Historia de dos ciudades

XXI. Ecos

XXI

Ecos

Como se ha dicho ya en otro lugar, ¡qué refugio tan prodigioso para los ecos era el rincón donde vivía el doctor Manette! Ocupada sin descanso en hilar la seda y el oro con que se tejía la vida tranquila y feliz de su marido, de su padre, de su antigua aya y compañera y de ella misma, Lucie Darnay escuchaba en la casa tranquila, en el rincón suavemente sonoro, el eco del paso de los años.

Aunque su felicidad le parecía perfecta, en los primeros días de su matrimonio dejaba algunas veces la labor y las lágrimas oscurecían sus ojos, porque había en el eco un rumor lejano, ligero, apenas audible aún, que le llegaba al corazón. Inquietas esperanzas y temores —de un amor desconocido y temores de dejar de vivir justo cuando gozaba de esas nuevas delicias— luchaban en su alma; creía oír entonces entre los ecos los pasos que se dirigían hacia su propia tumba, y las lágrimas brotaban como torrentes al pensar que su marido se quedaría solo, hundido en la desesperación.

Estas inquietudes pasaron, y su pequeña Lucie latía ahora en su seno. Luego, entre los ecos, se oiría el paso de sus pies diminutos y el tono de sus primeras palabras. Mayores ecos podían resonar en otra parte, y la joven madre, al lado de la cuna, siempre los estaría esperando. Y llegaron, y la morada sombría se iluminó con una risa fresca y jovial, y el Divino amigo de los niños, a quien ella en sus padecimientos había confiado el suyo, pareció tender los brazos a la pequeña y convertirla en el júbilo sagrado de su madre.

Lucie, ocupada sin descanso en devanar el hilo de oro que los unía y en ejercer en la trama de la vida familiar su dulce influencia sin que predominara en parte alguna, durante algunos años solo oyó rumores cariñosos y propicios. El paso de su marido anunciaba la fuerza y la felicidad, el de su padre era regular y firme, y el aya, en acto de servicio, despertaba vigorosamente los ecos, como un indómito caballo de batalla, fustigado, resoplando e hiriendo el suelo con impaciencia bajo el plátano.

Incluso cuando se oyeron ecos de tristeza entre los demás, nunca fueron ásperos ni crueles. Ni siquiera cuando unos cabellos dorados, iguales a los de Lucie, rodearon con una aureola el rostro marchito de un niño que con voz apagada decía sonriendo: «Papá, mamá, siento dejaros y separarme de mi hermana, pero me llaman y tengo que partir», no vertió la madre lágrimas de desesperación viendo cómo el espíritu que le había sido confiado escapaba de sus brazos. Dejadlo que parta a ver la faz del Señor. ¡Benditas sean vuestras palabras, Dios mío!

De este modo, el rumor de las alas de un ángel se unió a los demás ecos y éstos dejaron de ser del todo terrenales, porque había en ellos el aliento del Cielo. Los suspiros de la brisa que besaba el pequeño mausoleo del jardín los acompañaron, y Lucie los oía murmurar en el aire como se oyen suspirar las olas dormidas en la playa, mientras la pequeña estudiaba con gravedad cómica la lección de la mañana o, sentada a los pies de su madre, vestía su muñeca balbuceando en la lengua de las dos ciudades que se mezclaban en su vida.

Apenas respondían los ecos a los pasos de Carton, pues apenas cinco o seis veces al año hacía uso del privilegio de ir sin ser invitado y de pasar algunas horas con sus amigos como en otro tiempo. Nunca había bebido cuando iba a la casa. Y sobre él los ecos murmuraban otra cosa, una cosa que han murmurado de siglo en siglo todos los ecos auténticos.

Un hombre que ha amado realmente a una mujer y que después de haberla perdido ha conservado su amor con toda intensidad, no puede volver a verla sin despertar en el hijo de esa mujer una simpatía extraña, una piedad delicada e instintiva. ¿Cuáles son las fuerzas invisibles que animan en tales casos una sensibilidad tan exquisita? Ningún eco lo explica, pero el hecho es cierto y se demostró en Carton. Éste fue el primer extraño a quien la tierna Lucie tendió sus brazos llenos de hoyuelos, y al crecer siguió siendo su favorito. El niño que había muerto lo nombró en sus últimos momentos.

