El último mohicano

Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

Sed breve, os lo ruego, vos mismo podéis ver que estoy ocupado.

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La tribu de los delawares, que tanto hemos mencionado y cuyo campamento actual estaba tan cerca del poblado de los hurones, podía reunir un número de guerreros equivalente al de estos. Como sus vecinos, habían seguido a Montcalm a los dominios de la Corona británica y habían hecho frecuentes y dañinas incursiones en los terrenos de caza de los mohawks, aunque, con esa misteriosa reserva tan común entre los nativos, habían decidido retirar su ayuda, sin dar explicaciones, en el momento en que más se precisaba. Los franceses habían interpretado de diversas maneras aquella inesperada actitud de sus aliados. Prevalecía, sin embargo, la de que había influido en ellos su respeto por los tratados que en otros tiempos les habían hecho depender de las Seis Naciones para su seguridad, y ahora eran reacios a enfrentarse con sus antiguos protectores. La tribu se había contentado con enviar emisarios a Montcalm para transmitirle, con el laconismo propio de los indios, que sus hachas estaban embotadas, y se precisaba algún tiempo para afilarlas. El diplomático jefe del Canadá había juzgado más prudente aceptar la disculpa y conservar así un amigo pasivo, en lugar de mostrarse severo con él y convertirlo en enemigo.

Aquella mañana en que Magua condujo su partida silenciosa desde el lago de los castores hacia el bosque, como hemos descrito, el campamento de los delawares ya bullía de actividad cuando salió el sol. Las mujeres iban de un lado a otro, atareadas unas con la preparación de la primera comida del día, otras buscando leña y las más intercambiando frases apresuradas con sus compañeras. Los guerreros, en cambio, se reunían en grupos en los que la reflexión prevalecía sobre el diálogo, y cuando se pronunciaban algunas palabras era con el tono de quienes sopesan cuidadosamente sus opiniones. Las armas y los accesorios de caza aguardaban a sus dueños fuera de las chozas, pero nadie partía. Aquí y allá, un guerrero examinaba su armamento con una dedicación que parecía excesiva para enfrentarse con las fieras del bosque. Ocasionalmente, las miradas de todo el grupo se dirigían al mismo tiempo hacia una gran choza que había en el centro del poblado, como si allí estuviera el motivo de sus preocupaciones.

Mientras esta escena se desarrollaba, un hombre apareció de repente en la extremidad más lejana de una plataforma de roca que servía de asiento al poblado. Iba desarmado, y sus pinturas tendían a suavizar más que a acentuar la seriedad natural de su austero semblante. Al llegar a la vista de todos los delawares se detuvo un momento e hizo un gesto amistoso, levantando un brazo hacia el cielo y dejándolo caer sobre el pecho con fuerza. Los habitantes del campamento contestaron con un murmullo de bienvenida y le acogieron con gestos semejantes. Tranquilizada, la figura oscura abandonó el borde de la plataforma rocosa sobre la que había permanecido, con la silueta dibujada contra el cielo rojizo del amanecer, y se desplazó con dignidad hacia el centro mismo del campamento. Solo podía oírse el tintineo de los ligeros adornos de plata que llevaba al cuello y en los brazos, y el tintineo de las campanillas que guarnecían sus mocasines de piel de ciervo. Al andar saludaba con cortesía a los hombres que dejaba atrás, pero ignoraba a las mujeres, como si en las actuales circunstancias pudiera prescindir de su favor. Cuando llegó ante el grupo que, a juzgar por la altivez de su porte, incluía a los jefes de la tribu, el extranjero se detuvo, y los delawares reconocieron en aquella figura erguida al jefe hurón que llevaba el sobrenombre de .

La recepción que le dispensaron fue grave, silenciosa y desconfiada. Los guerreros que estaban delante se apartaron, dejando paso al mejor orador de la tribu, un indio que conocía todas las lenguas aborígenes del Norte.

—Sea bienvenido el sabio hurón —dijo el delaware en el idioma de los maquas—, que ha venido a comer el con sus hermanos de los lagos.

—Así es —respondió Magua, inclinando la cabeza con la dignidad de un principie oriental.

