Historia de dos ciudades

XIV. Madame Defarge concluye su labor

XIV

Madame Defarge concluye su labor

Mientras en la Conciergerie llamaban a los cincuenta y dos, madame Defarge celebraba consejo con Jacques tercero y la Venganza. La reunión no se celebraba en la taberna de Saint Antoine sino en la barraca del aserrador, el antiguo caminero, el cual, apostado en una esquina inmediata como centinela, no debía tomar parte en la discusión hasta el momento en que fueran necesarias sus explicaciones, pero sin tener voto deliberativo.

—Defarge es un buen republicano —dijo Jacques tercero.

—No hay otro mejor —añadió la Venganza.

—No tanto, amiga mía —repuso la tabernera, poniendo la mano sobre la boca de su ayudante de campo—; mi marido es un buen patriota, tan valiente como sincero, y ha merecido el bien de la República cuya confianza posee, pero tiene un lado débil y se deja enternecer por ese doctor.

—Qué lástima —dijo Jacques, llevándose los dedos a su boca de tigre—; eso no es propio de un buen ciudadano.

—Me preocupa muy poco ese doctor, y lo mismo me da verlo vivo que muerto; pero la familia de los Evrémonde ha de desaparecer, y es forzoso que la mujer y la hija sigan pronto al que va a morir.

—¡Magnífica cabeza! —murmuró Jacques tercero—. Los ojos azules y los cabellos de oro brillarán en las manos de Sansón.

El ogro tenía los gustos refinados de un epicúreo. Madame Defarge tenía la cabeza gacha y reflexionaba.

—También la hija tiene cabellos rubios y ojos azules —dijo Jacques saboreando sus palabras—. Por otra parte, las niñas son una rareza. ¡Son tan graciosas esas cabecitas!

—En una palabra —dijo la tabernera levantando de pronto la cabeza—, en esta ocasión no puedo fiarme de mi marido. No solo haría mal en comunicarle mi proyecto, sino que es capaz de avisarlas y proteger su fuga.

—No puede ser —exclamó Jacques—: nadie debe salvarse. Tenemos hecha la cuenta, y necesitamos el centenar por día.

—Defarge —continuó la tabernera— no tiene las mismas razones que yo para encarnizarse con esa familia, y yo tengo las mías para no compadecerme de ese doctor. Así pues, no debo contar con él y debo obrar por mí misma en este asunto.

Llamó al aserrador, a quien siempre había inspirado tanto respeto como terror, y éste se presentó inmediatamente con el gorro en la mano.

—¿Estás dispuesto —le dijo con expresión sombría— a prestar hoy mismo tu declaración sobre las señas de las que me has hablado?

—¿Y por qué no? —repuso el hombrecillo—. Ella venía todos los días, lloviese o nevase, algunas veces con la chiquilla, pero por lo regular sola, y en cuanto a las señas, era cosa de ver… Yo sé lo que sé; lo he visto con mis propios ojos, y se lo diré a todo el mundo.

El aserrador gesticulaba para imitar las señas políticas que nunca había visto.

—Conspiraba —dijo Jacques tercero—; es evidente.

—¿Se puede contar con el jurado? —le preguntó la tabernera con una sonrisa siniestra.

—No lo dudes, querida ciudadana; respondo de todos mis colegas.

—Veamos —repuso madame Defarge con aire pensativo—, ¿debo hacer a mi marido el sacrificio del doctor? No tengo sobre este punto ninguna idea; que viva o no me interesa poco.

—Sería una cabeza más —observó Jacques tercero.

—Le señalaba la cárcel y le hacía gestos cuando los vi a los dos —continuó la tabernera—, y, por consiguiente, no sé por qué se ha de acusar a la hija sin denunciarlo a él. Ya lo veremos cuando llegue el momento. No puedo dejar solo a este hombre en un asunto tan importante y, como mi testimonio es poderoso, mi declaración confirmará la suya.

Jacques tercero y la Venganza dijeron que su testimonio era poderosísimo, y el aserrador, hombre pasivo, añadió que era prodigioso.

—Se arreglará como pueda —continuó madame Defarge, sin escuchar los elogios—. Pensándolo bien, no puedo perdonarle. ¿Estarás allí a las tres, ciudadano?

El antiguo caminero se apresuró a contestar afirmativamente, y aprovechó la ocasión para añadir que era un ardiente patriota, y que se consideraría el más desgraciado de los hombres si se viera privado del placer de fumar en su pipa admirando la destreza del barbero nacional. Manifestó tanto entusiasmo en sus protestas que habría podido sospecharse que tenía vivas inquietudes personales, y hasta tal vez los ojos penetrantes de madame Defarge, que lo miraban con desprecio, habrían descubierto su miedo a que lo incluyera en la lista de los sospechosos.

