III. Una decepción
III
Una decepción
El fiscal tenía que decir a los jurados que el acusado, aunque joven en edad, era ya viejo en la práctica de la traición, crimen capital que merecía la pena de muerte. Que las relaciones del acusado con el enemigo público no databan de hoy, ni de ayer, ni aun del año pasado o del anterior, pues era cierto que hacía mucho tiempo que Charles Darnay iba continuamente de París a Londres, y de Londres a París, para urdir negocios secretos de los que no había podido dar una explicación convincente. Que, si el criminal hubiera podido salir airoso de sus culpables empresas (lo cual por fortuna no sucedió), su profunda maldad no se habría conocido nunca, en vista de la infame habilidad que desplegaba en sus tenebrosos manejos; pero que la Providencia había inspirado en el corazón de un hombre de bien, sin reproche así como sin temor, la idea de descubrir los planes del traidor, y, lleno de horror, había dado parte de su descubrimiento al primer ministro de su majestad. Que este hombre puro y leal, cuya conducta y actitud no habían dejado un solo instante de ser sublimes, se presentaba como testigo, pues, a pesar de haber sido íntimo amigo del acusado, desde el día a la vez propicio y doloroso en que se cercioró de la culpabilidad de quien merecía su aprecio, resolvió sacrificar en el ara sagrada de la patria al infame al que no podía ya amar ni apreciar. Que, si se alzaran estatuas en Inglaterra a los bienhechores públicos como antiguamente en Grecia y en Roma, probablemente se erigiría una a la gloria de tan excelente ciudadano, pero que, no siendo costumbre inglesa, recibiría en cambio otro premio digno de su heroicidad. Que la virtud, como grandes poetas han proclamado en muchos pasajes de sus obras, pasajes que el jurado en masa, como no dudaba el fiscal, tenía textualmente en la memoria, que la virtud es contagiosa, en especial esa virtud gloriosa que lleva el nombre de patriotismo, esto es, amor a la patria, y que el sublime ejemplo del testigo sin mancilla, en cuya palabra infalible se apoyaba el órgano de la ley, había despertado en el criado del acusado la santa determinación de registrar los bolsillos de su amo y examinar con cuidado sus papeles secretos. Que él, el fiscal, estaba preparado para escuchar la acusación de mal ciudadano que con seguridad caería sobre el comportamiento de tan admirable servidor, pero que personalmente lo prefería en cierto modo a sus parientes más próximos y lo tenía en mayor aprecio que a su propio padre; y que no esperaba menos del jurado, confiando en que no dejase de dar prueba del sentimiento de equidad en ocasión tan solemne. Que el testimonio del antiguo amigo y del antiguo criado del acusado, unido a los documentos probatorios presentados ante el tribunal, dejaban constancia de una manera incontestable de que el acusado tenía en su poder la lista de las fuerzas de su majestad británica, los planes de campaña que debían seguir los ejércitos ingleses, tanto en tierra como en mar, y no permitían poner en duda que el acusado no tuviera la intención, y hasta el hábito, de transmitir estos preciosos detalles al jefe del pueblo enemigo. Que no era posible demostrar que tales notas estuviesen escritas de puño y letra del acusado, pero que esta circunstancia no disminuía la gravedad del hecho, y era por el contrario una prueba de la maldad que había presidido todas sus viles maquinaciones. Que los debates demostrarían de la manera más evidente que estas prácticas fraudulentas y traidoras databan ya de cinco años, esto es, que se remontaban a la época del primer combate entablado entre los americanos y las tropas del rey de Inglaterra, y que por todos estos motivos los jurados, siendo hombres leales por excelencia, debían necesariamente declarar al acusado culpable del crimen que se le imputaba, independientemente de la repugnancia que pudiera inspirarles la aplicación de la pena impuesta por la ley; y que no tendrían jamás un momento de paz, ni podrían soportar la idea de que sus esposas durmieran o de que sus hijos se sumieran en un sueño apacible, en una palabra, que nunca más podrían, ni ellos ni sus familias, reclinar la cabeza sobre la almohada si no caía la del acusado bajo el hacha del verdugo. El fiscal pedía esta cabeza en nombre de todo cuanto pudiera decir con un giro elocuente, y con la fe solemne que tenía en que el preso era ya hombre muerto y enterrado.
