Historia de dos ciudades

XV. Madame Defarge hace punto

XV

Madame Defarge hace punto

La taberna de monsieur Defarge había abierto más temprano que los demás días. Desde las seis de la mañana, pálidos rostros pegados a las rejas de las ventanas habían visto en el interior otras caras macilentas inclinadas sobre sus vasos. Monsieur Defarge despachaba siempre un vinillo de ínfimo precio hasta en los años de abundante cosecha, pero nunca había sido tan malo como en aquella época; era una bebida indescriptible, agria y, sobre todo, irritante, a juzgar por el mal humor que infundía a los que la saboreaban. Ninguna llama báquica salía del zumo de vid que vendía Defarge, pero ocultaba en las heces de sus cubas un fuego siniestro que ardía en la sombra.

Hacía tres días que la taberna se llenaba al amanecer, y a decir verdad parecía que se iba allí, más que a beber, a hablar de asuntos graves. La mayor parte de los individuos que, saludándose en voz baja, habían entrado desde que abrieron la puerta no habrían podido dejar un ochavo en el mostrador para salvar su alma, y, sin embargo, se interesaban tanto por el objeto de la reunión como los que bebían y, pasando de una mesa a otra, recogían palabras en vez de vino y las escuchaban con atención.

A pesar de tan inusitada concurrencia de parroquianos, no se hallaba en la taberna el amo, pero nadie le echaba de menos, nadie preguntaba por él ni le buscaba siquiera con la mirada. Ninguno de los que cruzaban la puerta se admiraba de ver a madame Defarge presidiendo la distribución de los vasos, al lado de una taza llena de monedas de cobre, deformadas, sucias, y cuya efigie primitiva estaba tan borrada como la efigie humana que las había sacado del bolsillo. Los espías, que algunas horas después se introdujeron en la taberna como lo hacían en todas partes, desde el palacio real hasta la celda del convicto, vieron únicamente en los semblantes un aire indiferente o distraído. Los jugadores de naipes eternizaban las partidas y los demás construían torres con los dominós o trazaban cifras con la punta del dedo en las mesas manchadas de vino. Madame Defarge, en su mostrador, dibujaba el patrón de sus mangas con la punta del mondadientes, y veía con los ojos bajos cosas invisibles para todos los demás.

Así transcurrió la primera parte del día. Dieron las doce y entraron dos viajeros en el arrabal de Saint Antoine. Uno de ellos era monsieur Defarge, y el otro, un caminero que se distinguía por su gorro azul y por estar cubierto de polvo. Se encaminaron a la taberna, pero el rumor de su llegada, esparciéndose de calle en calle, había encendido en el arrabal un fuego interior que rostros inflamados revelaban en puertas y ventanas. Sin embargo, nadie los siguió y, cuando entraron en el local, ninguno de los parroquianos les dirigió la palabra.

Pero, habiéndoles dado monsieur Defarge los buenos días, todas las lenguas se desataron y devolvieron el saludo.

—Mal tiempo, señores —dijo el tabernero, moviendo la cabeza.

Cada cual miró al que tenía al lado, bajó la mirada y se sentó en silencio.

Entonces se levantó un individuo y salió de la taberna.

—He hecho una gran parte del camino con este hombre que se llama Jacques —continuó el tabernero, dirigiéndose a su mujer—. Le he encontrado por casualidad a unas veinte leguas de París. Dale de beber, porque tiene sed y es un excelente compañero de viaje.

Se levantó otro individuo y salió mientras la tabernera daba un vaso lleno al recién llegado.

El caminero se quitó el gorro azul, saludó a los presentes y se bebió de un trago el vinillo de monsieur Defarge. Sacó después de la blusa un pedazo de pan moreno y, mientras comía y bebía, otro individuo se levantó y desapareció como los anteriores.

Defarge necesitaba también un refrigerio, pero, como el vino no era para él fruta vedada, bebió muy poco en comparación con el campesino, y esperó sin sentarse a que éste acabase su almuerzo. Nadie le miraba, y él no miraba a nadie, ni siquiera a su mujer, que había tomado otra vez su labor.

—¿Has acabado? —le preguntó al caminero cuando éste dio fin al pan.

—Sí —respondió el aldeano.

—Pues sígueme; ven a ver tu cuarto.

