I. Cinco años después
I
Cinco años después
La Banca Tellsone ocupaba cerca de Temple Bar un edificio muy viejo, muy pequeño, muy sombrío y muy incómodo, y sin esperanzas de que algún día participase de las ventajas de los edificios nuevos, porque los señores Tellsone estaban orgullosos de su pequeñez, de su fealdad y de sus inconvenientes, y hasta llegaban a ponderar su superioridad en estos diferentes puntos. Estaban convencidos de que su empresa habría sido menos respetable con menos defectos de los que tenía, y hasta esto mismo constituía un arma poderosa que dirigían sin cesar contra los bancos más lujosos y más cómodos que el suyo.
—La Banca Tellsone —decían— no necesita espacio, luz ni mucho menos adornos. Esto puede ser indispensable para Snooks Hermanos o para Noakes y Bridge, pero no, a Dios gracias, para la Banca Tellsone.
Todos los socios habrían desheredado a su hijo único si al desventurado se le hubiese ocurrido decir que convenía hacer reformas en el edificio. Es verdad que el país sigue con sus hijos el mismo principio que Tellsone, y deshereda a los que cometen el error de pensar en la transformación de las antiguas leyes y costumbres, reconocidas como malas hace mucho tiempo, pero que por lo mismo son más respetables.
Se había llegado finalmente a dar por verdad inconcusa que la Banca Tellsone era el triunfo de la incomodidad. Después de forzar una puerta, que se resistía y demostraba su rebeldía rechinando ásperamente, se bajaban dos escalones que las más de las veces la gente cruzaba de un salto con peligro de romperse una pierna, y al recobrar el equilibrio se llegaba a un miserable despacho donde había dos escritorios: detrás de ellos unos dependientes viejos como los muebles, que es mucho decir, sostenían con sus dedos temblorosos las letras de cambio que les entregaban mientras examinaban la firma cerca de las ventanas mugrientas, oscurecidas aún más por unas enormes rejas de hierro y la densa sombra de Temple Bar. Si era imprescindible consultar al jefe de la casa se conducía al cliente a una especie de trastienda, donde éste meditaba sobre los errores de una vida disipada hasta el momento en que uno de aquellos señores aparecía con las manos en los bolsillos en la claridad dudosa de una luz crepuscular. El dinero salía de viejas gavetas que cada vez que las abrían y cerraban arrojaban a la nariz o a la garganta algunas partículas de madera carcomida; los billetes de banco olían a rancio y parecían hallarse en descomposición. La vajilla de plata que allí se depositaba perdía en un día su brillo y su color; los títulos y diplomas, colocados en un aposento fortificado, que antiguamente había servido de cocina y lavadero, se encogían, esparciendo en el aire toda la grasa de sus pergaminos; y las cajas que guardaban vuestros papeles de familia iban al primer piso, a un comedor en cuya mesa no había habido nunca platos ni botellas, y donde las primeras cartas de vuestros nietos o de vuestros antiguos amores se resguardaban en 1780 de la mirada de las cabezas sangrientas expuestas en Temple Bar con una ferocidad digna de abisinios o de cafres.
Es cierto que en aquella época la pena capital estaba de moda entre todos los comercios y profesiones, y no menos entre los señores Tellsone. La muerte es un remedio soberano que la naturaleza aplica a todos los seres. ¿Por qué no había de hacer lo mismo la ley? Resultaba de este principio que el que emitía billetes de banco falsos era condenado a muerte; que el que abría una carta que no era suya era condenado a muerte; que el ladrón de dos guineas era condenado a muerte; que el que guardaba el caballo de un jinete a la puerta de la Banca Tellsone y huía con él era condenado a muerte; que el que falsificaba una moneda de un chelín era condenado a muerte; que las tres cuartas partes de las notas que componen la escala del crimen eran condenadas a muerte. Y, sin embargo, este rigor no producía el menor efecto preventivo, pues por el contrario —y esto es digno de observarse— los crímenes eran más numerosos; pero el sistema tenía la ventaja de zanjar rápidamente la cuestión, de ahorrar a los magistrados el trabajo de estudiar las causas, y de eliminar la necesidad de ocuparse más de los individuos, más o menos importantes, que se despachaban al otro mundo. La Banca Tellsone, como todos los grandes centros de negocios de aquella época, se había llevado tantas vidas que, si todas las cabezas cortadas o estranguladas delante de sus paredes se hubieran puesto en fila en Temple Bar, es muy probable que hubieran obstruido la escasa luz que entraba en sus despachos.
