejaban las huellas de sus cascos en el camino, la circunstancia de que los indios se habían repartido los caballos impedía que quienes fuesen tras ellos pudieran saber en qué grupo se encontraban los prisioneros.

Heyward hubiera intentado de buena gana sustraerse a una vigilancia tan estrecha de haber percibido algún signo de connivencia por parte de Magua, pero se lo impedía la siniestra reserva de este. El salvaje rara vez miraba a sus seguidores, y nunca hablaba. Con el sol como único guía o ayudado por esas señales únicamente perceptibles para la sagacidad de los nativos, continuaba avanzando a través de los pinares, de las fértiles cañadas, de los arroyos y riachuelos y de las onduladas colinas, con la seguridad del instinto y con la precisión de un pájaro en sus vuelos. Nunca dudaba. Tanto si la senda era apenas visible como si desaparecía o se manifestaba con claridad, mantenía la misma velocidad y parecía animado por la misma certidumbre. Era como si la fatiga no pudiese afectarle. Siempre que los cansados ojos de los viajeros se desviaban de las hojas caídas sobre las que caminaban para mirarle, veían su figura oscura deslizándose entre las ramas y troncos de los árboles, la cabeza adelantada y la pluma que le pendía de su cresta de pelo agitándose con un movimiento uniforme, que era el de la propia marcha.

La prisa del jefe no carecía de objetivo. Tras cruzar una estrecha cañada por la que discurría un arroyuelo, subió repentinamente a una colina de laderas tan empinadas que las dos hermanas tuvieron que abandonar sus cabalgaduras para seguirle. Al llegar a la cima se encontraron en una planicie poblada por algunos árboles, bajo uno de los cuales se tendió Magua, buscando el descanso que todos precisaban.

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