Historia de dos ciudades

XIX. Una consulta

XIX

Una consulta

Vencido por el cansancio y la inquietud, pero sin abandonar su puesto, el señor Lorry había llegado a dormirse. La claridad del día que brillaba en la sala, donde reinaba la oscuridad cuando le había sorprendido el sueño, le despertó bruscamente. Era el décimo día de su cruel espera.

Se frotó los párpados para despertarse, se acercó a la puerta, echó una ojeada al gabinete del doctor y se imaginó que soñaba, porque no solo estaban las herramientas del zapatero, el banquillo y el zapato en el rincón donde los habían dejado la noche anterior, sino que el doctor Manette estaba cerca de la ventana leyendo con atención, vestido con bata y expresando en su rostro pálido la calma y la inteligencia.

El señor Lorry tuvo que apoyarse para no caerse en su vértigo; estaba seguro de que no dormía, y empezaba a creer que todo lo que había padecido esos nueve días no había sido más que una horrible pesadilla. ¿No tenía allí, justo delante, al padre de Lucie con el traje que llevaba todas las mañanas, con su aspecto y su ocupación habituales? ¿Veía en el gabinete el menor indicio de aquel acto de demencia del que conservaba una impresión tan viva?

Pero la respuesta era evidente: si la inquietud que había sentido no había tenido un motivo real, si todo lo que creía haber visto no había sido más que un sueño, ¿cómo es que se hallaba en aquel sitio él, Jarvis Lorry de la Banca Tellsone? ¿Cómo había ido a dormir vestido en un sofá, cerca del gabinete del doctor Manette? ¿Cómo, en fin, se hacía estas preguntas en la puerta de aquel gabinete a una hora tan impropia para una visita?

Algunos minutos después el aya le hablaba al oído y, si el hombre de negocios hubiera albergado aún alguna duda, las palabras de la señorita Pross habrían acabado de convencerle; pero había recobrado completamente su presencia de ánimo y se acordaba muy bien de todo lo que había sucedido.

Después de discutir el sistema que debían seguir, ambos convinieron dejar al doctor ocupado en su lectura hasta la hora en que acostumbraba almorzar, y sentarse a la mesa con él como si nada hubiera ocurrido. La señorita Pross, sometiéndose enteramente a la opinión del señor Lorry, observó al pie de la letra lo acordado y, habiendo tenido éste tiempo suficiente para dedicarse a los cuidados metódicos de su aseo cotidiano, compareció a la hora del desayuno con la camisa blanca, las medias inmaculadas y la pulcritud que se admiraba en él siempre. El doctor, avisado por la fórmula de costumbre de que el desayuno estaba dispuesto, se dirigió al comedor, con una actitud que no revelaba vacilación ni sorpresa.

En la medida en que era posible comprenderlo sin renunciar al acercamiento gradual y prudente que el señor Lorry consideraba necesario para su seguridad, el doctor parecía creer que la boda de su hija se había celebrado el día anterior. Una alusión indirecta hecha con intención por el hombre de negocios, relativa al día de la semana y del mes en que se hallaban, le hizo reflexionar y le produjo un malestar evidente. Sin embargo, estaba tan completamente libre de su delirio que el señor Lorry se decidió a pedirle cierto consejo que hacía mucho tiempo que deseaba pedirle. Así pues, cuando el aya quitó las tazas y el doctor se quedó solo con él, le dijo con voz afectuosa:

—Querido Manette, tengo un vivísimo deseo de conocer vuestra opinión, enteramente confidencial, sobre un caso muy curioso que me interesa sobremanera. Cuando digo muy curioso, hablo por mí, y es muy posible que con los conocimientos que tenéis sobre semejante materia penséis de una manera muy distinta.

El doctor echó un vistazo a sus manos ennegrecidas por el trabajo y no pudo ocultar su turbación; luego escuchó atentamente.

—Querido Manette —continuó el señor Lorry tocándole el brazo—, el caso de que os hablo se refiere a un hombre a quien apreciáis como un hermano. Os suplico que me prestéis toda la atención que os sea posible y que me deis un consejo: os lo pido por el bien de ese amigo y especialmente de su hija, ¿lo oís, doctor? Por su hija.

—Si entiendo bien —dijo el doctor en voz baja—, ¿se trata de una conmoción mental?

—Precisamente.