—Allí me verás —dijo la tabernera—. Ven después a buscarme al arrabal. ¿Te olvidarás?

—¡Oh! No, ciudadana.

—Desde allí iremos a la sección a denunciar a los otros tres.

El aserrador añadió que estaría orgulloso de acompañar a la ciudadana. Ésta le lanzó una mirada que evitó volviendo la cabeza y, avergonzado como un perro sorprendido en una falta, fue a ocultarse detrás de sus maderas.

Madame Defarge se retiró a un extremo de la calle, adonde la siguieron la Venganza y su jurado, y les comunicó sus intenciones con las siguientes palabras:

—La mujer de Evrémonde se encontrará en su casa esperando la hora del suplicio, y estará gimiendo, desesperándose, derramando lágrimas… En una palabra, en un estado que la haga culpable, porque la ley prohíbe simpatizar con los enemigos de la República. Voy a sorprenderla.

—¡Admirable idea! —dijo Jacques tercero con entusiasmo.

—¡Eres divina! —exclamó la Venganza, dándole un beso.

—Guárdame la labor —repuso la tabernera, entregando la faja de punto a su ayudante de campo—, y déjala en mi silla. Date prisa y no te distraigas por el camino. Hoy habrá más gente que los demás días y podrían quitarnos el sitio.

—No temas, te obedeceré fielmente: ¿no eres mi jefa? —respondió la Venganza, besándola por segunda vez—. ¿Tardarás mucho?

—Llegaré antes de que empiecen.

—Tenemos que ver los carros. ¿Estarás en la plaza para verlos llegar? —gritó la Venganza corriendo detrás de su jefa, que había doblado ya la esquina.

Madame Defarge agitó la mano indicándole que la oía y que podía estar segura de que no tardaría, y se marchó dejando a Jacques tercero y a la Venganza admirados de su buen talle y de sus facultades morales.

Había entonces un gran número de mujeres espantosamente desnaturalizadas por el furor contagioso de la época, pero la más temible de todas era la que se dirigía ahora a la casa del doctor. De un carácter a la par prudente y audaz, de una voluntad inflexible, de un espíritu determinado, de una penetración prodigiosa y de una belleza que no solo parecía infundir en ella firmeza y animosidad, sino inspirar en los demás un instintivo reconocimiento de esas cualidades, madame Defarge habría surgido en cualquier caso del oleaje revolucionario. Pero, imbuida del recuerdo de las inquietudes de que había sido víctima su familia, y habiendo alimentado desde la infancia un odio inveterado contra los nobles y esperado sin cesar el momento de vengarse, la ocasión la había transformado en una fiera y le había arrancado la piedad, si es que esta virtud se había albergado alguna vez en su corazón.

¿Qué más le daba que un hombre fuera decapitado por las faltas de sus padres? No veía en él al inocente, sino al que había recibido su herencia. Y no le bastaba que esa muerte dejase una viuda y una huérfana, porque la hija y la mujer que llevaban el apellido odiado eran su presa natural y no tenían derecho a vivir. En vano se hubiera tratado de enternecerla… ¿Cómo habría de ablandarse si para ella misma no tenía compasión? Aunque hubiera sucumbido en la calle, en medio de los combates, no se le habría pasado por la cabeza quejarse y, si la hubiesen llevado al cadalso, habría subido sus gradas fatales sin lamentar otra cosa que no poder presenciar el suplicio de sus jueces.

Tal era el corazón que latía bajo el vestido de madame Defarge. Aquel vestido de tela común, llevado con desdén como una túnica de hechicera, caía muy bien al talle de aquella mujer de negra y brillante cabellera, tan abundante que los rizos se escapaban de su tosca gorra encarnada. Su ancha pañoleta ocultaba una pistola y llevaba un puñal en el cinturón. Así pertrechada, recorrió las calles hasta llegar a la casa del doctor, andando con la firmeza que en todo desplegaba y con la agilidad de una mujer que en su niñez iba con las piernas desnudas y los pies descalzos.

Cuando la noche anterior se habían hecho los preparativos para el viaje, que en ese preciso momento estaba a punto de completar las operaciones de carga, el señor Lorry había considerado con preocupación la dificultad de darle una plaza a la señorita Pross. No solo no podía sobrecargarse el vehículo, ya demasiado lleno, sino que convenía reducir en lo posible el tiempo que se perdiera en la frontera con los trámites de identificación de los viajeros, porque un retraso de unos minutos podía echar al traste todos sus planes. Así pues, el hombre de negocios había tenido en cuenta este inconveniente, y había propuesto a la señorita Pross partir cuando quisiera, pero no sin esperar tres horas, y tomar entonces con Jerry un coche ligero que se les proporcionaría de antemano. Con él alcanzarían a los demás viajeros y se adelantarían para preparar los caballos en el camino, lo que sería una inmensa ventaja, especialmente por la noche, en que podía serles fatal el menor retraso.