Cuando el fiscal pronunció la última palabra de su arenga, se alzó en todos los puntos del auditorio un confuso zumbido, como si se hubieran reunido en torno al acusado millares de moscas deseosas de posarse en él como sobre un cadáver. Cesó después el zumbido y, cuando se restableció el silencio, se presentó como testigo el patriota sin mancilla.
El procurador general, siguiendo los pasos de su digno y elocuente jefe, procedió al interrogatorio del patriota: su nombre, John Barsad, hidalgo. La historia de su alma pura y de su conducta sublime fue exactamente la misma con que el fiscal había edificado a su auditorio, y el único defecto que pudo echársele en cara fue el de recordar demasiado literalmente la versión anterior. Después de aliviar su noble pecho del peso que lo oprimía, el eminente ciudadano se habría retirado con modestia si el abogado del acusado, que se hallaba cerca del señor Lorry, no le hubiese dirigido algunas preguntas. El caballero de la peluca que se sentaba enfrente seguía mirando al techo.
¿Había sido el testigo también un espía? ¡Cielos! Tan vil insinuación solo merecía su desprecio. ¿Con qué medios contaba para subsistir? Tenía tierras. ¿Dónde las tenía? No podría decirlo ahora porque no recordaba el nombre. ¿Qué clase de tierras eran ésas? No necesitaba decirlo. ¿Las había comprado o heredado? Heredado. ¿De quién? De un pariente lejano. ¿Había estado alguna vez en la cárcel? Él… ¿En la cárcel por deudas? No sabía qué tenía que ver eso con lo que se trataba actualmente… ¿No había estado nunca en la cárcel por deudas? ¿Por qué insistía en eso? ¿Nunca? Pues bien; sí. ¿Cuántas veces? Una o dos. ¿No eran cinco o seis? Tal vez. ¿Cuál era su profesión? Terrateniente e hidalgo. ¿No había recibido nunca un puntapié? ¡Quién sabe! ¿Con frecuencia? Eso no. ¿Nunca lo habían tirado por una escalera? Nunca, aunque una vez, hallándose en un primer piso, lo empujaron con fuerza y rodó por la escalera arrastrado por su propio peso. ¿No fue por haber jugado con dados falsos? De eso lo acusaba el desvergonzado que causó su caída, pero era una calumnia. ¿Lo juraría? Si se lo exigieran… ¿Era jugador de profesión? No. ¿Nunca había pedido dinero prestado al acusado? Sí. ¿Y se lo había devuelto? No. ¿Se reducían sus relaciones con el acusado a un empréstito continuo en forma de gastos de carruaje, posada, vestido, etc.? No tanto como eso pero… ¿Estaba completamente seguro de haber visto esas líneas de las que se había hablado en poder del acusado? Segurísimo. ¿Podía dar más informes sobre esos papeles? No. ¿Cuánto creía que le pagarían por la denuncia? ¡Cielos! ¿No esperaba recibir del gobierno un buen empleo, como el de agente de policía, por ejemplo? ¡Qué disparate! ¿O cualquier otra colocación? ¡Qué horror! ¿Lo afirmaría bajo juramento? Por todo lo más sagrado; el patriotismo más puro había inspirado sus actos.
El virtuoso criado, Roger Cly, prestó a continuación juramento y multiplicó sus protestas con ardor. Había entrado al servicio del acusado, de buena fe, hacía cinco años.
Había preguntado al acusado, a quien conoció por casualidad en el buque correo de Calais, si necesitaba un servidor inteligente y probo, y de este modo entró a su servicio. Diversas circunstancias despertaron sus sospechas, y resolvió no perder de vista a su amo. Encontró, por consiguiente, muchas veces en sus bolsillos papeles enteramente iguales a los que había presentado, y las listas que el tribunal tenía a la vista las había sacado del escritorio donde el acusado las escondía bajo llave. También lo había sorprendido enseñando dichas listas a franceses, tanto en Calais como en Boloña, y animado por el amor patrio, no había podido menos de indignarse al ver tales manejos y se apresuró a denunciarlos a la justicia. ¿Nunca lo habían acusado de haber robado una tetera de plata? Únicamente le habían atribuido el robo de un tarro de mostaza, pero el tal tarro era de plaqué. ¿Estaba en relaciones con el anterior testigo desde hacía siete u ocho años?; pero eso era una simple coincidencia. No podían sorprender a nadie las coincidencias, por extrañas que fueran, porque todas tienen un carácter más o menos singular. Su único motivo había sido también el patriotismo más ferviente. Él era un leal inglés, y esperaba que hubiera muchos ciudadanos como él.
