Historia de dos ciudades

XIV. Un honrado comerciante

XIV

Un honrado comerciante

Un tráfico infinito de objetos variados aparecía todos los días ante los ojos del señor Jerry Cruncher mientras esperaba en su banquillo en la puerta de Tellsone, al lado de su tremendo chiquillo, a que le enviasen a algún recado. ¡Quién podía sentarse en Fleet Street y pasar allí un día sin quedar deslumbrado por dos inmensas procesiones, dirigiéndose la una hacia occidente con el sol, la otra, hacia oriente, alejándose de él, y las dos, en fin, perdiéndose detrás de esa línea de púrpura y oro donde el sol se oculta a nuestros ojos!

El señor Cruncher, con una paja en la boca y su hijo al lado, miraba cómo pasaban las dos corrientes sin esperanza de verlas nunca agotadas, pero esta perspectiva no era para él muy brillante, pues se componía en gran parte de mujeres temerosas, casi todas de más de cuarenta años, que al llegar a la acera de la Banca Tellsone se empeñaban en cruzar a la acera de enfrente. Por breve que fuera este trayecto, sin embargo, el señor Cruncher tenía tiempo suficiente para interesarse por ellas y lanzarles algunas flores, y muchas veces algunas de esas mujeres le escuchaban con benevolencia y hasta le invitaban a echar un trago en la taberna de al lado, lo cual formaba parte de sus gajes.

Hubo una época en que cierto poeta iba a sentarse en una plaza pública, donde se entregaba a sus meditaciones a la vista de los transeúntes. El buen Jerry Cruncher, sentado también en un paraje público, pero sin ser poeta, se entregaba a sus meditaciones y miraba a un lado y otro.

En el momento en que Jerry se entretenía con tales ocupaciones, reinaba la estación en que son escasos los transeúntes y apenas cruzan las calles las mujeres que se enternecen con los galanteos, y los asuntos del recadero iban lo suficientemente mal para que sospechase que su mujer le indisponía con el Señor. De pronto llamó su atención una turba que se dirigía hacia occidente con estrepitoso clamor. No tardó en ver que era un cortejo fúnebre, y que el funeral promovía una oposición popular, responsable de los gritos que llegaban hasta sus oídos.

—Es un entierro, Jerry —dijo el señor Cruncher a su hijo.

—¡Me alegro! —dijo el muchacho, dando a su exclamación de triunfo un misterioso sentido.

Pero el señor Cruncher lo tomó a mal y, dando un bofetón al muchacho, le dijo:

—¿Qué dices, pícaro? Que te oiga hablar otra vez de ese modo y sabrás quién soy yo. Este muchacho se va haciendo muy astuto —añadió en voz baja, mirándolo de soslayo.

—¿En qué he faltado diciendo que me alegraba? —replicó el pilluelo frotándose la mejilla.

—¡Silencio! No me gustan los niños respondones. Mira y calla.

El hijo obedeció y el cortejo fue acercándose a la Banca Tellsone.

La multitud gritaba y silbaba en torno a un coche fúnebre donde se veía un ataúd con un solo plañidero, vestido de negro como exigía su cometido. El desdichado se esforzaba nerviosamente en evitar la mirada de la muchedumbre, que le hacía horribles muecas, y unía al grito de: «¡Abajo los espías!» una granizada de insultos demasiado enérgicos para ser reproducidos.

El señor Cruncher tenía en todas las estaciones una afición loca a los entierros, y desde el momento en que veía uno se animaba de una manera extraordinaria. Por eso, naturalmente, un cortejo tan extraordinariamente bullicioso le excitó en gran medida.

—¿Qué es eso? —preguntó a un transeúnte.

—No lo sé —respondió éste con un agudo silbido—. ¡Abajo los espías!

—¿Quién es el muerto? —preguntó a otro.

—No lo sé —respondió otro que, haciendo bocina con las manos, gritó con furor—: ¡Abajo los espías! ¡Abajo los espías!

Finalmente, Cruncher supo que era el entierro de un tal Roger Cly.

—¿Era espía? —preguntó al que le había informado del asunto.

—Un espía de Old Bailey —respondió éste.