—Sed explícito —repuso el doctor—, y no omitáis el menor detalle.

—Se trata, en efecto, amigo mío, de una conmoción ya muy antigua y prolongada, muy aguda y severa, que afectó a los sentimientos y… y al estado mental, como bien expresáis. El estado mental. Se trata de una conmoción espantosa que aquejó al paciente no se sabe cuánto tiempo, pues no creo que ni él mismo pudiera calcularlo y no hay otros medios de hacerlo. Tampoco podría explicar de qué manera paulatinamente insensible recobró sus abatidas fuerzas; así se lo he oído declarar en público de un modo que no olvidaré nunca. En una palabra, superó tan terrible conmoción, y fue tan completa su curación que hoy es un hombre de elevada inteligencia, capaz de esfuerzos sostenidos, tanto en lo moral como en lo físico, y que aumenta de día en día la suma de conocimientos que poseía en otro tiempo. Pero, desgraciadamente, hemos tenido —el señor Lorry hizo una pausa y exhaló un profundo suspiro— una ligera recaída —añadió por fin.

—¿De larga duración? —preguntó el doctor.

—De nueve días.

—¿Con qué síntomas se ha manifestado? Supongo —el doctor se miró las manos— que el enfermo habrá vuelto a tomar cierta ocupación íntimamente ligada a esa conmoción.

—Así ha sucedido.

—¿Habéis tenido ocasión —continuó el doctor con firmeza aunque en voz baja—, habéis tenido ocasión de verle en otro tiempo entregado a la ocupación de la que habláis?

—Sí, una vez.

—¿Se ha parecido en esta última recaída de algún modo a lo que era entonces?

—En todos los sentidos.

—Hablabais de su hija; ¿sabe ella que ha tenido esa recaída?

—No, se ha guardado el secreto, y espero que nunca lo sepa. Solo han tenido noticia de esa desgracia el amigo y otra persona en quien se puede confiar igualmente.

El doctor Manette estrechó la mano al señor Lorry, y murmuró:

—¡Cuánta bondad! ¡Qué delicadeza y qué atenciones!

El señor Lorry estrechó también la mano del doctor, y hubo un momento de silencio.

—Querido amigo —continuó por fin el señor Lorry con el tono más discreto y afectuoso—, soy un hombre de negocios, incapaz como sabéis de luchar contra tales inconvenientes; no cuento con el saber ni con el talento necesarios; necesito un guía, y no conozco a nadie que me inspire sobre este punto tanta confianza como vos. Responded a mis preguntas: ¿cuál ha sido la causa de esa recaída? ¿Debo temer que se repetirá? ¿Puede impedirse que tenga otras? ¿Qué tratamiento podríamos seguir si así sucediera por desgracia? Nadie ha sentido más vivo deseo de ser útil a un amigo como yo por la persona de quien os hablo, pero ignoro el medio. Si vuestros conocimientos y experiencia me ayudaran, estoy segurísimo de que lo conseguiría pero, abandonado a mi propia suerte, ¿qué queréis que haga? Dadme, pues, vuestro consejo para que pueda ser útil a mi amigo.

El doctor, con una actitud que revelaba reflexión, estuvo algún tiempo sin responder.

—Es probable —dijo al fin, rompiendo el silencio con esfuerzo— que vuestro amigo previera esa recaída de la que habláis.

—¿La temía? —preguntó el señor Lorry.

—Sí, mucho —dijo el doctor, estremeciéndose involuntariamente—; no podéis ni imaginar qué peso tan horrible es para su alma ese temor, y cuán difícil, por no decir imposible, le sería explicar la angustia que le oprime.

—¿Sería para mi amigo un alivio contar, haciendo un esfuerzo, esas penas a alguien?

—Creo que sí, pero, como acabo de deciros, le sería muy difícil, y, hasta en ciertos casos, completamente imposible.

—¿Cuál es a vuestro parecer la causa de ese nuevo ataque? —preguntó el señor Lorry, apoyando su mano en el brazo del doctor.

—Creo —respondió— que diversos incidentes han despertado en vuestro amigo todo un orden de ideas y de recuerdos que fueron el origen del mal; que pensamientos e imágenes dolorosas habrán renacido en su mente de una manera demasiado viva, y que es probable que temiera desde hacía tiempo esa crisis, porque sabía qué asociación de ideas crearía en él un hecho… una circunstancia particular, a la cual trató en vano de acostumbrar su espíritu, pero el esfuerzo que esta preparación le exigía tal vez haya vuelto a abrir todas sus heridas.

