XXII. El temporal no amaina
XXII
El temporal no amaina
Saint Antoine, embriagado de alegría, llevaba apenas ocho días dulcificando la amargura de su pan negro y duro, y supliendo la frugalidad de su comida con abrazos fraternales, y madame Defarge ya presidía nuevamente en su mostrador el servicio de la taberna. No adornaba rosa alguna su cabeza, porque el gremio de los agentes de policía manifestaba desde hacía ocho días una extrema repugnancia a visitar los dominios del santo patrón, y los faroles de sus angostas calles tenían para ellos un balanceo de funesto augurio.
Madame Defarge estaba de brazos cruzados, respirando el aire fresco y luminoso de la mañana y mirando distraídamente la tienda y la calle. En una y otra se veían algunos grupos de ociosos descarnados y mugrientos, pero en ellos prevalecía el sentimiento de la fuerza sobre la miseria. La gorra ladeada de algodón rojo que cubría al más miserable de los ociosos parecía decir: «Sé que es difícil para mí, que llevo este harapo, retener la vida en mis venas; pero ¿sabéis qué poco me costaría extinguirla en las vuestras?».
Todos los brazos desnudos y flacos que habían estado sin trabajo más de una vez sabían que, a falta de otra ocupación, podían hacer daño, y los dedos de las mujeres habían adquirido por experiencia el conocimiento de que, igual que sabían hacer punto, podían desgarrar. Se había producido una transformación profunda en la apariencia aspecto de Saint Antoine: hacía siglos que se trabajaba allí sin descanso con este propósito, pero los últimos martillazos habían dado a su expresión un aire muy poderoso.
Madame Defarge lo advertía con un sentimiento de satisfacción reprimida, como correspondía a la cabeza de las mujeres del barrio. Una de sus colegas hacía punto a su lado: era la obesa y colorada mujer de un pobre droguero, madre de dos hijos, y que en el desempeño del cargo de segunda de la tabernera se había conquistado ya el halagador sobrenombre de la Venganza.
—¿No oyes? —decía.
Como un reguero de pólvora que desde el extremo del barrio hubiese prendido de pronto frente a la puerta de la taberna, se iba acercando un murmullo creciente.
—Es Defarge —dijo la tabernera—. ¡Silencio, patriotas!
Defarge entró sin aliento, se quitó el gorro rojo, mirando a uno y otro lado.
—¡Escuchadle! —dijo su mujer.
Defarge, jadeando, se destacaba sobre un fondo de miradas inflamadas y labios entreabiertos congregados fuera de la puerta.
—¿Qué sucede? —preguntó la tabernera.
—Traigo noticias del otro mundo.
—¡Del otro mundo! —repitió madame Defarge con desdén.
—¿Hay aquí alguien que se acuerde del viejo Foulon, aquel miserable que dijo un día que, si el pueblo se moría de hambre, más le valía comer hierba? Había muerto y había ido directo al infierno.
Nadie había olvidado a Foulon.
—Hay noticias de él.
—¿No murió? —exclamaron todas las voces.
—¡Insensatos! Tenía tanto miedo de nosotros, y con razón —continuó el tabernero—, que se hizo pasar por muerto y celebrar un magnífico entierro, pero vive como nosotros. Lo han encontrado en una aldea donde estaba escondido, y lo han traído; lo acabo de ver. Lo han conducido al Hôtel de Ville, donde muy pronto será despachado. Razón tenía de temernos, ¿no es cierto?
Si aquel viejo pecador de setenta años hubiera podido dudar de lo que tenía que temer, se habría convencido al oír la imprecación que respondió al tabernero.
Un profundo silencio siguió al tumulto. Defarge y su mujer se miraron. La Venganza bajó la mirada, y se oyó el sordo redoble de un tambor debajo de la mesa.
—Patriotas —dijo el tabernero con voz firme—, ¿estáis preparados para seguirme?
