Historia de dos ciudades

XXIII. El incendio no se apaga

XXIII

El incendio no se apaga

También había cambiado la aldea donde murmuraba la fuente y donde todos los días salía el caminero a los caminos para buscar entre las piedras los pocos mendrugos de pan que podía remendar su pobre alma ignorante y su pobre cuerpo empequeñecido. La cárcel edificada en el peñasco tenía un aspecto menos aterrador que en otro tiempo, pues, aunque todavía la custodiaban soldados, su número era menor, y, entre los oficiales que mandaban a los soldados, ni uno solo podía asegurar lo que harían sus hombres en caso de ataque… solo esto: que probablemente no harían lo que les mandasen.

En el campo imperaban la ruina y la desolación. Todas las hojas, todas las matas de hierba y las espigas de cebada o de centeno estaban agostadas como los habitantes de la aldea. Casas, cercados, animales domésticos, hombres, mujeres y niños, y hasta el suelo que sostenía su miseria, todo cuanto abarcaba la mirada era pobre, débil y moribundo.

Monseigneur (muchas veces, como individuo, un valioso caballero) era un tesoro nacional que sabía sacar magnificencia de las acciones más sencillas: era el modelo de la cortesanía refinada y de la vida elegante y espléndida, y servía para otras mil cosas de la misma importancia; pero, considerado como clase social, había sido la causa de tan desastrosa miseria. ¿No es extraño que la Creación, exclusivamente pensada para Monseigneur, se hubiera agotado bajo la presión que la estrujaba y aplastaba? Muy poca previsión debía guiar los arreglos eternos. Pero así era, sin embargo; y las venas exprimidas no daban ya una gota de sangre, las mandíbulas, después de haberlo molido todo, no tenían ya qué moler, y Monseigneur había huido de un fenómeno tan imprevisto como implacable.

Pero no era esto lo que había cambiado la aldea, y muchas otras aldeas. Hacía mucho tiempo que Monseigneur había forzado sus tierras a producir todo lo que producir pudieran, y era raro que las favoreciese con su presencia; solo lo hacía cuando se entregaba a los placeres de la caza, ya para perseguir a los hombres, ya para atacar al ciervo o a la liebre, animales cuya conservación exigía la reserva de terrenos considerables condenados a una bárbara esterilidad. No. Lo que cambiaba la fisonomía de aquella aldea era la aparición de extrañas figuras que pertenecían a la ínfima plebe, y no la desaparición de las facciones de noble estirpe que caracterizaban a Monseigneur.

Nuestro caminero estaba trabajando en medio de un torbellino de polvo, sin pensar que era polvo y se había de convertir en polvo, y pensando en cambio en lo poco que tenía para comer y en todo lo que comería si pudiera disponer de más comida. Levantó la mirada, la apartó de su trabajo solitario para contemplar el horizonte, y vio a un viajero que se dirigía hacia él, una de esas figuras que tan raras eran en otro tiempo en aquel sitio y cuya presencia era ahora tan frecuente. El viajero se acercó, y el caminero vio sin sorprenderse que era un hombre de elevada estatura, gesto severo, mirada hosca, tez morena, cabellos en desorden, zapatos toscos y vestido harapiento impregnado del polvo de los caminos, manchado por el lodo de los charcos y erizado de espinas, hojas y musgo recogidos en los bosques y las malezas.

El hombre se dirigía como un espectro hacia él, y lo alcanzó en el momento en que se acurrucaba en una de las cavidades del margen para resguardarse del granizo que empezaba a caer.

El forastero miró al caminero y miró la aldea en el valle y la torre que dominaba el cerro y, después de semejante inspección, tomó la palabra en un dialecto apenas inteligible.

—¿Qué tal, Jacques?

—Bien, Jacques —respondió el caminero.

—¡A ver esa mano!

Se dieron la mano, y el viajero se sentó al lado del campesino.

—¿No comes?

—No, no comeré hasta la noche —dijo el caminero, con gesto hambriento.

—Es la moda —murmuró el viajero—; en ninguna parte he encontrado a nadie que coma.

Sacó del bolsillo una pipa ennegrecida, la llenó lentamente, encendió yesca y chupó hasta que el tabaco quedó completamente encendido. Sacándosela entonces de la boca, arrojó en ella unos granos de pólvora que prendieron de pronto y formaron una pequeña columna de vapor ceniciento.

—¡A ver esa mano!

Estas palabras las pronunció el caminero después de observar atentamente la operación.

—¿Esta noche? —preguntó, después de estrecharle la mano.

—Esta noche —respondió el forastero, volviéndose a poner la pipa en la boca.

—¿Dónde?

—Aquí.

Los dos Jacques guardaron silencio mientras el granizo caía sobre ellos, pero, en cuanto se despejó el cielo, se pudo ver claramente la aldea, y el desconocido le dijo al caminero, después de subir al extremo de la colina:

—Enséñame el camino.

