El último mohicano

Capítulo XI

Capítulo XI

Maldita sea mi tribu

si le perdono.

S

El lugar elegido por el indio para acampar era tina de esas escarpadas colinas piramidales, parecidas a los túmulos funerarios, que tanto abundan en los valles de América. Era esta particularmente alta y abrupta, con la cima plana como casi todas, pero con un lado más irregular de lo común. No ofrecía, en apariencia, otra ventaja como lugar de descanso que su elevación y su forma, que hacían la defensa fácil y la sorpresa casi imposible. Como Heyward, sin embargo, ya no esperaba un rescate que el tiempo transcurrido y la distancia hacían improbable, consideraba estas peculiaridades del lugar con indiferencia, y solo atendía a la comodidad y a la aflicción de sus compañeros más débiles. Los caballos de las damas tuvieron que ramonear en los árboles y arbustos esparcidos por la cima, mientras los restos de sus provisiones eran dispuestos bajo la sombra de un haya, que extendía horizontalmente sus ramas formando un dosel.

Pese a la rapidez de su marcha, uno de los indios había tenido ocasión de abatir con una flecha un cervatillo descarriado, y había transportado pacientemente las partes más apreciadas sobre sus hombros hasta el lugar de descanso. Allí, y sin recurrir siquiera a los rudimentos de la ciencia culinaria, sus compañeros y él se habían puesto a saciar el hambre. Solo Magua se sentó aparte, sin participar en aquel repugnante banquete y en apariencia sumido en profundos pensamientos.

Esta abstinencia, tan insólita en un indio que dispone de medios para satisfacer su apetito, acabó llamando la atención de Heyward. El hombre blanco se sintió inclinado a creer que el hurón deliberaba sobre el mejor modo de eludir la vigilancia de sus compañeros. A fin de ayudarle con alguna sugerencia y afianzar su decisión, se apartó del haya y deambuló sin objetivo aparente alrededor del lugar donde estaba sentado.

—¿No ha avanzado Magua suficiente tiempo con el sol de cara como para no tener que temer ya la venganza de los canadienses? —preguntó, como si ya no dudase del entendimiento al que habían llegado—. ¿No sería mejor que el jefe del fuerte William Henry viese a sus hijas antes de que otra noche sin su compañía endurezca su corazón y, acostumbrado a la idea de haberlas perdido, sea menos generoso en su recompensa?

—¿Acaso los hombres blancos quieren menos a sus hijos por la mañana que por la noche? —le preguntó el indio con frialdad.

—Desde luego que no —replicó Heyward apresuradamente, deseoso de corregir el error que hubiera podido cometer—. El hombre blanco olvida a veces el lugar donde han sido enterrados sus mayores; puede dejar de recordar a quienes quería y prometió su protección. Pero el amor de un padre por sus hijos nunca muere.

—¿Tan blando es el corazón del jefe de la blanca cabeza que se aflige por los hijos que le dieron sus mujeres? Y, sin embargo, trata con dureza a sus guerreros y su mirada también es dura como una piedra.

—Se muestra severo con los ociosos y con los malvados, pero es un jefe justo y humano con quienes actúan de un modo prudente y digno. He conocido a muchos padres cariñosos, pero nunca a un hombre más amante de sus hijos. Tú le has visto al frente de sus guerreros. Magua, pero yo le he visto llorar hablando de las hijas que ahora están en tu poder.

Heyward calló, porque no sabía cómo interpretar la notable expresión que animaba el sombrío rostro del indio atento. Al principio supuso que se complacía recordando las recompensas prometidas, mientras oía hablar de los sentimientos paternales que debían garantizarlas, pero poco a poco la expresión de júbilo fue haciéndose tan perversa que era imposible no atribuirla a alguna pasión más siniestra que la avaricia.

—¡Vete! —le dijo el hurón, transformando la alarmante exhibición de poco antes en la rigidez de una máscara mortuoria—. Vete y dile a la hija de los cabellos negros que Magua desea hablarle. ¡El padre cumplirá lo que su hija prometa!