—¡Pobre Carton! —balbuceó—. Dadle un beso de mi parte.

El señor Stryver continuaba haciendo progresos en el mundo de la abogacía; seguía su camino como una poderosa locomotora que cruza a marchas forzadas el agua cenagosa, y arrastraba a su imprescindible amigo como un barco a remolque. Se sabe que en general los barcos que gozan de este favor se encuentran en una posición nada ventajosa y casi siempre sumergidos, de lo cual resultaba que el desgraciado Carton iba casi siempre encorvado. Pero el hábito, que es tan fuerte y tan cómodo, tenía más fuerza en él que el sentimiento de degradación al que le conducía esta manera de vivir, y no pensaba ya en salir de la innoble dependencia en que le tenía su odioso compañero.

Stryver era rico, y se había casado con una viuda joven aún, que poseía una envidiable fortuna y tres hijos que no tenían de brillante en toda su persona más que los cabellos lacios de su cabeza, iguales a tres cepillos.

El abogado, exhalando por todos los poros un aire de protección de lo más ofensivo, salió un día de su casa precedido por los tres hijos de su mujer como por tres corderos, los llevó al tranquilo remanso del Soho, y los presentó como alumnos a Charles Darnay, anunciando con delicadeza:

—Amigo mío, recibid los tres pedazos de pan que traigo a vuestra despensa matrimonial.

La negativa a recibir aquellos tres pedazos de pan hinchó al señor Stryver de una indignación que fue en beneficio de los muchachos, y les hizo comprender el orgullo de los descamisados a cuya categoría pertenecía, según su padrastro, aquel insolente profesor de idiomas. El abogado tenía también la costumbre de contar entre vaso y vaso a la señora Stryver los manejos de que se había valido en otro tiempo la señora Darnay para seducirle, y de extenderse con elocuencia «sobre los artificios que había opuesto a tan insidiosos manejos y que le habían librado de ser su víctima». Algunos de sus colegas de la Sala de la Corte del Rey, que iban de vez en cuando a participar de su excelente vino y de la susodicha elocuencia, excusaban a su amigo diciendo que de puro repetir semejante mentira había acabado por creérsela; circunstancia tan agravante, sin embargo, del delito primitivo, que tendría que haber motivado la prisión del culpable y su ejecución en un lugar apartado.

Todas estas cosas formaban, entre otras, el eco que Lucie Darnay, unas veces pensativa y otras risueña y divertida, escuchaba desde un rincón de su acústico refugio hasta el día en que su hija cumplió seis años. No es necesario decir cuán gratos eran a sus oídos los ecos de los pasos de su hija, de su marido y de su padre, rebosante siempre de fuerza y actividad; qué encanto tenía también el eco de la felicidad que reinaba en su casa, en la que el orden se unía a la elegancia; cuánto se regocijaba en encontrar en el eco esa certidumbre mil veces repetida por su padre de sentirse aún más querido desde que se había casado; y cuánto amaba el eco de las palabras de Charles cuando, enternecido por las pruebas de amor que constantemente le daba, le preguntaba por qué mágico secreto hallaba el medio de serlo todo para ellos, como si ellos fueran uno solo, sin parecer nunca atareada ni absorbida por sus deberes.

Sin embargo, bramaban a lo lejos al mismo tiempo otros ecos amenazantes. Y era ahora, cuando se acercaba el sexto cumpleaños de Lucie, cuando empezaban a sonar horriblemente, como si vinieran de una gran tormenta de Francia acompañada, en el mar, por un tremendo temporal.

Una noche de mediados de julio de 1789, el señor Lorry entró en casa de los Manette; aunque era muy tarde, acababa de salir del despacho de Tellsone. Tomó asiento y se colocó entre Lucie y Charles cerca de la ventana. La sala no estaba alumbrada, y el calor sofocante y el cielo oscuro y nublado recordaron a los tres amigos los relámpagos siniestros de la tormenta que habían contemplado un domingo a aquella misma hora.

