Historia de dos ciudades

X. La sustancia de la sombra

X

La sustancia de la sombra

Yo, Alexandre Manette, doctor en medicina, natural de Beauvais, residente en París, escribo estas líneas en el calabozo que ocupo en la Bastilla en diciembre de 1767. Lo hago a ratos perdidos, con grandes dificultades. Tras largos esfuerzos, he separado una piedra de la pared interior de la chimenea, y detrás de ella tengo intención de ocultar estas páginas. Tal vez una mano caritativa las encuentre algún día, cuando no sean más que polvo y mis dolores no sean ya un recuerdo siquiera.

Estas palabras están trazadas con la punta de un clavo mojado en hollín diluido en mi sangre, y tan pobres medios hacen que mi tarea sea muy difícil. A finales de este mes hará diez años que estoy en esta prisión y he perdido completamente la esperanza. Terribles síntomas me advierten de que muy pronto se alterará mi razón, pero juro que en este momento estoy en posesión de toda mi inteligencia, que mis recuerdos son exactos y que estoy preparado para responder ante el juez eterno de la verdad de las líneas que trato de escribir. Son las últimas que saldrán de mi mano, y las escribo con conciencia, estén o no destinadas a caer más adelante en manos de los hombres.

El 22 de diciembre de 1757, una noche oscura, aunque con luna, me paseaba por la orilla del Sena a una gran distancia de mi casa, que estaba situada en la calle de la Escuela de Medicina, cuando oí el ruido de un carruaje que venía rápidamente detrás de mí. En el momento de apartarme para dejarle sitio, una persona se asomó a la portezuela, mandó al cochero que parase y me llamó por mi nombre. Me dirigí al vehículo, que los caballos habían llevado a bastante distancia antes de que los pudieran detener, y dos caballeros que se habían apeado me esperaban al lado de la portezuela. Iban embozados con anchas capas como si tuvieran intención de ocultarse, pero vi que eran de mi misma edad, tal vez más jóvenes, y me parecieron de una excesiva semejanza: tenían la misma estatura, la misma voz y la misma cara.

—¿Sois el doctor Manette? —me preguntó uno de los dos hermanos.

—Sí, señor.

—¿Sois el que habitaba en Beauvais, y que desde su llegada a París ha adquirido una gran reputación? —dijo el otro.

—Yo soy la persona de quien habláis de un modo tan halagüeño —les respondí.

—Hemos ido a vuestra casa, nos han dicho que probablemente os encontraríamos aquí, y nos hemos apresurado a venir a buscaros. Doctor, dignaos subir al coche.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con tono imperioso.

Los dos hermanos se habían colocado de tal modo que me era imposible huir; llevaban además armas, y yo no tenía ninguna.

—Señores —les dije—, perdonad que os diga que acostumbro a preguntar quién me hace el honor de pedir mis servicios y cuál es la clase de enfermedad que necesita mis cuidados.

—Doctor —me respondieron—, los que os llaman son personas distinguidas, y, en cuanto a la enfermedad que reclama vuestro auxilio, cuando veáis al enfermo, vuestra ciencia la juzgará mucho mejor que nosotros podríamos explicarla. Pero dejémonos de rodeos: tened la bondad de subir.

Me vi obligado a ceder y obedecí en silencio. Los dos hombres subieron después, la portezuela se cerró y los caballos partieron a escape.

Repito esta conversación exactamente tal como fue. No tengo la menor duda de que es, palabra por palabra, la misma. Lo describo todo exactamente como ocurrió, intentando severamente no apartarme de este propósito. Cuando escribo los puntos suspensivos que aquí siguen, es que me he visto obligado a suspender mi narración y a ocultar el papel en el escondite de la pared…

El coche salió de la ciudad y cruzó la frontera norte. Después de andar unos tres cuartos de hora por la carretera, entró en una calle de árboles y se paró delante de la verja de una casa aislada. Bajamos del coche y, cruzando un jardín inundado por una fuente cuyas aguas rebosaban, llegamos a la casa. La puerta se abrió al primer campanillazo, y uno de mis compañeros azotó con su guante de piel la cara del criado que nos había abierto.