Duncan dedujo de estas palabras que el indio quería asegurarse por otro conducto de que iba a recibir las recompensas prometidas. Volvió, despacio y reluctante, al lugar donde las hermanas descansaban de sus fatigas, y transmitió el mensaje a Cora.

—Ya conocéis a los indios —añadió, mientras la conducía al lugar donde se la esperaba—. Debéis ofrecerle cuanta pólvora y cuantas mantas os pida, pero la gente de su calaña aprecia sobre todo el aguardiente. Y también convendría que le ofrecierais, con esa gracia que os caracteriza, algún otro presente que, a vuestro entender, pudiese halagarle. Recordad, Cora, que de vuestra presencia de ánimo y de vuestro ingenio dependen no solo vuestra vida sino también la de Alicia.

—¡Y la vuestra, Heyward!

—La mía poco importa. Ya la he vendido al rey y está, por tanto, a disposición del primer enemigo que pueda conseguirla. No tengo un padre que me espere, y solo algunos amigos lamentarían una suerte que yo mismo me he buscado, con esa insaciable sed de gloria que es propia de la juventud. Pero ya basta. Nos acercamos. Magua, la dama con quien deseas hablar está aquí.

El indio se irguió lentamente y durante casi un minuto permaneció inmóvil y silencioso. Luego hizo a Heyward una señal para que se retirase, mientras le decía con frialdad:

—Cuando el hurón habla a las mujeres, su tribu cierra los oídos.

Duncan se quedó quieto, como si se resistiera a obedecer. Con una sonrisa tranquilizadora, Cora le dijo:

—Ya lo oísteis, Duncan. La cortesía así lo exige. Id con Alicia y tranquilizadla.

Aguardó a que Duncan se alejara y, volviéndose hacia el indio con la dignidad propia de su sexo, le preguntó:

—¿Qué tiene que decir a la hija de Munro?

—Escucha —dijo el indio, asiendo con fuerza uno de sus brazos, como si con ello quisiera atraer toda su atención, un gesto que Cora rechazó con suavidad pero con firmeza, liberándose al cabo—. Magua nació para ser jefe y guerrero de los rojos hurones de los lagos; vio cómo el sol de veinte veranos derretía las nieves de veinte inviernos y las reunía en los torrentes antes de encontrar al primer rostro pálido, y era feliz. Después, los rostros pálidos del Canadá entraron en los bosques. Le enseñaron a beber el agua de fuego y se convirtió en un paria, en un hombre sin tribu. Los hurones le expulsaron de las tumbas de sus mayores, como si persiguieran a un bisonte. Recorrió las costas de los lagos y llegó hasta la «ciudad del cañón». Allí cazó y pescó, hasta que volvieron a perseguirle por los bosques y cayó en manos de sus enemigos. ¡El hurón que había nacido para ser jefe se convirtió en un guerrero más entre los mohawks!

—Algo de eso había oído ya —dijo Cora, observando que el indio se detenía para intentar controlar unas pasiones que le inflamaban en exceso, mientras repasaba las injurias que había recibido en el pasado.

—¿Es culpa de que su cabeza no estuviese hecha del mismo material que las rocas? ¿Quién le dio a beber el agua de fuego? ¿Quién hizo de él un hombre sin tribu? Fueron los rostros pálidos, la gente de tu propio color.

—¿Y acaso soy yo responsable de que existan hombres sin sentimientos ni principios, que tienen mi mismo color de piel? —preguntó Cora con su calma característica al irritado salvaje.

—No. Magua es un hombre y no un loco. Sabe que una mujer como tú nunca bebe el agua de fuego. El Gran Espíritu te ha dado inteligencia.

—¿Qué es, pues, lo que yo tengo que hacer o que decir en relación con tus desdichas, por no decir con tus errores?

—Escucha —repitió el indio, volviendo a adoptar su grave actitud—: cuando los ingleses y los franceses desenterraron el hacha de guerra, marchó con los mohawks y combatió contra su propio pueblo. Los rostros pálidos han expulsado a los pieles rojas de sus terrenos de caza y ahora, cuando luchan, los dirige un blanco. El viejo jefe del Horican, tu padre, era entonces el gran jefe de nuestras fuerzas. Ordenaba a los mohawks que hiciesen esto o aquello, y se le obedecía. Hizo una ley, según la cual si un indio bebía agua de fuego y entraba en las tiendas de los guerreros, se le castigaría. Magua abrió sus labios sin pensar, y el aguardiente le condujo hasta el alojamiento de Munro. ¿Qué hizo entonces Cabeza Gris? Que su hija responda.