Salieron de la taberna, se dirigieron al patio, subieron una escalera empinada y sucia, y se encontraron en la buhardilla donde en otro tiempo el hombre de la cabeza canosa hacía zapatos. El anciano no estaba, pero en ella se habían reunido los tres individuos que habían salido de la taberna uno por uno: su única relación con el zapatero consistía en que eran los mismos que miraban por las rendijas de la pared en el momento en que la señorita Manette fue a buscar al antiguo cautivo.

El tabernero cerró la puerta con cuidado y dijo en voz baja:

—Jacques primero, Jacques segundo, Jacques tercero, éste es el testigo a quien había dado cita. Yo, Jacques cuarto, le suplico que os diga todo lo que ha visto y todo lo que ha podido averiguar. Habla, Jacques quinto.

—¿Por dónde debo empezar, señor? —preguntó Jacques quinto, enjugándose la frente con el gorro azul.

—Por el principio —respondió monsieur Defarge.

—Lo vi entonces, señores —dijo Jacques quinto—, hace meses, iba colgado debajo de la carroza, sujeto a la cadena. Era la hora de dejar el trabajo, el sol iba a ocultarse y el carruaje del señor marqués subía lentamente el cerro arrastrándole en esta posición.

El caminero repitió la pantomima que había ejecutado delante del marqués, y que necesariamente había perfeccionado porque hacía tres meses que era la única distracción de la aldea.

—¿Le conocías? —le preguntó Jacques primero al testigo.

—No —respondió el caminero, recobrando la verticalidad.

—¿Cómo pudiste reconocerle después? —dijo Jacques segundo.

—Por su elevada estatura —contestó el aldeano, tocándose la punta de la nariz con el dedo índice de la mano derecha—. Cuando el señor marqués me preguntó cómo era, «Alto como un fantasma», le contesté.

—Tendrías que haber respondido que era pequeño como un enano —dijo Jacques segundo.

—¿Qué sabía yo? —repuso el caminero—. Todavía los hechos no se habían consumado. Tened en cuenta además que no fui yo el que se ofreció a declarar. Estaba cerca de la fuente, el señor marqués sacó la mano por la portezuela y dijo señalándome: «Gabelle, dile a ese rústico que se acerque». Ya veis, señores, que no tenía otro remedio que obedecer.

—Tiene razón —le dijo monsieur Defarge a Jacques segundo—. Continúa, Jacques quinto.

—¡Bien! —dijo el aldeano, con aire misterioso—. El hombre es un fugitivo, pero lo buscan. ¿Desde cuándo? Nueve meses… diez… once…

—Qué más da —dijo el tabernero—. Está bien escondido, pero por desgracia lo descubren. Continúa.

—Entonces vuelvo a trabajar a mi puesto del monte y el sol está a punto de acostarse otra vez. Recojo mis herramientas para bajar a la aldea a descansar, cuando he aquí que alzo la mirada y veo que unos soldados suben por el camino. Son seis y en medio de ellos distingo un hombre, buen mozo, con los brazos atados… así… —El aldeano, con ayuda de su imprescindible gorro, representó a un hombre atado de codos por la espalda—. Me aparto a un lado, detrás de un montón de piedras, para ver a los soldados y al preso, porque el camino está tan desierto que de vez en cuando distrae ver pasar algún viajero. Se van acercando y, como os decía no ha mucho, son seis soldados con el buen mozo. Los siete me parecen casi negros, a excepción del que va por el lado donde se oculta el sol, que parece de color rojo. Sus sombras se prolongan sobre la pendiente, son como sombras de gigantes. Después veo que están cubiertos de polvo, y que el del camino se levanta en torno a ellos a cada paso que dan: ¡plan! ¡plan! ¡plan! Estoy seguro de que los oyen desde la aldea. Finalmente, cuando llegan a donde estoy yo parado, reconozco al preso, que me reconoce también a mí. ¡Pobre muchacho! ¡Qué contento se pondría si lo empujara cerro abajo como cierta tarde que lo encontré casi en el mismo sitio! —El caminero parecía hallarse aún allí y era evidente que la escena cuyos detalles explicaba se representaba ante sus ojos—. Como podéis imaginaros —prosiguió—, no digo delante de los soldados que conozco al preso, y él hace lo mismo, pero por la mirada entendemos los dos que nos hemos reconocido. «¡Alerta, muchachos!», dice el jefe a los soldados señalándoles la aldea. La tropa estrecha las filas para obedecer a su jefe y yo los sigo con las herramientas al hombro. Las cuerdas aprietan tanto al preso que tenía los brazos hinchados, los zapatos le pesan y lo obligan a cojear y, como esto le impide avanzar, lo empujan por la espalda con la culata de los fusiles. Lo derriban dos veces. Los soldados se ríen y lo ayudan a levantarse. ¡Si pudierais verlo! Tiene toda la cara ensangrentada y cubierta de polvo y, como no puede secarse con las manos atadas, parece un condenado en vida. Llegan por fin a la aldea, y todo el mundo sale a verlos. Pasan cerca del molino, llegan al cerro y se dirigen a la cárcel, cuya puerta se abre… ¡y se lo traga!

