X. Dos promesas
X
Dos promesas
Algunos meses habían pasado, hasta contar doce, y el señor Charles Darnay se había establecido en Inglaterra como profesor superior de lengua y literatura francesa. Actualmente se le daría el título de profesor, pero en aquel tiempo se le llamaba «tutor». Daba cursos a jóvenes con tiempo libre o interés por una lengua viva hablada en todo el mundo, y les inculcaba el gusto por sus obras de pensamiento y de fantasía. Era capaz de escribir sobre ellas, además, en un inglés excelente, así como de traducirlas en un inglés excelente. Por entonces eran muy raros los maestros de su categoría: no existían aún profesores que un día habrían de ser príncipes y reyes, y los nobles inscritos en el libro mayor de Tellsone no se habían visto aún reducidos a hacerse cocineros o carpinteros. Merced al talento que poseía, a la extensión de sus conocimientos y a la finura de sus modales, el profesor de lengua hizo muy pronto carrera. Estaba además muy al corriente de los asuntos de su país, que de día en día ofrecían mayor interés, y éste era un motivo más para que la gente se apresurase a pedirle lecciones.
Si al trasladarse a Londres hubiera abrigado la esperanza de nadar en oro y plata, es indudable que se habría llevado un amargo desengaño; pero había pedido trabajo, lo había conseguido, se había portado con celo, y en eso consistía todo el secreto de su fortuna. Daba clases en la Universidad de Cambridge, donde se toleraba que entrase de contrabando las riquezas de una lengua moderna, en vez de importar griego y latín con el beneplácito de la aduana académica; estas tareas universitarias le ocupaban una parte del tiempo, y el restante lo dedicaba a sus discípulos de Londres.
Ahora bien, desde la época en que reinaba un verano perpetuo en el Edén hasta nuestros días, en que es raro que el invierno abandone estos climas degenerados, los hombres han obedecido invariablemente la ley que los obliga a enamorarse de una mujer, y Charles Darnay seguía la ley común.
Había amado a Lucie Manette desde el instante en que se vio expuesto a morir en un cadalso. Nunca había oído una voz más dulce y simpática, nunca había contemplado un rostro más celestial ni nunca había sentido una emoción más grata que en el momento en que, al borde de la tumba, había sido mirado por aquella angelical criatura que debía identificarlo y declarar contra él.
Pero su amor era un secreto que a nadie había confiado. Desde el día en que, hacía un año, el señor marqués había muerto asesinado en la otra parte del Canal, Charles no había pronunciado una sola palabra que pudiera levantar sospechas sobre su estado de ánimo. Tenía excelentes razones para observar esta conducta, y sufría, callaba y esperaba.
Sin embargo, una noche, después de regresar de Cambridge, se dirigió a la casa de los ecos con el objeto de revelar al doctor lo que pasaba en su alma. Era también verano, y Lucie tenía costumbre de salir al anochecer con la señorita Pross. El enamorado, al tanto de esta circunstancia, encontró al señor Manette solo en su gabinete, leyendo junto a la ventana.
El doctor había recobrado paulatinamente toda la fuerza que le había sostenido en su cautiverio y agravado sus tormentos. Con todo, esa energía se debilitaba a veces de pronto, y volvía a aparecer bruscamente, como había sucedido con las demás facultades antes de volver a su estado normal; pero las crisis, antes tan frecuentes, cada vez eran más escasas: estudiaba mucho, dormía poco, sobrellevaba fácilmente la fatiga, y no le faltaba buen humor. Al ver entrar a Charles Darnay dejó el libro y alargó la mano.
—Me alegro mucho de veros —le dijo—; os esperábamos hace algunos días. Los señores Stryver y Carton decían ayer que os quedabais en Cambridge más tiempo del que os impone vuestro deber.
—Agradezco el interés que se toman por mí —respondió Charles con bastante tibieza—. La señorita Lucie… —añadió.
—Está muy bien. Ha salido a hacer algunas compras, pero no tardará en volver, y estoy seguro de que tendrá un gran placer en veros.
—Sabía que no la encontraría en casa —replicó Darnay—, y aprovecharé la ocasión para hablaros de un asunto muy importante.
Se produjo un largo silencio.
—Ah, ¿sí? —dijo el doctor, visiblemente incómodo—. Acercad vuestra silla y hablad.
Charles obedeció en lo de la silla, pero lo de hablar no fue tan fácil.
—Tengo la satisfacción —dijo por fin— de merecer vuestra amistad desde hace dieciocho meses, y esto me da la esperanza de que el asunto del que he de hablaros…
—¿Tenéis intención de hablarme de Lucie? —preguntó el doctor, interrumpiéndolo.
—Sí, señor.