—Seguro que no olvidó sus palabras, e hizo justicia castigando al culpable —contestó Cora, sin un titubeo.

—¡Justicia! —repitió el indio, dirigiendo una mirada feroz al tranquilo semblante de la muchacha—. ¿Es justicia inventar el mal y luego castigar por su causa? Magua no era él mismo; el agua de fuego hablaba y actuaba en su lugar. Pero Munro no lo creyó así. El jefe hurón fue atado a un poste delante de todos los guerreros blancos, y azotado como un perro.

Cora guardó silencio, porque no sabía cómo explicar la imprudente severidad de su padre de manera que el indio pudiese comprenderla.

—¡Mira! —continuó Magua, apartando la tela ligera que apenas cubría su pecho pintado—. Estas son las cicatrices hechas por los cuchillos y las balas, que hacen que un guerrero pueda enorgullecerse ante su pueblo. Pero Cabeza Gris ha dejado marcas en la espalda del jefe hurón, que ahora tiene que ocultarlas, como una mujer, bajo esta ropa de los hombres blancos.

—Yo creía —replicó Cora— que el guerrero indio era sufrido, y que su espíritu no sentía el dolor de su cuerpo.

—Cuando los chipewas ataron a Magua al poste del tormento y le hicieron esta herida —explicó el otro, poniendo el dedo en una profunda cicatriz—, el hurón se reía en sus caras y les decía que eran débiles como mujeres. ¡Su espíritu se alzaba entonces sobre las nubes! Pero, cuando sintió los latigazos de Munro, su espíritu se hundió bajo la tierra. El espíritu de un hurón no se emborracha, y nunca olvida.

—Pero puede ser aplacado. Si mi padre ha cometido contigo esa injusticia, demuéstrale que un indio puede perdonar una ofensa y devuélvele a sus hijas. El mayor Heyward te ha dicho…

Magua negó con la cabeza, indicando que nada quería saber de unas recompensas que tanto despreciaba.

—¿Qué quieres, pues? —preguntó Cora, tras una pausa dolorosa durante la cual comprendió que el generoso Duncan había sido engañado por la astucia del salvaje.

—Lo que un hurón desea es devolver bien por bien, y mal por mal.

—Entonces, ¿te vengarás de la ofensa que Munro te hizo valiéndote de sus hijas indefensas? ¿No sería más propio de un hombre presentarte ante él y pedirle satisfacción, como hace un guerrero?

—Las armas de los rostros pálidos son largas y sus cuchillos muy afilados —contestó el indio, con sarcasmo—. ¿Por qué tendría que enfrentarse a las carabinas de sus guerreros, cuando tiene en su poder el espíritu de Cabeza Gris?

—¿Qué te propones. Magua? —preguntó Cora, esforzándose por mantener la calma—. ¿Nos llevarás como prisioneras a los bosques o has pensado en algo peor? ¿No hay medio alguno de compensar el daño que se te hizo y de ablandar tu corazón? Deja al menos a mi hermana en libertad y vierte sobre mí todo tu odio. Al entregarla ganarás riquezas, y podrás satisfacer en mí tu sed de venganza. La pérdida de sus dos hijas llovería a un anciano a su tumba, y ¿qué provecho obtendría el hurón entonces?

—Escucha —repitió el indio—. La de los ojos claros puede regresar al Horican y decirle al anciano jefe lo que ha sucedido si la del pelo oscuro jura no mentir, por el Gran Espíritu de sus mayores.

—¿Qué debo prometer? —preguntó Cora, que todavía mantenía una secreta ascendencia sobre el feroz nativo gracias a la dignidad de su actitud.