El caminero abrió una boca de palmo y volvió a cerrarla haciendo rechinar los dientes.

—Continúa, Jacques —dijo monsieur Defarge.

—Toda la aldea —prosiguió el caminero, bajando la voz y alzándose sobre la punta de los pies—, toda la aldea vuelve a la fuente, donde cada cual emite su parecer; después, todo el mundo va a acostarse, y sueña con aquel desdichado que han enviado a la cárcel, de donde no debe salir más que para ser ahorcado. A la mañana siguiente, cuando salgo a trabajar con mis herramientas al hombro y comiendo mi ración de pan moreno, doy un rodeo y paso por delante de la cárcel. Está allí, con su pobre rostro ensangrentado y cubierto de polvo, pegado a los barrotes de hierro. Lleva aún los brazos atados, y no puede hacerme ninguna seña, pero sus ojos me miran como lo haría un cadáver.

Los tres Jacques y el tabernero escucharon este relato con gesto sombrío, intercambiando miradas de odio y de sed de venganza. Por lo demás, tenían el rostro tranquilo y su actitud era severa y llena de autoridad. Dos de estos jueces implacables estaban sentados sobre un jergón con la barba apoyada en una mano, mirando al caminero, y Jacques tercero, no menos atento, estaba arrodillado detrás de ellos acariciándose con los dedos crispados sus labios pálidos. Monsieur Defarge, en pie entre los jueces y el testigo, que había colocado cerca de la ventana, miraba alternativamente al caminero y al tribunal.

—Continúa, Jacques —dijo después de un momento de silencio.

—Está allí más de una semana —explicó el campesino del gorro azul—. Toda la aldea se muere de miedo y no se atreve a acercarse, pero lo observan de lejos; y al anochecer, cuando terminado el jornal nos juntamos en la fuente, todos volvemos la cabeza hacia la cárcel. Ya os podéis figurar cuánto se habla allí: unos dicen en voz baja que no será ejecutado y que se han hecho alegatos en los que se demuestra que se había vuelto loco desde la muerte de su hijo, y hasta añaden que uno de esos alegatos ha llegado a manos del rey. Yo no sé lo que hay de cierto sobre este punto, pues lo mismo puedo decir que es verdad como que es mentira.

—Sí, Jacques; es cierto —dijo uno de los jueces—. Uno de esos alegatos fue presentado al rey y a la reina. Defarge lo entregó un día exponiendo su vida y viéndose casi atropellado por los caballos del coche. Nosotros cuatro vimos ese alegato en manos del rey.

—Sí, Jacques —dijo el hombre que estaba arrodillado detrás de sus compañeros y que con su mano convulsiva se acariciaba la boca como si lo dominase un hambre canina—; sí, Jacques, y los guardias del rey de a pie y de a caballo rodearon al que entregó el alegato y lo maltrataron. ¿Lo oyes, Jacques? Lo maltrataron.

—Está bien —dijo monsieur Defarge—; continúa, Jacques quinto.

—Otros dicen —prosigue el campesino—, en las conversaciones de la fuente, que la han traído a la aldea para darle muerte en la misma región donde se cometió el crimen, y que indudablemente será ejecutado, y hasta no falta quien asegura que, habiendo asesinado al señor marqués, y considerándose a éste padre de sus feudatarios, se le aplicará la pena de los parricidas. Uno de los viejos de la aldea dice que le pondrán un puñal en la mano derecha y se la quemarán toda, que después le harán en los brazos, en el pecho y en todo el cuerpo heridas donde echarán aceite hirviendo, plomo derretido, resina, azufre y cera encendida, y que finalmente le arrancarán los miembros descuartizándolo con caballos. Aquel viejo dice que así se había hecho con un parricida que había atentado contra la vida de Luis XV. ¿Cómo puedo decir si miente cuando ni siquiera sé leer?

