El último mohicano

Capítulo VIII

Capítulo VIII

Todavía aguardan

a los vengadores de su propia patria.

G

El aviso del explorador no carecía de fundamento. Durante la lucha cuerpo a cuerpo que hemos relatado, el rugido de las cataratas no se había mezclado con voz humana alguna. Era como si el interés por el resultado hubiera mantenido en suspenso a los indios. Agazapados en ambas orillas, habían seguido casi sin respirar las rápidas alternativas y los movimientos de los contendientes, sin atreverse a disparar por miedo a herir a los suyos. Pero tan pronto como el combate se hubo decidido, gritos de ira y venganza inundaron el bosque, y se sucedieron los fogonazos de los rifles, que enviaban sus proyectiles contra las rocas, como si los atacantes quisieran volcar su furia impotente sobre el insensible escenario de la contienda.

Chingachgook, que se había mantenido en su puesto durante la refriega, devolvía el fuego con resolución. Cuando el grito triunfal de Uncas llegó a sus oídos, el orgulloso padre profirió otro grito en respuesta, tras lo cual demostró que aún estaba en disposición de continuar defendiendo el lugar. Así transcurrieron muchos minutos, con la fluidez del pensamiento. El fuego enemigo se hacía sentir unas veces en violentas ráfagas y otras en disparos aislados. Aunque las rocas, los árboles y los arbustos se rompían y desmochaban en cien lugares en torno a los sitiados, su escondite estaba tan oculto y se mantenían en él con tal disciplina que David continuaba siendo la única baja del pequeño grupo.

—Dejad que gasten su pólvora —dijo el explorador con serenidad, mientras una tras otra las balas silbaban y se estrellaban sobre las rocas que los protegían—; luego podremos hacer una buena cosecha de plomo, y además supongo que pronto se cansarán del juego; mucho antes, desde luego, de que estas rocas les pidan clemencia a gritos. Uncas, estás cargando tu rifle en exceso, y el tiro se desvía. Te dije que apuntases a ese miserable granuja por debajo de la línea de pintura blanca de su frente, y el tiro ha pasado dos dedos por encima de su cabeza. En un mingo el centro de la vida está muy abajo, y hay que acabar de un solo disparo con cada una de esas serpientes.

Una tranquila sonrisa iluminó los rasgos altivos del joven mohicano, con lo que demostraba tanto su comprensión del inglés como la de la idea que Hawkeye quería transmitirle, pero ni replicó ni quiso justificarse.

—No puedo permitiros que acuséis a Uncas de ineficacia o de torpeza —intervino Duncan—; ha salvado mi vida del modo más sereno y expeditivo imaginable, y ha hecho de mí un amigo que siempre recordará la deuda que tiene con él.

Uncas se incorporó parcialmente y ofreció su mano a Heyward, que la estrechó. Durante este acto de amistad, ambos jóvenes intercambiaron miradas de inteligencia, que hicieron olvidar a Duncan el carácter y la condición de su amigo indio. Mientras tanto, Hawkeye, que contemplaba esa explosión de sentimientos juveniles con una mirada condescendiente pero afable, les dijo:

—La vida es algo que en los bosques los amigos se deben unos a otros con frecuencia. Estoy seguro de haber salvado la vida de Uncas más de una vez, y recuerdo muy bien que él se ha interpuesto cinco veces entre la muerte y mi persona: tres en diferentes peleas con los mingos, una atravesando el Horican y…

—¡Esa bala iba mejor dirigida que las anteriores! —exclamó Duncan, apartándose involuntariamente del lugar donde una bala había alcanzado la roca que estaba a su lado, antes de rebotar.

Hawkeye recogió el fragmento de metal informe, lo examinó y agitó la cabeza dubitativamente, mientras decía:

—Las balas que caen sobre nosotros no tienen por qué aplastarse así, a no ser que vengan de las nubes.

Uncas levantó deliberadamente el rifle, haciendo que los ojos de sus compañeros se dirigiesen hacia un punto, que era la solución al misterio. En la orilla derecha del río, exactamente enfrente de su posición, crecía un roble robusto que, buscando la libertad del espacio abierto, había inclinado su copa de tal forma que sobrevolaba el brazo correspondiente del río. Entre las hojas más altas, que dejaban ver las ramas nudosas y algo contrahechas, se había encaramado un salvaje, en parte oculto por el tronco del árbol y en parte expuesto, que los miraba desde arriba como queriendo averiguar el efecto de su traidor disparo.