Esta acción no me causó la menor sorpresa, pues estaba acostumbrado a ver castigar a la gente común con más frecuencia que a los perros. Pero el otro hombre descargó una bofetada al criado sin duda para desahogar su mal humor y, aunque se sirvió del dorso de la mano en vez de emplear un guante, su ademán fue tan parecido al del primero que, a juzgar por su semejanza, comprendí que aquellos dos jóvenes debían de ser gemelos.

Luego de pasar la verja, que uno de los hermanos había cerrado con cuidado, oí gritos que salían de una habitación del primer piso. Me hicieron subir la escalera, me introdujeron en la habitación y vi tendido en el lecho a una enferma atacada de fiebre y de delirio.

Era una mujer tan hermosa como joven, pues apenas tendría unos veinte años. Sus cabellos estaban despeinados, y sus brazos atados con fuerza al cuerpo por medio de una faja de seda y de varios pañuelos de bolsillo, salidos indudablemente del guardarropa de un noble, porque en una de las puntas de la faja se veía bordado un escudo de armas con una corona de marqués.

Estoy seguro de ello; en el momento de acercarme a la cama, la desgraciada mujer se retorcía convulsivamente, llegó a coger la punta de la faja con los dientes, y se habría ahogado de no haberle yo quitado la tela de la boca. Entonces vi las armas y la letra E que formaban la marca.

Después de acostar con tiento a la enferma de espaldas, apoyé mi mano en su pecho para que no se moviera de la postura en que la había dejado y le examiné la cara. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y, en medio de los agudos gritos que salían de sus labios, distinguí estas palabras que pronunciaba con desesperación:

—¡Marido mío! ¡Padre mío! ¡Hermano mío!

Después contaba hasta doce, decía luego: «¡Chist!», y tras un instante de silencio volvía a gritar, y repetía las mismas palabras con el mismo orden, igual entonación, los mismos gritos y la misma mirada.

—¿Hace mucho tiempo que se encuentra en este estado? —pregunté.

Uno de los dos hermanos, al que llamaré el mayor porque parecía tener más autoridad, me respondió:

—Unas veinticuatro horas.

—¿Tiene un marido, un padre y un hermano? —continué.

—Un hermano.

—¿Puedo verlo?

—No —respondió, con tono de desprecio.

—¿A qué se refiere el número doce que no cesa de repetir?

—A la hora que era entonces —dijo el más joven, con impaciencia.

—Ya veis, señores, que tenía razón cuando os pregunté el género de enfermedad que iba a combatir; estoy desarmado delante del mal. Si hubiera sabido su índole, me habría procurado medicamentos. El tiempo urge, y ¿dónde encontraremos ahora un farmacéutico?

—Hay aquí drogas —repuso el mayor, mirando a su hermano.

Éste salió y trajo de un aposento contiguo una caja que puso sobre la mesa…

Abrí algunos de los frascos y, después de olerlos, apliqué sus tapones a mis labios. Si hubiera necesitado drogas que no fueran narcóticas, es decir, venenosas, no me habría servido de ninguna de las que me habían presentado.

—¿No os inspiran confianza? —me preguntó el más joven de los dos hermanos.

—Ya veis, caballero, que voy a hacer uso de ellas.

Administré a la enferma, no sin mucho trabajo, la dosis deseable y, como era preciso renovar la medicación y observar sus efectos, cogí una silla y me senté cerca de la cama.

Una humilde criatura (la mujer del criado que nos había abierto la puerta) se hallaba en la habitación y se había retirado después de que entráramos. La sala era húmeda y sus muebles ordinarios, y sin duda hacía muy poco tiempo que estaba habitada, y no permanentemente. Habían clavado delante de las ventanas unas cortinas viejas, más para ahogar los gritos de la enferma que para protegerla del aire frío de la noche.

A pesar de la poción calmante de que me había valido, continuaba con igual violencia el delirio de la joven, que repetía los mismos gritos y las mismas palabras: «¡Marido mío! ¡Padre mío! ¡Hermano mío!», seguidas de uno, dos, tres hasta doce y el «¡chist!» tras lo cual empezaba de nuevo inmediatamente. Lo único que pudo darme alguna esperanza era la influencia que mi mano parecía ejercer en sus facciones, pero nada bastaba para calmar sus gritos, que se exhalaban con la regularidad de un péndulo.