El jefe delaware extendió el brazo y, tomando al otro de la muñeca, volvió a cambiar con él saludos amistosos. Luego le invitó a su propia choza, para compartir su almuerzo. La invitación fue aceptada, y los dos guerreros, seguidos por tres o cuatro de los ancianos, se alejaron despacio, dejando al resto de la tribu preguntándose por las razones de una visita tan desacostumbrada, pero sin que ninguna señal traicionase su inquietud.

La conversación que sostuvieron durante la frugal comida que tuvo lugar a continuación fue muy general, y versó principalmente sobre la cacería en la que Magua había intervenido hacía poco. El cortesano más refinado no habría fingido mejor que la visita era un mero cumplido, aunque todos los presentes eran conscientes de que debía estar relacionada con algún asunto secreto, y posiblemente de importancia para ellos mismos. Cuando saciaron su apetito, las mujeres retiraron los cuencos y escudillas, y ambas partes se prepararon para enfrentarse en una sutil batalla de ingenio.

—¿Ha vuelto el gran jefe del Canadá otra vez el rostro hacia sus hijos los hurones? —preguntó el orador de los delawares.

—¿Acaso no fue siempre así? —respondió Magua—. Montcalm llama a mi pueblo «el más amado».

El delaware asintió gravemente con la cabeza, a sabiendas de que el otro mentía, y continuó.

—Los de tus guerreros han derramado mucha sangre.

—Así es, en efecto; pero ya están limpios y carecen de filo, porque los ingleses han muerto y los delawares son nuestros vecinos.

El otro hizo un gesto cortés con la mano para agradecer la deferencia, y permaneció silencioso. Como si la alusión a la matanza del fuerte se lo hubiese recordado, Magua preguntó:

—¿Causa mi prisionera alguna molestia a mis hermanos?

—Nos gusta tenerla entre nosotros.

—El camino entre los delawares y los hurones es corto y está abierto. Si mi prisionera causa algún trastorno a mi hermano, enviadla con nuestras mujeres.

—Nos gusta tenerla entre nosotros —repitió el jefe de los delawares, con mayor énfasis.

Magua, contrariado, guardó silencio unos minutos, indiferente en apariencia al rechazo con que había sido recibida su insinuación de recuperar a Cora.

—¿Estorban mis guerreros a los delawares en sus cacerías por los montes? —preguntó, al cabo.

—Los lenapes son los dueños de sus montañas —replicó el otro con altivez.

—Así es. ¡La justicia debe gobernar entre los pieles rojas! ¿Por qué han de pulir los indios sus y afilar sus cuchillos para luchar entre sí? ¿Acaso no son los rostros pálidos más numerosos que los vencejos en la estación de las flores?

—¡Bien! —exclamaron dos o tres de sus oyentes al unísono.

Magua esperó un poco para dejar que sus palabras influyeran en los sentimientos de los delawares, antes de preguntar:

—¿No se han visto huellas de mocasines de extranjeros por estos bosques? ¿No han seguido mis hermanos el rastro de los hombres blancos?

—Nuestro jefe del Canadá puede venir cuando le plazca —respondió el otro, evasivamente—; sus hijos se alegrarán de verle.

—Cuando el gran jefe viene, es para fumar con los indios en sus tiendas. Los hurones también le dan la bienvenida. Pero los ingleses tienen brazos largos y piernas que nunca se cansan. Mis guerreros creen haber visto el rastro de los ingleses cerca del campamento de los delawares.

—No encontrarán a los lenapes dormidos.

—Eso está bien. El guerrero que conserva los ojos abiertos siempre verá acercarse al enemigo —respondió Magua, volviendo a cambiar de tema cuando vio que su astucia no podía contrarrestar la suspicacia de su huésped—. He traído presentes para mi hermano. Su pueblo no siguió el sendero de la guerra porque no lo creyó oportuno, pero sus amigos recuerdan donde vive.