Volvieron a zumbar las moscas. Restablecido el silencio en la sala, el fiscal llamó al señor Jarvis Lorry y le preguntó:
—¿Estáis empleado en la Banca Tellsone?
—Sí.
—¿Hicisteis un viaje de negocios por cuenta de la Banca Tellsone un viernes por la noche de noviembre de 1775?
—Sí.
—¿Os trasladasteis a Dover en el coche correo?
—Sí.
—¿Estabais solo en el carruaje?
—No; iba con otros dos viajeros.
—¿Bajaron en el camino antes de amanecer?
—Sí.
—¿Queréis mirar al acusado y decirnos si era uno de vuestros compañeros de viaje?
—Me sería imposible responderos.
—¿Se parece a uno u otro de esos dos viajeros?
—Aquellos viajeros iban tan embozados y la noche era tan oscura que ni siquiera puedo hacerme una idea de cómo eran.
—Volved a mirar al acusado, señor Lorry, imaginadlo embozado como los dos viajeros de que hablamos, y ved si hay en su estatura, en su conjunto, algún indicio que haga probable que fuese uno de vuestros dos compañeros de viaje.
—No puedo responderos.
—¿Afirmaríais bajo juramento que no estaba en el coche?
—No.
—En tal caso reconocéis que podría ser uno de los dos viajeros.
—Sería posible. Diré sin embargo que esas dos personas tenían un miedo excesivo a los ladrones, temor del que yo también participaba, y me parece que el acusado no es hombre que se asuste tan fácilmente.
—¿Estáis seguro de no haber hablado nunca con el acusado?
—He hablado con él algunas veces.
—¿En qué ocasión?
—Cuando regresé de París, algunos días después de haberme embarcado en Dover; el acusado estaba a bordo del mismo buque, e hicimos juntos la travesía.
—¿A qué hora se embarcó?
—Era ya más de medianoche.
—Es decir, en medio de las tinieblas. ¿Llegaron a la misma hora algunos otros viajeros?
—Por una casualidad…
—No recurráis a esa expresión de duda, señor Lorry. El acusado, que está aquí presente, ¿fue el único que se embarcó a aquella hora avanzada?
—Sí.
—Y vos, ¿estabais solo?
—No; me acompañaba un antiguo amigo con su hija que están aquí como testigos.
—¿Trabasteis conversación con el acusado?
—Apenas nos dirigimos algunas palabras; el mar estaba borrascoso, la travesía fue larga y penosa, y estuve acostado hasta que llegamos a Dover.
—Está bien. ¡Señorita Manette!
La joven, de la que antes estaban pendientes todas las miradas y que ahora volvía a atraerlas, se levantó del asiento, pero no se movió de ahí, ni dejó de apoyarse en el brazo de su padre, que se había levantado al mismo tiempo que ella.
—Señorita Manette, mirad al acusado.
Tanta compasión en la mirada, tanta alma y tanta hermosura sometieron al acusado a una prueba mucho más ardua que cuantas había sufrido desde que se hallaba en presencia de los jueces. Aunque estaba al borde del sepulcro, y a pesar de las miradas ávidas que lo atenazaban y de la presencia de ánimo que había manifestado hasta entonces, le fue imposible conservar la calma. Sus manos recogían convulsivamente las hierbas de la mesa como para formar un ramo de flores imaginarias, y sus esfuerzos por dominar la respiración hacían temblar sus labios, de donde la sangre refluía hacia su corazón.
Las moscas zumbaban en la sala.
—Señorita Manette, ¿habíais visto ya al preso?
—Sí, señor.
—¿Dónde?
—A bordo del buque correo de Calais a Dover y en las circunstancias de que acaba de hablarse.
—¿Estabais con el señor Lorry?
—Sí, señor, y era entonces muy desgraciada.