La señorita Pross, comprendiendo el servicio que este arreglo prestaría a los fugitivos, había aceptado con alegría y no veía la hora de ponerlo en ejecución.

En la casa había presenciado con Cruncher la partida de Lucie, había reconocido a la persona que había traído Solomon y, después de pasar diez minutos en una inquietud imposible de describir, hablaba con su compañero de las últimas medidas que tenían que tomar.

Madame Defarge se acercaba mientras tanto con paso rápido.

—¿Qué os parece, señor Cruncher? —decía la señorita Pross, cuya agitación era tan profunda que apenas podía hablar—. ¿No sería mejor ir a buscar los caballos que esperarlos en el patio? Dos coches de viaje que salen de un mismo sitio pueden despertar sospechas.

—Me parece, señora, que tenéis razón, pero, aunque no la tuvierais, pensaría lo mismo que vos.

—Estoy tan turbada —dijo el aya, sollozando— que soy incapaz de hacer ningún plan. ¿Estáis vos en condiciones de tomar una decisión, señor Cruncher?

—Sobre mi porvenir tengo formadas ciertas ideas, pero en cuanto al presente me sería imposible hacer el menor uso de mi inteligencia. ¿Queréis hacerme el favor de atender a lo que voy a deciros?

—En nombre de Dios, hablad pronto, y ocupémonos de lo que nos queda por hacer.

—En primer lugar, hago voto de renunciar para siempre, si no tienen desgracia vuestros amos…

—Comprendo, señor Cruncher, y os suplico que no mencionéis el hecho más particularmente.

—No lo nombraré, no temáis; me comprometo además a dejar a mi mujer en completa libertad para arrodillarse y rezar cuanto quiera.

—La dirección de vuestra casa debe ser asunto de vuestra mujer —respondió el aya, enjugándose los ojos—. ¡Oh! ¡Pobres amos míos!

—Y no me contentaré con eso —continuó Cruncher—; mis opiniones han cambiado tanto sobre este punto que espero que mi mujer esté invocando a Dios en este momento.

—¡Ojalá la escuche! —exclamó la señorita Pross, sollozando con más fuerza.

—Permita Dios —continuó Jerry, con una tendencia alarmante a prolongar la conversación y a pronunciar sus palabras con solemnidad—, permita Dios que sea castigado por mis faltas pero que escuche mis ruegos en favor de los fugitivos. Permita Dios que yo… me equivoco, que vos…

Después de hacer esfuerzos para encontrar el fin de su perorata, Jerry tuvo a bien interrumpirse y poner punto final.

Madame Defarge continuaba acercándose con paso rápido.

—Si llegamos a pisar nuestra tierra —dijo la señorita Pross—, creed que le recordaré a vuestra digna esposa lo que acabáis de decir de una manera tan contrita y, pase lo que pase, daré fe del interés que habéis mostrado por mis pobres señores en esta ocasión. Pero decidamos lo que tenemos que hacer, señor Cruncher, no perdamos tiempo.

Madame Defarge se acercaba cada vez más.

—Si vais a buscar el coche —dijo la señorita Pross—, podéis impedir que venga aquí, y yo saldré a buscaros al momento. ¿No os parece bien?

—Muy bien.

—¿En qué sitio me esperaréis?

El pobre hombre estaba tan trastornado que solo le fue posible pensar en Temple Bar. ¡Ah! Temple Bar se hallaba a centenares de kilómetros, y madame Defarge estaba ya muy cerca.

—Si fuerais a esperarme a la puerta de la catedral… ¿Os parece largo el rodeo?

—No, señora.

—En tal caso, corred a la casa de postas y haced que cambien el rumbo que debía tomar el coche.

—Me inquieta dejaros sola —dijo Cruncher moviendo la cabeza—; ¿quién sabe lo que puede suceder?

—No os inquietéis por eso, señor Cruncher; estad a las tres en la puerta de la catedral, y yo llegaré allí al mismo tiempo que vos. ¡Daos prisa! En vez de pensar en mí, acordaos de las personas cuya vida está en vuestras manos.

Estas palabras, pronunciadas con desesperación, decidieron por fin a Jerry a salir en cumplimiento de lo que la señorita Pross le pedía.