Hacía media hora que estaba a su lado sin que se hubiesen alejado los dos hermanos, cuando el mayor me dijo:

—Hay otro enfermo en la casa.

—¿Es un caso urgente? —pregunté con sorpresa.

—Vais a verlo —respondió cogiendo la lámpara.

El otro enfermo estaba en una especie de pajar, encima de una caballeriza. La tercera parte del techo de aquel escondite estaba revocada con cal, y en el resto se veían los maderos y la punta del tejado, y en el suelo heno, haces de leña y manzanas que tuve que saltar para llegar hasta el paciente. He conservado el recuerdo de estos detalles que, después de diez años, se hallan grabados en mi memoria como en la noche en que los vieron mis ojos.

Yacía en el suelo sobre un lecho de paja y una almohada un aldeano que apenas tendría diecisiete años. Estaba acostado boca arriba, con los dientes convulsivamente apretados, la mano cerrada sobre el pecho y la mirada, brillante, dirigida al cielo.

Me arrodillé a su lado y, sin saber dónde estaba herido, vi que moría de una herida infligida por un instrumento agudo.

—Soy médico, pobre amigo mío —le dije—; dejad que os examine.

—Es inútil —me respondió.

La herida estaba en el sitio que ocultaba su mano, y logré descubrirla. Era una estocada, recibida veinticuatro horas antes, y que habría sido mortal aun cuando le hubiesen prestado con tiempo los auxilios del arte.

Miré al mayor de los hermanos, que contemplaba la agonía de aquel hermoso joven como si se tratara de un pájaro o de una liebre, y le pregunté:

—¿Cómo ha sido herido?

—Es un perro, un rústico que ha obligado a mi hermano a defenderse contra él, y ha recibido una estocada como si fuera un caballero.

No se revelaba el menor dolor ni la menor compasión en la voz que dio esta explicación. El individuo que hablaba creía que no era conveniente que una criatura de un orden tan inferior muriera allí, en vez de sucumbir oscuramente, como correspondía a un canalla de su especie. Era completamente incapaz de sentir compasión por aquel campesino.

El moribundo volvió lentamente los ojos hacia aquel hombre y luego los detuvo en mí.

—Esos nobles son orgullosos —dijo—, pero nosotros, perros y rústicos, lo somos también algunas veces. Nos roban, nos ultrajan y nos matan, pero conservamos nuestro orgullo. ¿La habéis visto, doctor?

Los gritos de la desgraciada, aunque debilitados por la distancia, llegaban hasta nosotros.

—Sí —respondí.

—Es mi hermana —continuó—. Estos nobles tienen derechos vergonzosos que ejercen desde hace mucho tiempo, pero hay jóvenes honradas entre nosotros, y las ha habido siempre, como he oído decir a mi padre. Mi hermana era una de ellas. Debía casarse con un joven de valor, de buen corazón, uno de sus vasallos. Todos éramos arrendatarios de ese hombre que está a vuestro lado; el otro es su hermano y es el peor de una mala raza.

El moribundo articulaba con dificultad las palabras, pero su alma hablaba con una terrible energía.

—Nos había saqueado hasta tal punto, como nos sucede a los rústicos y perros, que nos imponía y nos obligaba a trabajar para él sin salario, a moler su trigo en nuestro molino y a alimentar su gallinero con nuestra pobre cosecha, sin poder criar un palomo siquiera para nosotros. Nos había saqueado y apurado tanto que, si por casualidad teníamos un pedazo de carne, lo comíamos con la puerta y las ventanas cerradas para que sus satélites no vinieran a quitárnoslo de la boca. En una palabra, éramos tan pobres que mi padre nos decía que era culpable traer al mundo un hijo, y pedíamos a Dios que extinguiese nuestra raza con la esterilidad de las mujeres.

Yo imaginaba que el pueblo alimentaba en el fondo del corazón el odio a la opresión de la que era víctima, pero por vez primera oía expresar su protesta con ira e indicar la rebelión.