—Yo le conocía, yo le he visto… y no recuerdo dónde. ¡Ah! Sí… sí; ya caigo —añadió Jerry acordándose del proceso de Charles Darnay—. ¿Conque ha muerto?

—Muerto y muy muerto. ¡Abajo los espías! ¡Al arroyo los espías! ¡Arrastradlo! ¡Arrastradlo!

A falta de otra idea, ésta pareció tan admirable que la turba se arrojó sobre el coche fúnebre y sobre el que representaba y presidía a un tiempo el duelo. El buen hombre se vio frente a frente con sus adversarios cuando éstos pararon el coche y abrieron bruscamente la portezuela; pero, como era audaz y ligero de pies, hizo tan buen uso de su agilidad que en menos de un minuto llegó a una calle transversal después de deshacerse del crespón, del sombrero, del pañuelo y de los demás emblemas de su simbólico cargo. Todo esto fue destruido y arrojado a lo lejos mientras los mercaderes cerraban las tiendas a toda prisa, porque la turba en aquella época no se detenía ante nada y la tenían por un monstruo formidable.

Los más osados habían subido al coche mortuorio y se disponían a apoderarse del ataúd sin saber lo que iban a hacer de él; entonces, un genio más ocurrente propuso que se dejase al difunto en su sitio y se le acompañase a su última morada en medio del regocijo general. Como escaseaban las ideas prácticas, ésta fue recibida con clamor, y en un momento se metieron dentro del coche ocho personas, doce se instalaron fuera, y el techo acogió a todos aquellos que afilaron su ingenio para encaramarse a él. Entre los primeros de estos entusiastas se hallaba Jerry Cruncher, que se había agazapado en una de las esquinas del coche, ocultando modestamente su cabeza de espinas de los ojos de la Banca Tellsone.

Los directores oficiales del entierro trataron de alzar la voz contra ese cambio de ceremonial, pero el Támesis estaba muy cerca, y diversas observaciones acerca del excelente efecto de los baños de río atajaron las protestas que, por otra parte, no eran muy vivas. Un deshollinador, auxiliado por el cochero verdadero, que por este motivo había sido colocado a su lado, conducía el carruaje del duelo mientras un marmitón, igualmente provisto de las luces y la experiencia del conductor oficial, guiaba el coche fúnebre. Algunos instantes después, antes de llegar al Strand, se les sumó el dueño de un oso muy conocido en la ciudad, y su animal, negro y muy sarnoso, dio cierto aire formal a la procesión de la que formaba parte.

Bebiendo, fumando, cantando, haciendo burla de las expresiones de duelo, el caótico cortejo siguió su marcha, reclutando adeptos y cerrando tiendas a cada paso. Su destino era la vieja iglesia de San Pancracio, ya en el campo, fuera de la ciudad, y allí llegó andando el tiempo. Entonces la multiud forzó las puertas del cementerio, y acabó por enterrar al difunto a su gusto y con alegre algazara.

Como la turba, después de disponer del muerto, tenía necesidad de nueva diversión, uno de sus más ingeniosos miembros, tal vez el que la había inspirado antes, concibió la chistosa idea de prender a los transeúntes, acusarlos de espías de Old Bailey y tratarlos como tales. Apenas se difundió tan luminosa ocurrencia, unas veinte personas, que ni de vista conocían tal vez la antigua cárcel, fueron detenidas y maltratadas. De esta diversión al saqueo de las tabernas la transición era tan natural como fácil, y hacía ya varias horas que los belicosos amotinados arrancaban rejas para convertirlas en armas y forzaban puertas, cuando corrió el rumor de que se acercaba una patrulla. Ante el rumor la multitud se dispersó paulatinamente, y tal vez llegó la patrulla, o tal vez no, pero así es como normalmente se comportaban las multitudes.

Jerry Cruncher, digámoslo en su descargo, no había tomado parte en la diversión final. Después del entierro del cadáver, se quedó en el cementerio lamentando los excesos de la multitud ante los conductores de los coches y, como le gustaba sin duda contemplar aquella morada de descanso, encendió la pipa y examinó las paredes y las puertas con la atención de un arquitecto.

