El último mohicano

Capítulo XIV

Capítulo XIV

G.–

J.– .

S

Durante el rápido desplazamiento desde las ruinas y hasta que se internaron profundamente en el bosque, cada miembro de la partida estaba demasiado interesado en que la fuga tuviera éxito como para aventurarse a pronunciar una sola palabra, ni siquiera en voz baja. El explorador volvió a colocarse en cabeza, pero sus pasos, después de haberse distanciado lo suficiente de sus enemigos, eran más cautelosos que durante la marcha anterior, debido a su desconocimiento de buena parte del bosque. En más de una ocasión se detuvo para consultar a sus compañeros mohicanos, señalando la luna y examinando con sumo cuidado la corteza de los árboles. Heyward y las hermanas escuchaban, con los oídos aguzados por el peligro, para advertir cualquier ruido que pudiese anunciar la proximidad de sus perseguidores. Parecía como si una vasta extensión de territorio estuviese sumida en el sueño eterno, porque no se oía el menor sonido, salvo el distante y casi inaudible rumor de una corriente. Aves, bestias y hombres, si es que había alguno de estos en aquella inmensa región, dormían por igual. Pero, aunque débil y susurrante, el rumor del riachuelo les sirvió de orientación, y hacia él se encaminaron.

Cuando llegaron a orillas de la pequeña corriente, Hawkeye se detuvo. Se quitó los mocasines e invitó a Heyward y a David a que siguieran su ejemplo. Luego entró descalzo en el agua, y durante casi una hora viajaron por el lecho del arroyo, sin dejar rastro. La luna se había ocultado tras un cúmulo inmenso y amenazador de nubes negras, que ensombrecían el occidente, cuando por fin abandonaron la corriente para proseguir la marcha por la llanura arenosa y arbolada. Aquí, el explorador dio muestras de conocer el terreno y volvió a moverse con seguridad y rapidez. Pronto avanzaron por un terreno más abrupto, y los viajeros advirtieron con claridad que las montañas se alzaban más cerca a cada lado, y que ellos se adentraban en una garganta. De repente, Hawkeye hizo una pausa, y esperó a que todos se le acercasen para hablar, con una voz tan baja y cautelosa que sus palabras sonaron particularmente solemnes, sensación a la que también contribuían la quietud y la oscuridad del lugar.

—Es fácil conocer los senderos y descubrir los cursos de agua que atraviesan el bosque —dijo—; pero, a la vista de este lugar, ¿quién podría decir que aquí descansó una vez un poderoso ejército, entre aquellos árboles silenciosos y aquellas montañas?

—Entonces, ¿ya estamos cerca del fuerte William Henry? —preguntó Heyward, acercándose más al explorador.

—Aún queda un largo y accidentado camino, y además no sabemos ni cómo ni cuándo tropezaremos con el fuerte. Mirad —añadió, señalando entre los árboles una pequeña extensión de agua tranquila que reflejaba en su seno las estrellas—, aquella es la Laguna sangrienta, y estamos en un lugar que no solo he recorrido muchas veces, sino en el cual he luchado contra el enemigo, desde el amanecer hasta la puesta del sol.

—¡Ah! Entonces, ¿es aquella laguna el sepulcro de los valientes que murieron en combate? He oído hablar mucho de ella, pero nunca había estado en sus orillas.

—Tres veces luchamos contra el francés de Holanda en un mismo día —continuó Hawkeye, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos, más que en respuesta a la observación de Duncan—. Nos hizo frente cuando avanzábamos para oponernos a su paso y nos dispersó como a una manada de ciervos, obligándonos a pasar por el desfiladero hasta las orillas del Horican. Allí nos atrincheramos tras los árboles caídos y le plantamos cara, bajo las órdenes de William, que se ganó el título precisamente por aquella acción. ¡Y bien que nos resarcimos de la derrota de la mañana! Cientos de franceses vieron el sol aquel día por última vez, y hasta su jefe, el propio Dieskau, cayó en nuestras manos tan maltrecho y herido que tuvo que regresar a su país, incapacitado para más guerras.

—¡Fue una acción gloriosa! —exclamó Heyward, lleno de ardor juvenil—. ¡En seguida nos llegó la noticia al ejército del Sur!