—Sin embargo —continuó el moribundo—, mi hermana se casó. El hombre que ella amaba estaba entonces enfermo, y se casó para llevarlo a nuestra casa, a nuestra madriguera como diría un noble, y poder curarlo allí. Tres meses hacía que estaba casada, cuando la vio el hermano de este hombre, se prendó de ella y suplicó al hermano que se la cediese. ¿Qué son los maridos entre nosotros? El hermano consintió en ello, pero mi hermana era virtuosa, y le tenía a ese hombre un odio tan terrible como yo. ¿Qué hicieron entonces los dos hermanos para persuadir al marido de que utilizara su influencia para que su mujer aceptase las condiciones que ellos habían convenido?

El herido clavó su mirada en el hombre al que acusaba y cuyo rostro me confirmó la verdad de sus palabras.

Me parece verlos aún desde el fondo de esta fortaleza; por una parte el insolente desprecio del noble, y por otra la sed de venganza del desgraciado al que pisotean y que se levanta.

—Sabéis —prosiguió el aldeano— que los nobles tienen derecho para uncirnos a un carro y obligarnos a arrastrarlo, y a obligarnos a pasar la noche agitando sus estanques para impedir que las ranas turben su sueño. Éstos se aprovecharon de su derecho para enviar al marido al que querían someter a la orilla de un estanque desde la noche hasta la mañana y para uncirlo desde la mañana hasta la noche. ¡Pero él no cedió… no! Un día le quitaron el yugo para que fuera a comer, si es que algo de pan tenía; aquel día sollozó doce veces mientras el reloj daba las doce del día y murió en brazos de su mujer.

Como el deseo de hacer públicos los crímenes de sus enemigos era lo único que podía contener su último aliento, ahuyentó las sombras de la muerte que se acumulaban sobre su rostro y obligó a su mano derecha a cerrar la herida.

—Entonces, con permiso de ese hombre que lo ayudó —continuó el aldeano—, su hermano raptó a mi hermana sin hacer caso de sus lamentos. Quería divertirse con ella algunos días. Pasó por mi lado cuando yo me encontraba en el camino, y cuando anuncié esta noticia en casa estalló el corazón de mi padre. Nadie sabrá jamás sus sinsabores. Conduje a mi hermana menor, porque tenía otra, a un sitio donde este hombre no pudiera descubrirla y donde al menos no sería su amo, y corriendo después en persecución de su hermano, entré en esta casa. El rústico, el perro, tenía un arma. ¿Dónde estará mi pobre hermana?, me decía. Y me acerqué a una ventana y la llamé. Mi hermana me oyó y vino. Entonces vino también él, y me arrojó el bolsillo, que no recogí. Al ver que lo despreciaba, cogió un látigo; pero, aunque yo solo era un campesino, lo obligué a sacar la espada. Que la rompa en tantos pedazos como quiera porque está teñida de mi miserable sangre, pero eso no le hará olvidar que tuvo que desplegar toda su destreza para defender su vida.

Yo acababa de ver los pedazos de una espada que habían arrojado en el heno y un sable viejo que había pertenecido a algún soldado.

—Levantadme, doctor, levantadme; ¿dónde está?

—Acaba de salir —respondí, suponiendo que hablaba del raptor.

—¡Ah! Por orgulloso que sea tiene miedo de un villano. ¿Dónde está el otro? Colocadme frente a él.

Levanté la cabeza del moribundo y la apoyé en mi rodilla, pero, investido en el momento supremo con una fuerza sobrehumana, se incorporó con tanta energía que me obligó a levantarme a mí para someterlo.

—Marqués —dijo, tendiendo la mano derecha y dirigiendo al noble una mirada vidriosa—, cuando llegue el día en que os pidan cuentas de todos vuestros crímenes, os conmino a comparecer ante los jueces, vos y los vuestros, hasta el último de vuestra raza, para responder por lo que nos habéis hecho sufrir. Conmino a vuestro hermano, el más perverso de una familia maldita, a responder por su lado, y hago sobre él una cruz sangrienta para que lo reconozcan los vengadores.

Mojó dos veces la mano en la sangre que brotaba de su herida y trazó una cruz en el aire.

