III. La sombra
III
La sombra
Una de las primeras consideraciones que hizo el señor Lorry fue que no tenía derecho a comprometer los negocios de Tellsone hospedando en su casa a la mujer de un emigrado. Habría sacrificado por Lucie y por las personas que quería su fortuna, su libertad y su vida sin vacilar un instante, pero el depósito que se le había confiado no era suyo, y desde este punto de vista era el agente escrupuloso y rígido del banco que en él había depositado su confianza.
Pensó en Defarge y se le ocurrió la idea de ir a ver al tabernero para preguntarle en qué sitio de aquella ciudad en desorden podría hospedarse con más seguridad una mujer, pero la misma consideración le hizo renunciar al plan: Defarge vivía en el barrio más revolucionario de París, estaba indudablemente empeñado en la causa terrible de Saint Antoine y era peligroso llamar su atención.
Como era mediodía y el doctor no había vuelto, y cada minuto de dilación podía comprometer al banco, el señor Lorry manifestó su inquietud a Lucie, la cual le respondió que el doctor Manette tenía la intención de alquilar una habitación en las inmediaciones. Esta determinación no era perjudicial para los negocios y, siéndole imposible partir, aun suponiendo que Charles fuese puesto en libertad, el señor Lorry salió al momento a buscar una habitación, y no tardó en hallar una conveniente en una calle silenciosa y melancólica, cuyas casas anunciaban con sus persianas cerradas que estaban desiertas.
Condujo allí inmediatamente a Lucie, a la niña y a la señorita Pross, y les proporcionó todas las comodidades posibles. Les dejó como sirviente a Cruncher, en quien tenía confianza para custodiar la puerta y recibir sin quejarse una tunda de golpes en la cabeza, y volvió a su despacho. Se puso a trabajar con el corazón muy triste y el alma atribulada, y transcurrió para él el día con dolorosa lentitud.
Pero llegó la noche y se cerró el despacho, y el señor Lorry volvió a encontrarse solo en el mismo aposento de la noche anterior, y reflexionaba sobre lo que iba a hacer cuando oyó pasos en la escalera. Algunos instantes después entró un hombre que lo contempló con mirada atenta y le dirigió la palabra llamándolo por su nombre.
—Servidor vuestro. ¿Me conocéis acaso? —le preguntó el señor Lorry.
Era un hombre robusto, de cuarenta y cinco a cincuenta años, con una enérgica cabeza cubierta por una cabellera negra, recia y rizada.
—¿No me conocéis? —dijo, en vez de responder.
—Efectivamente; os he visto…
—En mi taberna.
—¿Venís de parte del doctor? —preguntó inquieto el anciano.
—Sí, del ciudadano Manette.
—¿Qué os ha dado para mí?
Defarge entregó a la mano trémula que se le tendía una hoja de papel donde se leía lo siguiente:
Charles está sano y salvo, pero sería imprudente separarse de él. He conseguido que el mensajero se digne llevar un recado del preso a Lucie; conducidlo al lado de mi hija.
El señor Lorry, libre de un gran peso tras la lectura de estas líneas, le dijo a Defarge:
—¿Queréis ver a la señora Darnay?
—Sí —respondió el tabernero.
El anciano cogió el sombrero sin reparar entonces en el tono seco y automático de las palabras del ciudadano, y se dirigió al patio, donde encontraron a dos mujeres, una de las cuales hacía punto.
—¡Madame Defarge! —exclamó el banquero, viéndola tal cual la había dejado diecisiete años antes.
—La misma —respondió el tabernero.
—¿Viene con vos? —preguntó el anciano al ver que se disponía a seguirlos.
—Sí. Reconoce las caras y conoce a las personas. Con ella estarán a salvo.
El señor Lorry, que empezaba a reparar en la actitud del tabernero, lo miró con expresión de inquietud, pero abrió la marcha y se dirigió a la casa de Lucie.
De las dos mujeres que lo seguían, la segunda era la Venganza.
Cruzaron con rapidez las calles, subieron la escalera, Jerry los recibió y encontraron a Lucie sola y llorando. Grande fue su alegría al oír las noticias que le dio el anciano, y estrechó la mano que le ofrecía el billete de Charles, sin sospechar lo que había hecho esa mano las dos noches anteriores y lo que solo la casualidad le había impedido hacer contra su marido.
Ánimo, querida mía, estoy sano y salvo y tu padre ejerce una gran influencia aquí. No trates de contestarme y da un beso a nuestra hija.
El papel no decía más, pero estas cortas líneas eran tan preciosas para quien las recibía que en su gratitud se volvió hacia madame Defarge y le besó la mano. En vez de corresponder a esta demostración de gratitud, la mano volvió a caer fría e inerte y continuó haciendo punto.
Lucie se detuvo, helada por aquel contacto, cuando iba a guardarse en el seno el billete de Charles, y miró a la tabernera con terror. Ésta arqueó las cejas y contempló impasible el aterrado rostro de la joven.