—Sí, pero ahí no acabó todo. El comandante Effingham, siguiendo instrucciones del mismo William, me ordenó que adelantase a los franceses e informase de su derrota en el fuerte que está junto al Hudson. Muy cerca de aquí me encontré con un destacamento de nuestro ejército que venía a ayudarnos y lo conduje al lugar donde el enemigo estaba ocupado comiendo, en la creencia de que, al menos por aquel día, la carnicería había terminado.

—¿Lograsteis sorprenderlos?

—Sí, si es que la muerte puede ser una sorpresa para hombres que no toman precaución alguna y solo piensan en satisfacer su apetito. Apenas les dimos tiempo para respirar, porque ellos no nos habían dado cuartel por la mañana, y había pocos entre nosotros que no hubieran perdido por su causa un amigo o un pariente. Cuando todo terminó, los muertos, y hay quienes dicen que también los moribundos, fueron arrojados a la laguna. Estos ojos han visto cómo sus aguas se enrojecían con la sangre de los muertos.

—Es una tumba muy apropiada, y yo diría que hasta tranquila, para un soldado. Así pues, ¿habéis servido largo tiempo en esta frontera?

—¡Yo! —respondió el explorador, irguiendo su alta figura con una suerte de orgullo militar—. No hay muchos lugares entre estas montañas que no hayan repetido el eco de mi rifle, ni una milla cuadrada entre el Horican y el río donde no haya abatido a un ser viviente, trátese de un enemigo o un animal salvaje. Pero en cuanto a que esa tumba sea tranquila, ese es otro asunto. Hay quienes opinan que, para que un hombre pueda descansar de verdad tras su muerte, no debe ser enterrado mientras haya aliento en su cuerpo. Y lo cierto es que, con las prisas de aquella noche, había muy poco tiempo para separar a los muertos de los heridos. ¡Silencio! ¿No veis a alguien caminando por la orilla?

—No es probable que en este bosque inhóspito haya alguien más desamparado que nosotros.

—Salvo a quienes poco importa tener casa o cobijo. El rocío de la noche no puede molestar a quien pasa sus días en el agua —replicó el explorador, y se aferró con tanta energía al hombro de Heyward que este fue dolorosamente consciente del terror supersticioso que embargaba a un hombre por lo común tan intrépido.

—¡Cielos! ¡Es un hombre, y se nos acerca! Preparad las armas, amigos. No sabemos quién pueda ser.

— —preguntó una voz severa, desafiante, que parecía llegar desde otro mundo.

—¿Qué dice? —murmuró el explorador—. ¡No habla en ninguno de los dialectos indios ni tampoco en inglés!

— —volvió a preguntar la misma voz, acompañada ahora del ruido del fusil, dispuesto a disparar, y de una actitud amenazadora.

— —gritó Heyward, saliendo de entre las sombras de los árboles y deteniéndose en la orilla de la laguna, a pocos metros del centinela.

— —preguntó el granadero en francés, con el acento de la vieja Francia.

—.

—. (Heyward sabía muy bien que el otro pertenecía a un regimiento de línea). .

— —exclamó el joven soldado, llevándose la mano a la gorra con desparpajo—; .

— —respondió Cora con admirable dominio de sí misma—. .

El soldado hizo una reverencia humilde y profunda en reconocimiento a la cortesía de Cora, y Heyward añadió un «» al tiempo que retrocedía y se reunía con los suyos. Sin sospechar que estaba ante unos enemigos tan osados, el centinela continuó paseando por la orilla de la laguna y empezó a canturrear unas palabras que había recordado al ver a las mujeres, y que quizá le hacían pensar en la hermosa y distante Francia:

.

—Ha sido una suerte que entendierais a ese bellaco —susurró el explorador cuando se hubieron alejado un poco del lugar, mientras dejaba que el rifle volviese a descansar en el hueco de su brazo—. En seguida advertí que era uno de esos incómodos franchutes, y suerte ha tenido al tratarnos con cortesía. De lo contrario habría ido a hacer compañía a los huesos de sus compatriotas.