—Estos demonios serían capaces de escalar el cielo para caer sobre nosotros —dijo Hawkeye—. No le pierdas de vista, Uncas, mientras preparo mi rifle, y entonces abriremos fuego simultáneamente por cada lado del tronco.

Aguardó Uncas hasta que el explorador dio la señal. Relampaguearon los dos rifles y las hojas y corteza del roble volaron por los aires, pero el indio respondió al ataque con una carcajada desafiante y les envió desde arriba otra bala, que arrancó a Hawkeye su gorro de piel. De nuevo los alaridos salvajes inundaron el bosque, y una lluvia de plomo silbó sobre las cabezas de los sitiados, como si pretendieran confinarlos en un lugar donde debían convertirse en victimas fáciles del guerrero que disparaba desde el árbol.

—¡Es preciso hacer algo! —dijo el explorador, lanzando en derredor una mirada llena de ansiedad—. Uncas, llama a tu padre; necesitamos todas las armas disponibles para abatir ese pajarraco.

Uncas hizo la señal y, antes de que Hawkeye hubiese vuelto a cargar su rifle, Chingachgook estaba a su lado. Cuando Uncas indicó al experimentado guerrero la posición de su peligroso enemigo, profirió la acostumbrada exclamación de «¡Uf!», y no hubo por su parte otra expresión de asombro o alarma. Hawkeye y los mohicanos sostuvieron después una breve conversación en delaware, y tras ella ocuparon los puestos que se habían asignado para ejecutar el plan previsto con tanta rapidez.

El guerrero del roble mantenía un fuego constante, pero ineficaz, desde el mismo momento en que fue descubierto. La vigilancia de sus enemigos dificultaba su puntería, pues sus rifles disparaban instantáneamente a cualquier parte de su persona que quedase expuesta. Con todo, sus balas seguían cayendo muy cerca del grupo. Las ropas de Heyward, que destacaba por su uniforme, presentaban algún desgarro, y sangraba por un rasguño que tenía en un brazo.

Al cabo, envalentonado por la larga y paciente espera de sus enemigos, el hurón intentó adoptar una postura que facilitase su puntería, pero la mirada alerta de los mohicanos advirtió en seguida la linea oscura de sus piernas expuestas a través del delgado follaje, a pocos centímetros del tronco del árbol. Los tres rifles dispararon a un tiempo, y el cuerpo del indio quedó parcialmente al descubierto cuando se inclinó sobre su pierna herida. Rápido como el pensamiento, Hawkeye aprovechó la ocasión y descargó su rifle sobre el extremo superior del roble. Las hojas se agitaron, el arma que tanto peligro había causado cayó desde lo alto y, tras algunos momentos de lucha inútil, el propio indio apareció colgando en el aire y aferrándose con desesperación a una rama desnuda.

—¡Disparadle otra vez, por piedad, disparadle otra vez! —gritó Duncan, y apartó la vista, horrorizado por el espectáculo de un semejante en tan desesperada situación.

—¡Que nadie le tire ni un perdigón! —exclamó el obstinado explorador—. Su muerte es segura, y no podemos desperdiciar la pólvora, porque las luchas con los indios pueden durar varios días. Tenemos que elegir entre conservar la cabellera o perderla y, puesto que Dios nos la ha puesto en la cabeza, hagamos todo lo posible por mantenerla en su sitio.

Nada podía argumentarse contra estas palabras. Los gritos se habían acallado una vez más, el tiroteo se interrumpió y las miradas, tanto de amigos como de enemigos, convergieron en la figura del pobre desgraciado, que aún colgaba entre el cielo y la tierra y se esforzaba por conservar la vida. Su cuerpo se balanceaba a merced del viento y, aunque ni murmullos ni quejidos salían de sus labios, había momentos en que dirigía muecas de odio a sus enemigos y otros en que sus ojos reflejaban la angustia de su situación. Tres veces alzó el explorador el rifle para acabar con sus sufrimientos y otras tantas lo volvió a bajar, aconsejado por la prudencia.

Finalmente, una de las manos del hurón se desprendió y cayó exhausta a lo largo del cuerpo. Siguió un esfuerzo desesperado e inútil por recuperar la rama, y durante unos segundos pudo vérsele dando zarpazos al aire. Más rápido que ningún relámpago fue el fogonazo del rifle de Hawkeye. Los miembros de la víctima temblaron y se contrajeron, la cabeza le cayó sobre el pecho y el cuerpo, como si fuera de plomo, se precipitó en las aguas espumosas, que se cerraron sobre él con la rapidez de la corriente, sin dejar el menor vestigio del desdichado hurón.

