Historia de dos ciudades

VI. A centenares

VI

A centenares

El doctor Manette vivía cerca de Soho Square en una casa tranquila que hacía esquina. Habían transcurrido cuatro meses desde el fallo del juicio por alta traición; la gente ya lo había olvidado, y un domingo por la tarde del mes de julio el señor Jarvis Lorry cruzaba las calles de Clerkenwell, donde vivía, bajo un sol abrasador: se dirigía a casa del doctor, adonde iba a cenar. Después de dejarse dominar varias veces por la indiferencia en que le sumían los negocios, el señor Lorry había cedido al afecto que le inspiraban el doctor y su hija, y aquel apacible rincón se había convertido en el sol de su vida.

Aquel agradable domingo el señor Lorry dirigía sus pasos a Soho Square a primera hora de la tarde por tres acostumbradas razones. La primera, porque, los domingos agradables, solía dar un paseo, antes de cenar, con el doctor y con Lucie; la segunda, porque, los domingos desapacibles, se había habituado a pasar con ellos el día como amigo de la familia, charlando, leyendo o asomándose a la ventana; y la tercera, porque tenía que aclarar algunas dudas y estaba lo suficientemente al tanto de los hábitos de sus amigos para saber cuál era el momento más favorable del día para satisfacer su curiosidad.

Difícil habría sido encontrar en toda la ciudad de Londres una casa mejor situada que la del doctor: no estaba en medio de ningún camino, y desde sus ventanas se veía una calle espaciosa, abierta al aire y al sol, y con un aspecto tranquilo que invitaba al recogimiento. Copudos árboles alzaban su follaje al otro lado de Oxford Road, en un recinto cubierto de césped y flores silvestres, donde hoy solo se ve un gran montón de ladrillos surcado por calles bulliciosas. Así pues, las brisas del campo circulaban en aquella época con desahogo por Soho Square en vez de penetrar lánguidamente como pobres que salen de la casa de caridad, y había en la vecindad numerosos jardines donde daba el sol de mediodía y maduraban los albérchigos en su estación.

El sol alumbraba radiante la casa del doctor toda la mañana, y la dejaba en la sombra a las horas de calor más intenso, pero nunca se alejaba tanto como para escatimar su resplandor. Era un refugio bendito, abrigado en invierno, fresco en verano, pacífico sin tristeza y prodigioso por sus ecos; un verdadero remanso al final de unas calles donde atronaban el ruido y el movimiento.

Tenía que haber un tranquilo velero en semejante fondeadero, y lo sabía. El doctor ocupaba dos plantas de una casa grande y silenciosa, donse se decía que se desempeñaban varios oficios, de los que poco ruido se oía durante el día, y ninguno durante la noche. En un edificio al fondo, accesible a través de un patio donde murmuraba el follaje de un magnífico plátano, se decía que se construían órganos de iglesia y se cincelaban metales, y que batía el oro un gigante misterioso con un brazo dorado que salía de la fachada y parecía amenazar a los transeúntes con convertirlos en su metal precioso. Apenas se veían más que de vez en cuando los hombres que trabajaran en estos oficios; y no eran menos invisibles un solterón que, según se decía, habitaba el último piso, y un tapicero de coches que, si se daba crédito a la opinión pública, tenía su despacho en uno de los locales del entresuelo. Pero, si los habitantes eran silenciosos hasta el punto de hacer dudar de su existencia, los gorriones del plátano y los ecos del barrio, que parecían tener su centro en la vivienda del doctor, cantaban y resonaban libremente desde el domingo por la mañana hasta el sábado por la noche.

El doctor Manette atendía en su casa consultas que iban atraídas por sus méritos y más aún por el recuerdo de su cautiverio, cuya historia se refería en voz baja y pasaba de boca en boca. Debía además a sus profundos conocimientos, a los cuidados asiduos que prodigaba a sus enfermos y a la habilidad desplegada en interesantes ensayos, una clientela numerosa que le retribuía lo suficiente para vivir con comodidad y hasta con lujo.