Después agachó la cabeza y cuando lo solté de mis brazos era cadáver…

Encontré a la joven en el mismo estado de fiebre y de delirio, gritando aún y repitiendo por el mismo orden las mismas palabras que cuando llegamos. Dentro de algunas horas, pensaba para mí, todo esto se extinguirá en el silencio del sepulcro.

Le hice beber una parte de la poción, y me senté a su lado, pero continuaba repitiendo: «¡Marido mío! ¡Padre mío! ¡Hermano mío!», contaba hasta doce, imponía silencio y volvía a empezar.

Hacía treinta y seis horas que la había visto por primera vez, había salido y entrado en el aposento varias veces, y me hallaba a su lado cuando su voz se alteró, sus gritos se debilitaron y sus palabras fueron cada vez más confusas. Hice todo género de esfuerzos para favorecer la calma que se apoderaba de ella, y poco tiempo después cayó en profundo letargo.

Esto nos produjo el mismo efecto que cuando el viento y la lluvia cesan de pronto tras una espantosa tormenta. Le desaté los brazos, y llamé a la mujer que la velaba conmigo para colocarla en mejor posición y arreglarle el vestido. Vi entonces que estaba embarazada y perdí la escasa esperanza que tenía de salvarla.

—¿Ha muerto? —preguntó el marqués, esto es, el mayor de los dos hermanos, que entraba en esos momentos, con las botas de camino puestas.

—No —respondí—, pero es probable que vaya a morir.

—Estas gentes del pueblo tienen siete vidas como los gatos —dijo, mirando a la enferma con cierta curiosidad.

—Hay en la desesperación una fuerza prodigiosa —repliqué.

Estas palabras lo hicieron sonreír de pronto, pero después lo irritaron. Empujó con el pie una silla hasta donde estaba la mía, mandó a la criada que se retirase y dijo en voz baja:

—Viendo a mi hermano apurado con estos villanos, le aconsejé que os llamase. Vuestra reputación está aún por construir, sois joven, vais a hacer fortuna y, como es probable que no estéis reñido con vuestros propios intereses, no hablaréis a nadie de lo que acabáis de ver aquí.

Yo escuchaba la respiración de la enferma y no le respondí.

—¿Queréis prestarme atención, doctor?

—Caballero —respondí—, todo lo que tiene relación con los enfermos es sagrado para el médico y guarda sobre este punto la discreción más absoluta.

Evitaba de este modo responder con más franqueza, porque, profundamente turbado por lo que acababa de ver y oír, conocía la necesidad de obrar con la mayor discreción.

La respiración de la enferma era tan difícil de observar que, embebido en el examen del pulso y de los latidos del corazón, no oía nada de lo que decían en el aposento. La vida no estaba completamente extinguida. Volví a sentarme y vi que los dos hermanos me examinaban con atención. Mi recuerdo está aún presente en mi espíritu, y me sería fácil referir las palabras más insignificantes que cambié con ellos; pero tengo que escribir tanto, el frío es tan intenso y me da tanto miedo pensar que pueden sorprenderme y encerrarme en un calabozo privado de luz, que abrevio esta narración.

La infeliz estuvo agonizando ocho días. Una noche, viendo que movía los labios, acerqué el oído y entendí algunas de sus palabras. Me preguntó dónde estaba y quién era, y le respondí; pero en vano traté de saber su nombre: siempre me hizo un gesto negativo y, como su hermano, se llevó el secreto a la tumba.

Hasta entonces no había podido hacerle ninguna pregunta, porque continuamente estaba a la cabecera de la cama uno u otro de los dos nobles sin permitirme que hablase con ella, a excepción de los últimos momentos, cuando ya no les preocupaba lo que podía decirme, como si yo hubiera de morir al mismo tiempo que su víctima. Confieso que más de una vez me estremeció esta idea.

Había advertido cuánto había ofendido su orgullo aquel desafío con un aldeano, con un ser infame y de una edad casi próxima a la infancia. Era para la familia un suceso degradante y ridículo que los martirizaría dolorosamente; pero en cambio no hacía el menor caso de la muerte del joven, de su padre y de su hermana. La mirada del que se había visto obligado a batirse se fijaba con frecuencia en mí, y veía en ella el odio profundo que yo le inspiraba desde la revelación que había recibido del difunto. Era también un motivo de disgusto para su hermano, a quien le repugnaba mi presencia.