Le interrumpió un gemido largo y pesado, que procedía de la pequeña laguna, como si los espíritus de los muertos deambulasen realmente en torno a su húmeda sepultura.

—¡Sí que era de carne y hueso! —exclamó el explorador.

—Lo era, en efecto, pero cabe dudar que el pobre diablo pertenezca todavía a este mundo —respondió Heyward, mirando alrededor y notando la ausencia de Chingachgook.

Un gemido más débil que el primero fue seguido del ruido de un cuerpo pesado al caer en el agua. Luego todo volvió a quedar en silencio, como si las orillas de la lúgubre laguna permaneciesen inalteradas desde la creación del mundo.

Dudaban aún sobre lo ocurrido cuando el indio apareció entre los arbustos y se les acercó. Llevaba en una mano la sucia cabellera del infortunado joven francés, que colgó de su cinturón, y en la otra el cuchillo y el empleados, que devolvió a su sitio. De nuevo ocupó su puesto, con el aire de quien cree haber hecho una proeza.

El explorador apoyó en tierra la culata de su rifle y, juntando sus manos en el otro extremo, permaneció por unos instantes en silencio. Luego movió la cabeza, pesaroso, y murmuró:

—¡En un hombre blanco, esto habría sido un acto cruel y sanguinario, pero forma parte de la naturaleza de un indio, y hay que aceptarlo como tal! Sin embargo, hubiera preferido que le hubiese ocurrido a uno de esos condenados mingos, y no a un alegre joven de la vieja Europa.

—¡Basta ya! —le interrumpió Heyward, temeroso de que las hermanas advirtiesen la causa de la interrupción, y controló su disgusto para hacer una reflexión semejante a la del cazador—: Lo hecho, hecho está, y ya no puede enmendarse. Como veis, nos encontramos entre los centinelas del enemigo. ¿Qué creéis que debemos hacer ahora?

—Sí —dijo Hawkeye, reponiéndose—, es demasiado tarde, como decís, para pensar más en ello. Parece como si los franceses se hubieran desplegado con gran eficacia en torno al fuerte. Suerte tendremos si conseguimos pasar entre ellos sin ser vistos.

—Y nos queda poco tiempo para hacerlo —añadió Heyward, mirando hacia lo alto, donde una nube ligera ocultaba la luna descendente.

—Muy poco, sí —replicó el explorador—. Podemos actuar de dos formas, y eso si nos ayuda la Providencia, sin la cual nada conseguiríamos.

—Nombradlas, que el tiempo apremia.

—Una sería que las damas desmontasen, y dejar sus caballos en libertad. Enviando a los mohicanos por delante, nos abriríamos camino entre los centinelas apostados, y llegaríamos al fuerte pasando sobre sus cadáveres.

—No podemos hacerlo. Un soldado podría abrirse camino así, pero no con esta compañía.

—Sería, ciertamente, un camino demasiado sangriento para que lo recorriesen pies tan delicados —comentó el explorador, no menos reacio—, pero pensé que debía mencionarlo. Tendremos entonces que retroceder y salir de la línea de vigilancia, torcer un poco hacia el Oeste y entrar en las montañas, donde puedo esconderos. Los malditos perros de la jauría de Montcalm tardarían meses en encontrar nuestra pista.

—Hagámoslo, pues, y de inmediato.

No hablaron más. Hawkeye se limitó a decir:

—¡Seguidme!

Dio media vuelta y todos retrocedieron por el camino que los había llevado a una situación tan crítica y peligrosa. Su avance, como el diálogo que acababan de sostener, era precavido, porque ninguno de ellos sabía cuándo podría salirles al paso un centinela o una patrulla. Al pasar de nuevo junto a la laguna, Heyward y el explorador la miraron con inquietud. En vano buscaron el cuerpo de quien poco antes había paseado por sus orillas; solo percibieron el leve y rítmico oleaje, que indicaba que las aguas no se habían calmado. Pero, como aquel acto sangriento, pronto la laguna se confundió con la oscuridad y quedó atrás.