El dolorido tono de su voz armoniosa fue ahogado por la voz mucho menos musical del juez, que le dijo con severidad:
—Contestad sin comentarios a las preguntas que se os hagan. ¿Hablasteis con el acusado durante la travesía?
—Sí, señor.
—¿Recordáis sobre qué versó la conversación?
—Cuando este caballero subió al buque —dijo con voz débil en medio del más profundo silencio—, entonces…
—¿Habláis del acusado, señorita Manette? —le preguntó el juez frunciendo el entrecejo.
—Sí, señoría.
—Pues en tal caso no lo llaméis caballero sino acusado.
—Cuando el acusado subió al buque, le llamó la atención la debilidad de mi padre, el cual estaba tan enfermo que no me atrevía a hacerle bajar al camarote por temor de que le faltase el aire. Le había arreglado una cama sobre el puente al lado de la escalera que conducía a los camarotes y me coloqué a su lado. El buque no llevaba más pasajeros que nosotros cuatro. El acusado tuvo la amabilidad de darme sus consejos y de ayudarme a abrigar mejor a mi padre, pues yo no sabía de qué lado soplaría el viento cuando saliéramos del puerto. Se tomó tantas molestias para sernos útil, lo hizo con tanta dulzura y manifestó una compasión tan profunda por el estado angustioso de mi padre que no vacilé en corresponderle con mi gratitud, y de este modo se inició entre nosotros la conversación.
—¿Estaba solo el acusado en el momento de subir al barco?
—No, señor.
—¿Cuántas personas lo acompañaban?
—Dos franceses.
—¿Hablaron de negocios? ¿Duró mucho la conversación?
—Hablaron hasta que los franceses tuvieron que bajar del barco.
—¿Se entregaron listas parecidas a éstas?
—Llevaban papeles en la mano, pero no sé lo que había escrito en ellos.
—¿Tenían esos papeles la dimensión y la forma de éstos?
—Lo ignoro.
—¿Qué decían aquellos señores?
—Tampoco lo sé. Estaban en el último escalón, cerca de la luz que había en la entrada de la cámara, pero hablaban en voz baja, y por otra parte yo no les prestaba atención.
—¿Qué os dijo el acusado?
—Se mostró tan franco y amable conmigo como cariñoso y atento con mi padre. Dios sabe que no quisiera corresponder a sus bondades diciendo algo que pudiese perjudicarlo.
Zumbidos en la sala.
—Señorita Manette —repuso el juez—, si el acusado no ha comprendido ya que respondéis con extrema repugnancia a las preguntas que os hago, será seguramente el único de la sala en dudarlo. Dignaos continuar.
—Me contó que viajaba por negocios y que debía cumplir una misión tan espinosa que había tenido que cambiar de nombre para no comprometer a su familia, y añadió que aquel negocio lo llevaría muy pronto otra vez a Francia y lo obligaría durante mucho tiempo a cruzar con frecuencia el Estrecho.
—¿No os habló de América? Precisad vuestra respuesta y recordad todas las palabras del acusado.
—Trató de explicarme los motivos de la contienda y dijo que, en su opinión, Inglaterra estaba equivocada. Añadió en tono de broma que el nombre de George Washington sería tal vez algún día tan célebre como el de Jorge III, pero repito que lo decía todo riendo, sin meditarlo y como si hubiese dicho la cosa más indiferente.
La expresión grabada en las facciones de un actor que despierta el mayor interés de su público se refleja en general en el rostro de los individuos que cautiva, sin que ellos mismos lo adviertan, y por lo tanto el juez, que con la cabeza inclinada iba escribiendo la contestación de la muchacha, encontró en la mayor parte de los asistentes la horrible ansiedad que se veía pintada en el rostro de aquélla cuando levantó la cabeza con sorpresa al oír tan espantosa herejía sobre la gloria futura de George Washington.
Habiendo manifestado el fiscal al juez que convendría interrogar al padre de la joven, aunque no fuera más que por mera fórmula, el doctor Manette fue llamado como testigo.
—Doctor Manette, ¿habíais visto ya al acusado?
—Una vez, cuando vino a hacerme una visita. Desde entonces han pasado tres o cuatro años.