—¿Creéis que se acuerda de lo que le ha ocurrido en esta última crisis? —preguntó el señor Lorry, vacilando.

El doctor lo negó con desconsuelo, y respondió en voz baja:

—No, de nada.

—¿Y qué debemos esperar?

—Tengo confianza en el porvenir —repuso el doctor, recobrando su firmeza—, al ver que Dios ha permitido en su misericordia que esta crisis no fuese más larga; así pues, podéis confiar. Vuestro amigo ha sucumbido bajo el dolor que reanimaban las circunstancias, no ha podido resistir a la presión de los hechos y las tinieblas han penetrado en su cabeza; pero, habiéndose curado tan pronto, espero que no haya nada que temer.

—Me dais un gran consuelo y doy gracias a Dios —exclamó el señor Lorry.

—Sí, demos gracias a Dios —repitió el doctor, inclinándose con respeto.

—Hay dos puntos más sobre los cuales quisiera que aclaraseis mis dudas —continuó el banquero—; ¿me permitís que…?

—No podríais prestar mayor servicio a vuestro amigo —dijo el doctor Manette, interrumpiéndole y tendiéndole la mano.

—Continuaré, pues: el hombre notable del que hablamos es en extremo laborioso y emplea en sus tareas una energía poco común; deseando incesantemente acrecentar su instrucción, estudia sin descanso, hace numerosas investigaciones, se dedica a diversos experimentos; en una palabra, tiene la imaginación constantemente absorta en algún profundo problema. ¿No hay un peligro en este exceso de trabajo?

—Creo que no; la índole de su inteligencia exige tal vez que esté siempre ocupado. Esa necesidad imperiosa, que le es natural, ha crecido extraordinariamente por culpa de sus penas, y cuanto menos ocupadas estén sus facultades intelectuales en el estudio, más habéis de temer que se entreguen a ideas perniciosas y tomen un mal camino. Vuestro amigo habrá podido hacer esta observación y convencerse de su exactitud.

—¿Creéis, pues, que le conviene el estudio?

—Lo creo con certeza.

—Sin embargo, amigo mío, ¿y si el trabajo llegase a ser superior a sus fuerzas?

—Dudo de que esto suceda, querido Lorry. Toda la energía de ese hombre ha sido impulsada con violencia hacia un punto, y necesita un contrapeso.

—Perdonad que presente una objeción, doctor: soy, como sabéis, eminentemente práctico y dotado de esa constancia que se adquiere en los negocios. Supongamos por un momento que el trabajo haya superado a sus fuerzas: ¿creéis que el trastorno que de tal situación se derivara se manifestaría en un nuevo ataque de la antigua enfermedad?

—No lo creo —respondió el doctor Manette con convicción—; solo una cosa, un solo caudal de ideas podría acarrear la consecuencia que suponéis, y puedo afirmar que en adelante sería necesario hacer vibrar esa cuerda con terrible violencia para que el mal se renovase. Después de lo que ha sucedido, no veo nada lo bastante fuerte para conducir a semejante choque, y la conmoción más poderosa ha producido ya todo su efecto.

Hablaba con la desconfianza de un hombre que sabe cuán frágil es la mente humana y, no obstante, con la firmeza del que ha adquirido, a costa de superar pruebas, la seguridad que puede tener en sí mismo.

No debía el señor Lorry disminuir la confianza del doctor, y manifestó por el contrario mayor satisfacción de la que sentía en realidad. Así se preparó a entrar en su segunda objeción. La materia era espinosa, y no sabía por dónde empezar, pero acordándose de una antigua conversación que había tenido un domingo con la señorita Pross, y especialmente de lo que había visto los últimos días, se dio cuenta de que era indispensable dar el difícil paso.

—La recaída de mi amigo —dijo carraspeando para aclarar la voz— se ha manifestado, como habéis dicho vos mismo, con el antiguo trabajo al que se había dedicado en otro tiempo, y que es… el de un herrero, sí, de un herrero. Diré, pues, para expresar más exactamente mi idea, que tenía en otro tiempo la costumbre de trabajar en una fragua, y en ella precisamente se le ha encontrado hace algunos días cuando menos lo esperábamos. ¿No os parece que ha hecho mal en conservar ese recuerdo de una época desastrosa?

