Capítulo V
Capítulo V
En una noche como esta,
Tisbe pisó trémula el rocío
y vio la sombra del león antes que al león mismo.
S
La repentina huida del guía y los gritos salvajes de sus perseguidores hicieron que Heyward se quedara inmóvil por un momento, en una suerte de estupor. Pero, percatándose de la importancia que tenía la captura del fugitivo, apartó violentamente los matorrales próximos y corrió también en su persecución. Sin embargo, antes de que hubiera recorrido un centenar de metros se encontró con los tres hombres de los bosques, que ya volvían de su inútil intento.
—¿Por qué os desanimáis tan pronto? —exclamó—. El muy canalla debe de estar oculto tras alguno de esos árboles, y aún podemos apresarlo. No estaremos seguros mientras se encuentre en libertad.
—¿Acaso puede una nube alcanzar al viento? —respondió el cazador, contrariado—. Le oí deslizarse sobre las hojas secas como una serpiente negra y le vi pasar como un relámpago junto a aquel pino grande. Disparé casi a ciegas, pero no me sirvió de mucho, aunque dudo que otro lo hubiera hecho mejor. ¡Mirad las hojas rojas de este zumaque! ¡No es el color que debían tener en julio!
—¡Es la sangre de ! ¡Está herido y todavía podemos atraparle!
—No, no —replicó el cazador, contradiciéndole con viveza—. Apenas le he rozado una pierna, creo; pero eso bastó para hacerle saltar más aprisa. Cuando no causa más que un rasguño, la bala de un rifle sirve de acicate al animal que corre, como las espuelas de un caballo: imprime velocidad y da viveza a sus músculos en lugar de quitársela. En cambio, cuando la bala penetra en la carne, el indio o el ciervo que la han recibido dan algunos saltos más, pero casi siempre acaban desplomándose.
—En cualquier caso, ¡somos cuatro hombres capacitados contra uno herido!
—¿Acaso os estorba la vida? —le interrumpió el explorador—. Ese diablo rojo os pondría al alcance de los de sus compañeros antes de que entrarais en calor. ¡Ya ha sido bastante temerario que alguien como yo, que a menudo ha dormido en el bosque cuando aún vibraban en el aire los ecos de los gritos guerreros, disparase en un lugar como este tan propicio para las emboscadas! ¡Pero no pude contenerme! Vamos, amigos, pongámonos en movimiento; hemos de desorientar a los mingos si no queremos que mañana a esta hora nuestras cabelleras se sequen al sol ante la gran tienda de campaña de Montcalm.
La terrible advertencia del cazador, hecha con la serenidad de quien conoce bien la situación pero no teme enfrentarse al peligro, le recordó a Heyward la importancia de la misión que se le había encomendado. Mientras miraba en torno, intentando en vano escudriñar la profunda oscuridad que iba apoderándose de todo bajo la bóveda de las ramas, tuvo la sensación de que, privados de toda posibilidad de ayuda como se encontraban, no tardarían en quedar a merced de aquellos enemigos bárbaros, que como alimañas de presa solo esperaban que la noche se cerniese sobre ellos para asestar un golpe decisivo. Avivada su imaginación por estas ideas y confundida por la escasa luz de la hora, adivinaba formas humanas en cada movimiento de los arbustos o en la sombra de cada árbol; más de veinte veces creyó distinguir las facciones horribles de sus adversarios, acechándolos desde sus escondites. Al mirar al cielo pudo comprobar que las delgadas nubes algodonosas que el atardecer había pintado en el cielo azul iban perdiendo sus tonos rosados, y que el torrente junto al cual se hallaban solo podía distinguirse ya por la oscuridad de sus orillas arboladas.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó, acosado por las muchas dudas que le acometían—. ¡No nos abandonéis, por el amor de Dios! Quedaos para proteger a estas damas a las que sirvo de escolta, y pedidme la recompensa que os plazca.