Tras anunciar sus intenciones, el astuto jefe se irguió con gravedad y extendió sus regalos ante los ojos asombrados del delaware. Estos consistían principalmente en bagatelas de poco valor, robadas a las mujeres asesinadas en el William Henry. En el reparto de los presentes, el astuto salvaje demostró tanta habilidad como en su selección. Mientras elegía los de más valor para los dos guerreros más distinguidos, uno de los cuales era su anfitrión, entregó los regalos a los de menor rango acompañándolos con halagos tan oportunos que nadie pudo sentirse descontento. La ceremonia entera combinaba con tanto acierto lo provechoso con lo lisonjero, que el efecto de una generosidad bien administrada podía leerse en la mirada de los agasajados.

La estrategia de Magua tuvo un resultado inmediato. Los rostros de los delawares se distendieron y adquirieron una expresión mucho más cordial. Y el anfitrión, contemplando su parte del expolio, repitió una vez más:

—¡Mi hermano es un jefe sabio! ¡Sea bienvenido!

—Los hurones aman a sus vecinos los delawares —replicó Magua—. ¿Por qué no había de ser así? Vivimos bajo el mismo sol, y nuestros hombres justos cazarán en los mismos territorios después de la muerte. Los pieles rojas deben ser amigos y mirar al hombre blanco con ojos bien abiertos. ¿No ha encontrado mi hermano espías en los bosques?

El delaware, cuyo nombre quería decir Corazón Duro, y a quien los franceses llamaban , renunció momentáneamente a la obstinación que sin duda había originado aquel sobrenombre. Su semblante se hizo menos grave y accedió a responder de un modo más explícito.

—Sí, hemos visto las huellas de mocasines extranjeros en los alrededores, y las hemos seguido hasta nuestras chozas.

—¿Azotaron mis hermanos a esos perros? —preguntó Magua, haciendo caso omiso de la contradicción en que había incurrido su interlocutor.

—Eso no podemos hacerlo. Los extranjeros siempre son bien acogidos entre los hijos de los lenapes.

—Los extranjeros, pero no los espías.

—¿Acaso los ingleses envían a sus mujeres como espías? ¿No nos dijo el jefe hurón que había capturado a las mujeres en la batalla?

—Y no mintió. Los ingleses han enviado a sus exploradores. Han estado en mis tiendas, pero allí no encontraron quien les diese la bienvenida. Luego vinieron entre los delawares, porque, según dicen, los delawares son sus amigos, ahora que han vuelto la espalda al gran jefe del Canadá.

En una sociedad más avanzada, aquella insinuación habría bastado para darle a Magua lama de hábil diplomático. La reciente deserción de los delawares los había convertido, como ellos mismos sabían, en objeto de muchos reproches por parte de los aliados de los franceses. Tampoco ignoraban que sus futuras acciones siempre serían recibidas con desconfianza, lo que podría producirles graves inconvenientes. Sus poblados más alejados, sus territorios de caza y cientos de sus mujeres y de sus niños, junto con muchas de sus posesiones materiales, estaban dentro del territorio francés. Por tanto, esta velada amenaza fue recibida, como quería Magua, con manifiesta desaprobación, si no con alarma.

—Que el gran jefe mire en mi rostro —dijo —. No verá cambio alguno. Es cierto que mis guerreros no siguieron el sendero de la guerra. Tuvieron sueños que les aconsejaban no hacerlo. Pero aman y veneran al gran jefe blanco.

—¿Lo creerá él así cuando sepa que su mayor enemigo recibe alimentos en el campamento de sus hijos? ¿Cuando se le diga que un sanguinario inglés fuma junto a vuestro fuego? ¿Que el rostro pálido que ha matado a tantos de sus amigos entra y sale con libertad del campamento de los delawares? ¡No! ¡El gran jefe del Canadá no es tonto!

—¿Dónde está el inglés al que temen los delawares y que ha matado a mis guerreros? —repuso el otro—. ¿Quién es el mortal enemigo del gran jefe blanco?

Los guerreros delawares dieron un respingo al escuchar aquel nombre tan conocido, demostrando con su sorpresa que acababan de enterarse de que alguien tan famoso entre los indios aliados de Francia estaba en su poder.