Todas estas circunstancias recordaba el señor Lorry cuando llamó a casa del doctor aquel agradable domingo del mes de julio.

—¿Está en casa el doctor Manette? —preguntó el banquero.

—No, pero va a volver pronto.

—¿Y la señorita Lucie?

—Ha salido con su padre.

—¿Y la señorita Pross?

—Probablemente está en su cuarto, pero no sé si puede recibiros.

—No se preocupe —dijo el señor Lorry—; esperaré en la sala.

Aunque la hija del doctor había salido de Francia siendo muy niña, debía sin embargo a su país natal la facultad de hacer mucho con pocos recursos, facultad preciosa que es uno de los rasgos más útiles y apreciables de los franceses, en los cuales parece innata. Los muebles eran sencillos, pero estaban adornados con tanta gracia que, a pesar de su escaso valor, producían un bonito efecto, y la colocación de cada objeto, desde el más valioso hasta la más insignificante bagatela, la armonía de los colores, la elegante variedad y el ingenioso contraste elaborado por manos delicadas y ojos llenos de finura y penetración, así como el buen gusto, constituían un delicioso conjunto y recordaban de tal manera a su autora que parecía que las sillas y las mesas preguntaran al señor Lorry, con aquella expresión que tan gratamente resonaba en su oído:

—¿Os parece bien?

El invitado no se cansaba de mirar a un lado y a otro, y sonreía con beneplácito descubriendo en todas partes la mano hábil que había combinado todas aquellas naderías con tanta gracia y tan buen gusto.

Cruzó los tres aposentos que formaban en el primer piso la vivienda del doctor, cuyas puertas estaban abiertas para que el aire circulase libremente, y se paró primero en un coqueto salón donde estaban los pájaros, las flores, los libros, la mesa de labor y la caja de colores de Lucie. Después pasó al gabinete de consultas, que servía al mismo tiempo de comedor, y se encontró por fin en una habitación que daba al patio, lleno de sombras movedizas proyectadas por las hojas agitadas del plátano. Allí dormía el doctor, y se veían en un rincón el viejo banquillo y la cesta con los instrumentos de zapatero que tenía en la buhardilla del arrabal de Saint Antoine.

—Me admira —dijo el señor Lorry mirando los instrumentos— que el doctor haya conservado ese triste recuerdo de sus años de dolor.

—¿Y por qué os ha de admirar? —preguntó bruscamente una voz que le hizo estremecer.

Hacía esta pregunta la señorita Pross, la mujer hercúlea de cabellos rojos y manos robustas que había conocido el señor Lorry en la Fonda del Rey Jorge y que desde entonces era su amiga íntima.

—Yo habría dicho que…

—No digáis nada —dijo la señorita Pross, interrumpiéndolo—. ¿Estáis sin novedad? —añadió inmediatamente, indicando que deseaba cambiar de tema.

—Estoy bien y os doy las gracias por vuestra atención —respondió el señor Lorry con dulzura—. Y vos, señorita Pross, ¿estáis bien?

—No como quisiera.

—¿Qué tenéis?

—¿Cómo queréis que esté bien si mi niña me pone continuamente fuera de quicio?

—¿Qué decís?

—¡Ah! Por favor, no hablemos de eso, o me dará un ataque de nervios.

—No os quiero tan mal, señorita Pross.

—Lo creo, lo creo —repuso la anciana aya de Lucie—. Os decía, pues, que estoy fuera de quicio.

—¿Puedo preguntaros la causa?

—Es fácil de explicar; me impacienta, me desespera que personas indignas de mi niña tengan la imprudencia de venir aquí a docenas para verla desde la calle.

—¿Vienen aquí a docenas a ver a la señorita Lucie?

—¡A centenares! —añadió la señorita Pross.

Uno de los rasgos característicos de aquella buena mujer (así como de muchas personas de su sexo y del nuestro) consistía en abultar la proporción que acababa de enunciar si alguien la ponía en duda.