Sus acompañantes, que conversaban entre sí en el idioma de su tribu, hicieron caso omiso de aquella petición repentina y desesperada. Aunque hablaban casi en un susurro, Heyward pudo apreciar, al acercarse a ellos, el tono preocupado con que hablaba el más joven de los guerreros, que contrastaba con la mayor calma mostrada por sus interlocutores. Era evidente que discutían la conveniencia de alguna medida concerniente a la seguridad de los viajeros. Atraído por su interés en el tema e impaciente por el retraso que parecía aumentar el peligro en que se encontraban, Heyward se acercó al grupo con la intención de insistir en su ofrecimiento de recompensas, pero el explorador, que acababa de hacer un gesto de aquiescencia con una mano, como si diera la razón a sus interlocutores, se separó de ellos y, en una suerte de monólogo, dijo en inglés:
—Uncas tiene razón; sería impropio de hombres abandonar a estas inocentes criaturas a su suerte, aunque con esta decisión pongamos nuestro refugio habitual en peligro… Caballero, si queréis salvar a estas damas de los colmillos de la peor de las serpientes, no tenéis tiempo que perder ni debéis descartar ninguna solución.
—¿Por qué dudarlo? ¿Acaso no os he ofrecido ya…?
—Rogad a Dios, que es quien puede darnos la sabiduría necesaria para vencer a los demonios que pueblan estos bosques —le respondió con calma el explorador—, pero dejad de ofrecernos dinero, pues bien podéis morir antes de cumplir vuestras promesas, y yo antes de beneficiarme de ellas. Sin esperar otra recompensa que la que Dios siempre concede a quienes practican el bien, estos mohicanos y yo haremos cuanto esté en nuestra mano para que nada ocurra a esas dos preciosidades, que no fueron concebidas para ser expuestas a tantos peligros. Pero antes es preciso que nos prometáis dos cosas, en vuestro propio nombre y en el de vuestros amigos, pues de lo contrario no solo no os serviríamos, sino que además saldríamos muy perjudicados.
—Decidme cuáles son.
—La primera, guardar completo silencio, como hacen estos bosques que nos rodean, ocurra lo que ocurra; la segunda, no revelar a nadie el lugar al que vamos a conduciros.
—Haré cuanto pueda por cumplir al pie de la letra ambas condiciones.
—Seguidnos entonces, porque estamos desperdiciando un tiempo tan precioso como la sangre que pierde el corazón de un ciervo herido.
Pese a la creciente oscuridad, Heyward pudo percibir la ansiedad que reflejaba el rostro del explorador, y con tanta rapidez como pudo fue tras él, hacia el paraje donde permanecía el resto de su grupo. Cuando se reunieron con las damas, que aguardaban expectantes, les informó con brevedad de las condiciones impuestas por su nuevo guía, y las exhortó a apartar de sí todo temor. Aunque este aviso no fue escuchado sin prevención, la seguridad y la firmeza del tono de Heyward, así como la idea misma del peligro, contribuyeron a que se contuvieran e imaginasen que podían superar la prueba. Silenciosamente y sin la menor pérdida de tiempo permitieron que las ayudase a desmontar y se encaminaron con rapidez hacia la orilla, donde, valiéndose más de gestos que de palabras, el explorador, de quien ahora parecía depender la dirección del grupo, había reunido a los otros.
—¿Qué hacemos con estos pobres animales? —murmuró—. Degollarlos y arrojarlos al río sería una pérdida de tiempo; y abandonarlos aquí sería como decirles a los mingos que no tienen que andar mucho para encontrarnos.
—Soltémoslos entonces, y que galopen por el bosque —sugirió Heyward.
—No; será mejor emplearlos para engañar a nuestros enemigos y hacerles creer que tienen que correr tanto como un caballo para alcanzarnos. ¡Sí, sí! Eso los enfurecerá, ¿no creéis? ¡Silencio! Chingachgook, ¿qué ruido ha sido ese?
—El potro.
—El potro, al menos, debe morir —murmuró el explorador, agarrándolo ya por las crines. Pero, como se le escapara, añadió—: ¡Uncas, tus flechas!