El doctor se cubrió los ojos con una mano y dio una patada al suelo con agitación febril.

—Mi amigo ha conservado esa fragua en un rincón de su alcoba, ¿no hubiera sido más prudente separarse de ella? —continuó el señor Lorry, con una inquieta mirada.

El doctor no cambió de gesto y volvió a dar una patada en el suelo con la misma agitación.

—Os es difícil decidiros sobre este punto —dijo el señor Lorry—. Sé que la cuestión es delicada. Me parece, sin embargo… —Negó con la cabeza y no terminó la frase.

—¡Si supierais —respondió el doctor, volviéndose hacia él después de un penoso silencio— cuán difícil es explicar en su justa medida la lucha que se entabla en el alma de ese pobre hombre! ¡Deseó en otro tiempo con tanto afán dedicarse a esa ocupación manual y sintió tan vivo alborozo cuando se la concedieron! Fue para él un gran consuelo, porque sustituyó en un principio la incertidumbre de la mano por las vacilaciones de su espíritu, y después, cuando fue más diestro, la satisfacción del buen éxito por el tormento moral; por eso nunca ha podido resolverse a abandonarla. Hoy mismo, cuando cree en una curación completa y expresa su propia confianza, la idea de que un día podría necesitar ese trabajo y no encontrar a mano sus herramientas le causa un terror súbito, análogo al que hiela el corazón de un pobre niño perdido.

Así lo demostraba claramente la alteración de su rostro.

—Pero no es posible pensar… —observó el señor Lorry—; perdonad mi insistencia de hombre de negocios, acostumbrado a no tener relaciones más que con objetos materiales, con libras esterlinas y billetes de banco, ¿no es posible suponer que la conservación de la herramienta implica la conservación de la idea? Si el instrumento dejara de estar a la vista, ¿no se desvanecería al mismo tiempo el temor de que hablabais no hace mucho? En una palabra, ¿no indica esa fragua un presentimiento fatal?

Reinó un profundo silencio.

—¡Es un compañero tan antiguo! —dijo por fin el doctor con voz trémula.

—Sin embargo, yo me separaría de él —repuso el hombre de negocios con un gesto afirmativo y redoblando su firmeza al ver la turbación del doctor—. Sí, quisiera pedir a mi amigo que hiciera este sacrificio, y solo espero ya una palabra de su boca. Estoy seguro de que esa fragua le es fatal. Así pues, sancionad mi deseo con vuestra autoridad, mandadle que se separe de ella, doctor… hacedlo por su hija, amigo mío.

La intensa lucha que se producía en el alma del doctor Manette era un espectáculo curioso.

—En su nombre —dijo— podéis hacer lo que os parezca; consiento. Pero pido que no se le quite ese objeto mientras vuestro amigo esté presente. Aprovechad para tomar esa medida un momento en que no esté en Londres, y haced que una ausencia de algunos días le prepare para la pérdida de su compañero.

El señor Lorry se apresuró a acceder a lo que se le pedía; después cortó la conversación y propuso al doctor ir a pasar algunos días en el campo.

Los tres días siguientes transcurrieron sin novedad, y el doctor Manette, completamente restablecido, se disponía a partir para reunirse con los recién casados. Como se le había dicho la estratagema de la que se habían valido para ocultar a su hija su estado, la repitió al anunciar su partida y Lucie no tuvo la menor sospecha de lo que había sucedido.

La misma noche que siguió a su marcha, el señor Lorry, armado de un escoplo, un hacha, una sierra y un martillo, y acompañado por la señorita Pross, que llevaba la luz, entró en el gabinete del doctor Manette y, después de cerrar la puerta con gesto misterioso, procedió a la destrucción del banquillo de zapatero mientras el aya, cuya figura displicente estaba en armonía con el acto, alumbraba como si asistiera a un asesinato. Cuando el banquillo quedó convertido en astillas, quemaron los restos en la chimenea de la cocina, y después se trasladaron al jardín para hacer un auto de fe con las herramientas, los zapatos y el cuero.

El horror que inspira a las almas honradas la destrucción y el secreto es tan grande que, al cumplir con su obra caritativa y hacer desaparecer sus huellas, el señor Lorry y la señorita Pross sentían las mismas emociones y estaban igual de pálidos que si perpetrasen un crimen espantoso.

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