—¿Qué quiere decir mi hermano? —preguntó en un tono de asombro que contradecía la habitual apatía de su raza.

—¡Un hurón nunca miente! —replicó Magua con frialdad, inclinando la cabeza contra la pared de la choza y cubriéndose el pecho atezado con su ligero manto—. ¡Que mis hermanos cuenten a sus prisioneros! Encontrarán a uno cuya piel no es del todo blanca ni roja.

Un silencio profundo y meditabundo sucedió a sus palabras. El jefe consultó a sus compañeros, y se enviaron mensajeros para convocar a otros de los hombres más distinguidos de la tribu.

No tardaron en acudir. A medida que llegaban se les informaba de la situación, y todos escuchaban con aire de sorpresa y pronunciaban la acostumbrada exclamación. La noticia corrió de boca en boca hasta conmocionar al campamento entero. Las mujeres interrumpieron sus tareas para escuchar las pocas palabras que los guerreros convocados pronunciaban descuidadamente. Los niños dejaron de jugar para seguir a sus padres, a quienes miraban admirados cuando les oían proferir las breves exclamaciones con que saludaban la temeridad de su odiado enemigo. Todo el campamento, en fin, abandonó sus ocupaciones, y se dedicó a expresar sus opiniones y sentimientos.

Cuando la excitación inicial se hubo calmado un tanto, los ancianos de la tribu deliberaron sobre lo que convenía al honor y a la seguridad de la tribu en aquellas difíciles circunstancias. Mientras esto ocurría, Magua permaneció en la misma posición, apoyado contra la pared de la choza, inmóvil y en apariencia indiferente, como si el resultado de la deliberación no le interesase. No obstante, ningún detalle escapaba a su mirada. Gracias a su profundo conocimiento de la naturaleza de las gentes con las que trataba, adivinaba qué medidas iban a tomarse, y cabe decir que hasta conocía sus intenciones antes incluso que ellas mismas.

El consejo de los delawares fue breve. Al concluir, el bullicio general anunció que a continuación iba a tener lugar una solemne asamblea de toda la tribu. Como dichas reuniones eran raras, y solo se producían en ocasiones de extrema importancia, el astuto hurón, que aún seguía sentado aparte, observando con atención cuanto ocurría, comprendió que estaba a punto de lograr la consecución de todos sus planes. Abandonó la choza y caminó en silencio hacia el lugar situado frente al campamento donde los guerreros ya empezaban a reunirse.

Transcurrió al menos media hora antes de que todos los individuos de la tribu, incluyendo a las mujeres y los niños, ocuparan su puesto. El retraso era debido a los preparativos que requería una conferencia tan solemne y desacostumbrada. Pero, cuando el sol escaló la cima de la montaña a cuyo pie los delawares habían levantado su campamento, casi todos estaban sentados. Y cuando, poco después, arrojó sus rayos desde detrás de los árboles que poblaban la cumbre, bañó con su luz a una muchedumbre grave e interesada, que superaba el millar de personas.

En una reunión como aquella nunca se presentaba un orador joven e impaciente, dispuesto a hacer, en su propio beneficio, que sus oyentes llegasen a alguna conclusión precipitada o injusta. Un acto así habría desprestigiado a cualquiera. Correspondía a los hombres más ancianos y experimentados poner ante el pueblo el tema que debía considerarse. Antes de que eso ocurriera, ningún hecho de armas notable, ningún don natural ni la fama de ningún orador justificaban la menor interrupción.

En la ocasión presente, el guerrero de cierta edad a quien correspondía hablar permanecía silencioso, agobiado al parecer por la magnitud del asunto. El retraso se prolongaba a causa de la pausa habitual y deliberada que siempre precede a una conferencia. Pero ni siquiera los más jóvenes daban signos de impaciencia o sorpresa. De cuando en cuando, sin embargo, algunos levantaban la mirada del suelo, donde la mayoría tenía fijos los ojos, para dirigirla hacía determinada choza, que solo difería de las demás por el cuidado especial con que se la había construido, para protegerla de las inclemencias del tiempo.