—¡Cielos! —exclamó el señor Lorry.

—He vivido con mi hermosa Lucie —prosiguió la señorita Pross—, o más bien ella me paga desde hace quince años para vivir conmigo, lo cual no habría permitido nunca (que me pagase, por supuesto) si hubiera podido atender a los gastos de la casa, y lo que sucede es terrible, ¿no es cierto?

El señor Lorry, que no entendía una palabra de lo que decía la señorita Pross, se contentó con mover la cabeza.

—Hombres que no son dignos de besar el suelo que pisa vienen de todas las partes del mundo… y vos habéis sido el primero.

—¿Yo? —dijo el señor Lorry con sorpresa.

—¿No fuisteis vos el que desenterró a su padre?

—Cierto es, pero decís que yo he sido el primero…

—Y no habéis sido el último. No lo digo tanto por vos como por los demás, ni acuso por eso al doctor, que no es digno de tener una hija como mi hermosa Lucie, pero es terrible… muy terrible que venga tras él una multitud de personas a robarme el corazón de mi adorada niña.

El señor Lorry tenía ya noticia de los celos del aya, pero sabía al mismo tiempo que tras aquella apariencia repulsiva se encerraba uno de esos seres leales que únicamente se encuentran entre las mujeres; criaturas excelentes que, bajo la influencia de la admiración y el amor más puro, se vuelven esclavas de la juventud que han perdido, de la belleza que no tuvieron jamás y del talento que no han podido formar, y que saludan en los demás las brillantes esperanzas de las que estuvo siempre desheredada su vida desierta y sombría.

El señor Lorry había vivido lo suficiente para apreciar el valor del servicio de un corazón tan fiel, y en su respeto por tan humilde adhesión, tan desinteresada como incansable, situaba a la señorita Pross (cada cual tiene sus ideas en materia de justicia distributiva) infinitamente más cerca de los ángeles que a muchas señoritas más favorecidas por la naturaleza, instruidas, de buen tono y que tenían en la Banca Tellsone cuentas corrientes con sumas respetables.

—No he conocido aún un hombre que sea digno de mi Lucie —continuó la excelente aya—, y el único era mi hermano Salomon antes de pagar mi cariño con ingratitud.

El señor Lorry sabía desde hacía algún tiempo que el hermano de la señorita Pross era un malvado que, después de haber gastado sin vergüenza cuanto poseía, la había abandonado sin remordimiento en la más profunda miseria. De esta muestra de ingratitud hablaba la buena aya, y el cariño que continuaba profesando a un hermano tan desnaturalizado, y su insistencia en no ver más que una muestra de ingratitud en la conducta de aquel infame, aumentaba el aprecio del señor Lorry por su carácter generoso y leal.

—Ya que estamos solos y somos personas formales —dijo—, permitidme que os haga una pregunta.

—Hablad, señor Lorry.

—El doctor, en sus conversaciones con su hija, ¿ha recordado alguna vez la época en que hacía zapatos?

—No.

—Sin embargo, conserva sus instrumentos y su banquillo.

—No he dicho que dejase de pensar nunca en eso —respondió la señorita Pross, moviendo lentamente la cabeza.

—¿Creéis que piensa mucho?

—Sí.

—Figuraos, pues, que…

—No me figuro nada —dijo el aya interrumpiéndolo.

—Suponed, pues… ¿No hacéis nunca suposiciones?

—Algunas veces.

—Suponed, pues —continuó el banquero—, que el doctor haya conservado alguna sospecha acerca del motivo que impulsó a los que le encerraron en el calabozo. ¿Creéis que ignora el nombre de sus enemigos?

—No supongo nada, y sobre ese punto no sé más que lo que me ha contado mi hermosa Lucie.

—¿Qué cree Lucie?

—Que lo sabe todo.

—No os enojéis por mis preguntas, porque soy un hombre cansado, como buen hombre de negocios. Vos también sois…

—¿Una mujer cansada? —preguntó la señorita Pross con buen humor.