Hawkeye cambió poco después la dirección inicial y, encaminándose hacia las montañas que forman el límite occidental de la estrecha llanura, guio con paso rápido a sus seguidores hacia las profundas sombras que proyectaban las altas y abruptas cimas. El camino se hizo cada vez más difícil; discurría ahora entre gigantescas rocas y cruzaba barrancos estrechos, lo que retrasaba considerablemente el avance. Colinas negras y áridas se alzaban a cada lado de ellos, compensando de alguna manera el endurecimiento de la marcha con la sensación de seguridad que impartían. Poco a poco la partida empezó a subir por una pronunciada pendiente, siguiendo un sendero que serpenteaba entre las rocas y los árboles, evitando aquellas y apoyándose en estos, como si hubiera sido trazado por hombres muy duchos en esos trabajos. A medida que se alejaban del valle, la intensa oscuridad que suele preceder a la llegada del día empezó a disiparse, permitiéndoles ver los objetos con sus auténticos colores. Cuando al fin salieron de los desmedrados bosques que crecían en las laderas desnudas de la montaña y llegaron a la roca plana y musgosa que formaba la cima, la sonrosada luz del alba salió a su encuentro, desde una colina arbolada que se alzaba al otro lado del valle del Horican.

El explorador pidió a las damas que desmontasen y, tras retirar las bridas de sus bocas y las sillas de sus espaldas, dejó libres a los jadeantes animales, para que se procurasen algún alimento entre los arbustos y la escasa hierba de aquella elevada región.

—Id —les dijo— y buscad comida donde la haya. Y evitad que os coman los lobos hambrientos que rondan por estas montañas.

—¿Es que ya no vamos a necesitarlos? —preguntó Heyward.

—Mirad y juzgad vos mismo —dijo el explorador, aproximándose al borde oriental de la montaña, desde donde hizo señas a los demás para que le siguiesen—. Si fuese tan fácil ver el corazón de un hombre como espiar el campamento de Montcalm desde esta altura, habría menos hipócritas, y la astucia de un mingo serviría de poco ante la franqueza de un delaware.

Cuando los viajeros llegaron junto al precipicio confirmaron cuanto les había dicho el explorador, y la admirable precisión con que los había conducido hasta las cercanías del fuerte.

La montaña donde se encontraban tenía más de trescientos metros de altura. Era una especie de cono elevado que sobresalía ligeramente de la cordillera que se extiende durante millas a lo largo de la costa occidental del lago, y que, tras unirse a otras montañas más allá del agua, sigue hacia el Canadá, formando una confusión de macizos rocosos, espolvoreados de coníferas. Inmediatamente debajo de los viajeros, la orilla meridional del Horican formaba un amplio semicírculo, de montaña a montaña, con una ancha playa que a poca distancia se convertía en una planicie irregular y algo elevada. Hacia el Norte se extendía la límpida y, según parecía desde aquella altura vertiginosa, estrecha superficie del lago sagrado, adornado con innumerables bahías, promontorios e islotes. A una distancia de pocas leguas, el lago desaparecía entre las montañas, o quedaba envuelto en nubes de vapor que se deslizaban lentamente sobre sus aguas, empujadas por la suave brisa matutina. Solo una separación entre las cumbres mostraba cómo el lago continuaba más hacia el Norte, antes de verter su caudal en el lejano Champlain. Hacia el Sur se abría la accidentada llanura antes mencionada. En esa dirección, y durante muchas millas, las montañas parecían resistirse a ceder sus dominios, pero más allá se separaban y se juntaban con aquellas tierras arenosas por las que habían llegado nuestros aventureros. A lo largo de las montañas que bordeaban las orillas opuestas del lago y el valle, nubes de vapor se alzaban en espiral desde los bosques despoblados, como si fueran humo de cabañas ocultas, o descendían rodando por las laderas, donde se mezclaban con las nieblas de las tierras más bajas. Una nube única y solitaria, blanca como la nieve, flotaba sobre el valle y parecía haberse detenido sobre la Laguna sangrienta.