—Es un tema de conversación muy doloroso para mí, y os confieso que aumenta mi dolor el tono con que empezáis a dirigiros a mí, señor Darnay.
—Os hablo con la admiración más ferviente, con el amor más sincero, señor —respondió Charles en actitud respetuosa.
—Lo creo —dijo el doctor.
Éste tardaba tanto en contestar y lo hacía con tan pocas ganas, que Charles Darnay le preguntó vacilando si podía continuar.
Habiéndole respondido con un movimento de cabeza afirmativo, Darnay le dijo:
—Sabéis ya cuanto tengo que deciros, pero no podéis comprender qué importancia tiene para mí esta conversación, porque ignoráis la inquietud que hay en mi alma. Amo a vuestra hija con un cariño tan respetuoso como ardiente, y si algún corazón ha latido a impulso de un amor profundo y leal, dudo de que pueda compararse con el mío. Vos habéis amado, doctor; recordad vuestro antiguo amor…
El señor Manette había vuelto el rostro hacia el techo y, al oír las últimas palabras del joven, tendió la mano exclamando:
—¡No me habléis de eso, por piedad! ¡Oh! No me lo recordéis.
Su voz expresaba tanto dolor que continuó vibrando en los oídos de Charles después de haber dejado de oírse; su mano seguía tendida hacia el joven suplicándole que callase.
—Perdonad —murmuró después de algunos minutos—; no dudo de vuestro amor hacia mi hija; creedlo, señor Darnay…
Y se volvió hacia él, pero, sin levantar la cabeza, se apoyó la frente en la mano, el rostro velado por sus canas.
—¿Le habéis hablado de vuestro amor? —preguntó.
—No, señor.
—¿Le habéis escrito?
—Nunca.
—Habéis obrado con tanta abnegación por consideración a su padre; sería poco generoso ignorarlo, y su padre os da las gracias.
Y al pronunciar estas palabras ofreció la mano al joven, sin apartar los ojos del techo.
—Ya sé —respondió Charles—, y ¿cómo puedo no saberlo viéndoos todos los días? Ya sé que hay entre Lucie y vos un cariño tan profundo y tan excepcional, teniendo en cuenta las circunstancias que le dieron origen, que es imposible compararlo ni aun con el sentimiento más vivo que haya existido nunca entre un padre y su hija; lo sé, doctor. En el amor que os profesa se une el afecto puro y leal de una mujer al instinto irreflexivo y la confianza de un niño. No solo os ama, sino que tenéis para ella un carácter sagrado cuyo valor no podrá disminuir ninguna otra pasión. Al contemplaros recuerda a su madre, y os ama a ambos en vos; padece vuestros dolores, bendice el cielo que os ha dado la libertad, y esto contribuye a acrecentar su ternura. Lo sé, y he pensado en ello noche y día desde el día en que me favorecisteis con vuestra amistad.
El doctor guardó silencio, y su respiración se hizo más agitada, pero no dio indicio alguno de los sentimientos que cobijaba.
—Querido doctor Manette, sabiendo esto, y viéndola a ella y a vos a través de la luz santificada que os rodea, me he contenido, todo lo que un hombre es capaz. Sentía, y lo siento aún ahora, que es casi una falta interponer mi amor entre padre e hija. Pero la amo. ¡Y Dios es testigo de que la amo!
—Me lo figuraba —dijo tristemente el doctor.
—No creáis —prosiguió Charles, a quien el tono dolido de estas palabras produjo el efecto de un reproche— que, si debiera pertenecerle algún día, se me haya ocurrido nunca la idea de separaros de ella. Por otra parte, sería imposible, aun suponiendo que fuera lo bastante cruel para intentarlo. Pero no temáis —añadió, cogiéndole la mano—, no puedo pensar en algo así. Arrojado como vos de Francia por sus locuras y miserias, pidiendo como vos al trabajo la subsistencia y confiando en un porvenir más feliz, no abrigo otra ambición que la de sentarme en vuestro hogar y seros fiel hasta la muerte. Lejos de pensar en arrebataros a vuestra hija, deseo participar de los cuidados que os prodiga, unirme a ella para aumentar vuestra ventura y estrechar los lazos que os unen, si esto fuera posible.
El padre de Lucie, después de responder a la presión de la mano del joven, levantó la cabeza por vez primera desde el principio de la conversación. Su rostro revelaba la lucha de su alma, y una tendencia manifiesta a expresar el terror y la duda, pero hizo por fin un esfuerzo y dijo con calma y dulzura:
—Gracias, Charles Darnay; vuestras palabras son dignas y cariñosas, y os voy a hablar también con franqueza. ¿Tenéis algún motivo para creer en el amor de Lucie?
—Ninguno hasta ahora.
—¿Habéis entablado esta conversación para aseguraros de que os ama?