—Seguirás la carretera —respondió el aldeano—, cruzarás toda la calle, pasarás por la fuente…

—Yo no entro en las calles ni me acerco a las fuentes —dijo el viajero, interrumpiéndolo y mirando la campiña—. ¿Y después?

—Andarás unas dos leguas más hasta el otro lado del monte.

—Bien. ¿A qué hora dejas el trabajo?

—Al anochecer.

—¿Quieres despertarme antes de partir? Hace dos días y dos noches que ando sin descansar ni dormir. Déjame fumar mi pipa y dormiré como un niño. ¿No te olvidarás de despertarme?

—No me olvidaré.

El viajero fumó su pipa, se la guardó en el pecho, se quitó los zapatos, se acostó sobre un montón de piedras y se durmió al momento.

Las nubes se habían quebrado y en sus brechas aparecían brillantes líneas de azul, a las cuales correspondían en el paisaje islas de vivo resplandor. El caminero, que había sustituido su gorro azul por otro rojo, había continuado su trabajo y parecía fascinado por el hombre que dormía sobre el montón de piedras. La tez morena, los cabellos negros y la revuelta barba, el gorro rojo, el extraño traje de lienzo tosco y de piel de carnero, el cuerpo robusto, enflaquecido por el ayuno, los labios apretados con fuerza aun durante el sueño le inspiraban un respeto mezclado de temor. El hombre venía de lejos; sus pies estaban destrozados y sangraban, sus enormes zapatos llenos de hierba le habrían pesado mucho en tan largo viaje, y su carne tenía tantas llagas como agujeros su vestido. El caminero trató de descubrir si llevaba armas secretas, pero se agachó en vano para mirar debajo de su zamarra, porque el viajero tenía los brazos cruzados sobre el pecho y tan apretados como los labios. Las plazas fuertes con sus trincheras, sus cuerpos de guardia, sus baluartes y sus puentes levadizos le parecieron al campesino fantasmas en comparación con aquel hombre y, cuando alzó la vista para mirar al horizonte, vio en su débil imaginación a otros hombres igualmente intrépidos que se dirigían a todos los puntos de Francia sin que ningún obstáculo pudiera detenerlos.

El viajero continuó durmiendo hasta que el sol se ocultó, sin hacer caso de la lluvia que de vez en cuando arrojaban las nubes, ni del sol y de la sombra que pasaban sobre su rostro, ni del granizo que caía sobre él y se convertía en diamantes cuando la luz brillaba en el cielo. Después de recoger sus herramientas, el caminero lo despertó como habían convenido.

—Gracias —dijo el viajero apoyándose en el codo—. ¿Dices que está a dos leguas al otro lado del valle?

—Unas dos leguas.

—Bien.

El caminero, precedido por el polvo que el viento empujaba, llegó muy pronto cerca de la fuente y, abriéndose paso entre las vacas que allí abrevaban, pareció confiarles su secreto al mismo tiempo que se lo comunicaba a la aldea.

Cuando todo el mundo acabó su parca cena, en vez de irse a dormir como de costumbre, salió a la calle y empezó a formar corrillos. ¡Cosa extraña! La manía de hablar en voz baja y al oído del vecino había llegado a ser contagiosa para los aldeanos, todos ellos con la mirada pendiente del cielo en un mismo punto. Esto alarmó al señor Gabelle, primer funcionario de la comarca, el cual subió al tejado de su casa para mirar hacia el mismo punto del cielo; apartó luego la vista de sus chimeneas y la posó en los rostros ennegrecidos que se habían juntado en la fuente; mandó luego a decir al sacristán que guardase las llaves de la iglesia y que no se sorprendiese si le mandaba tocar a rebato.

La oscuridad era por momentos más densa. Los árboles que cercaban el castillo y lo separaban del resto del valle se agitaban bajo los primeros esfuerzos de la tormenta y parecían amenazar el edificio señorial, cuya negra masa se distinguía en la sombra. La lluvia cayó después con violencia, bajó como un torrente por las dos escaleras de piedra y azotó los ventanales y las puertas como un rápido mensajero que quisiera despertar a los de dentro. Gimientes corrientes de viento corrieron por el gran salón entre las lanzas y los cuchillos, cruzaron la escalera sollozando, y sacudieron las cortinas del lecho donde en otro tiempo dormía el señor marqués. Mientras tanto, del norte, del sur, del este, del oeste, venían cuatro hombres toscos que hollaban la hierba con paso firme y hacían crujir las ramas. Aparecieron cuatro luces entre las tinieblas, y luego todo volvió a sumirse en la oscuridad.

Pero no durante mucho tiempo: el castillo se alumbró solo; una lista de fuego se dibujó en la fachada, iluminó las ventanas, los balcones y las cornisas. El edificio se hizo más brillante y ancho y la llama que brotó de pronto por todas las aberturas coloreó las máscaras de piedra, aterradas y con la boca abierta.

Se alza un grito, un hombre corre a las caballerizas y un caballo parte a escape animado por la voz y por la espuela, cruza el espacio a través de las tinieblas, se detiene bañado en espuma cerca de la fuente de la aldea y una voz exclama:

—¡Auxilio, Gabelle, auxilio!