—Ya empezaba a creer —dijo el señor Lorry, arreglándose la peluca— que iba a pasar la noche en el despacho; hemos tenido tanto que hacer desde esta mañana que no sabíamos por dónde empezar. Reina tan viva inquietud en París que estamos literalmente muertos de cansancio; todo el mundo nos confía su fortuna, y, al ver la precipitación con que nos asedian, se diría que los franceses están atacados por una locura colectiva de colocar sus fondos en Inglaterra.

—¡Mal presagio! —dijo Charles.

—Es posible, querido Darnay, pero hasta ahora no veo motivo fundado para tanta alarma. Nos hacemos viejos en la Banca Tellsone, y no tendrían que imponernos un aumento de trabajo tan enorme sin una razón de peso.

—Ya sabéis —repuso Darnay— cuán encapotado está el cielo.

—No lo niego —dijo el señor Lorry, tratando de convencerse de que estaba de mal humor y de que así lo manifestaban sus palabras—; pero después de la barahúnda de este largo día, estoy resuelto a desahogar mi enojo. ¿Dónde está el doctor?

—Aquí, señor Lorry —respondió el doctor Manette, que acababa de entrar en la sala.

—Me alegro, porque el desorden y las prisas que me han atosigado todo el día, sin tener en cuenta los tristes presagios, han excitado de una manera extraordinaria mis nervios. Supongo que vais a salir.

—No, y si os parece bien, vamos a jugar nuestra partida de todas las noches —dijo el doctor.

—Creo que no me parece bien, si se me permite ser franco, pero no seré capaz de oponerme. ¿Se han llevado las tazas y el té, Lucie?

—No, señor; han quedado aquí para vos.

—¡Gracias, amiga mía, gracias! ¿El angelito está acostado?

—Duerme profundamente.

—¿Sigue bien?

—Muy bien.

—Es justo, ¿por qué no? No veo ningún motivo, a Dios gracias, para que no sea todo felicidad en esta casa bendita. Pero ¡me he aturullado tanto hoy! Noto que me voy haciendo viejo. ¿Ésta es mi taza de té? Gracias, hija mía; sentaos, no estéis en pie, y guardemos silencio para escuchar el eco. Tenéis sobre él una teoría completa.

—No es una teoría.

—Pues ¿qué es?

—Una convicción.

—No lo negaré, bella Lucie. En todo caso, los rumores que nos trae son numerosos; ¡escuchad!

Pasos rápidos y confusos que se precipitaban en la vida de todos y se atropellaban unos a otros con violencia, pasos cuya huella sangrienta sería un día difícil de borrar, recorrían con furor las calles lejanas de Saint Antoine mientras el pequeño círculo de Londres se entretenía junto a su ventana oscura.

Aquella misma mañana el barrio de Saint Antoine había sido una sombría masa de espantajos empujándose unos a otros, con algunos puntos de luz sobre sus cabezas hinchadas, y hojas de acero y bayonetas brillando al sol. Un rugido espantoso salió de la garganta del santo patrón, y se alzó un bosque de brazos desnudos como ramas marchitas agitadas por el viento de invierno, y todas aquellas manos ávidas se habían apoderado de armas, o de cualquier cosa que se pareciera a un arma, sacadas de las profundidades, cuanto más profundas, mejor.

¿Quién se las había dado? ¿Quién las había recogido? ¿Quién había empezado? ¿Por qué medio conseguían vibrar y saltar, de veinte en veinte, por encima de las cabezas, como si fueran relámpagos? Nadie podía decirlo, pero se repartían fusiles, cartuchos, pólvora y balas, barras de hierro, palancas, cuchillos, hachas, picas y todas las armas que un ingenio demente fue capaz de inventar o encontrar. Los que no encontraban otra cosa arrancaban las piedras y los ladrillos de las paredes; Saint Antoine tenía fiebre, y cada una de sus criaturas estaba en su delirio dispuesta a sacrificar su vida.

Así como en un remolino las aguas se precipitan hacia el centro, la multitud se agrupaba en su vértigo en torno a la casa del tabernero; cada una de las gotas humanas que formaban esa ola hirviente era atraída hacia el punto donde monsieur Defarge, manchado de sudor y de pólvora, daba órdenes, distribuía fusiles, rechazaba a éste, llamaba a aquél, desarmaba a uno para armar a otro, y agitaba los brazos en medio del tumulto.