—Querida —dijo el señor Lorry, para explicar la visita de la tabernera—, los altercados son comunes en estos días y, aunque no es probable que os causen desgracia alguna, madame Defarge ha deseado veros para reconoceros y protegeros si se da el caso. Creo —añadió, cada vez más turbado por la presencia de los tres personajes y deteniéndose a cada palabra—, creo, ciudadano Defarge, que debemos hacer un esfuerzo para salvar al preso.
El ciudadano lanzó una mirada sombría a su mujer, y solo respondió con un sordo gruñido que podía pasar por afirmativo.
—Lucie —continuó el anciano con tono y actitud conciliadores—, dignaos llamar a la señorita Pross y a la niña. Ciudadano Defarge, la señorita Pross es inglesa y no sabe francés.
La señorita Pross, íntimamente convencida de que valía tanto, si no más, que una extranjera cualquiera, no era mujer que se dejara abatir por la desgracia o paralizar por el peligro, y se paró delante de la Venganza, cuyos ojos se habían clavado desde luego en ella, y dijo en inglés:
—Esta mujer puede presumir de ser fea.
Después tosió desafiante mirando cara a cara a la tabernera, pero ni madame Defarge ni la Venganza repararon en ella.
—¿Es su hija? —preguntó la tabernera, señalando a la pequeña Lucie con su aguja de hacer punto como si ésta fuera el dedo del destino.
—Sí, señora —respondió el señor Lorry—, es la hija de nuestro pobre preso, su hija única.
La sombra de la tabernera cayó tan densa y amenazadora sobre la pobre niña que Lucie se arrodilló cerca de su hija y la estrechó contra su pecho. La sombra fatal se extendió entonces sobre las dos, envolviéndolas en un velo fúnebre.
—Bien; ya las he visto; podemos salir —dijo madame Defarge.
Había en el tono en que fueron pronunciadas estas palabras una expresión tan terrible que Lucie, cogiendo con mano suplicante a la tabernera del vestido, le dijo:
—Seréis buena con mi marido, no le haréis mal. ¿Podréis conseguir que me dejen verlo?
—No pienso en tu marido —respondió madame Defarge—, sino en la hija de tu padre.
—Pues ¡sed buena por mí… por mi hija! Mirad cómo cruza las manos para suplicaros que seáis generosa. Ya lo veis, os tememos más a vos que a todos nuestros enemigos.
La ciudadana recibió esta confesión como un cumplido, y se volvió a su marido. A Defarge, que se mordía con angustia la uña del dedo pulgar, se le puso un semblante más severo bajo la mirada de su mujer.
—¿Qué te dice el preso en ese billete? —preguntó madame Defarge a Lucie—. ¿No habla de influencia?
—Dice que mi padre tiene mucha —respondió Lucie sacando el billete del pecho y mirando a la tabernera con sus hermosos ojos llenos de terror.
—Tu padre lo pondrá en libertad —dijo madame Defarge con indiferencia.
—Compadeceos de nosotros —exclamó Lucie con fervor—, os lo pido en nombre de Dios. No ejerzáis vuestro poder contra mi marido… Haced que lo devuelvan a mis brazos. Sois mi hermana porque sois mujer… ¡Tened piedad de una esposa y de una madre!
Después de mirar fríamente a la suplicante, madame Defarge se volvió hacia la Venganza y dijo con voz glacial:
—Nunca se ha hecho caso de las esposas y las madres que hemos conocido nosotras, y con frecuencia les han robado a sus padres y maridos para hundirlos en un calabozo. Desde que estamos en el mundo hemos visto sufrir a nuestras hermanas y a sus hijos, y padecer frío, hambre, sed, opresión y todas las miserias y todos los desprecios.
—No hemos visto otra cosa —dijo tranquilamente la Venganza.
—Pues bien —añadió madame Defarge dirigiéndose a Lucie—, ¿crees que pueda interesarnos el dolor de una esposa y de una madre?
Y, volviendo a hacer punto, salió acompañada de la Venganza y seguidas de Defarge, que cerró la puerta.
—¡Valor, hija mía! —dijo el señor Lorry, ayudando a Lucie a incorporarse—. ¡Valor! Todo va bien. ¡Qué diferencia entre vuestra suerte y la de tantas pobres criaturas! Vamos, hija mía, no os desalentéis; tenéis que estar agradecida a la Providencia.
—Lo sé, y no soy tan ingrata con ella; pero esa mujer ha lanzado sobre mí una sombra que oscurece el porvenir y mata mi esperanza.
—¿Cómo? ¿Qué significa ese desaliento? —repuso el anciano—. Una sombra, querida Lucie, no tiene sustancia y, por consiguiente, no es de temer.
A pesar de cuanto podía decir, los Defarge habían tendido también su sombra sobre él, y en el fondo de su alma sentía una extraña agitación.