Al cabo se oyó un rumor, y todos los presentes se pusieron en pie al mismo tiempo, porque se había abierto la puerta de la choza en cuestión. Tres hombres salieron de ella y se acercaron con lentitud al lugar de reunión. Todos eran ancianos, mayores incluso que el de más edad de los allí reunidos. Pero había uno que caminaba apoyándose en sus compañeros, y que tenía una edad rara vez alcanzada por los hombres. Su figura, que antes había sido alta y recta como la del cedro, se inclinaba bajo el peso de más de un siglo. Había perdido el paso elástico y ligero de un indio, y lo había sustituido por un caminar lento y penoso. Su semblante oscuro y arrugado contrastaba con la cabellera blanca que le caía sobre los hombros, y cuya longitud hacía pensar que no había sido cortada durante generaciones enteras.

El atuendo de este patriarca, pues así podemos llamarle teniendo en cuenta su mucha edad y la influencia que ejercía sobre su pueblo, era rico e impresionante, aunque no se apartaba del estilo propio de la tribu. Su manto estaba hecho de las pieles más finas, que habían sido privadas de su pelo para grabar en ellas la representación pictográfica de varios hechos de armas, acontecidos en tiempos lejanos. Sobre el pecho llevaba varias medallas, algunas de plata maciza y dos o tres de oro, obsequio de distintos jefes cristianos a lo largo de su vida. También llevaba brazaletes y ajorcas de oro. En la cabeza, donde como hacía mucho que no guerreaba se había dejado crecer todo el pelo, lucía una suerte de diadema plateada provista de adornos más pequeños y brillantes, que relucían entre tres plumas ondulantes de avestruz teñidas de negro, en llamativo contraste con su cabellera nevada. Su estaba completamente guarnecido de plata, y el mango de su cuchillo brillaba como un cuerno de oro macizo.

Tan pronto se hubo extinguido el rumor provocado por la aparición repentina de aquel hombre venerado, el nombre de Tamenund corrió de boca en boca. Magua había oído hablar a menudo de aquel delaware sabio y justo, de quien se llegaba a decir que estaba en comunión secreta con el Gran Espíritu, y cuyo nombre se ha transmitido un poco alterado a los descendientes de los blancos usurpadores de su territorio, como el del santo tutelar de un vasto imperio. El jefe hurón, pues, se apartó un poco de la multitud y se colocó en un lugar desde donde veía mejor el rostro de aquel hombre, cuyas decisiones iban a influir poderosamente en sus planes.

El anciano tenía los ojos cerrados, como hartos de haber testimoniado durante tanto tiempo el egoísmo de las pasiones humanas. El color de su piel era más oscuro que el de la mayoría de cuantos le rodeaban, y bellos y complicados tatuajes cubrían todo su cuerpo. Pasó de largo junto a Magua sin advertir su presencia, apoyándose en sus dos venerables acompañantes. Continuó y se sentó en el centro de la multitud, con la dignidad de un rey y el aspecto de un padre bondadoso.

Nada podía superar la reverencia y el afecto con que el pueblo recibió la visita de este hombre, que pertenecía más al otro mundo que a este. Tras una pausa, los jefes principales se irguieron y colocaron las manos del patriarca sobre sus cabezas, como para recibir su bendición. Los guerreros más jóvenes se contentaron con tocar su manto o en situarse junto a él, para respirar el mismo aire que alguien tan anciano, justo y valeroso. La inmensa mayoría de los presentes se daba por satisfecha con solo verle. Cumplidos todos aquellos actos de afecto y respeto, los jefes volvieron a sus puestos, y el más absoluto silencio reinó en el campamento.

Tras una breve pausa, algunos guerreros jóvenes, a quienes los viejos asistentes de Tamenund habían dado en voz baja las órdenes oportunas, se levantaron, abandonaron la asamblea y entraron en la choza que había sido objeto de tanta atención durante la mañana. Minutos después reaparecieron y escoltaron a las personas que habían causado aquellos solemnes preparativos hacia el lugar donde debía celebrarse el juicio. La multitud abrió un camino y, cuando los prisioneros entraron en él, volvió a cerrarlo, formando un denso cinturón de cuerpos humanos.

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