—No te alejes —decía a Jacques tercero—; Jacques primero y Jacques segundo, separaos y colocaos a la cabeza de un grupo de patriotas. ¿Dónde está mi mujer?

—¡Aquí! —respondió madame Defarge, tan impasible como siempre, aunque aquel día no hiciera punto. En vez del algodón y de la aguja, su mano empuñaba un hacha, y colgaban de su cintura una pistola y un cuchillo cruelmente afilado.

—¿Adónde vas? —le preguntó su marido.

—Con vosotros —respondió—; me pongo al frente de las mujeres.

—¡Estamos preparados; marchemos! —gritó Defarge con voz de trueno—. Patriotas y amigos, ¡a la Bastilla! ¡A la Bastilla!

Como si la voz de toda Francia hubiera pronunciado esta palabra execrada, el mar viviente se alzó rugiendo, ola sobre ola, sima sobre sima, e inundó la ciudad hasta aquel punto. Al tañido de las campanas tocando a rebato, al redoble de los tambores, a la voz atronadora del mar furioso que rompía en su nueva orilla, empezó el ataque de los profundos fosos, del doble puente levadizo, de los recios muros, de las ocho grandes torres, de los cañones y de los fusiles.

A través del fuego y del humo, y hasta en medio del fuego, se veía a Defarge a la cabeza de los sitiadores. El oleaje le había arrastrado hacia un cañón, y al instante se convirtió en artillero, y durante dos feroces horas el tabernero Defarge fue un soldado valiente.

Delante de la turba furiosa quedaban aún un foso, un puente levadizo, muros de piedra, ocho grandes torres, cañones y metralla.

—¡Adelante, compañeros! ¡A ellos, Jacques primero, Jacques segundo, Jacques tercero, Jacques quinientos, Jacques veinte mil! ¡En nombre de los santos o en nombre del diablo, según a quién adoréis, a ellos! —gritaba el tabernero sin separarse del cañón que estaba ya caliente.

—¡Mujeres, seguidme! —gritaba también madame Defarge—. Cuando sucumba la plaza, también nosotras, igual que los hombres, podremos matar.

Y acudía hacia ella, lanzando salvajes alaridos, un enjambre de mujeres diversamente armadas, pero empujadas todas por el hambre y la venganza.

¡Fuego y humo! ¡Cañones y metralla! Se veían aún el foso profundo, el puente levadizo, las recias murallas y los ocho torreones. El mar bravío se abría, formando un remolino, cada vez que caía algún herido; las armas centelleaban, chisporroteaban las antorchas y los carros de heno mojado ardían y humeaban; se alzaban barricadas a todas partes; por todas partes se oían clamores, gritos de entusiasmo, de odio y de valor, crujidos, la voz de la artillería y los rugidos furiosos de las olas vivientes, ¡y se veían aún el foso profundo, el último puente levadizo, las paredes de piedra y los ocho torreones! El cañón de Defarge estaba al rojo vivo después de cuatro horas de espantoso combate.

¡Una bandera blanca en la fortaleza y después un oficial! Apenas se le distinguía a través del humo y no se oía nada de lo que su voz decía. De pronto el mar furioso se extendió y alzó, arrastró a Defarge y lo llevó más allá del puente levadizo, dentro de los sólidos muros, dejándolo en medio de las grandes torres que al fin se habían rendido. La fuerza que lo arrastraba era tan irresistible que no pudo volver la cabeza ni recobrar el aliento hasta encontrarse en el patio de la Bastilla. Apoyado en la pared, hizo un esfuerzo y echó una ojeada. Jacques tercero estaba a su lado, y madame Defarge, siempre a la cabeza de las mujeres, cuchillo en mano, a poca distancia.

Todo era estruendo, griterío, alegría delirante, loca embriaguez, ademanes desenfrenados.

—¡Los presos!

—¡Los archivos!

—¡Los calabozos!

—¡Los instrumentos de tortura!

Pero de todos estos gritos y de otros mil que profería la turba, el único que se repetía era el que reclamaba a los presos; y el mar entró en la cárcel, como si la eternidad existiera para el suplicio lo mismo que para el tiempo y el espacio, y debiera volver a encontrar entre aquellos muros a todos los cautivos que habían encerrado.