—Has visto a ese Roger Cly —decía para sí—, le has visto con tus propios ojos, y recuerdas que era joven, robusto y bien formado.

Meditó algunos momentos, y se marchó con la idea de llegar a la puerta de Tellsone a la hora de cerrar el despacho pero, sea que sus meditaciones le hubieran removido la bilis, sea que llevara algunos días descontento de su salud, o que no tuviese otra intención que la de presentar sus respetos a un hombre de mérito, hizo una parada en casa de su médico, que era uno de los cirujanos más distinguidos de Londres.

El hijo de Cruncher, cuando éste volvió, entregó al autor de sus días el puesto que interinamente ocupaba desde hacía algunas horas, declarando, sin embargo, que no se había producido ningún beneficio desde la ausencia de su propietario. No tardaron en salir los vetustos dependientes, se cerró el despacho, y los dos Jerrys, padre e hijo, volvieron a su casa para tomar el té.

—Sé dónde está —dijo al entrar el señor Cruncher a su mujer—, y si por desgracia se frustran esta noche mis negocios de honrado comerciante, tendrás tú la culpa, porque estaré seguro de que con tus rezos has puesto a Dios contra mí, tan seguro como si lo hubiera visto.

La pobre mujer negó con desaliento.

—¿Te atreves a hacerlo en mis barbas? —repuso el tiránico Cruncher con cierta inquietud.

—No he dicho nada.

—No dices nada, pero piensas al menos, y si es contra mí lo mismo me da que sea de una manera que de otra. No quiero rezos ni meditaciones. ¿Oyes?

—Sí, Jerry.

—¡Qué contestación! —dijo Cruncher sentándose delante de su taza—. Sí, Jerry; eso es muy fácil de decir.

El marido no daba a estas palabras ninguna significación particular; era únicamente una manera irónica de expresar su mal humor, como hacen muchos maridos en iguales circunstancias.

—Te creo —continuó, tragando con esfuerzo un bocado de tarta—; te creo; haces bien en no decir no.

—¿Saldrás esta noche? —preguntó tímidamente su mujer cuando acabó de engullirse otro bocado.

—Sí, saldré.

—¿Queréis que os acompañe? —dijo el muchacho, acercándose a su padre.

—No, no puedes venir; tu madre lo sabe muy bien. Voy a pescar.

—¿A pescar? ¿Cómo vais a pescar si tenéis la caña rota y sin punta los anzuelos?

—Eso no es asunto tuyo.

—¿Traeréis pescado?

—¡Quién sabe! Si la pesca no es buena, la comida será corta mañana —dijo el padre, moviendo la cabeza—. Y chitón, que no me gustan las preguntas.

El resto de la velada el señor Cruncher no quitó ojo a su mujer, y la obligó a tomar parte en la conversación para impedir que rogase a Dios contra el buen éxito de su empresa. Mandó a su hijo que le secundase en sus esfuerzos, y atormentó cruelmente a la pobre mujer insistiendo en las faltas que podía reprenderle y sin dejarle ni un minuto para la reflexión. Cruncher parecía un escéptico que no creyese en el alma y tuviera miedo a los duendes.

—Recuerda bien lo que voy a decirte —continuó—; mañana has de obedecerme, pues de lo contrario me oirán los sordos. Si me favorece la suerte, y traigo un pedazo de carne, quiero que comas y no me des por excusa que te basta el pan seco, y si, como honrado comerciante, puedo comprar cerveza, no me vengas con la sempiterna cantinela de que solo bebes agua. Cuando vayáis a Roma seguid la costumbre de Roma, y yo soy para ti Roma y la costumbre. Cuando pienso en la tenacidad con que desprecias el origen de nuestro sustento, me admiro de que no hayamos ido a parar al cementerio de hambre, mujer sin corazón. Contempla a tu hijo, y mira qué flaco está y qué acabado. El primer deber de una madre es engordar a sus hijos.

Conmovido el muchacho por estas palabras que le interesaban en su sentido más directo, suplicó a su madre que cumpliera con un deber tan imperioso.

Así transcurrieron algunas horas hasta que Jerry hijo fue a acostarse. Su madre, invitada, con palabras nada corteses, a imitar su ejemplo, no tardó en obedecer, y el jefe de la familia fumó varias pipas hasta el momento de ponerse en camino para su expedición.