Junto al lago, y más cerca de su orilla occidental que de la oriental, se alzaban las amplias fortificaciones y los bajos edificios de William Henry. Dos de sus bastiones más avanzados parecían descansar sobre las aguas que bañaban sus cimientos, mientras un foso profundo y una vasta ciénaga protegían los lados y ángulos restantes. Alrededor del fuerte, el bosque había sido talado a una distancia razonable, pero el resto del escenario lucía el verdor propio del lugar, salvo por las zonas cubiertas de agua o por la mole negra y desnuda de las rocas. En la parte delantera de la fortaleza, los centinelas hacían una guardia fatigosa contra sus numerosos enemigos. Y, al otro lado de los muros, los viajeros llegaban a distinguir a otros hombres, que descansaban tras una noche en vela. Hacia el Sudeste, pero en estrecho contacto con el fuerte, había un campamento atrincherado sobre una eminencia rocosa, que hubiese servido mejor como asentamiento para la fortificación, y donde Hawkeye localizó aquellos regimientos auxiliares que habían abandonado recientemente el Hudson en su compañía. De los bosques, un poco más al Sur, se veían surgir oscuras columnas de humo, difíciles de confundir con los vapores que emanaban de los manantiales. Hawkeye se los mostró a Heyward, como prueba de que muchas fuerzas enemigas se encontraban en aquella dirección.

Pero el espectáculo que más llamaba la atención del joven soldado estaba en la orilla occidental del lago, aunque bastante cerca de su extremo sur. En una franja de tierra, que desde arriba parecía demasiado estrecha para albergar un ejército tan numeroso, pero que en realidad se extendía a lo largo de cientos de metros desde la orilla del Horican hasta la base de las montañas, se veían las tiendas blancas y el armamento pesado de un ejército de diez mil hombres. Las baterías estaban ya dispuestas en línea, e incluso mientras los viajeros contemplaban el escenario con emociones encontradas, como si se tratara de un plano extendido a sus pies, el rugido de la artillería irrumpió en el valle y retumbó a lo largo de las montañas orientales.

—Ahora mismo amanece para ellos —dijo el explorador, pensativo—, y los que velan se han propuesto despertar a los durmientes a cañonazos. Hemos llegado algunas horas demasiado tarde. Montcalm ya ha llenado el bosque con sus malditos iroqueses.

—El lugar está sitiado, en efecto —replicó Duncan—, pero ¿no habrá manera de entrar? Sería preferible arriesgarnos a ser capturados por los franceses a caer otra vez en manos de los indios.

—¡Mirad! —exclamó el explorador, atrayendo involuntariamente la atención de Cora hacia las habitaciones de su padre—. Aquel disparo ha hecho volar las piedras de un lado de la casa del comandante. ¡Estos franceses lo destrozarán todo en mucho menos tiempo del que tardaron en construirlo, por sólido y grueso que sea!

—Heyward, no soporto ver un peligro que no puedo compartir —dijo la temeraria pero angustiada hija—. Presentémonos ante Montcalm y pidámosle que nos deje reunirnos con mi padre; no puede negarnos ese favor.

—Sería difícil llegar a la tienda del francés con la cabellera puesta —respondió el rudo explorador—. Si yo tuviera uno solo de los mil botes vacíos que están junto a la orilla, podría hacerse. Pero pronto se acabará el tiroteo, porque por allí viene la niebla que convierte el día en noche, y que hace que la flecha del indio sea más peligrosa que el mejor cañón. Ahora, si estáis dispuestos y me seguís, iremos hacia el fuerte. Ardo en deseos de bajar al llano, aunque solo sea para dar una lección a alguno de esos perros mingos que veo descansando junto a aquella espesura.

—¡Adelante! —exclamó Cora con firmeza—. Correremos cualquier peligro con tal de entrar.

El explorador se volvió hacia ella con una sonrisa de aprobación sincera y cordial, y le respondió:

—Me gustaría disponer de mil hombres sagaces y veloces que temieran a la muerte tan poco como vos. En menos de una semana habríamos enviado a esos franchutes de vuelta a su guarida, aullando como perros encadenados o lobos hambrientos. Vamos, pues —añadió, dirigiéndose a los demás compañeros—; la niebla baja tan de prisa que tenemos el tiempo justo de encontrarnos con ella en el llano, y de usarla como protección. Recordadlo bien: si me ocurriese algún percance, avanzad de modo que el viento os sople en la mejilla izquierda; o mejor, seguid a los mohicanos, que siempre saben encontrar el camino, sea de día o de noche.