—Cuando Magua dejó su pueblo, su mujer fue entregada a otro jefe. Ahora ha vuelto a hacer las paces con los hurones y quiere regresar a la tierra donde reposan sus antepasados, a orillas del gran lago. Que la hija del gran jefe inglés le siga y viva con él en su para siempre.

Pese al violento desagrado que suscitaba en ella una propuesta semejante, Cora consiguió mantener el necesario dominio de sí misma para responder sin dar muestras de debilidad:

—¿Y qué placer obtendría Magua compartiendo su tienda con una mujer a la que no ama, una mujer de otra raza y de un color diferente del suyo? Sería mejor aceptar el oro de Munro y comprar con regalos el corazón de alguna muchacha india.

Tardó el indio en replicar casi un minuto, pero la mirada que dirigió a Cora era tan feroz que esta bajó la cabeza para rehuirla, con la certeza de que por primera vez sus ojos habían contemplado una expresión que ninguna mujer decente podía soportar. Mientras intentaba abstraerse, por temor a oír propuestas aún más odiosas, Magua prosiguió, en un tono de profunda maldad:

—Cuando los latigazos hacían saltar la piel en la espalda del hurón, él ya sabía dónde podría encontrar una mujer que pagaría por ello. La hija de Munro acarreará agua para Magua, molerá su maíz y asará carne para él. El cuerpo de Cabeza Gris dormirá protegido por sus cañones, pero su corazón estará al alcance del cuchillo de .

—¡Monstruo! ¡Qué bien mereces ese nombre, traidor! —le gritó Cora, en un estallido de indignación filial—. ¡Solo el mayor de los malvados planearía una venganza así! ¡Pero sobrevaloras tu poder! ¡Sí, es cierto que el corazón de Munro está en tus manos, pero verás cómo sabe hacer frente a tu peor maldad!

El indio respondió a aquella audaz réplica con una risa desdeñosa que demostraba lo irrevocable de su decisión, mientras daba por concluida la charla y alejaba a Cora de sí. Aunque ya lamentaba su precipitación, la joven se vio obligada a obedecer, porque Magua abandonó al instante el lugar para reunirse con sus insaciables compañeros. Heyward corrió hacia la agitada Cora y le preguntó por el resultado de la conversación, que él había seguido a distancia con gran interés. No queriendo aumentar los temores de Alicia, Cora evitó una respuesta directa, aunque no pudo impedir que su rostro reflejase el fracaso, y mantuvo la mirada pendiente de los menores movimientos de sus captores. A las preguntas repetidas y angustiadas de su hermana, contestó señalando el siniestro grupo con una agitación que no lograba controlar, y murmurando, al tiempo que estrechaba a Alicia contra su pecho:

—¡Allí, allí! ¡Puedes leer nuestro porvenir en sus rostros! ¡Ya veremos qué ocurre, ya lo veremos!

El gesto y la voz trémula de Cora resultaban más impresionantes que cualquier palabra, y rápidamente atrajeron la atención de sus compañeros hacia el lugar en donde tenía fija la mirada, con una intensidad que solo podía producir la gravedad del momento.

Cuando se unió a aquel grupo de salvajes, que tumbados en el suelo devoraban con voracidad brutal su repugnante festín. Magua empezó a hablarles con la dignidad de un gran jefe. Las primeras sílabas que pronunció hicieron que se incorporaran y le escuchasen con respetuosa atención. Como el hurón hablaba en su idioma nativo, los prisioneros, a quienes sus captores obligaban a mantenerse al alcance de sus , solo pudieron conjeturar el contenido de la arenga a partir de los gestos significativos con que un indio acompaña siempre sus discursos.