A la una menos cuarto se levantó, abrió un armario y extrajo un saco, una azada, una palanca de hierro, una cuerda, una cadena y varios instrumentos por el estilo. Cuando cargó con destreza con estos objetos, miró a su mujer con inquietud, apagó la luz y salió de casa.

El muchacho, que no dormía y se había acostado vestido, se levantó también y siguió a su padre. Favorecido por las tinieblas bajó la escalera, cruzó el patio y se encontró en la calle sin preocuparse de saber cómo volvería; la casa estaba llena de inquilinos, y ni siquiera por la noche se cerraba la puerta. Impelido por el noble deseo de averiguar y estudiar la profesión de su padre, el muchacho andaba pegado a las paredes y no perdió de vista al honrado comerciante, el cual se encaminó hacia el norte y no tardó en reunirse con otro discípulo de Izaak Walton.

Los dos pescadores seguían juntos su camino, y media hora después habían burlado la vigilancia del último guarda y se encontraban en un camino solitario. Se les sumó otro pescador, y tan silenciosamente que, si el joven Jerry hubiera sido supersticioso, habría creído que el segundo miembro de aquel noble grupo se había de pronto desdoblado en dos.

Los tres pescadores, seguidos del pilluelo, llegaron al pie de una pared de ladrillo que terminaba en una verja de hierro. La pared tenía unos tres metros de altura. Lo primero que llamó la atención del muchacho, que se había agazapado en un esquina, fue la figura de su honrado padre, claramente definida contra una húmeda y nublada luna, escalando la verja. No tardó en pasar al otro lado, ni tardaron el segundo y el tercero de los pescadores. Cayeron los tres suavemente al suelo, y allí se quedaron quietos un momento… tal vez aguzando el oído. Luego empezaron a arrastrarse sobre las manos y las rodillas.

El muchacho se acercó entonces a la verja. Cuando se hubo encaramado, contuvo el aliento, se acurrucó en un rincón y, mirando a través de los barrotes, vio a los tres hombres reptando por la hierba de un cementerio cuyas tumbas, vagamente alumbradas por la luna, parecían una legión de fantasmas dominados por la iglesia, parecida a su vez al espectro de un gigante monstruoso. Cuando llegaron al sitio que buscaban, los tres hombres se pusieron en pie y empezaron a pescar.

Pescaban con azada, al principio. Un poco después, el honrado padre pareció dedicarse a ajustar un gran instrumento parecido a un sacacorchos. Cualesquiera que fueran sus utensilios, los utilizaban a conciencia, hasta que las horribles campanadas del reloj de la iglesia aterrorizaron tanto al joven Jerry que huyó, con el pelo tan en punta como el de su padre.

Pero su antigua curiosidad por esos asuntos no solo le detuvo en su huida, sino que le hizo volver.

Los tres hombres continuaban pescando con perseverancia y parecía que habían dado con un pez muy gordo porque estaban inclinados sobre el borde de la fosa y tiraban con fuerza de un objeto pesado que apareció por fin en la superficie.

Aunque el muchacho adivinó qué objeto era aquél, el espectáculo era tan nuevo e inesperado que, al ver que su padre se disponía a abrir el ataúd, fue tal su terror que huyó a toda prisa y no se detuvo hasta haber corrido más de un kilómetro. De no haber sido por la necesidad de tomar aliento, es probable que no hubiera dejado de correr hasta llegar a su casa. El desdichado creía que lo perseguía el ataúd; lo veía continuamente a pocos pasos, que lo alcanzaba, que lo cogía por el brazo, y al mismo tiempo, a impulso del miedo que ponía ojos en todo su cuerpo, saltaba delante de él, salía de los caminos, de las alamedas, de las calles, de los rincones, de detrás de las esquinas, tropezaba con las puertas, rozaba con las paredes y, adquiriendo forma humana, parecía encogerse de hombros y hacer muecas en la sombra. El pobre muchacho tenía motivos para creerse medio muerto cuando llegó a la puerta de su casa, pero el odioso ataúd lo perseguía aún, subía la escalera, entraba en su cuarto, se metía entre las sábanas y, dando un último salto, volvía a caer sobre su pecho cuando cerraba los ojos.