—¡Alto! —intervino el propietario del animal sentenciado, en voz alta y sin considerar las instrucciones recibidas—. ¡Dejad con vida al hijo de Miriam! Es un hermoso ejemplar, digno descendiente de una yegua fiel e incapaz de hacer daño a nadie.
—Cuando los hombres luchan por conservar la única vida que Dios les ha dado —repuso el explorador con firmeza—, sus compañeros más fieles no valen más que las bestias de los bosques. ¡Si volvéis a hablar, os dejaré a merced de los maquas! ¡Tira a matar, Uncas! ¡No tenemos tiempo para probar una segunda vez!
Aún se oía la voz susurrante del explorador cuando el potro herido retrocedió sobre sus patas traseras y cayó hacia adelante. Con la rapidez del pensamiento, Chingachgook lo degolló con su cuchillo y, entre violentos estertores, lo llevó hasta la corriente, por la que fue deslizándose río abajo, con una respiración agónica.
Esta acción, aparentemente cruel pero sin duda necesaria, convenció a los viajeros del peligro real al que estaban expuestos, y la serena resolución de los ejecutores les impresionó doblemente. Las hermanas temblaron y se abrazaron con fuerza, mientras Heyward, empuñando una de las pistolas que acababa de extraer de sus fundas, se interpuso entre sus protegidas y las sombras, que parecían extender un velo impenetrable por todo el bosque.
Los indios, sin embargo, no vacilaron en tomar a los atemorizados caballos por las riendas y en hacerlos entrar en el río.
No lejos de la orilla cambiaron de dirección, ocultándose rápido tras las malezas de la ribera, y con esta protección avanzaron en dirección opuesta a la corriente. Mientras, el explorador sacó de su escondite, bajo el ramaje de unos arbustos que se agitaban al paso de las aguas, una canoa de corteza de árbol en la que, silenciosamente, invitó a subir a las damas. Obedecieron sin titubeos, aunque no sin lanzar una mirada de terror a las espesas sombras que parecían formar una barrera infranqueable a lo largo de la ribera.
Tan pronto como Cora y Alicia se sentaron, el explorador indicó a Heyward que sostuviese un lado de la frágil embarcación y, colocándose en el otro, la empujaron río arriba, seguidos por el abatido propietario del potro sacrificado. De este modo recorrieron una distancia considerable, en medio de un silencio solo interrumpido por el murmullo de la corriente y el leve chapoteo que hacían al avanzar. Heyward seguía las instrucciones del explorador, que se aproximaba o separaba de la orilla, para evitar las rocas o las zonas más profundas, con una precisión que demostraba su conocimiento del río.
En ocasiones se detenía y, en medio del profundo silencio, que hacía aún más impresionante el rugido creciente de la cascada, escuchaba con atención para captar el menor sonido procedente del bosque. Cuando se aseguraba de que todo estaba tranquilo, y de que ni siquiera sus avezados sentidos podían detectar indicios de la aproximación de sus enemigos, reanudaba su avance lento y cauteloso. Al fin llegaron a un lugar del río donde la inquieta mirada de Heyward percibió una serie de bultos negros, reunidos en un paraje donde la alta ribera proyectaba una sombra más oscura de lo usual. Dudando sobre la conveniencia de avanzar, señaló el lugar a su compañero.
—Sí —replicó el explorador—, nuestros amigos indios han ocultado allí los caballos, con su astucia característica. El agua no deja rastros, y ni siquiera los ojos de un búho podrían penetrar en la oscuridad de ese agujero.
El grupo entero volvió a reunirse y de nuevo intercambiaron sus opiniones el explorador y sus compañeros, y todos tuvieron ocasión de considerar la situación con mayor detalle.