—¿Reconocéis en él a vuestro compañero de viaje al venir a Inglaterra, y podéis decir qué es lo que habló entonces con vuestra hija?
—Me es completamente imposible contestaros.
—¿Tenéis alguna razón especial que os impida contestar a esta pregunta?
—Sí, señor.
—¿Es cierto, señor Manette, que tuvisteis la desgracia de estar en la cárcel sin formación de causa en vuestro país natal durante muchos años?
—¡Oh! Sí, durante muchos años —respondió el testigo con una voz que conmovió todos los corazones.
—¿Hacía poco tiempo que estabais libre cuando vinisteis a Inglaterra?
—Así me lo han dicho.
—¿Conserváis algún recuerdo del viaje?
—Ninguno; había en mi inteligencia un vacío completo desde la época (ni yo mismo sé cuál) en que empecé a hacer zapatos en la cárcel hasta el momento en que me hallé en Londres con mi hija. La presencia de esta querida hija mía había llegado a serme familiar cuando Dios permitió en su infinita misericordia que recobrase la razón; pero no sé explicarme cómo me familiaricé con esta nueva forma de vida, ni tampoco puedo decir cómo llegué a reconocer a mi hija o más bien a cerciorarme de su cariño y de los cuidados que me prodigaba.
El fiscal se sentó, y se sentaron también el doctor Manette y su hija.
Se trataba además de probar que el acusado había partido de Londres un viernes por la noche del mes de noviembre de 1775 en el coche correo de Dover con uno de sus cómplices cuyo paradero no había podido averiguarse; que los dos bajaron del coche antes de amanecer en un paraje en el que no se quedaron mucho tiempo pero del que salieron, recorriendo más de dieciocho kilómetros en dirección contraria, hasta una ciudad fortificada de la costa donde recabaron cierta información. Se llamó a un testigo para declarar que el acusado estaba precisamente a la hora indicada en el comedor de una fonda de aquella ciudad fortificada de la costa, donde esperaba a una persona que llegó poco tiempo después. El defensor hizo a su vez diferentes preguntas al testigo, sin conseguir de él otra declaración que la de que únicamente había visto al acusado en aquella ocasión, pero que estaba seguro de que era él. El caballero de la peluca que no había apartado la mirada del techo desde el principio de la audiencia escribió entonces dos o tres palabras en una hoja de papel que entregó al defensor.
Éste lo leyó y miró al acusado con mucha atención.
—¿Estáis seguro —preguntó al testigo— de que era el acusado?
—Segurísimo.
—¿No habéis visto nunca a nadie que se pareciese al acusado?
—Nunca, al menos a nadie que se le pareciese hasta el punto de dar lugar a una equivocación.
—Dignaos mirar a mi sabio colega —prosiguió el defensor señalando al abogado que le había entregado el papel—. ¡Muy bien! Mirad ahora al acusado. ¿Qué respondéis? ¿No son completamente iguales?
Era indudable que, a excepción de la indolencia que caracterizaba al sabio colega, su traje poco aseado y cierto aspecto de fatiga, por no decir de excesos, se advertía entre él y el acusado una semejanza muy pronunciada, y todo el mundo se sorprendió desde que fue requerida su atención sobre este punto. Se suplicó al juez que mandara al sabio colega que se quitara por un instante la peluca, una petición a la que condescendió el señor magistrado de mal humor, y la semejanza era notable. El juez preguntó al señor Stryver (el defensor del acusado) si tenía intención de poner en duda la lealtad del señor Carton (el sabio colega) y acusarlo de alta traición. El señor Stryver en absoluto abrigaba semejante intención y únicamente preguntó a los señores jurados si el hecho que acababa de exponerse ante el tribunal no podía haber tenido lugar en otra circunstancia, y alegó que, después de este incidente, el testigo se convencería de que era temerario reconocer en el acusado a una persona a quien solo vio de paso en una fonda. Resultó de este incidente que el testigo no supo qué contestar y se retiró avergonzado.