Al principio, tanto las palabras como los gestos de Magua parecían pausados y tranquilos. Ya había conseguido atraer la atención de los demás cuando Heyward creyó, viendo que señalaba a menudo en dirección a los grandes lagos, que hablaba del país de sus antepasados y de su lejana tribu. Los oyentes hacían frecuentes señales de aprobación; pronunciaban el expresivo «¡Uf!» y se miraban entre sí, satisfechos. era demasiado sagaz para desperdiciar su ventaja. A continuación les habló del largo y doloroso camino que habían seguido, desde que abandonaron sus vastos territorios de caza y sus poblados felices, para luchar contra los enemigos de los hombres blancos canadienses. Enumeró a los guerreros presentes, destacando sus abundantes méritos, sus frecuentes servicios a la nación, sus heridas y el número de cabelleras arrebatadas al enemigo. Siempre que aludía a uno de ellos, y el astuto salvaje no olvidaba a ninguno, el oscuro semblante del indio alabado se iluminaba, y no dudaba en confirmar la veracidad de aquellas palabras con gestos de aprobación y entusiasmo.

Bajó luego la voz, que perdió los sonoros y animados tonos de triunfo con que había revivido sus hazañas victoriosas. Describió la catarata de Glenn, la inexpugnable posición de la isla rocosa, con sus cuevas y los numerosos rápidos y remolinos. Mencionó a e hizo una pausa, durante la cual el bosque le devolvió el eco del grito de repulsa, atronador y salvaje, con que fue acogido el nombre de su odiado enemigo. Señaló después al joven militar cautivo y describió la muerte de uno de los mejores guerreros, precisamente el que había sido precipitado al abismo por Duncan. Habló de otro indio, el que, colgado entre el cielo y la tierra, había dado un horrible espectáculo a toda la banda, y utilizó un árbol joven para representar con detalle lo desesperado de su situación, su valor y su muerte. Contó finalmente cómo cada uno de sus compañeros había caído en la lucha, sin dejar de mencionar su valor y sus virtudes más sobresalientes. Cuando hubo glosado aquellos hechos, su voz volvió a cambiar y se hizo quejumbrosa, e incluso musical en sus tonos bajos y guturales. Habló de las mujeres y de los hijos de los muertos, de su desamparo, de su sufrimiento físico y moral, del respeto que merecían y de la necesidad de vengar tanta desgracia. Por fin, levantando la voz hasta convertirla en un raudal de terrible energía, concluyó preguntando:

—¿Acaso son los hurones unos perros, para soportar esto? ¿Quién le dirá a la mujer de Menowgua que los peces se han quedado con la cabellera de su marido y que su gente no le ha vengado? ¿Quién se atreverá a enfrentarse, con las manos limpias de sangre, a la altiva madre de Wassawattimie? ¿Qué diremos a los ancianos cuando nos pregunten por las cabelleras y no tengamos ni un cabello de hombre blanco que mostrarles? Las mujeres nos señalarán con un dedo. ¡Una mancha terrible ha caído sobre los nombres de los hurones, y es necesario lavarla con sangre!

Su voz dejó de escucharse, ahogada por el estallido de rabia que atronó el aire como si toda su gente, y no una banda tan reducida, corease sus palabras. Los prisioneros habían seguido con atención las alternativas del discurso, que se reflejaban en los semblantes de los hombres a los que iba dirigido. Estos habían reaccionado a su melancolía y a su pesar con simpatía y lamentos, a sus aseveraciones con gestos de confirmación y a sus bravatas con la exultación propia de los salvajes. Cuando él les hablaba de valor, las miradas de ellos eran firmes y decididas; cuando aludía a las injurias, sus ojos centelleaban con furia: cuando mencionaba el desdén de las mujeres, bajaban avergonzados la cabeza, pero cuando habló de venganza tocó una cuerda que nunca dejaba de vibrar en el pecho de un indio. Al hacerles comprender que los medios para lograr esa venganza estaban a su alcance, toda la banda se puso en pie como un solo hombre y, expresando su furia con gritos frenéticos, avanzaron hacia sus prisioneros con los cuchillos desnudos y los levantados.

Heyward se colocó entre las hermanas y el indio que iba en cabeza, a quien por un instante logró detener, con una fuerza que era hija de la desesperación. La inesperada resistencia dio tiempo a Magua para intervenir de nuevo. Con un discurso rápido y gestos elocuentes atrajo de nuevo la atención. Asumió el tono de voz que convenía a la situación e hizo que sus secuaces desistieran de su primer propósito, invitándoles a prolongar el sufrimiento de sus víctimas. La propuesta fue recibida con aclamaciones, y se puso en práctica de inmediato.