Las primeras olas arrastraron con ellas a los empleados de la cárcel, amenazándolos con la muerte si quedaba un solo rincón que no les enseñasen. Defarge prendió a uno de los carceleros, un hombre canoso que llevaba una antorcha en la mano, lo apartó de la multitud y lo arrinconó contra una pared.

—Llévame a la Torre Norte —le dijo.

—Venid —respondió el carcelero—, pero no encontraréis allí a nadie.

—¿Qué significan estas palabras: 105, Torre Norte? —preguntó Defarge—. Responde pronto. ¿Se refieren al preso o a su calabozo? ¡Responde… o mueres!

—¡Mátalo! —gritó Jacques tercero mientras se acercaba a ellos.

—Es el calabozo.

—Enséñamelo.

—Por aquí, señor, por aquí.

Jacques tercero, evidentemente decepcionado por la conclusión pacífica del diálogo, tuvo que ceder a la orden de Defarge, que se apoderó de él como se había apoderado antes del carcelero. Habían tenido que aproximarse y gritarse al oído, y apenas habían podido entenderse en medio del tumulto que invadía los patios, los corredores y las escaleras; mientras tanto fuera de la cárcel la gente atacaba los muros y destacaban entre los rugidos aclamaciones lanzadas al aire como la fina espuma de las olas.

Defarge, su amigo y el carcelero recorrieron rápidamente sombrías bóvedas donde jamás había entrado la luz del sol, cruzaron puertas de asquerosas cavernas, bajaron escaleras tenebrosas, y después escalaron entre dos paredes surcos que parecían el enjuto álveo de un torrente. La multitud los siguió al principio; pero, cuando subieron la escalera de caracol que conducía a lo alto de la torre, no solo no los seguía nadie, sino que el fragor de la tempestad no era ya para ellos más que un débil murmullo, como si los hubiera ensordecido la violencia del huracán.

El carcelero se paró delante de una puerta baja, metió la llave en una cerradura que rechinó, y dijo, empujando la puerta con esfuerzo:

—Éste es el numero 105.

Un agujero cuadrado, defendido por una doble reja de hierro, abierto en lo alto de la pared y oculto por ladrillos en las tres cuartas partes de su diámetro —de modo que para ver el cielo había que tumbarse en el suelo, al pie de la pared, y alzar la mirada—, servía de ventana a aquel sitio maldito. Había en él una pequeña chimenea cruzada por enormes barrotes a menos de un metro del suelo; quedaba aún en ella un montón de ceniza fría, y un banquillo, una mesa y un jergón formaban todo su mobiliario. Las cuatro paredes estaban ennegrecidas, y en una de ellas había una anilla de hierro oxidada.

—Pasa lentamente la antorcha por delante de estas paredes para que pueda verlas —dijo Defarge al carcelero.

Éste obedeció, y el tabernero, sin dejar de mirar la pared, siguió la luz con atención.

—¡Párate! Mira aquí, Jacques.

—¡Una A y una M! —dijo Jacques tercero leyendo con avidez.

—Alexandre Manette —respondió el tabernero, con el índice profundamente incrustado en la pólvora, señalando las iniciales—. Las escribió un pobre médico, y sin duda también fue él quien hizo este calendario. Dame esa barra de hierro.

Defarge llevaba aún en la mano el botafuego y lo cambió por la barra con la que Jacques iba armado. Se volvió entonces hacia la mesa y el banco y los hizo pedazos.

—Levanta la luz —ordenó con impaciencia al carcelero—. Registra esos pedazos de madera, Jacques, y mira con atención. Coge mi cuchillo, abre el jergón y examina bien la paja. ¡Más alta la luz!

Miró amenazante al carcelero, se metió en la chimenea, alzó la mirada, rompió los barrotes y golpeó en las paredes. Se desprendió un poco de polvo y de cal y, después de volver la cabeza para evitar que le cayesen en los ojos, registró minuciosamente las cenizas, las aberturas, los agujeros y las más insignificantes rendijas.

—¿No has encontrado nada en la madera ni en la paja? —preguntó Jacques.

—Nada.

—Junta todo eso en medio del calabozo y pégale fuego —le dijo al carcelero.