El señor Cruncher había tenido tiempo en el curso de las declaraciones para limpiarse las manchas de óxido de los dedos. Ahora se disponía a oír la defensa del señor Stryver, que combatió el examen del fiscal, dándole la vuelta como una casaca; indicó a los jurados que el patriota Barsad era un espía pagado, un vil calumniador que traficaba con la sangre de los desdichados que denunciaba y uno de los traidores más desvergonzados que habían existido desde Judas, a quien se parecía hasta en la cara, y que el virtuoso Roger Cly era su cómplice desde hacía más de diez años. Mostró cómo estos dos hombres, tan perjuros como falsarios, eligieron al acusado para sacrificarlo a sus infamias, y cómo éste, teniendo relaciones de familia que lo obligaban a ir continuamente a Francia, su país natal, había proporcionado pruebas aparentes del crimen que se le imputaba, pruebas que explotaban con malvada destreza los falsos testigos, los cuales, después de haber vivido a sus expensas, estaban ahora interesados en deshacerse de él. Mostró, asimismo, que la declaración arrancada a la señorita Manette, cuya angustia había advertido toda la sala, establecía únicamente que el acusado tuvo con la joven las consideraciones y la galantería de un joven bien educado, que su conversación no fue más que un pasatiempo, si se exceptúan las palabras que salieron de la boca del acusado respecto a la gloria de Washington, tan extravagantes que era imposible ver en ellas más que una monstruosa broma. El defensor añadió que sería una flaqueza indigna del Estado aprovecharse de semejante causa para tratar de hacerse popular, halagando las antipatías y los terrores nacionales más bajos y menos motivados, y que, a pesar de su celo y de la importancia que se había esforzado en dar al asunto, el fiscal no tenía más base ni prueba que los testimonios de dos hombres cuyo carácter infame bastaba para deshonrar y desacreditar ante Europa a los tribunales de la Gran Bretaña. El juez interrumpió entonces al abogado adoptando un aire grave, como si escuchara una falsedad, y dijo que no toleraría semejantes alusiones mientras tuviera el honor de sentarse en el banco que ocupaba.
El señor Stryver presentó entonces los testigos en pro del acusado. El señor Cruncher, después de oír sus declaraciones, se vio obligado a oír la réplica del fiscal, el cual, volviendo al revés la casaca que el defensor había cortado a los jurados, probó que Barsad y Roger Cly eran infinitamente más honrados y el acusado cien veces más pérfido de lo que había creído en un principio. Finalmente, el juez tomó la casaca, la enseñó por el paño y por el forro, y le dio con decisión el corte definitivo haciendo de ella un sudario destinado al acusado.
Los jurados dieron comienzo a su deliberación y las moscas volvieron a zumbar a más y mejor.
El señor Stryver, el elocuente defensor, reunió los papeles que tenía delante, cuchicheó con sus colegas mirando de vez en cuando a los jurados. El señor juez se levantó y se paseó por el estrado, perseguido por la idea de que había miasmas pútridos en la atmósfera, idea que atormentaba a varios individuos del tribunal. Únicamente el docto colega del señor Stryver seguía sentado con las manos en los bolsillos, la toga medio caída, la peluca torcida y mirando al techo. Se advertía en él una pereza y una dejadez que disminuían de tal modo su semejanza con el acusado, especialmente la que tenía en el momento en que se compararon las dos caras, que algunos de los asistentes compartieron su sorpresa y no acertaban a explicarse cómo era posible que se diferenciara tanto del acusado teniendo las mismas facciones.
El señor Cruncher hizo esta observación al hombre que tenía al lado, y añadió:
—Apostaría media guinea a que es un abogado de pleitos. Semejante facha no es propia de un hombre de talento.
Sin embargo, el señor Carton se enteraba de los detalles de la escena mejor de lo que creía el señor Cruncher, porque fue el primero en advertir que la cabeza de la señorita Manette se inclinaba sobre el hombro del doctor, y dijo alzando la voz:
—Ujier, ayudad a ese anciano a llevar a su hija fuera de la sala. ¿No veis que se desmaya?
El doctor y su hija despertaron la más viva simpatía entre los presentes. El señor Manette había sufrido indudablemente mucho cuando le recordaron su pasado, y la nube que de tanto en tanto oscurecía y envejecía su semblante no había dejado desde entonces de velar su rostro. Mientras el padre y la hija se abrían paso entre el público, el presidente del jurado dirigió la palabra al presidente del tribunal:
—Los señores del jurado no pueden ponerse de acuerdo y desean entrar en la sala de deliberaciones.