Esta victoria que parecía tan importante no suscitó ningún grito de triunfo, e incluso los mohicanos se miraron con silencioso horror. Un único alarido brotó de los bosques y luego todo quedó en calma. Hawkeye, el único que parecía conservar la serenidad necesaria para razonar, agitó la cabeza censurando su propia debilidad, e incluso desaprobó su acción en voz alta:

—Era la última carga que me quedaba en el cuerno de pólvora y la última bala. ¡Me he portado igual que un chiquillo! —dijo—. ¿Qué más daba si se estrellaba vivo o muerto contra las rocas? Poco había de durarle el dolor, de todas formas. Uncas, ve a la canoa y trae el cuerno grande de pólvora; en él está toda la que nos queda, y vamos a necesitar hasta el último grano o no conozco a los mingos.

El joven mohicano se dispuso a cumplir el encargo y dejó al explorador rebuscando inútilmente en su faltriquera y agitando con fastidio el cuerno de pólvora vacío. Aquel examen insatisfactorio no duró mucho, porque lo interrumpió un grito agudo y prolongado de Uncas, que incluso para los oídos inexpertos de Duncan era señal segura de alguna calamidad nueva e inesperada. Temiendo que el grito pudiera tener relación con las hermanas que permanecían en la cueva, el joven se puso en pie, sin pensar en los peligros a los que se exponía. Como si les guiara un impulso común, sus compañeros secundaron el movimiento y juntos corrieron hacia la cueva, con una velocidad que hizo inútil el fuego graneado de sus enemigos. El grito de Uncas había atraído hacia la entrada de la cueva a las dos hermanas y al herido David, y todo el grupo pudo apreciar de una sola ojeada la naturaleza del desastre que había conseguido alterar el estoicismo del joven mohicano.

A poca distancia de la roca, la ligera canoa de corteza cruzaba el remanso hacia el centro de la corriente principal, de un modo que indicaba sin lugar a dudas que estaba siendo dirigida por algún piloto oculto. Tan pronto como esa lamentable escena se ofreció a los ojos del explorador, este apuntó casi por instinto con su rifle, pero las brillantes chispas del pedernal saltaron en vano y ningún proyectil abandonó el cañón.

—¡Ya es tarde, demasiado tarde! —exclamó Hawkeye, bajando su arma ahora inútil, con amarga decepción—. El muy ladrón ha ganado la corriente y aunque tuviera pólvora no le alcanzaría.

El audaz hurón asomó la cabeza tras el borde de la canoa y agitó la mano al tiempo que lanzaba un grito de victoria, al que siguieron otros gritos y manifestaciones de alegría, como si cincuenta demonios blasfemasen de júbilo al ver la caída de un alma cristiana.

—¡Bien podéis reír, hijos del diablo! —clamó el explorador, sentándose en la prominencia de una roca y dejando que el rifle se le deslizase hasta los pies—. Los tres rifles mejores y los más rápidos que hay en estos bosques no valen ahora más que una rama carcomida o las astas que hace un año se le cayeron a un ciervo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Duncan, reaccionando a la primera sensación de abatimiento y llevado de un viril deseo de acción—. ¿Qué va a ocurrirnos?

Por toda respuesta, Hawkeye trazó con un dedo un circulo alrededor de su cabeza, gesto tan expresivo que no daba lugar a equívocos.

—¡Seguro que nuestra situación no es tan desesperada! —replicó el joven—. Los hurones no han llegado aún. Podemos resistir en las cuevas, oponernos a que desembarquen…

—¿Con qué? —preguntó fríamente el explorador—. ¿Con las flechas de Uncas o con las lágrimas de las mujeres? No, no. Sois joven y rico, y tenéis muchos amigos. Sé que a vuestra edad es difícil morir. Pero —continuó, mirando a los mohicanos— recordemos que somos hombres valientes y demostremos a estos indios que la sangre del hombre blanco puede correr con tanto vigor como la del piel roja, cuando llega el momento.

Duncan miró en la misma dirección y vio la confirmación de sus peores temores en la actitud de los indios. Sentado en una postura de orgullosa dignidad en el saliente de una roca, Chingachgook había dejado a un lado su cuchillo y el . Se había desprendido de la pluma de águila que lucía en la cabeza y se alisaba el solitario copete, preparándolo para su última y repulsiva misión. En tanto su semblante parecía pensativo, sus ojos negros y brillantes iban perdiendo el ardor que los animaba en el combate, y adoptaban una expresión más adecuada al trance que, según imaginaba, iba a sufrir poco después.