Al amanecer despertó de su pesadilla con las voces que daba su padre en el cubículo de al lado. La empresa había fracasado: así lo dedujo al menos el muchacho cuando vio al señor Cruncher arrastrando a su mujer por las orejas diciéndole:

—Quien me la hace me la paga.

—¡Jerry! —exclamaba la infeliz con voz suplicante.

—¿Por qué te empeñas en frustrar todas mis empresas? ¿Quieres mi ruina y la de mis socios? Tu deber es respetarme y obedecerme… ¿No lo sabes?

—Hago todos los esfuerzos para ser una buena esposa —respondió ella llorando.

—¿Es ser buena esposa impedir que me gane la vida? ¿Es honrarme despreciar mi comercio? ¿Es obedecerme poner obstáculos a todas mis iniciativas? Y tú habías jurado ser sumisa y respetuosa.

—En aquella época, Jerry, no tenías aún ese horrible oficio.

—¿Y a ti qué más te da? Bastante tienes que cumplir con tus obligaciones para que te mezcles en lo que hago o no hago. Una mujer que cumple como es debido con sus deberes no se ocupa del oficio de su marido. Dices que eres devota, y preferiría una mujer que no lo fuese. Tanto caso haces de tus deberes como la piedra de un palo, y veo que se necesita un martillo para que te entre en la cabeza el sentido de tus obligaciones.

Después de esta filípica pronunciada en voz baja, el honrado comerciante se quitó las botas llenas de barro hasta media pierna, se echó en el suelo y, apoyando la cabeza en sus manos manchadas de tierra y orín, no tardó en quedarse profundamente dormido.

No hubo pescado para el desayuno, que fue excesivamente frugal.

El señor Cruncher estaba de tan pésimo humor que puso a un lado la tapa de la marmita para arrojársela a la cabeza de su pobre mujer por si ésta manifestaba la menor tendencia a provocar sus iras. Se lavó, cepilló y vistió, sin embargo, como lo hacía todos los días, y salió de su casa para ir a ocupar su puesto en la puerta de la Banca Tellsone.

El muchacho seguía a su padre con el banquillo debajo del brazo en medio de los transeúntes que atestaban las calles, pero ya no era el mismo pilluelo aterrado que la noche anterior corría entre las sombras perseguido por un fantasma. La claridad del día le había devuelto su malicia y su descaro, sus terrores se habían desvanecido al mismo tiempo que las tinieblas, y es probable que desde este doble punto de vista no dejara de tener compañeros en la buena ciudad de Londres.

—Padre —dijo el astuto muchacho, a respetuosa distancia del autor de sus días y escudándose con el banquillo—, ¿qué es un desenterrador?

—¿Qué sé yo? —dijo Cruncher, parándose en la acera.

—Creía que lo sabíais todo —repuso el muchacho.

—Un desenterrador —respondió Jerry Cruncher, quitándose el sombrero para dar más libertad a sus cabellos— es un comerciante como otro cualquiera.

—¿Qué género de comercio hace?

—Un comercio… de objetos artísticos —dijo Cruncher, rascándose la cabeza.

—Venden cadáveres, ¿no es verdad? —continuó el pilluelo.

—Tal vez.

—Padre, cuando sea hombre me haré desenterrador.

El señor Cruncher, aunque halagado por el deseo de su heredero, movió la cabeza como los moralistas y dijo en tono sentencioso:

—Eso dependerá de tus aptitudes y del desarrollo que sepas darles. Es preciso que cultives tu inteligencia y tengas cuidado de no hablar con nadie más que para decir las cosas verdaderamente indispensables. En cuanto a la destreza que exige ese comercio, veo desde ahora que eres apto para desempeñarlo dignamente.

El muchacho, encantado con este elogio paternal, corrió a colocar el banquillo en la puerta de la Banca Tellsone, mientras su padre decía para sí: «Jerry, honrado comerciante, puedes confiar en que tu hijo será el consuelo de tu vejez y te compensará de lo que te hace padecer su desnaturalizada madre».

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