El río discurría en aquel tramo entre rocas altas y escarpadas, una de las cuales se inclinaba sobre el lugar donde se había detenido la canoa. Como muchas rocas estaban cubiertas de árboles elevados, que llegaban al borde mismo del precipicio, la corriente parecía deslizarse por una cañada estrecha y profunda. Bajo las ramas espectrales y las profusas copas de los árboles, que se dibujaban aquí y allá contra el cielo estrellado, todo permanecía sumido en idéntica oscuridad. Tras ellos, la sinuosidad de las orillas ponía un limite a la vista, a causa de esa misma oscuridad arbolada; pero delante de ellos, y a corta distancia, el agua parecía remontarse hacia el cielo y precipitarse desde allí, abriendo grandes cuevas, de las que sin duda procedían aquellos ruidos tenebrosos que llenaban la atmósfera nocturna. El lugar entero era como un refugio, y ambas hermanas tuvieron una sensación de reconfortante seguridad ante su encanto romántico, aunque tenebroso. Pero la actividad de sus acompañantes no tardó en sustraerlas de la contemplación de aquellas maravillas salvajes que las rodeaban, reemplazándola por una percepción casi dolorosa de la realidad del peligro.
Los caballos habían sido atados a unos arbustos aislados que crecían en las fisuras de las rocas, y debían permanecer la noche entera con las patas en el agua. El explorador instó a Heyward y a sus atribulados acompañantes a que se sentasen en la proa de la canoa, y él se colocó en el otro extremo, tan erguido y confiado como si se encontrase a bordo de la más firme de las embarcaciones. Mientras los indios regresaban con cautela hacia el lugar donde permanecían los caballos, apoyó su pértiga contra una roca y, con un movimiento enérgico, llevó la canoa directamente hasta el centro del la corriente turbulenta.
Durante mucho tiempo, la lucha entre la ligera embarcación que los transportaba y el empuje de la corriente fue dura e incierta. Obligados como estaban a no mover ni una mano y casi ni a respirar, por temor a aumentar los riesgos y exponer la frágil embarcación a la furia del río, los pasajeros observaban las agitadas aguas con un temor febril. Muy a menudo creían que los furiosos remolinos iban a arrastrarlos a la destrucción, pero las hábiles maniobras del piloto conseguían siempre enfilar la proa a través de los rápidos, venciendo todos los peligros. Por fin, un esfuerzo sostenido, vigoroso y desesperado, a juzgar por la impresión que causó a las damas, puso término a la lucha. En el preciso instante en que la aterrada Alicia cerraba los ojos, convencida de que el remolino que se agrandaba al pie mismo de la catarata iba a tragarlos sin remisión, la canoa se quedó flotando, casi inmóvil, junto a una roca plana que yacía a nivel del agua.
—¿Dónde estamos? ¿Qué haremos ahora? —preguntó Heyward, al advertir que el explorador había dejado de esforzarse.
—Nos encontramos al pie de las cataratas de Glen —contestó el otro en voz alta, amparado por el estruendo—, y ahora tenemos que desembarcar con cuidado para que no vuelque la canoa y no nos veamos obligados a continuar nuestro viaje de una manera más rápida y desagradable. Cuesta remontar la corriente cuando el río está tan revuelto, y cinco personas son muchas para esta pequeña canoa de corteza de árbol y resina. Saltad todos a esa roca. Yo recogeré a los mohicanos y traeremos el venado. Mas vale dormir sin cabellera que padecer hambre en medio de la abundancia.
Sus pasajeros obedecieron encantados las instrucciones. Tan pronto como el último de ellos pisó la roca, la canoa giró y la alta silueta del explorador se deslizó sobre las aguas y desapareció en la impenetrable oscuridad en que se había convertido el río. Privados de su guía, los viajeros permanecieron unos minutos sin saber qué hacer. Ni siquiera se atrevían a caminar sobre aquellas rocas quebradas, por miedo a que un paso dado en falso los precipitase en alguna de las cuevas profundas y rugientes que se abrían a ambos lados de ellos, y en las que retumbaba el agua. Pero su indecisión terminó pronto. Gracias a la habilidad de los indios, la canoa regresó pronto al remanso y se colocó junto a la roca, en menos tiempo del que los viajeros creían necesario para que el explorador llegase al lugar donde le aguardaban los mohicanos.