—¡Nuestra situación no es, no puede ser, tan desesperada! —insistió Duncan—. Incluso en este momento podemos estar a punto de recibir socorro. No veo al enemigo por ninguna parte, y sospecho que se han cansado de una lucha en la que arriesgan demasiado para obtener tan poco.

—Tardarán quizá un minuto o quizá una hora, pero esas malditas serpientes están al acecho, y sería muy propio de ellas que ahora mismo estuvieran escuchándonos —replicó Hawkeye—. Atacarán con todas sus fuerzas, y esta vez ya no podremos hacerles frente. ¡Chingachgook, hermano —continuó en delaware—, hemos librado nuestra última batalla juntos, y el triunfo de los maquas llegará con la muerte del sabio jefe de los mohicanos y la del rostro pálido!

—¡Permite que las mujeres de los mingos lloren a sus muertos! —respondió el indio con su orgullo característico y su firmeza imperturbable—. ¡La gran serpiente de los mohicanos se ha deslizado hasta sus tiendas y ha envenenado su triunfo con los llantos de unos hijos cuyos padres no han vuelto! ¡Once guerreros yacen lejos de las tumbas de su tribu desde que se fundieron las nieves, y nadie podrá decirles dónde se encuentran cuando la lengua de Chingachgook calle para siempre! Que empuñen su cuchillo más afilado y que se dispongan a arrojar el más veloz de sus , porque el mayor de sus enemigos se halla a su alcance. ¡Uncas, última rama de tan noble tronco, diles a esos cobardes que se apresuren antes de que sus corazones se debiliten y se conviertan en mujeres!

—¡Están buscando a sus muertos entre los peces! —contestó la voz profunda y suave del joven jefe—. ¡Los hurones flotan como las anguilas viscosas! ¡Caen de los árboles como fruta madura! ¡Y los delawares ríen!

—Sí, sí —murmuró el explorador, que había escuchado a sus amigos indios con profunda atención—. Se animan el uno al otro y no tardarán en provocar a los maquas para que les concedan un rápido final. En cuanto a mí, que soy blanco de pura sangre, debo prepararme a morir como me corresponde, sin insultos en mi boca ni odio en mi corazón.

—Pero ¿por qué morir? —preguntó Cora, abandonando el lugar donde el horror la había confinado hasta entonces—. El camino está despejado en todas direcciones; huid a los bosques y pedid a Dios que nos socorra. ¡Id, valientes; ya os debemos demasiado. No permanezcáis más tiempo bajo el influjo de nuestra desventura!

—¡Qué poco conocéis a los iroqueses si creéis que nos dejarían huir por el bosque! —respondió el explorador, quien, sin embargo, añadió con sencillez—: Pero es cierto que la corriente del río podría ponernos inmediatamente fuera del alcance de sus rifles y de sus voces.

—¡Probad el río, pues! ¿Por qué sacrificar más víctimas al odio de nuestros enemigos?

—¿Por qué? —exclamó el explorador, mirando orgullosamente a su alrededor—. ¡Porque es mejor para un hombre morir en paz consigo mismo que vivir con una conciencia atormentada! ¿Qué le responderíamos a Munro cuando nos preguntase dónde y cómo habíamos dejado a sus hijas?

—Id junto a él y decidle que las dejasteis para buscar su ayuda —contestó Cora, acercándose más al explorador, con generoso ardor—. Decidle que los hurones se las llevan hacia el Norte, pero que actuando con astucia y rapidez pueden ser rescatadas. Y si, pese a todo, el cielo ya hubiera decidido que su auxilio llegase demasiado tarde, decidle —continuó, bajando gradualmente la voz hasta casi ahogarse— que con vos le enviamos el amor, las bendiciones y las últimas plegarias de sus hijas, y pedidle que en vez de llorar su muerte temprana aguarde confiado el momento en que habrá de reunirse en el cielo con ellas.

Las duras y curtidas facciones del explorador reflejaron la atención con que escuchaba, y cuando ella terminó se acarició la barbilla con la mano, como quien reflexiona cuidadosamente.

—¡Son palabras razonables! —exclamó al fin, conmovido—. ¡Y acordes con el espíritu cristiano! Pero lo que puede estar bien para un piel roja puede no convenir a un hombre que no tiene ni una gota de sangre de otra raza, que pueda justificar su ignorancia. Chingachgook, Uncas, ¿habéis prestado atención a lo que la mujer de los ojos negros acaba de decir?