Éste acercó la antorcha al montón de paja y de astillas de madera podrida y todo ardió inmediatamente.

Agachándose entonces para cruzar la puerta baja, se dirigieron por el mismo camino al patio de la fortaleza, y parecieron recobrar el oído a medida que se acercaban al mar bravío. Lo encontraron agitándose con rabia, llamando a Defarge con sus rugidos. El arrabal de Saint Antoine quería que su tabernero se pusiese a la cabeza de la tropa encargada del director de la prisión. De otro modo, aquel hombre que había defendido la Bastilla y disparado contra los patriotas, no llegaría al Hôtel de Ville, donde lo esperaban sus jueces. De otro modo, el director de la prisión se salvaría. De otro modo, la sangre del pueblo, después de tantos siglos de desprecio, quedaría sin venganza.

En medio de aquellas bocas que aullaban y de aquellas caras convulsas que rodeaban al director de la prisión, a quien solo se le reconocía de lejos por su uniforme azul y su cinta encarnada, se destacaba una mujer de rostro impasible.

—¡Allí está mi marido! —gritó, señalando al tabernero.

Después se acercó al anciano funcionario; estuvo a su lado hasta que empezó a salir el cortejo; no se separó de él en las calles por las que lo condujo un grupo de patriotas capitaneados por Defarge; siguió también a su lado tranquila y fría cuando empezaron a herirlo, y siempre impasible mientras la sangre le brotaba a raudales, y tan cerca de él, en fin, cuando cayó que, animándose de un furor súbito, le puso el pie sobre el cuello y le cortó la cabeza con un cuchillo afilado.

Había llegado la hora en que Saint Antoine iba a colgar hombres donde colgaban los faroles para demostrar quién era y quién podía ser. El arrabal tenía la sangre hirviendo, mientras la sangre de la tiranía se helaba en la puerta del Hôtel de Ville, donde yacía el cadáver del director de la prisión, y bajo el pie de madame Defarge, que había sujetado con la suela de su zapato el cuerpo de la víctima para mutilarlo más fácilmente.

—¡Bajad el farol! —gritó Saint Antoine después de buscar un nuevo instrumento de suplicio—. ¡Ahí tenéis un soldado que debe subir a su puesto!

El centinela se balanceó en el aire; y siguió su curso la marea de aquel mar oscuro y amenazador cuyas olas destructoras se empujaban con furia, cuya profundidad no se ha sondeado nunca y cuya fuerza no adivinaba aún nadie; oleaje ciego y sin remordimiento, océano implacable, del que surgían brazos inflexibles, gritos de odio y de venganza, y rostros tan endurecidos por la miseria que la compasión no podía ya dejar en ellos su impronta.

Entre aquellas cabezas, en las que el furor brillaba unido a la embriaguez del triunfo, sobresalían catorce, divididas en dos grupos: sus facciones pálidas, rígidas y sin expresión contrastaban notablemente con el exceso de vida que rebosaba en las demás. Nunca el océano irritado arrojó de sus aguas despojos más memorables: siete presos, recién exhumados de la tumba por el temporal, eran llevados en volandas, aterrados, idos, tambaleantes, asombrados, como si hubiera llegado el fin del mundo y quienes lo celebraban fueran espíritus extraviados. Había también otras siete cabezas, más altas que las demás, siete rostros muertos cuyos párpados esperaban para abrirse la hora del fin del mundo. Rostros impasibles de expresión suspendida —aún no aniquilada—, como si sus ojos tuvieran que volver a abrirse y su lívida boca gritar: «Tú has hecho esto».

Siete cabezas sangrientas, siete presos llevados en volandas; las llaves de las ocho torres de la fortaleza maldita; algunas cartas, algunos recuerdos de antiguos cautivos muertos de desesperación; he aquí lo que escoltaban el 14 de julio de 1789 los pasos ruidosos del arrabal de Saint Antoine.

¡Quiera Dios que Lucie Darnay esté equivocada! ¡Que aquellos pasos, lejos de entrar en su vida, se alejen de ella, porque arrasan airados y rápidos cuanto encuentran, y su huella, enrojecida esta vez no de vino sino de sangre, va a ser difícil de borrar!

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