—Por el contrario sois una mujer de carácter positivo y práctico; eso es lo que quería decir. Pero volvamos a nuestro asunto. ¿No es extraño que el doctor Manette, cuya inocencia es indudable para todo el mundo, evite con tanto cuidado hablar de su prisión? No lo digo por mí, aunque estemos unidos desde hace tantos años por relaciones de negocios y sea hoy uno de sus íntimos, sino por su hermosa hija, por Lucie, a quien ama tanto y que tanto le ama. Creedme, señorita Pross, si entro en esta cuestión lo hago no por curiosidad, sino por el interés que me inspira el doctor.

—Por lo que he podido llegar a comprender, y ya sabéis que mi comprensión es muy limitada —dijo el aya bajando la voz—, creo que el doctor tiene miedo de tocar ese punto.

—¿Por qué?

—Es muy natural. ¿Queréis que recuerde los padecimientos que le hicieron perder la razón para exponerse al peligro de turbar su inteligencia y tal vez de volverse loco otra vez? Por otra parte, es un recuerdo que nada tiene de agradable.

Esta reflexión era más profunda de lo que esperaba el señor Lorry de la tosca inteligencia del aya.

—Tenéis razón —dijo—, tenéis razón. Es terrible pensar en tales cosas. Sin embargo, dudo de que sea conveniente que el doctor se guarde para sí tan espantoso recuerdo, y la inquietud que me causa esta duda es la que me ha inducido a plantear esta entrevista secreta.

—Nada podemos hacer para remediarlo —dijo la señorita Pross, moviendo la cabeza con expresión sombría—. Cada vez que se toca el tema, el doctor se transforma de una manera terrible, y creo que lo mejor es no hablar de él. Por otra parte, estoy segura de que no contestaría si se le hiciesen preguntas que pudiesen despertar sus recuerdos. Algunas noches se levanta de pronto y se pasea por su cuarto horas y horas; nosotras lo oímos, porque dormimos debajo y sus pisadas resuenan en nuestra cabeza. Mi hermosa Lucie me dice que en esos momentos su imaginación vive en el pasado y que cree estar paseando en su calabozo, como en otro tiempo. La señorita sube entonces a su cuarto y los dos andan… andan… andan de un extremo a otro hasta que la presencia de su hija le hace volver en sí, y detiene sus pasos no solo con sangre fría, sino con todo el juicio que manifiesta cuando está despierto. Sin embargo, oculta a Lucie el motivo de su agitación, y mi hermosa niña ha llegado a la conclusión de que es preferible no despertar ese recuerdo.

La manera en que la señorita Pross, al repetir las palabras «andan… andan… andan de un extremo a otro», había expresado la penosa monotonía de una idea dominante, demostraba, aunque ella insistía en admitir que su comprensión era muy limitada, que no le faltaba, en algunos casos, imaginación.

Hemos dicho que la habitación del doctor estaba situada en un sitio prodigioso para los ecos. Así pues, mientras la señorita Pross contaba las idas y venidas del doctor Manette y de su hija, el señor Lorry habría podido creer que oía el paseo del preso al oír los pasos que resonaban en su oído, de no haber sabido cuál era su origen.

—Ya vienen —dijo el aya, levantándose para dar fin a la conversación—, ya vienen, y muy pronto vendrán todos los demás.

La habitación era tan curiosa por sus propiedades acústicas, una especie de oreja donde todos los sonidos convergían de una manera tan extraña, que el señor Lorry, que se había asomado a la ventana, creyó que no iba a ver llegar nunca al doctor y a Lucie, cuyos pasos, sin embargo, no dejaba de oír. No solo moría su eco, como si los pasos hubieran desaparecido, sino que se oían ecos de otros pasos que nunca se acercaban, y que morían cuando más cerca parecían estar.