Cuando el aya se quedó sola y libre de la inquietud que le causaba la llegada del carruaje, se secó las lágrimas y pensó que debía borrar sus huellas para no llamar la atención de los transeúntes. Aterrada por la soledad de aquella casa, que su alma trastornada poblaba de individuos ocultos detrás de las puertas, cogió agua fría y se lavó los ojos, levantando la cabeza y volviéndose a cada instante para ver si la espiaban. De pronto lanzó un grito y soltó el barreño, que se rompió en el suelo, y el agua se extendió sobre los pies de madame Defarge.

¿Por qué sendas misteriosas y a través de qué oleadas de sangre habían llegado los pies de la tabernera hasta aquella agua cristalina?

—¿Dónde está la mujer de Evrémonde? —preguntó madame Defarge.

Una idea súbita pasó por la cabeza del aya; como las puertas abiertas podían llevar a sospechar la huida de los fugitivos, corrió en el acto a cerrarlas y fue a apoyarse en la de la habitación que había ocupado Lucie. La tabernera siguió al aya con los ojos y clavó la mirada en su rostro cuando se encontraron frente a frente.

La señorita Pross no era bella, ni el tiempo había otorgado a su fealdad la dulzura y la gracia que a veces la compensan, pero era valiente y miró a la desconocida con altivez y desafío. «Podréis ser la mujer de Satanás —pensó—, pero esto no es razón para que triunféis; soy inglesa y vamos a verlo».

A pesar de la frialdad y el desdén que delataba su rostro, era evidente que madame Defarge veía la determinación de su adversaria. Sabía perfectamente que aquella mujer alta, robusta y de fuertes puños era fiel a las personas que ella quería perder, y la señorita Pross no dudaba por su parte que la tabernera era la enemiga encarnizada de aquellos a quienes ella amaba.

—Como iba hacia allí —dijo madame Defarge señalando con la mano el sitio fatal—, he entrado en esta casa para darle la enhorabuena, y desearía hablar con ella.

—Solo puedes tener malas intenciones —respondió el aya—; y por lo tanto me opondré con todas mis fuerzas a que te salgas con la tuya.

Cada cual empleaba su propia lengua sin entender nada de lo que le decía la otra, pero las dos se miraban fijamente y trataban de adivinar en el semblante de su adversaria el sentido de las palabras que vibraban en su oído.

—¿Para qué ocultarse? —dijo la tabernera—. Ya se sabe lo que hace. Dile que estoy aquí. ¿No me oyes?

—Aunque tus ojos fueran tenazas y me apretaran, no cedería.

Los detalles de esta observación pasaron probablemente desapercibidos para madame Defarge, que comprendió sin embargo su sentido.

—¡Vieja imbécil! —exclamó arrugando el entrecejo—. ¿No responderás? Quiero verla. Corre a decírselo o déjame pasar.

El ademán enérgico con que acompañó estas palabras las explicó bastante.

—Nunca habría imaginado —replicó la señorita Pross— que desearía entender tu jerga, pero daría ahora un año de mi vida para saber si sospechas la verdad.

La tabernera, que hasta entonces no se había movido, dio un paso hacia la señorita Pross.

—Soy inglesa, estoy desesperada —dijo el aya—, tanto me importa la vida como una moneda de dos peniques. Cuanto más tiempo te haga perder, más ganará mi pobre niña y, si te atreves a tocarme tan solo con la punta del dedo, no te quedará en la cabeza un puñado de cabellos.

Así habló la señorita Pross, con los ojos brillando de indignación; nunca había puesto las manos sobre nadie, pero estaba dispuesta a ejecutar sus amenazas. Sin embargo, como su valor procedía de un sentimiento de ternura, le fue imposible contener las lágrimas, y madame Defarge, a quien toda emoción era completamente extraña, creyó que su llanto era un indicio de debilidad.

—¡Hola! ¿Ya te has rendido? —exclamó riendo—. ¡Vamos, vieja loca! Llama o déjame pasar. No estoy aquí para perder tiempo. Ciudadano doctor, ciudadana Evrémonde, ¡responded! Soy la ciudadana Defarge.

Tal vez el silencio que siguió a sus palabras, la expresión del aya o algún presentimiento le hicieron concebir sospechas, pero lo cierto es que por primera vez pensó que podían haber huido, y abrió las tres puertas que había cerrado el aya.

—En estas tres habitaciones no hay muebles. ¿Quién hay en ese cuarto? —añadió, señalando la puerta en que estaba apoyada la señorita Pross.

—No te dejaré entrar —respondío ésta, que había entendido la pregunta así como su adversaria entendió la respuesta.