—No, doctor; al venir aquí no llevaba hasta tal punto mis pretensiones, pero espero, tal vez será una equivocación mía, que me permitiréis mañana que lo averigüe.
—¿Me pedís un consejo?
—No, deseo únicamente que me digáis lo que creáis más prudente.
—¿Habéis venido a pedirme una promesa?
—Sí, doctor.
—¿Cuál?
—Sé muy bien que sin vos nada debo esperar, pues, aunque vuestra hija me amase, lo cual estoy muy lejos de suponer, no me guardaría su afecto contra la voluntad de su padre.
—Si eso es cierto, podría producirse el efecto contrario. ¿No habéis pensado en eso?
—Es fácil comprender que una palabra vuestra en favor de cualquier aspirante inclinaría sus propios sentimientos y que vuestros deseos triunfarían sobre los suyos. Por esta razón os pediré esta palabra con peligro de mi vida.
—No lo dudo, señor Darnay, pero entre las personas más íntimamente unidas hay misterios impenetrables que nacen precisamente de su afecto, y yo no puedo adivinar qué se esconde en el corazón de Lucie.
—¿Puedo preguntaros si algún hombre…?
—¿La ama?
—Eso es lo que quería deciros.
—Habéis visto aquí al señor Carton —respondió el doctor después de un instante de reflexión—, y el señor Stryver viene también algunas veces, de modo que solo podría ser uno de los dos.
—A no ser que sean ambos.
—No lo creo, y hasta es probable que ninguno de ellos lo haya pensado. Pero ¿qué promesa es la que me pedís?
—Si vuestra hija os llega a hacer algún día una confidencia como la que acabáis de oír, prometedme, doctor, que le repetiréis mis palabras y le diréis que las habéis creído. Espero haberos inspirado suficiente aprecio para que no aboguéis contra mí; esto es lo único que os pido. Dignaos ahora imponerme las condiciones que tenéis derecho a exigir y las acepto, desde luego, sin restricciones.
—Os prometo hacer lo que me pedís y sin condición alguna. Creo firmemente todo cuanto me habéis dicho, y estoy convencido de que no intentáis desatar los lazos que me unen con la parte más querida de mí mismo. Si me dice que sois necesario para su felicidad, os la daré, señor Darnay.
El joven cogió la mano del doctor y la estrechó, con efusión.
—Aun cuando existieran prevenciones motivadas —dijo el doctor Manette—, graves motivos de antipatía contra el hombre que amase, todo quedaría olvidado por su amor. Lucie encierra para mí el mundo entero, ejerce sobre mi alma más influencia que el dolor, que el recuerdo; es más poderosa que… Pero ¿qué iba a decir? —Había una expresión tan extraña en su voz al enmudecer y en su mirada al perderse en el vacío, que Charles sintió cómo su propia mano se enfriaba entre la mano que lentamente se retiraba—. ¿De qué hablábamos? ¿Qué me decíais? —añadió el señor Manette, sonriendo.
Aunque Charles, desde luego, apenas se atrevía a responder, se acordó de que había hablado de una condición a cambio de la promesa que el doctor le había hecho.
—Debo corresponder a vuestra confianza —dijo—. No ignoráis que el apellido que llevo actualmente, aunque se parece al de mi madre, es un apellido supuesto. Deseo que sepáis a qué familia pertenezco y por qué…
—¡No prosigáis! —exclamó el médico de Beauvais.
—Quiero, sin embargo, merecer vuestra confianza, no tener secretos para vos.
—¡Callad… por favor! —El doctor, que se había llevado las manos a sus oídos, las cruzó sobre los labios del joven—. Me lo diréis más adelante, cuando os lo pregunte, pero ahora no. Si os ama Lucie, me lo revelaréis después de casado. ¿Me prometéis no hablarme de eso hasta entonces?
—Os lo prometo.
—Ella va a volver y desearía que no nos encontrase juntos. Buenas noches y que el cielo os guarde.
El sol acababa de ocultarse cuando Darnay se retiró, y era ya de noche cuando Lucie volvió a su casa.
Corrió al salón y se sorprendió al no ver en él a su padre.
—¡Padre! —dijo, alzando la voz.
No oyó más respuesta que el ruido sordo de un martilleo en el gabinete y huyó aterrada. Pero, retrocediendo un momento después, se acercó a la puerta y lo llamó en voz baja. Cesó entonces el ruido del martilleo, el doctor salió a recibirla, y los dos se pasearon por el cuarto hasta muy avanzada la noche.
Después de acostarse, Lucie se levantó y bajó a verlo. El doctor dormía en un sueño profundo, y estaban ya en su sitio el banquillo, la espuerta de los instrumentos y el zapato empezado.