Sin embargo, el padre y la hija aparecieron a los pocos minutos, y la señorita Pross corrió inmediatamente a la puerta de la calle a recibirlos. A pesar de su apariencia, de su elevada estatura, de su vestido estrecho y de su rostro vulgar, enternecía verla coger el sombrero de Lucie, quitarle el polvo cariñosamente con el pañuelo y alisar sus hermosos cabellos con tanto orgullo como si tan rica cabellera fuera suya y ella fuese la más vanidosa de las mujeres. Y causaba dulce placer ver a Lucie darle las gracias, abrazarla con efusión y protestar por las molestias que se tomaba por ella, lo cual, sin embargo, decía riendo para no ofenderla, porque de otro modo el aya no habría podido contener las lágrimas. Y era también un espectáculo tiernísimo el que ofrecía el doctor, contemplando a una y a otra, reprendiendo a la señorita Pross porque mimaba a Lucie y probando con su tono y con sus ojos que él la habría mimado más aún si hubiese sido posible. Finalmente, no era menos interesante contemplar al señor Lorry, radiante de júbilo bajo su pequeña peluca, y dando gracias a su estrella de solterón por haberle concedido en su vejez todas las dichas del hogar.

Pero nadie más pudo gozar de este cuadro de familia, y el señor Lorry esperó en vano a los que había anunciado el aya: llegó la hora de comer, pero no los que acudían a centenares.

La señorita Pross estaba encargada de la dirección doméstica de la casa, y desempeñaba su cargo de una manera portentosa: sus comidas eran tan sencillas y al mismo tiempo tan bien hechas, la pulcritud de la mesa era tan tentadora para el apetito, y la cocina, medio inglesa y medio francesa, de tal perfección que no podía imaginarse que hubiera manjares más exquisitos. La excelente aya, preocupada constantemente por el bienestar de aquellos a los que servía con amor, había registrado toda la vecindad para averiguar el paradero de unas pobres francesas que, tentadas por sus regalos, le habían revelado todos sus secretos culinarios, y el talento que le habían infundido estas hijas de la Galia era tan prodigioso que las dos criadas que tenía a sus órdenes la creían bruja o el hada madrina de Cenicienta, capaz de tomar un pollo, un conejo o una legumbre cualquiera y transformarlos en lo que se le antojase.

La señorita Pross comía los domingos a la mesa del doctor, pero entre semana lo hacía a horas desconocidas, ya en las bajas regiones donde estaba la cocina, ya en el cuarto azul que ocupaba en el segundo piso y donde nadie entraba a excepción de Lucie. En la presente ocasión desplegó todo el buen humor de que era capaz para corresponder a las atenciones con que la colmaba Lucie y la comida fue de lo más agradable.

Después de los postres (el calor era insoportable), Lucie propuso ir a sentarse a la sombra del plátano y, como sus más insignificantes deseos eran órdenes para cuantos la rodeaban, todos se levantaron inmediatamente. La joven se había convertido, desde hacía algún tiempo, en la copera del señor Lorry; y mientras charlaban a la sombra del plátano nunca dejaba que se le vaciara la copa. Las paredes y los techos misteriosos eran testigos de sus sonrisas mientras las ramas del plátano murmuraban sobre sus cabezas.

No tardó en llegar el señor Darnay para ensanchar el círculo familiar, pero no era más que uno, y continuaban ausentes los centenares de individuos anunciados por la señorita Pross.

El doctor y su hija recibieron a Charles con afectuosa solicitud, pero el aya sintió tanta inquietud y un temblor tan extraño que se vio obligada a retirarse; era el malestar que la aquejaba y que ella llamaba su crisis nerviosa.

Nunca había estado el padre de Lucie tan alegre y tranquilo; tenía especialmente un aspecto juvenil que destacaba aún más visiblemente la semejanza con su hija, y era delicado observar la misma expresión de dicha en los dos rostros, que formaban entonces un grácil conjunto. Lucie tenía la cabeza apoyada en el hombro del doctor Manette, cuyo brazo descansaba en el respaldo de la silla de su hija.

Se hablaba de edificios antiguos, y el doctor tomaba parte en la conversación con un entusiasmo fuera de lo común, cuando el señor Darnay le preguntó si había visto la Torre de Londres.