El juez, que no podía quitarse de la cabeza la idea de la gloria futura de Washington, se sorprendió de que los jurados no pudieran ponerse de acuerdo sobre un hecho tan sencillo, pero accedió a que fueran a deliberar a la estancia inmediata, y aprovechó la circunstancia para salir de la sala.
La noche se acercaba, y mientras encendían los quinqués, circulaba entre la multitud el rumor de que los jurados tardarían aún un largo rato en ponerse de acuerdo. Casi todos los espectadores salieron a tomar un refrigerio, y el acusado fue a sentarse cerca de la puerta que conducía a la cárcel.
El señor Lorry, que había acompañado al doctor y a su hija, volvió a entrar en el salón y llamó al señor Cruncher.
—Si necesitáis tomar alguna cosa —le dijo—, podéis salir, pero no os alejéis mucho y procurad estar aquí cuando se pronuncie el fallo, porque he de enviaros a casa. Sois el mensajero más ligero que conozco y llegaréis a Temple Bar antes que yo.
El señor Cruncher apenas disponía del espacio de frente necesario para tocársela con el índice en reconocimiento del chelín que acompañó esta orden.
Al mismo tiempo se acercó el señor Carton, y preguntó al socio de Tellsone:
—¿Cómo está la joven?
—Muy disgustada por lo que ha pasado, pero mejor desde que le ha dado el aire.
—Voy a dar la noticia al acusado. No os mováis, porque no sería decoroso que un hombre de vuestro carácter, un hombre que ocupa cierta posición en el mundo de la banca, hablase en público con un preso.
El señor Lorry se ruborizó, como si confesara haber considerado íntimamente la posibilidad, y el señor Carton se dirigió hacia el exterior de la barra. La salida de la sala estaba en esa dirección, y Jerry lo siguió, todo ojos, oídos y pelos de punta.
—Señor Darnay —dijo, y el preso se adelantó—, desearéis saber cómo está la señorita Manette, porque es muy natural. Acaban de decirme que su agitación empieza a calmarse y que está mucho mejor.
—Siento en el alma haber sido la causa de su malestar. ¿Tendríais la bondad de decírselo de mi parte y de manifestarle que le estoy sumamente agradecido?
—Con mucho gusto —respondió el señor Carton con un aire indiferente que rayaba en la insolencia—. Si os empeñáis…
—Me empeño en ello y os doy las gracias.
—¿Qué esperáis del jurado, señor Darnay? —repuso Carton.
—Que me condenará.
—Hacéis bien en no abrigar ilusiones, porque es muy probable que así suceda, pero el desacuerdo de los jurados me induce a creer que no seréis condenado.
Como estaba prohibido mientras se salía de la sala, Jerry no pudo escuchar más, pero dejó a los dos hombres —tan parecidos de cara y tan diferentes en lo moral— uno al lado del otro, reflejándose en el espejo que dominaba el banco de los acusados.
Transcurrió lentamente hora y media hasta que salieron los jurados, y a causa de los pasteles de cordero y de los vasos de vino que les habían prestado auxilio, dieron más de un traspié al dirigirse a sus asientos, según advirtieron los espectadores. Jerry, que después de comer y beber a su satisfacción, se había sentado en el banco en posición apta para echar un sueño, se despertó al rumor de un murmullo y fue arrastrado por la corriente que salía de la sala.
—¡Jerry! ¡Jerry! —gritó el señor Lorry, que estaba en la puerta.
—Aquí estoy, señor, aquí estoy. Tendré que servirme de mis puños para salir.
—Salid al momento —repuso el señor Lorry, entregándole un papel a través de la multitud—. No os detengáis en el camino.
—Bien, señor.
El papel que llevaba Jerry solo decía una palabra: «Absuelto».
—Si hubiera escrito de nuevo «resucitado» —murmuró Jerry—, esta vez lo habría entendido perfectamente.
No tuvo tiempo para entregarse a sus reflexiones, porque se vio obligado a correr para que no le cerrara el paso la multitud. Ésta se extendía ya por el patio y su zumbido salía a la calle, como si las moscas, viendo frustrada sus esperanzas, se lanzasen en busca de otro cadáver.