Apretujados entre toda clase de lúgubres armarios y conejeras, los dependientes de Tellsone eran viejos y de una gravedad patriarcal. ¿No habían sido nunca jóvenes? Es muy probable que alguna vez lo fueran; sin embargo, cuando los señores Tellsone admitían por casualidad a un joven, lo escondían no sabemos dónde hasta que llegaba a viejo, y lo conservaban como el queso en un paraje húmedo y oscuro hasta que adquiría el sabor rancio de la casa. Se le permitía entonces dejarse ver con la cabeza baja y los ojos clavados en enormes libros de cuentas, y sumar sus anteojos, su gorro y sus pantuflos al peso total del establecimiento. Fuera de la puerta, y nunca dentro a no ser que se lo llamase, había un mozo que era empleado como recadero, y era por decirlo así una representación viviente de los banqueros. Nunca se ausentaba en horas de oficina, a menos que lo mandaran a alguna parte, y entonces lo representaba su hijo, un pilluelo de doce años que era su vivo retrato. La gente creía que la Banca Tellsone, en una muestra de magnanimidad, toleraba a este hombre. La casa siempre había tolerado a alguien con estas capacidades, y el tiempo y las mareas habían colocado al hombre en este puesto. Su apellido era Cruncher y, cuando pocos días después de nacer renunció a Satanás, sus pompas y sus obras, lo bautizaron en la iglesia de la parroquia de Haunsditch con el nombre de Jerry.
El escenario era el domicilio particular del señor Cruncher, situado en el Pasaje de la Espada Pendiente, en el barrio de White-Fiars. La hora, las siete y media de una mañana ventosa del mes de marzo Anno Domini 1780. Cruncher siempre designaba el año con el nombre de «Anna Dominós», porque estaba convencido de que la era cristiana data de la invención de cierto juego popular por parte de cierta dama que le dio su nombre.
La vivienda de Cruncher no era de las más suntuosas, pues se componía de dos aposentos si se puede contar como uno un armario con un panel de cristal. Estaban, en cualquier caso, muy limpios. A primera hora de la ventosa mañana de marzo, el cuarto donde dormía había sido ya barrido, y debajo de las tazas puestas sobre una mesa de pino se veía un mantel de una blancura intachable.
Cruncher descansaba bajo un cobertor de cuadros de colores como un arlequín en su traje. Hacía un momento que dormía con un sueño profundo y sonoro, pero empezaba ya a revolverse en su lecho levantando y arrugando las sábanas, hasta que, despertándose completamente, se incorporó con los cabellos erizados y lanzó a su alrededor una ojeada.
—¡Por vida de mi abuela! —gritó con enojo—. ¿Otra vez?
Una mujer de aspecto pulcro y hacendoso, que estaba arrodillada en un rincón, se levantó rápidamente demostrando que se dirigían a ella estas palabras.
—No lo negarás ahora —continuó el marido, saliendo de la cama para buscar una de sus botas.
Después de inaugurar el día con este apóstrofe y de hallar la bota que buscaba, Cruncher la arrojó con mano robusta contra la cabeza de su mujer. A propósito de esta bota, excesivamente sucia, habría que mencionar un detalle especial y extraño de la economía doméstica del recadero de Tellsone, y es que, por limpias que estuvieran cuando entraba por la noche en su casa, encontraba a la mañana siguiente las botas cubiertas de lodo o tierra hasta el empeine.
—Dime —continuó el señor Cruncher, sin dar en el blanco—, ¿qué hacías en ese rincón?
—Rezaba mis oraciones.
—¡Tus oraciones! ¡Digna y santa esposa! Es decir, ¿que te arrodillas para armar al cielo contra mí?
—Rezaba por ti.
—¡Mientes! Por otra parte, no quiero que te tomes esa libertad. —Y añadió, dirigiéndose a su hijo—: Jerry, tienes una madre que le pide al Señor que me vaya mal en todas mis empresas. ¡Oh! ¡Tienes una madre muy buena, muy religiosa… una madre que invoca al cielo para que quite el pan de la boca de sus hijos!
El muchacho, en camisa, participó del enojo de su padre, y volviéndose hacia su madre protestó con energía contra los rezos o cualquier otro medio destinado a mermarle la comida.
—¿Qué valor, te pregunto —añadió el marido con una inconsecuencia de la que no se apercibía—, qué valor imaginas que pueden tener tus oraciones? Dime… explícame el mérito que les atribuyes, mujer presuntuosa.
—Salen del corazón, Jerry, y es el único mérito que tienen.