La joven murió a las diez de la noche. Hacía ocho días que estaba a su lado. Me hallaba junto a su lecho cuando su cabeza se inclinó suavemente sobre el hombro y acabaron todos sus pesares con su último suspiro.

Los dos hermanos esperaban con impaciencia en la planta de abajo el momento de partir.

—¿Ha muerto por fin? —dijo el mayor cuando entró en la habitación.

—Sí —respondí.

—Te doy la enhorabuena —dijo su hermano, que estaba detrás de él.

Me entregó un cartucho de monedas de oro y yo lo puse sobre la mesa. Me había negado ya el día anterior a aceptar la cantidad que me había ofrecido, porque estaba resuelto a no recibir dinero alguno.

—Perdonad —le dije—, en semejantes circunstancias me es imposible aceptar.

Los dos se miraron, me saludaron y nos despedimos en silencio…

Estoy cansado, abrumado y abatido por el dolor y por mil padecimientos. No puedo leer ya lo que he escrito con trémula mano…

Al día siguiente muy temprano trajeron a mi casa el cartucho de monedas en una cajita donde se veía mi nombre. Pensé toda la noche lo que debía hacer, estaba decidido a escribir al ministro y a informarle confidencialmente de los dos casos de muerte cuyos pormenores acabo de relatar; pero, como no ignoraba las influencias de la corte, las inmunidades de que gozaban los nobles y recelaba que mi carta quedaría sin consecuencias, y a pesar de que este suceso era para mí un caso de conciencia, guardé el más profundo secreto y hasta mi mujer lo ignoraba todo. Finalmente se lo revelé al ministro para que nadie pudiese verse comprometido en este triste asunto del que solo yo estaba enterado.

Era el último día del año y acababa de terminar mi carta cuando entraron a anunciarme que una señora deseaba hablarme…

De día en día estoy más débil, y por momentos veo que mi tarea es superior a mis fuerzas. ¡Tengo tanto frío! Mis miembros se hinchan, la luz es sombría y se hace de noche en mi cabeza.

Aquella señora, que era joven, bella y graciosa, llevaba en su rostro el sello de una muerte prematura. Parecía muy conmovida y me dijo que era la mujer del marqués de Saint Evrémonde. Como el moribundo había dado este título a uno de los dos nobles, lo comparé con la inicial que había visto bordada en la faja, y deduje de esto que el marido de aquella señora era uno de los raptores de la difunta.

Recuerdo todo lo que dijimos en nuestra conversación, pero no puedo escribirlo, porque me tratan con el mayor rigor y tengo miedo de que me espíen.

Aquella señora había descubierto casi todos los hechos de esta dolorosa historia, y sabía la parte que había tomado en ella su marido; pero, ignorando que la joven hubiera muerto, venía a verme con la esperanza de serle útil y manifestarle su compasión, porque trataba por todos los medios de apartar la cólera divina de una familia odiosa a tantos desgraciados.

La marquesa tenía muchos motivos para creer que la difunta había dejado una hermana menor, y su deseo más ardiente era acudir en su auxilio. Sabía yo también que esa joven existía, porque su hermano me lo había dicho, pero ignoro aún su nombre y su paradero…

Muy pronto me quedaré sin papel; ayer me quitaron una hoja amenazándome con el calabozo, y es preciso que termine hoy.

La marquesa era buena y sensible, pero desgraciada en su casa, lo cual era muy natural. Su cuñado la odiaba y ejercía contra ella toda su influencia. La pobre señora tenía miedo, y no era a su marido lo que temía menos. Le di la mano y la acompañé hasta su carruaje, y vi en el carruaje a un niño de dos o tres años.

—Doctor —me dijo, con los ojos bañados en lágrimas—, por amor a este niño me esfuerzo en reparar en cuanto es posible el mal que hacen ellos. ¡Qué carga será para él semejante herencia! Abrigo el presentimiento de que, si no se expían todos estos agravios, le pedirán a él cuentas algún día. Todo lo que poseo es muy poco aparte de mis joyas, pero se lo legaré con la condición expresa de que se lo entregue a los demás miembros de esa desgraciada familia, y le encargaré que busque a la hermana de la pobre víctima y le diga que la he amado como una madre.