Madame Defarge se puso el cuchillo en el cinturón, resonó el tambor. La Venganza, agitando los brazos sobre la cabeza como las cuarenta Furias a la vez, empezó a llamar a gritos de puerta en puerta enardeciendo a las mujeres.
Los hombres, con terrible cólera, se asomaron a las ventanas, cogieron las armas y salieron rápidamente a la calle. Las mujeres, con una pinta que habría helado de espanto a los más osados, dejaron las ocupaciones a las que las sujetaba la pobreza (sus hijos, sus padres y sus enfermos que yacían desnudos y hambrientos en duros jergones) y corrieron con los cabellos despeinados, embriagándose de odio, aullando como salvajes y aumentando con furia su delirio: «¡El odioso Foulon está preso, hermana! ¡El infame, el perro, el hijo del diablo está preso, madre!».
Y corrían desgarrándose el pecho y mesándose los cabellos.
—¡Foulon vive! ¡Foulon, que cree que el pueblo solo vale para comer hierba, que me lo dijo cuando no tenía pan para mi anciano padre! ¡Foulon, que tuvo valor para decirme que mi hijo podía chupar hierba cuando se secó mi seno! ¡Miserable! ¿Lo oyes, hijo mío, pobre hijo mío que moriste de hambre? ¿Lo oís, padre mío, que agonizasteis tanto tiempo y a quien os juré, de rodillas sobre las frías losas, que os vengaría? Maridos, hermanos, dadnos la sangre de Foulon, dadnos su corazón, dadnos el cuerpo y el alma de ese monstruo para que lo hagamos pedazos, y con nuestras uñas le abriremos una tumba donde se hartará de comer hierba.
Y exaltadas hasta la rabia, saltaban, daban vueltas, ululaban y atropellaban a sus propios amigos, y algunas se desmayaban y las habrían pisoteado si no hubiesen llegado a levantarlas del suelo los hombres.
Sin embargo, no se perdió un minuto ¡ni un segundo! Aquel Foulon estaba en el Hôtel de Ville y podía ser puesto en libertad… ¡No! ¡No! Saint Antoine se acordaba demasiado de lo que había padecido para desistir ahora de su venganza. La multitud, en su violencia, arrastró tras ella las últimas heces del barrio con tal fuerza de succión que en menos de un cuarto de hora no quedaban allí más que algunos enfermos y los niños en la cuna.
No. Llenaban ya la sala de audiencias donde estaba el viejo, feo y maligno Foulon y atiborraban las calles inmediatas. Los Defarge, marido y mujer, la Venganza y Jacques tercero estaban en primera fila, a corta distancia del odioso acusado.
—¿Lo veis? —gritaba madame Defarge apuntando con el cuchillo—; ¡allí está el monstruo! Tendrían que haberlo cargado con un haz de hierba; que le den hierba y que coma.
Y colocándose el cuchillo debajo del brazo aplaudía como en el teatro.
Los hombres que estaban detrás de ella explicaron el motivo de su satisfacción a los que estaban detrás de ellos, y de grupo en grupo los aplausos se oyeron hasta en las calles vecinas. De este modo llegaron al otro lado de la ciudad las palabras que durante tres horas arrancó la impaciencia a madame Defarge. La rapidez en la comunicación era tan prodigiosa porque algunos hombres encaramados en las cornisas miraban por las ventanas por encima de la multitud, y formaban así un telégrafo humano entre la tabernera y las masas que llenaban las calles.
Por fin, un rayo del sol de mediodía cayó directamente sobre la cabeza del anciano preso y pareció protegerlo. Este favor indignó al populacho; la frágil barrera, que por milagro estaba aún en pie, se hizo pedazos, y Saint Antoine se apoderó del cautivo.