—Estuve un día con Lucie —respondió—, y la vimos de paso, pero nos bastó para comprender el inmenso interés que despierta.

—Yo la he visto más despacio, ya os acordaréis —continuó el señor Darnay con amarga sonrisa—, y, a pesar de haber vivido en ella, estoy menos enterado tal vez que vos de su historia. Me contaron, sin embargo, un incidente bastante curioso que se produjo mientras estaba preso. Habiendo entrado los albañiles en un antiguo calabozo para hacer una reparación, no sé cuál, entre las fechas, los nombres, las quejas y las oraciones que cubrían las paredes de aquella mazmorra vieron en un rincón tres letras mayúsculas grabadas por una mano temblorosa y, sin duda, con el auxilio de un mal instrumento. Se creyó al principio que las tres letras, D, I y C, eran iniciales, pero, mirándolas más cerca, se vio que la última era una G. Ahora bien, como las iniciales no se referían a ninguno de los presos que habían ocupado el calabozo, llegaron a la conclusión de que no formaban una sigla sino una palabra y que esta palabra era dig. Hecho este descubrimiento, se examinó el trozo de la pared donde estaba la inscripción y, después de levantar una piedra, se encontró un pedazo de papel medio podrido entre los restos de una cartera y un saquito de cuero. Fue imposible saber lo que había escrito el preso, pero es evidente que algo había escrito ahí, y que lo había puesto allí para ocultarlo a los ojos de los carceleros.

—¿Qué tenéis, padre? —exclamó Lucie con terror—. ¿Os sentís indispuesto?

El doctor se había levantado repentinamente, llevándose las dos manos a la cabeza y con una mirada que los aterró a todos.

Sin embargo, se dominó casi al momento y dijo:

—No, hija mía; no siento nada. Me han caído en la frente algunas gotas que me han causado una impresión desagradable. Creo que haríamos bien en retirarnos.

Llovía, en efecto, y caían gruesas gotas, y el doctor enseñó una de sus manos mojadas, pero no se dijo una palabra del episodio con que había concluido la conversación. Sin embargo, a lo largo de la velada, el señor Lorry detectó, o creyó detectar, en el rostro del doctor, cada vez que se encontraba con la mirada del señor Darnay, la misma peculiar expresión que le había visto en los pasillos de los juzgados.

El doctor, sin embargo, se repuso tan rápidamente que el señor Lorry empezó a dudar de su perspicacia de hombre de negocios. El brazo del gigante dorado que salía de la fachada no era más firme de lo que lo era el doctor cuando se detuvo para indicarles que aún no estaba preparado para las pequeñas sorpresas (y quizá no lo estaría nunca), y que la lluvia lo había asustado.

Había llegado el momento de tomar el té y la señorita Pross desempeñó su cometido con su talento habitual a pesar de una nueva crisis nerviosa.

Sin embargo, la temida multitud no aparecía y, aunque era verdad que acababa de entrar el señor Carton en la sala, todavía no había más que dos personas extrañas, un número muy distinto de los centenares anunciados.

La noche era tan bochornosa que, aunque tenían abiertas puertas y ventanas, el calor los sofocaba. Cuando acabaron de tomar el té, todos se acercaron a las ventanas y contemplaron la oscuridad, que por momentos se hacía más densa. Lucie estaba al lado de su padre; el señor Darnay, junto a ella, y el señor Carton, en la ventana contigua. El viento de la tormenta que entraba en la sala en furiosas bocanadas, seguidas de relámpagos vivísimos y lentos truenos, hinchaba las cortinas blancas, que flotaban como las alas diáfanas de una sombra seráfica.

—Las gotas son aún gruesas y escasas —dijo el doctor—. ¡Con qué lentitud llega esa tormenta!

—¡Y con qué furia tan concentrada! —añadió el señor Carton.

Y hablaban en voz baja como siempre hablan los que esperan, entre las sombras, la luz de los relámpagos.