—Pues en tal caso no tienen mucho. Pero ¿qué más da? No quiero que reces por mí. ¿Oyes? No quiero. No necesito que me acarrees desgracias con tus sempiternas genuflexiones. Si aun así quieres besar el suelo y rezar, hazlo al menos en favor y no en perjuicio de tu marido y de tus hijos. ¡Que otro gallo me cantaría si no tuviera una mujer tan desnaturalizada! ¿Por qué me vi en tan terrible apuro la semana pasada? ¿Por qué el dinero que había de ganar se convirtió en amargura y persecuciones? Por tu culpa… solo por tu culpa. ¡Voto al diablo! —prosiguió Cruncher poniéndose los calzones—. Oraciones en casa y fuera de casa otras cosas peores, y mientras tanto soy más desgraciado que el hombre más miserable de Londres. Vístete, hijo mío, y mientras limpio las botas, vigila a tu madre para que no se ponga de rodillas, porque, te lo repito —dijo, volviéndose hacia su mujer—, no toleraré que conspires contra mí. Estoy más cansado que un caballo de alquiler y más atontado que una botella de láudano y, de no ser por los dolores que me hacen ver las estrellas cuando cambia el tiempo, no sabría si mis piernas me pertenecen o son de otro, y si no soy más rico… es porque rezas de día y de noche para impedir mi fortuna.
El señor Cruncher, sin dejar, además, de mascullar frases como «Conque eres religiosa, ¿eh? Pero no te pondrías en contra de los intereses de tu marido y de tu hijo, ¿verdad?» y de arrancar sarcásticos chispazos del tumultuoso yunque de su indignación, se ocupaba en limpiarse las botas y en hacer los preparativos de su salida cotidiana. Mientras tanto su hijo, con una cabeza coronada por púas más tiernas y unos ojos juveniles que, como los de su padre, no se separaban el uno del otro, vigilaba a su madre cumpliendo su cometido. De vez en cuando incordiaba a la pobre mujer asomándose desde el cubículo donde dormía, y donde se aseaba, como dispuesto a decirle: «Te las vas a cargar, madre… ¡Cuidado, padre!»; y, después de levantar esta falsa alarma, se volvía a meter en su cubículo, con una mueca de muchacho desobediente.
El señor Cruncher, con el mal humor en su apogeo cuando se sentó a la mesa, se irritó de una manera muy especial contra el que murmuraba su mujer.
—¿No callas, maldita criatura? —gritó—. ¿Qué dices entre dientes?
—Pido al Señor que bendiga nuestro desayuno —respondió la pobre mujer.
—Te lo prohíbo —replicó su marido mirando a un lado y otro como si temiese ver desaparecer el almuerzo por arte de encantamiento—. No quiero bendiciones y verme arruinado, sin fuego, ni hogar, ni pan el resto de mis días. Repito que quiero que te calles, te lo digo por última vez.
Jerry Cruncher, con los ojos encendidos y el rostro descompuesto, como quien ha pasado la noche sin dormir y ocupado en un trabajo poco agradable, devoró el almuerzo gruñendo sobre el plato como un perro hambriento que ve en peligro el hueso que cruje entre sus quijadas.
A las nueve se tranquilizó, adoptó el aspecto más respetable que le fue posible dar a su rostro, y salió para dedicarse a sus ocupaciones. A pesar del título de honrado comerciante que se complacía en darse cuando le preguntaban cuál era su oficio, cuesta trabajo considerar un negocio la tarea cotidiana de Jerry Cruncher. Un taburete de madera procedente de una silla rota con el respaldo aserrado, que el pequeño Jerry llevaba todos los días a un lado de la puerta de Tellsone, componía la sede comercial del pretendido comerciante. Sentado en este banquillo, con los pies entre un montón de paja que se había caído del primer carro que había pasado, el bueno de Jerry era conocido en todo el barrio igual que la puerta de Temple Bar, pues ambos tenían la misma apariencia voluminosa y ruinosa. Llegaba a las nueve menos cinco minutos, en el momento preciso en que podía quitarse el sombrero en honor a los vetustos empleados que entraban en el despacho, y se colocaba como de costumbre con su hijo al lado; éste solo se alejaba para imponer correctivos a los muchachos cuya poca edad le permitía llevar a cabo sin peligro tan loable designio. Tan cerca uno del otro como lo estaban sus ojos en el rostro de ambos, con el mismo pelo, las mismas facciones y la misma postura, padre e hijo, acechando a los parroquianos en silencio, se parecían mucho a dos monos.
De pronto uno de los dependientes de Tellsone asomó la cabeza por la puerta y pronunció estas palabras con tono imperioso:
—Entrad, os llaman.
—¡Bien empieza el día, padre!
Después de esta felicitación, el pequeño Jerry ocupó el banquillo, hundió los pies en la paja y se entregó a sus reflexiones.
—¡Siempre con los dedos con esas manchas de óxido! —murmuraba entre dientes—. ¡Siempre… siempre! ¿Cómo se los mancha? ¿Dónde estará ese hierro oxidado? Aquí desde luego que no.