—Ya estamos fortificados, atrincherados y aprovisionados —gritó Heyward, con buen humor—, y estamos en condiciones de desafiar a Montcalm y a sus aliados. Decidme, mi querido y avezado piloto, ¿podéis ver desde aquí a alguno de esos a quienes llamáis iroqueses?
—Yo les doy el nombre de iroqueses porque para mí todo natural del país que habla una lengua extraña es un posible enemigo, aunque finja que sirve al rey. Si Webb quiere tratar con indios leales y honrados, que acuda a las tribus de los delawares y envíe a los codiciosos y traidores mohawks y oneidas, con sus seis naciones de canallas, junto a los franceses, que es donde deben estar.
—Cambiaríamos un buen guerrero por un aliado inútil. He oído decir que los delawares han enterrado sus armas de guerra, y que consienten que se les llame mujeres.
—Sí, eso dicen; eso es lo que han propagado los holandeses y los iroqueses, que los engañaron con sus artimañas. Pero yo los conozco desde hace veinte años, y para mí es un mentiroso quien diga que por las venas de los delawares corre sangre de cobardes. Habéis expulsado de la costa a sus tribus, y ahora, para poder dormir tranquilos, creéis lo que os dicen sus enemigos. ¡No, no! Para mí, todo indio que hable una lengua extraña es un enemigo iroqués, aunque su castillo se encuentre en el Canadá o en Nueva York.
Viendo que la obstinada adhesión del explorador a la causa de sus amigos los delawares o mohicanos, que no eran sino dos ramas de la misma nación, podía prolongar una discusión estéril, Heyward cambió de tema.
—Haya o no haya habido engaño, estoy convencido de que tus dos compañeros son guerreros bravos y prudentes. ¿Han oído o han visto alguna señal de nuestros enemigos?
—Los indios se presienten antes de ser vistos —respondió el explorador, subiendo a la roca y dejando caer el ciervo que habían cazado—. Yo, cuando sigo el rastro de los mingos, confío más en otras señales que en lo que puedan ver mis ojos.
—¿Acaso vuestros oídos os indican que ya han encontrado nuestra posición?
—Mucho lo sentiría, aunque este es un sitio que con algo de valor puede defenderse durante bastante tiempo. No negaré, sin embargo, que he visto sobrecogerse a los caballos, como si hubieran olido a los lobos, y que estos tienen la costumbre de merodear en torno a los indios para hacerse con los restos de la caza.
—Quizá hayáis olvidado el ciervo que está a vuestros pies, o puede que su visita se deba, más que a los indios, al potro muerto. ¡Eh! ¿Qué ocurre?
—¡Pobre Miriam! —se lamentaba el viejo cantor—. ¡Tu hijo estaba destinado a ser pasto de las bestias feroces!
Y de pronto empezó a cantar, elevando la voz sobre el estruendo de la catarata:
Él es quien hirió a los primogénitos de Egipto,
desde el hombre hasta la bestia.
¡Te envió prodigios, oh, Egipto,
sobre el Faraón y todos sus siervos!
—La muerte del potro le pesa en el corazón —dijo el explorador—, pero es bueno que a un hombre le preocupe la suerte de sus compañeros irracionales. Su religiosidad le ayudará a aceptar que lo que ha sucedido tenía que suceder, y con ese criterio no tardará mucho en comprender que es lógico matar un cuadrúpedo para salvar a unos seres humanos. Pero, volviendo a lo de antes —continuó—, muy bien pudo haber ocurrido como vos decís, y será mejor que cortemos cuanto antes nuestras raciones de este venado y tiremos el resto al río, antes que toda una manada de lobos venga a aullar a nuestro alrededor y avise a los mingos de nuestra presencia; demasiado bien conocen los muy bribones el significado del aullido de un lobo, aunque el idioma delaware sea para ellos como un libro cerrado.
Mientras así hablaba, el explorador se afanaba en recoger algunos útiles necesarios. Calló y se alejó del grupo. Los mohicanos, que parecían comprender sus actos sin necesidad de palabras, fueron tras él. Los tres parecieron esfumarse en la oscura superficie de una gran roca, que se elevaba verticalmente unos metros sobre la superficie del agua.