Corría la gente en las calles buscando un refugio y, como el eco maravilloso multiplicaba el rumor de los pasos, se habría dicho, a pesar de que la calle estaba desierta, que una inmensa multitud pasaba por debajo de la ventana.

—El rumor de la multitud llega hasta aquí y, no obstante, la soledad nos envuelve —dijo Charles escuchando los ecos.

—¿No os impresiona? —preguntó Lucie—. De mí puedo decir que cuando llega la noche y me siento junto a esta ventana… pero prefiero callarme, porque solo de pensarlo… me estremezco. ¡La noche está tan oscura… tan imponente!

—Continuad, señorita: os acompañaremos si os estremecéis —dijo el señor Darnay.

—Es muy posible que lo que voy a decir no os impresione —dijo Lucie—: las ideas fantásticas que cruzan por nuestra cabeza deben toda su influencia a nuestro propio carácter, y no puede comunicarse la conmoción que nos producen. Vais a comprobarlo luego: cuando llega la noche y me siento junto a esta ventana, me parece que el rumor de ese vaivén que me trae el eco son pasos de personas que se acercan entre las sombras para mezclarse en nuestra existencia.

—Si eso es cierto, muy considerable será la multitud que un día habremos de encontrar en nuestro camino —dijo el señor Carton.

Los pasos eran por momentos más numerosos y precipitados y, al repetirlos, el eco despertaba otros ecos. Resonaban intensamente por todas partes; se oía a la multitud correr bajo las ventanas, agruparse en la sala, ir y venir, detenerse, correr a lo lejos y desembocar en las calles vecinas, y, sin embargo, no se veía a nadie.

—¿Todos esos pasos acudirán a nosotros en masa o se dividirían para seguirnos por separado, señorita?

—Lo ignoro, señor Darnay; es un pensamiento fantástico que no merece discutirse. Cuando se me ocurrió estaba sola, y me imaginé, como os decía antes, que eran los pasos de individuos que algún día habrían de entrar en mi vida y en la de mi padre.

—Que vengan todos a encontrarme —dijo Carton—; no impongo restricciones; no reclamo, no estipulo nada. Es verdad que una gran muchedumbre se agita y se dirige hacia todos nosotros, señorita; la veo a la luz de los relámpagos.

Un vivo resplandor iluminó la sala al pronunciar Carton estas palabras y éste tendió hacia él la mano con indolencia sin apartarse de la ventana.

—Ya la oigo —prosiguió, después de un formidable trueno—; viene rápida y furiosa.

Hacía alusión a la tormenta y a los nubarrones que huían por el negro firmamento. La lluvia que cayó de súbito ahogó su voz y todos guardaron silencio. Jamás habían visto tan espantosa tempestad. No hubo un momento de descanso entre los truenos que se cruzaban en la oscuridad y bramaban en medio de los relámpagos y de la lluvia torrencial, hasta que, a medianoche, asomó la luna.

La campana mayor de San Pablo acababa de dar la una en el aire tranquilo y puro cuando el señor Lorry, escoltado por Jerry, que llevaba un farol, se disponía a volver a su casa. Para trasladarse de Soho Square a Clerkenwell hacía falta cruzar ciertos parajes solitarios, y el socio de Tellsone, que pensaba sin cesar en los ladrones, no olvidaba nunca hacerse acompañar por Jerry y su farol, aunque por lo regular salía de casa del doctor antes de las once.

—¡Qué tiempo, Jerry, qué tiempo! —dijo—. Un tiempo capaz de levantar a los muertos del sepulcro.

—Cosa igual no he visto en mi vida —respondió Jerry—, y espero que nunca vea resucitar a nadie.

—¡Buenas noches, señor Carton! —dijo el señor Lorry—. ¡Buenas noches, señor Darnay! ¡Qué tormenta! ¿Habrá otra igual y la veremos juntos?

Quién sabe. Tal vez vean algún día arrojarse sobre ellos a la multitud, rugiente e imparable.

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