Se supo inmediatamente, hasta en las últimas filas de la multitud, que Defarge había saltado la barandilla y la mesa y había dado un abrazo mortal al desventurado Foulon, y que madame Defarge había seguido a su marido y había puesto la mano en una de las cuerdas que lo ataban. Jacques tercero y la Venganza no habían tenido aún tiempo de acercarse, y los hombres que estaban en las ventanas tampoco habían podido saltar a la sala, cuando los gritos de: «¡A los faroles, a los faroles!» ya resonaban y se propagaban por toda la ciudad.
Lo arrojan al suelo, lo llevan a rastras a la escalera, de rodillas, sobre las manos, boca arriba, boca abajo, le pegan y le lanzan a la cara puñados de heno y de paja. El desventurado, pálido y sin aliento, con el rostro y las manos ensangrentadas, suplica, implora o, levantándose con un supremo esfuerzo cuando retroceden para mirarlo, lucha con desesperación. Finalmente, arrastrado como un madero a través de millares de piernas, lo llevan a una esquina inmediata donde se balancea un farol.
Al llegar allí, madame Defarge lo suelta, como hubiera hecho un gato con un ratón, y lo contempla con sangre fría, mientras él intenta enternecerla. Las mujeres lo miran y lo insultan, y los hombres piden que muera con la boca llena de hierba. Lo cuelgan, pero la cuerda se rompe. Vuelven a colgarlo, y vuelve a romperse la cuerda, y lo ponen en pie entre furiosos alaridos. Finalmente, la tercera cuerda tiene piedad de él y lo estrangula. Clavan su cabeza en el extremo de una pica, y llenan su boca de hierba y, al verla así, la gente grita de alegría y baila con frenesí.
No había terminado aún la sanguinaria tarea de aquel día. Saint Antoine se había exaltado tanto bailando y gritando que su sangre se recalentó cuando le anunciaron que llegaba bajo escolta de quinientos caballos el yerno de Foulon, otro enemigo del pueblo. Y Saint Antoine, después de apuntar en deslumbrantes hojas de papel los crímenes del yerno, corrió a prenderlo en medio de los quinientos guardias —se lo habría arrebatado a un ejército— para ahorcarlo en compañía de su suegro. Su cabeza y su corazón fueron puestos en el extremo de una pica y paseados por la ciudad como trofeos.
Era de noche cuando los habitantes del arrabal volvieron donde sus hijos los esperaban en la cuna llorando de hambre. Asaltaron entonces las panaderías, o esperaron con paciencia en la puerta de las tiendas que les tocase el turno. Mientras tanto, con el estómago vacío y el cuerpo desfallecido, se abrazaban unos a otros dándose la enhorabuena, y charlaban para matar el tiempo. Las largas filas de harapientos fueron disminuyendo poco a poco hasta desaparecer; pálidos resplandores brillaron a través de las ventanas, se encendieron hogueras con algunos restos de muebles viejos en las calles, guisaron en ellas en común y cenaron delante de los portales.
Cenas miserables, sin carne y sin salsa que añadir a los mendrugos. Aun así, la fraternidad humana suministraba al pan negro la sustancia nutritiva y despertaba una alegría franca y espontánea. Padres y madres que habían tomado parte activa en los asesinatos jugaban con sus niños y los cubrían de besos, y en aquella situación terrible, ante semejante porvenir, los enamorados se amaban esperanzados.
Despuntaba el alba cuando Defarge, después de que sus últimos clientes acabaran de retirarse, dijo a su mujer, pasando el cerrojo a la puerta:
—Llegó por fin la hora de la victoria.
—Es solo el principio —respondió la tabernera.
Todo quedó dormido en Saint Antoine, también Defarge y su mujer. Hasta la Venganza yacía en brazos del profundo sueño, y el tambor descansaba. Su voz era la única en Saint Antoine que la sangre y el trajín no habían cambiado. La Venganza, como custodia del tambor, si lo hubiese desvelado, lo habría oído hablar igual que antes de que cayera la Bastilla, o de que el viejo Foulon fuera prendido; no así las voces roncas de los hombres y las mujeres que dormían en el regazo de Saint Antoine.