Habló en delaware a sus compañeros, y su tono, aunque sereno y reflexivo, parecía el de alguien que ya ha tomado su decisión. El más viejo de los mohicanos le escuchó con gravedad y ponderó sus frases, consciente de su importancia. Tras un momento de duda, hizo con la mano un gesto de aceptación y pronunció la palabra «bien» en inglés, dándole el énfasis peculiar de los indios. Luego volvió a colocar en su cinto el cuchillo y el , y se acercó al borde de la roca menos visible desde la ribera. Allí se detuvo un momento, señaló los bosques río abajo, dijo algunas palabras en su propio idioma que indicaban la ruta a seguir, se precipitó al agua y se sumergió ante cuantos observaban sus movimientos.

El explorador retrasó un poco su partida para dirigirse a la generosa muchacha, que parecía más calmada ante el éxito de su propuesta.

—A veces, la sabiduría es patrimonio tanto de los jóvenes como de los viejos —sentenció—, y lo que habéis dicho así lo prueba. Si os llevan por los bosques, romped al pasar las pequeñas ramas de los arbustos y pisad fuerte, para que así queden claramente marcadas vuestras huellas. Tenéis en mí a un amigo que no os abandonará jamás y que, si fuera preciso, os seguiría hasta el fin del mundo.

Estrechó con afecto la mano de Cora, tomó su rifle y, tras mirarlo con melancólica solicitud, lo dejó cuidadosamente en tierra. Después bajó al lugar por donde Chingachgook había desaparecido. Por un instante se colgó de la roca y, mirando a su alrededor con semblante contrariado, añadió con amargura:

—¡Si hubiera tenido más pólvora, nunca habría ocurrido este desastre!

Y, dejándose caer en el agua, desapareció también de la vista de todos.

Las miradas de los demás se volvieron ahora hacia Uncas, que permanecía de pie, apoyado en la roca y completamente inmóvil. Tras una breve espera. Cora señaló el río y dijo:

—Vuestros amigos no han sido vistos y seguramente estarán en este momento a salvo. ¿No creéis que ha llegado el momento de seguirles?

—Uncas se quedará —respondió con calma el joven mohicano en inglés.

—¿Para aumentar al horror de nuestra captura y reducir nuestras posibilidades de salvación? ¡Id, joven generoso! —continuó Cora, bajando los ojos ante la intensa mirada del mohicano y adivinando su poder sobre él—. Presentaos ante mi padre, como ya he dicho, como el más fiel de mis mensajeros. Decidle que os confíe los medios de comprar nuestra libertad. ¡Id, es mi deseo! ¡Os ruego que partáis!

La serenidad del joven jefe se convirtió en agitación y melancolía, pero no dudó más. Con pasos silenciosos cruzó la roca y se dejó caer en la agitada corriente. Quedaron los demás en suspenso hasta que a lo lejos atisbaron su cabeza saliendo a respirar, poco antes de desaparecer definitivamente.

Todos estos acontecimientos repentinos y en apariencia afortunados sucedieron en muy pocos minutos. El tiempo era cada vez más valioso. Cuando Uncas volvió a sumergirse, Cora se dirigió a Heyward y le habló con labios temblorosos:

—También he oído hablar de vuestra habilidad en el agua, Duncan. Seguid, pues, el sabio ejemplo que os han dado estas gentes sencillas y leales.

—¿Es esa la lealtad que Cora Munro aguarda de su protector? —replicó el joven, sonriendo tristemente y con amargura.

—No es este momento de sutilezas ni de gentilezas vanas —respondió ella—, sino de sopesar por igual todos los deberes. De nada sirve que permanezcáis aquí. Seréis mucho más útil para vuestros amigos si conserváis la vida.

Heyward no replicó, pero sus ojos se posaron con dolor en la bella figura de Alicia, que se aferraba a su brazo como un niño indefenso.

—Tened en cuenta —continuó Cora tras una pausa, durante la cual pareció luchar con grandes temores— que lo peor que puede ocurrirnos es la muerte, un tributo que, al fin y al cabo, todos hemos de pagar cuando nos llegue la hora fijada por Dios.

—Hay males peores que la muerte —objetó Duncan, con voz adusta y como si la actitud de ella le disgustase—, pero que puede evitar la presencia de un hombre dispuesto a morir por defenderos.

Cora dejó de insistir. Se cubrió la cara con el velo y condujo a la casi insensible Alicia a lo más hondo de la cueva interior.

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