—Si no están ahí, han partido —dijo madame Defarge— pero pueden perseguirlos y traerlos.

—Todo el tiempo que emplees —pensó la inglesa— en preguntar si están en este cuarto será una ventaja para mis señores y, por otra parte, cuando ya no te quede duda sobre este punto, no te moverás de aquí mientras tenga fuerzas para detenerte.

—Te haré pedazos si es preciso, pero abriré esa puerta —dijo madame Defarge.

—Estamos solas en el último piso de una casa que tiene pocos inquilinos, el patio está desierto y nadie nos oirá. Si soy lo bastante fuerte para impedir que salgas, cada minuto de retraso valdrá millones de guineas para mi Lucie.

En ese mismo instante madame Defarge, que corría hacia la puerta, se vio sujeta por los dos brazos del aya. En vano trató de luchar, porque el amor, mucho más poderoso que el odio, centuplicaba la fuerza de la señorita Pross. En vano descargó puñetazos o le arañó el rostro, pues la valerosa aya no soltaba a su presa y se aferraba a ella con más fuerza que un ahogado.

De pronto la ciudadana dejó de defenderse y se llevó la mano al cinturón.

—Está debajo de mi brazo —dijo la señorita Pross, con voz sorda—, pero no la sacarás. A Dios gracias soy más fuerte que tú. No te soltaré hasta que una de las dos caiga desmayada, o muerta.

La tabernera se llevó la mano al pecho. La señorita Pross la miró, vio lo que ahí tenía, se lo quitó, saltó una chispa, sonó un estallido, y en un momento se encontró sola, siguiendo con la mirada el movimiento, descubrió una pistola, se apoderó de ella cegada por el humo.

Todo ocurrió en un segundo. A medida que el humo se disipaba, en un tremendo silencio, se desvanecía también el alma de la furiosa mujer cuyo cuerpo sin vida yacía en el suelo.

El primer impulso del aya fue correr a la escalera para pedir auxilio, pero afortunadamente pensó en las consecuencias de tan imprudente paso y, a pesar del horror que le inspiraba aquella casa, se apresuró a volver a entrar en ella, se puso el chal y el sombrero, cerró la puerta, quitó la llave, se paró en el primer tramo de la escalera para tomar aliento y luego bajó rápidamente.

Afortunadamente, su sombrero tenía un velo muy denso y era lo bastante fea para que nada pudiera desfigurarla. De no haber sido por esta circunstancia habría llamado indudablemente la atención, porque los dedos de su adversaria habían dejado huellas profundas en su rostro, llevaba el pelo despeinado y, aunque con mano trémula había tratado de poner en orden su traje, lo llevaba arrugado y roto de una manera capaz de comprometer a la señora más negligente.

Cuando llegó al puente arrojó al Sena la llave de la casa y se dirigió a la catedral. Como llegó allí unos minutos antes que su escolta, tuvo que esperar y empezó a pensar que tal vez habrían encontrado ya en el río la llave, que podía haber caído en una red de pescadores, que la habrían reconocido sin duda, que irían a la casa, abrirían la puerta, verían el cadáver y a ella la prenderían al salir de la ciudad, la meterían en prisión y la condenarían por asesinato. Combatiendo estas ideas delirantes la encontró Jerry. La hizo subir al coche y dijo al postillón que partiera.

—¿Hay mucho ruido en las calles? —preguntó la señorita Pross a su compañero de viaje.

—Como todos los días —respondió éste, tan asombrado de la pregunta como del aspecto del aya.

—¿Qué decís?

En vano repitió Cruncher sus palabras y, como no conseguía hacerse oír, se lo dijo con un gesto.

—¿Hay mucho ruido en la calle? —preguntó por segunda vez el aya.

—¿Qué decís?

—No oigo nada.

—¡Se ha vuelto sorda en menos de una hora! —exclamó Cruncher con aire pensativo—. ¿Qué le habrá sucedido?

—Me parece —dijo la señorita Pross— que esa detonación es el último ruido que oiré en toda mi vida.

—¡Dios me bendiga! ¡Está loca! —dijo Cruncher, cada vez más turbado—. ¿Qué podría decirle para devolverle el juicio? Escuchad, señorita, ¿oís el ruido que hacen esos carros?

—No oigo nada —respondió la señorita Pross—. ¡Oh! Un silencio de muerte ha seguido a esa detonación, y así seguirá mientras viva.

—Si no oye el estruendo que hacen esos carros —dijo Cruncher—; me parece que, en efecto, no oirá nada más mientras viva.

La excelente aya no oía ya nada en el mundo.

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