Dos poderosos guerreros se arrojaron sobre Heyward, mientras otro se ocupaba del menos enérgico maestro de canto. Ninguno de los cautivos, sin embargo, se sometió sin plantear una lucha tan desesperada como inútil. David consiguió derribar a su atacante, y Heyward no fue dominado del todo hasta que la victoria sobre su compañero permitió a los demás concentrar sus fuerzas en él. Se le ató entonces al tronco de un árbol joven, el mismo cuyas ramas había utilizado Magua para representar la pantomima de la caída y muerte del hurón. Cuando tuvo oportunidad de mirar a los otros, Heyward comprobó con dolor que se les reservaba un destino común. A su derecha estaba Cora en la misma situación que él, pálida y agitada, pero con una mirada firme que aún seguía con serenidad cada movimiento de sus enemigos. A su izquierda, Alicia, que a duras penas se sostenía sobre sus piernas temblorosas, había sido atada a un pino con unas cuerdas que le impedían caer al suelo. Había juntado las manos como en una plegaria, pero en lugar de mirar al cielo, donde estaba el único poder capaz de liberarlos, contemplaba el semblante de Duncan con infantil dependencia. David había peleado, y la novedad que suponía esta circunstancia le mantenía en un silencio que le ayudaba a meditar sobre lo desacostumbrado de la situación.

La venganza de los hurones había tomado ahora un nuevo rumbo, y se disponían a ejecutarla con ese ingenio bárbaro con el que estaban familiarizados, a causa de la práctica de muchos siglos. Unos buscaban leña para levantar la pira, otros afilaban las ramas que se disponían a clavar, encendidas, en la carne de sus víctimas, y otros inclinaban las copas de dos árboles jóvenes para colgar de ellas a Heyward por los brazos. Pero Magua buscaba una venganza de otro tipo, que le produjera un placer aún más perverso y profundo.

Mientras los menos refinados de aquellos salvajes preparaban estos conocidos y toscos instrumentos de tortura ante la mirada de quienes iban a sufrirlos, su jefe se aproximó a Cora con la expresión más cruel de que su rostro era capaz, y señaló el espantoso final que les aguardaba.

—¿Qué dice ahora la hija de Munro? —preguntó—. Su cabeza, demasiado orgullosa para descansar en la almohada que le ofrece , ¿se sentirá mejor cuando ruede colina abajo, convertida en un juguete para los lobos? ¡Su pecho, que no quiere amamantar a los hijos de un hurón, servirá para que los indios escupan en él!

—¿De qué habla ese monstruo? —preguntó Heyward, intrigado.

—¡De nada! —fue la firme respuesta—. Es un salvaje, un salvaje bárbaro e ignorante, que no sabe lo que hace. Nuestro último aliento ha de ser para rogarle a Dios que le conceda su perdón.

—¡Perdón! —repitió el indio como un eco, confundiendo, en su ira, el significado de la palabra—. La memoria del indio es más larga que el brazo de los rostros pálidos, y su compasión dura menos que la justicia de los hombres blancos. Dime, ¿envío a la de los cabellos rubios con su padre mientras tú sigues a Magua hacia los grandes lagos, para acarrear su agua y moler su maíz?

Sin poder contenerse, Cora hizo un gesto de desdén.

—¡Déjame! —le dijo, con tal solemnidad que por un momento desconcertó al indio—. No llenes de amargura mis rezos; no te interpongas entre mi Dios y yo.

Pero la impresión causada por estas palabras duró poco, y Magua señaló a Alicia y añadió, con humillante ironía:

—¡Mira, la niña llora! ¡Es muy joven para morir! ¡Haz que vaya con Munro para peinar sus grises cabellos y dar vida a su viejo corazón!

Cora no pudo evitar mirar hacia su hermana, y en sus ojos encontró una expresión implorante, prueba evidente de su amor a la vida.

—¿Qué te dice, mi querida Cora? —preguntó Alicia con voz temblorosa—. ¿Ha dicho algo de mandarme con nuestro padre?