La campana toca a rebato con impaciencia, pero nadie acude a la llamada. En la fuente se halla el caminero con sus doscientos cincuenta amigos contemplando la llama que brilla en el cielo.

—Debe de tener lo menos doce metros de altura —dicen, sin moverse.

El jinete del castillo y su caballo cubierto de espuma se alejan, suben la cuesta pedregosa y se dirigen a la cárcel. En la puerta hay un grupo de oficiales que contemplan el incendio; aparte, un grupo de soldados.

—¡Socorro, señores oficiales! ¡Socorro! ¡El castillo está ardiendo! ¡Auxíliennos y salvaremos algunos objetos preciosos!

Los oficiales se vuelven a los soldados, pero no dan orden alguna, y contestan, encogiéndose de hombros y mordiéndose los labios:

—¿Qué queréis que hagamos? No tiene remedio.

Cuando el jinete y su caballo, que volvían sin esperanza, atravesaron la aldea, los habitantes celebraban el incendio del castillo con una iluminación general. El caminero y sus doscientos cincuenta amigos, inspirados como un solo hombre, habían corrido a casa a poner velas y candiles en las ventanas. La penuria general había obligado a los aldeanos a pedir prestados el aceite y las velas al desventurado Gabelle y, como éste parecía resistirse, el caminero, en otro tiempo tan humilde con la autoridad, había indicado a sus conciudadanos que los coches arden magníficamente y que los caballos de posta se asarían muy pronto y muy bien en sus llamas.

El castillo continuaba ardiendo. Un viento rojo que soplaba de aquella región infernal esparcía sus despojos y, al fulgor vacilante de las llamas que lamían las paredes, las máscaras de piedra parecían sufrir el suplicio de los condenados. Se desmoronó un lienzo de pared arrastrando una parte del techo; y la máscara con la nariz abollada se oscureció de pronto. Saliendo de la nube que la envolvía, asemejaba la faz cruel del señor marqués combatiendo las llamas y expirando en la hoguera.

Los árboles pegados al edificio, alcanzados por el fuego, se chamuscaban y encogían; y los que estaban lejos, incendiados por los hombres siniestros que habían llegado del norte, del sur, del este, del oeste, rodeaban el castillo con un cinturón de humo y fuego. En la taza de mármol de la fuente hervían el hierro y el plomo derretidos; el agua se agotaba; los techos que cubrían los torreones se desvanecían como el hielo ante el calor y caían gota a gota en cuatro escabrosos pozos en llamas. Grandes grietas y hendiduras se ramificaban en los muros, como cristalizadas; y mientras las aves que revoloteaban fascinadas sobre el abismo se precipitaban en él, cuatro individuos siniestros, alumbrados por el incendio que ellos mismos habían provocado, se dirigían al norte, al sur, al este, al oeste, en cumplimiento de su destino. La aldea iluminada se había apoderado de la campana y en vez del toque a rebato se oía un alegre repique.

Pero eso no fue todo. Después, con el estómago vacío y la cabeza exaltada por el estrépito y el fuego, recordaron que el señor Gabelle estaba relacionado con la recaudación de contribuciones, diezmos y arriendos y, manifestando vehementes deseos de celebrar con él una entrevista formal, reclamaron con gritos de amenaza la presencia del publicano. Pero el señor Gabelle volvió a retirarse al tejado de su casa, acurrucándose detrás de dos chimeneas, decidió (era un hombrecillo de genio vengativo) que, si llegaban a forzar la puerta, se arrojaría de cabeza sobre la multitud, y tendría al menos la satisfacción de aplastar a uno o dos hombres.

Es probable que la noche le pareciera muy larga al señor Gabelle sin otra luz que el castillo en llamas, y sin otra música que los golpes a su puerta, combinados con un alegre cascabeleo; tampoco hay que olvidar la inquietud que le inspiraba el farol colgado delante de sus ventanas y que la multitud deseaba mudar de sitio para colgarlo a él. ¡Terrible prueba es pasar una noche al borde de un abismo sin más consuelo que el de arrojarse al fondo! Pero asomó por fin la bendita claridad del día, se apagó la iluminación de la aldea después de apurar la última gota de cera, los sitiadores se retiraron, y el publicano pudo bajar con vida.

Aquella noche y muchas otras noches se vio, al resplandor de los incendios, a muchos funcionarios menos afortunados que el señor Gabelle colgados en las mismas calles que los habían visto nacer y crecer; y hubo también campesinos y villanos, menos afortunados que nuestro caminero y sus amigos, que fueron perseguidos por la tropa y ahorcados. Pero los hombres que se dirigían al norte, al sur, al este, al oeste, seguían su camino con paso inflexible, y el fuego prendía todas las noches, y las llamas devoraban los castillos. Ningún funcionario, a despecho de todas las matemáticas, habría podido calcular la altura de las horcas que se convertirían en el agua capaz de apagar el incendio.

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