Movió la mano para que fuesen tras él y se lanzó pendiente abajo, con pasos rápidos pero cuidadosos. Heyward ayudó a las dos hermanas a descender, y en pocos minutos estaban al pie de la montaña, cuya ladera habían subido con tanto esfuerzo.

La dirección tomada por Hawkeye los condujo pronto al llano, casi enfrente de una pequeña puerta situada en el lado occidental del fuerte, a una media milla del lugar donde el explorador se detuvo para esperar a que Duncan le alcanzase con las damas. Su rapidez y la pendiente favorable les habían hecho anticiparse a la niebla, que avanzaba lentamente por el lago, por lo que tuvieron que aguardar a que todo el campo enemigo estuviera cubierto por su denso manto. Los mohicanos aprovecharon la espera para acercarse al límite del bosque y escudriñar los alrededores. Poco después los siguió el explorador, deseoso de comprobar por sí mismo el resultado de sus observaciones y de conocer directamente los accidentes más inmediatos del terreno.

No tardó en regresar con el rostro enrojecido de ira, mientras expresaba su disgusto con palabras malsonantes.

—Los astutos franceses han colocado un destacamento en medio de nuestro camino —dijo—. Hay tantos pieles rojas y tantos hombres blancos que tenemos las mismas probabilidades de caer en medio de todos ellos como de pasar a su lado, ayudados por la niebla, sin que nos vean.

—¿No podemos dar un rodeo para evitar el peligro —preguntó Heyward—, sobrepasarlos y volver después a nuestro camino?

—No hay forma, cuando uno se separa del camino recto en plena niebla, de saber cómo encontrarlo. La bruma del Horican no es como las volutas de humo de una pipa de la paz o como el humo que sale de un mosquete después de un disparo.

No había terminado aún de hablar cuando se oyó un gran estrépito, y una bala de cañón entró en la espesura y fue a dar contra el tronco de un árbol joven. Rebotó y, ya sin fuerza, cayó al suelo. Los indios acudieron de inmediato al lugar donde yacía el terrible envío y Uncas empezó a hablar en delaware, gesticulando y con semblante grave.

—Podría ser, muchacho —murmuró el explorador cuando el joven guerrero hubo terminado—. Pongámonos en marcha, que la niebla se cierra.

—¡Un momento! —gritó Heyward—. Decidnos antes qué nuevas esperanzas os animan.

—Bien poca cosa es, pero siempre vale más algo que nada. Este proyectil que veis —añadió el explorador, golpeando con el pie la ya inofensiva bala de cañón— seguramente ha dejado huellas en su trayectoria desde el fuerte, y si nos fallan otros recursos podemos intentar seguirlas. No se hable más y partamos, o la niebla se disipará cuando estemos a medio camino, convirtiéndonos en blanco de los dos ejércitos.

Comprendiendo que, en efecto, había llegado el momento en que los actos importan más que las palabras, Heyward se colocó entre las hermanas y las invitó a ponerse en camino, mientras procuraba no perder de vista la figura del explorador que los precedía. Pronto comprobó que Hawkeye no había exagerado el poder de la niebla. Antes de recorrer una treintena de metros ya les costaba distinguirse entre sí.

Habían dado un pequeño rodeo por la izquierda, y empezaban a volver hacia la derecha, lo que los colocaba, como Heyward suponía, a poco menos de la mitad de la distancia que los separaba de las fortificaciones amigas, cuando llegó a sus oídos una pregunta amenazante, pronunciada a unos diez metros de distancia.

—¡Adelante! —murmuró el explorador, volviendo a dirigirse hacia la izquierda.

—¡Adelante! —repitió Heyward, y una docena de voces, cada cual más amenazante, renovó la pregunta.

— —gritó Duncan, arrastrando más que guiando a las hermanas.

—.

La orden fue obedecida de inmediato, y cincuenta mosquetes atronaron en la niebla. Por fortuna, las balas siguieron una dirección algo distinta de la tomada por nuestros amigos, aunque a David y a las dos muchachas les pareció que pasaban a muy poca distancia de sus oídos. Volvió a sonar la voz de «¡Alto!», seguida de la orden, no de volver a disparar sino de perseguirlos. Cuando Heyward le explicó al explorador el sentido de aquellas palabras, Hawkeye se detuvo y habló con resolución y firmeza.