La señora abrazó al niño.

—¿Lo prometerás, Charles? —le dijo acariciándolo—. ¿Cumplirás fielmente tu promesa?

Besé la mano de aquella señora a quien no habría de volver a ver.

Cerré la carta sin añadir nada, y no queriendo confiarla a manos extrañas, yo mismo la llevé a su destino.

A las nueve de la noche llamó a mi puerta un hombre vestido de negro, preguntó por mí y siguió a Ernest Defarge, un niño que tenía a mi servicio. Cuando éste entró en la sala, donde estaba con mi mujer —la querida de mi corazón… ¡tan hermosa y tan amable!— vimos a aquel hombre que Defarge creía aún en la antesala y que lo había seguido.

—Os llaman —me dijo— de la calle de Saint Honoré para un caso muy grave; os espera un coche y pronto estaréis de vuelta.

Aquel coche habría de conducirme aquí, a mi tumba. Apenas llegué a la calle, me taparon la boca con una mordaza mientras me ataban los brazos a la espalda. Los dos hermanos salieron entonces de un rincón oscuro, cruzaron la calle y con un ademán testificaron mi identidad. El marqués sacó del bolsillo la carta que había escrito al ministro, me la enseñó, la quemó en la luz de un farol que llevaba en la mano y apagó las cenizas con el tacón del zapato. El coche partió y me encerraron en vida en el sepulcro.

Si Dios les hubiera inspirado la idea de enviarme noticias de mi mujer, de hacerme saber únicamente si está muerta o viva, habría creído que el Señor no los había olvidado. Pero la cruz sangrienta con que están marcados les es fatal, Dios no quiere que participen de Su misericordia, y yo, Alexandre Manette, en esta última noche del décimo año de mi agonía, los denuncio hasta el último de su raza para que en los tiempos venideros tengan que responder de todos estos crímenes; los denuncio al cielo y a la tierra.

Un espantoso y confuso clamor se alzó en todos los puntos de la sala: en él solo se distinguía un rumor de voces sedientas de sangre. El documento que acababa de leerse había exaltado hasta el frenesí el furor vengativo de la época, y ninguna cabeza se habría salvado en Francia, por elevada que estuviera, con tan terrible acusación.

Ante semejante tribunal era inútil preguntar cómo no habían unido los Defarge este documento a todos los que se encontraron en la Bastilla, ni por qué lo habían conservado para hacerlo público cuando les conviniera, e inútil también demostrar que el nombre de aquella familia estaba registrado desde hacía mucho tiempo en los archivos de la taberna y señalado para la venganza del arrabal de Saint Antoine. Aquel cuyas virtudes y servicios hubieran podido compensar el peso de esta denuncia no había nacido aún.

Lo que perjudicaba especialmente al acusado era que el denunciante fuera un ciudadano conocido, su amigo, el padre de su mujer. El populacho aspiraba en su loco entusiasmo a imitar las virtudes más que dudosas de los antiguos republicanos, y quería que se sacrificasen los seres más queridos en el altar de la patria. Por esta razón, cuando el presidente dijo (de lo contrario su cabeza no habría estado segura sobre sus hombros) que el doctor Manette sería aún más honroso para la República si contribuía a extirpar del territorio a una familia de aristócratas, y que experimentaría indudablemente una sagrada alegría en dejar a su hija viuda y a su nieta huérfana con la muerte de un odioso enemigo del pueblo, sus palabras produjeron un brutal arrebato de fervor patriótico, pero no despertaron el menor sentimiento de humanidad.

—Ese doctor es muy influyente —dijo madame Defarge, sonriendo a la Venganza—. ¡Sálvalo, doctor, sálvalo!

El primer juez pronunció su fallo. Un rugido de júbilo acogió su respuesta afirmativa. Votó otro juez y después otro, y un rugido siguió a otro rugido.

Charles Darnay fue declarado culpable por unanimidad de ser aristócrata de corazón y nacimiento, enemigo de la República y opresor del pueblo, y fue condenado a muerte y conducido a la Consergerie para ser ejecutado en un plazo de veinticuatro horas.

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