Durante un largo rato, la hermana mayor miró a la más joven, con una expresión que reflejaba la tremenda pugna que se libraba en su corazón. Al cabo habló; su voz había reemplazado la habitual firmeza por una ternura casi maternal.

—Alicia —le dijo—, el hurón respetará tu vida y la mía, y hasta la de Duncan, nuestro inapreciable Duncan, y nos permitirá volver junto a nuestros amigos y nuestro desconsolado padre si yo abandono este orgullo rebelde y testarudo y consiento…

Le faltó la voz y, juntando las manos, miró al cielo, como si buscara, en su agonía, una inspiración que solo la infinita sabiduría de Dios podía darle.

—¡Dilo! —gritó Alicia—. ¿Consentir qué, mi muy querida Cora? ¡Oh, si me hubiera hecho esa oferta a mí! ¡Con qué alegría moriría yo para salvarte, para dar una alegría a nuestro anciano padre, para salvar a Duncan!

—¿Morir? —repitió Cora con una voz más serena y firme—. ¡Eso sería fácil! Pero la alternativa es mucho peor. ¡Quiere que le siga a los bosques —continuó, mientras volvía a ser consciente de la degradación que suponía aquella propuesta—, que vaya a los campamentos de los hurones para quedarme allí con él, en fin, para ser su mujer! Dime, Alicia, querida hermana, amor mío. Y vos también, querido Heyward, ayudad a mi debilitada razón. ¿Se puede comprar la vida a costa de ese sacrificio? ¿La recibirías tú, Alicia, de mis manos, a tan alto precio? Y vos, Duncan, aconsejadme. Decididlo entre ambos, porque dependo de vosotros.

—¡Yo! —exclamó el indignado joven—. ¡Cora, Cora, estáis burlándoos de nuestra desdicha! ¡No volváis a nombrar esa horrible alternativa! La sola idea es peor que mil muertes juntas.

—¡Ya sabía yo que esa sería tu respuesta! —exclamó Cora, ruborizándose, y sus ojos volvieron a brillar de emoción femenina—. ¿Y qué dice mi querida Alicia? Por ti me someteré sin la menor queja.

Aunque tanto Heyward como Cora escucharon con la mayor atención, no les llegó respuesta alguna. Parecía como si la constitución delicada y la sensibilidad de la muchacha hubieran sufrido un terrible golpe al escuchar aquella propuesta. Sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo; sus dedos se agitaron, convulsos; su cabeza se inclinó sobre el pecho y toda su persona parecía suspendida del árbol. Era como la representación de la fragilidad maltrecha de su sexo, desprovista de aliento y, sin embargo, consciente. No obstante, poco después su cabeza se movió con lentitud, en señal de profunda e inconmovible desaprobación.

—¡No, no, no! ¡Es mejor morir juntas, como hemos vivido!

—¡Morid, pues! —gritó Magua, con los dientes rechinando de rabia ante aquella demostración de firmeza por parte de una joven a la que había considerado como el miembro más débil de la partida, y lanzó su con violencia contra la indefensa muchacha. El arma pasó silbando por delante de Heyward y, tras cortar algunos bucles de Alicia, se quedó temblando justo por encima de su cabeza.

La visión de aquel acto de barbarie enloqueció a Duncan hasta la desesperación. Reuniendo todas sus fuerzas rompió sus ataduras y se arrojó sobre otro salvaje, que se disponía, dando gritos y de modo más deliberado, a lanzar su arma contra la muchacha. Chocaron, se abrazaron y cayeron juntos. El cuerpo desnudo de su adversario no ofrecía a Duncan medio alguno de sujetarle. El indio se desprendió de su abrazo y se irguió, al tiempo que le colocaba una rodilla en el pecho y presionaba hacia abajo con el peso de un coloso. Duncan ya veía cómo se le acercaba el cuchillo reluciente del indio cuando un silbido pasó junto a él, acompañado inmediatamente de la seca detonación de un disparo de rifle. Notó que su pecho se liberaba del peso que había soportado y vio cómo la expresión salvaje de su rival se transformaba en un gesto de dolorida sorpresa cuando el indio cayó muerto, a su lado, sobre las hojas secas.

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