—Hagamos fuego también —dijo—. Creerán que hemos hecho una salida desde el fuerte, y se retirarán o esperarán refuerzos.

El plan estaba bien concebido, pero fracasó. Tan pronto como los franceses oyeron los tiros, la llanura entera pareció inundarse de hombres que disparaban por todas partes sus mosquetes, desde las orillas del lago hasta el límite más lejano de los bosques.

—Vamos a atraer sobre nosotros a todo el ejército y a provocar un ataque en regla —dijo Duncan—. Sigue adelante, amigo mío, por tu vida y por las nuestras.

El explorador se dispuso a seguir la indicación del joven. Pero con las prisas y el cambio de posición había perdido el rumbo, y en vano volvía la mejilla hacia un lado y otro, porque todos le parecían igualmente fríos. Todavía dudaba cuando Uncas encontró el rastro de la bala de cañón, en un lugar donde había destrozado tres hormigueros juntos.

—¡Déjame ver! —dijo Hawkeye, inclinándose para comprobar la dirección, y al momento reanudó la marcha.

Los gritos, los juramentos, las voces que se llamaban entre sí y los disparos de los mosquetes se sucedían rápida e incesantemente y, al parecer, por todos lados. De pronto, un relámpago cegador cruzó el escenario. La niebla se aclaró, los cañones rugieron en la planicie y sus ecos resonaron en las montañas.

—¡Son del fuerte! —exclamó Hawkeye, dando media vuelta—. ¡Y estábamos tan confundidos que corríamos hacia los bosques, sin saber que nos esperaban los cuchillos de los maquas!

Descubierto el error, el grupo entero se apresuró a corregirlo. Duncan dejó de buen grado que Cora se apoyase en el brazo de Uncas, y esta aceptó la ayuda. Excitados por la persecución, los indios estaban ya sobre su pista, y a cada instante podían caer sobre ellos.

— —gritó uno de sus perseguidores, que parecía dirigir los movimientos de los enemigos.

—¡Adelante y alerta, mis valientes del sexagésimo! —exclamó de pronto una voz por encima de ellos—. ¡Esperad a ver al enemigo; disparad bajo y barred la explanada!

—¡Padre, padre! —clamó una voz aguda entre la niebla—. ¡Soy yo, Alicia! ¡Tu propia Elsie! ¡Oh, padre, sálvanos, protege a tus hijas!

—¡Alto! —repitió la misma voz desde el fuerte, embargada por la emoción y el temor, y su sonido llegó hasta los bosques y volvió con el eco—. ¡Es ella! ¡Dios me ha devuelto a mis hijas! ¡Abrid la puerta! ¡A la lucha, mi sexagésimo, a la lucha! ¡No disparéis, o mataréis a mis corderas! ¡Rechazad a esos perros de Francia con vuestros aceros!

Duncan oyó el chirrido de los envejecidos goznes y corrió hacia delante, guiado por el ruido. En la puerta se encontró con una larga fila de soldados con rojos uniformes, que salían apresuradamente hacia la explanada y pertenecían a su mismo batallón del Regimiento Americano del Rey. Al momento se puso en cabeza y pronto consiguieron alejar al enemigo de las inmediaciones del fuerte.

Por un instante, Cora y Alicia reaccionaron con perplejidad e indignación ante lo que parecía ser una deserción inesperada. Pero, antes de que pudieran decir o pensar nada, un oficial de enorme estatura, cuyos cabellos habían blanqueado a causa de la edad y del servicio, pero cuyo aire marcial había sido suavizado más que destruido por el tiempo, surgió de la niebla y las abrazó contra su pecho, mientras grandes y ardientes lágrimas corrían por sus mejillas pálidas y arrugadas, y exclamaba, con el acento peculiar de Escocia:

—¡Te agradezco esto, Señor! ¡Deja que la muerte llegue cuando quiera! ¡Tu siervo ya está preparado!

Descargar Newt

Lleva El último mohicano contigo