—¡No mentía… no! —dijo el que escuchaba arrodillado—. Óyeme, Jacques, y no olvides lo que voy a decirte. Ese parricida se llamaba Damiens, y se cometieron con él todos esos horrores en pleno día, en medio de la calle. Entre la multitud que fue a gozar de esos tormentos se veían en gran número mujeres de distinción, mujeres elegantes que no se marcharon hasta el fin del suplicio, ¡hasta el fin, Jacques! Era de noche, el desgraciado había perdido un brazo y dos piernas y aún respiraba. Sí, todo eso se hizo. Pero ¿qué edad tienes?

—Treinta y cinco años —respondió el aldeano, que representaba sesenta.

—Pues podías haberlo visto, porque tenías más de diez años entonces.

—¡Basta! —dijo monsieur Defarge con impaciencia—. Continúa, Jacques.

—Como iba diciendo —repuso el caminero—, unos dicen una cosa; otros, otra, y no se habla más que del preso. Yo creo que hasta la fuente da su parecer y charla como nosotros. Finalmente, un domingo por la noche, cuando toda la aldea duerme, algunos soldados, no sé cuántos, bajan de la cárcel, se paran y se oyen sus fusiles resonar en las piedras de la calle. Algunos labradores cogen el azadón, y he aquí que empiezan a cavar mientras varios carpinteros cortan maderos, y los soldados ríen y cantan, y tanto trabajan que al amanecer se eleva cerca de la fuente una horca de doce metros de altura. —Los ojos del caminero traspasaron el techo y alzó las manos como si hubiera visto la horca levantada hacia el cielo—. Nadie trabaja, nadie lleva los animales al campo, y todo el mundo está allí, como podéis figuraros, hasta las vacas. A mediodía se oye un tambor, y los soldados, que han vuelto a la cárcel, bajan con el reo. Lleva aún los brazos atados por la espalda y, además, una mordaza que le abre la boca hasta las orejas y le hace reír, o al menos lo parece. En el extremo de la horca está el puñal con que ha asesinado al señor marqués, lo suben hasta allí, y pocos momentos después su cuerpo cuelga en el aire haciendo contorsiones.

Los cuatro Jacques se miraron mientras el campesino se secaba el rostro con el gorro azul.

—Y lo más terrible es —continuó— que su cadáver sigue allí colgado. ¿Cómo queréis que vayan las mujeres a sacar agua? ¿Podremos juntarnos en la fuente y hablar debajo del ahorcado? Cuando salí el lunes por la noche se ocultaba el sol; al llegar a lo alto del cerro, vuelvo la cara y, ¿qué veo? La sombra de aquel desgraciado se extiende sobre la iglesia, sobre el molino, sobre la cárcel, y llega, señores, hasta el punto donde la tierra se junta con el cielo.

El hombre hambriento se mordía las uñas mirando a sus tres compañeros y sus dedos se estremecían por el hambre horrible que le devoraba.

—He aquí lo sucedido, señores. Salí de la aldea al ocultarse el sol como me habían mandado; continué andando toda la noche y toda la mañana del día siguiente hasta que encontré a este amigo; después seguimos nuestro camino juntos, un trecho a pie, otro en coche y, por último, aquí estamos todos.

—Bien —dijo el primer Jacques, después de un instante de silencio—; eres un hombre honrado y has dicho la verdad. Haz el favor de salir y esperar fuera algunos minutos.

Monsieur Defarge salió con el campesino, que fue a sentarse en los primeros escalones, volvió después a la buhardilla y, cuando entró, vio a los tres compañeros formando un corro y al parecer en plena deliberación.

—¿Qué te parece? —preguntó el primero de los tres Jacques.

—Hay que ponerlos en la lista.

—Sí —respondió el tabernero—, hay que destruirlos.

—¿La familia y el castillo?

—La familia y el castillo —confirmó el tabernero—: exterminio completo.

—¿Estás completamente seguro de que nuestro modo de llevar las cuentas no nos creará algún día dificultades? —dijo Jacques segundo al tabernero—. Es un lenguaje muy secreto porque nadie sabe que exista: pero ¿podremos descifrarlo… o, más bien, será ella capaz de hacerlo?

—Jacques —respondió el tabernero, irguiéndose con orgullo—, mi mujer grabará de tal suerte en su memoria todas nuestras cuentas que no perderá una sílaba. No temas: esa faja de punto de media que, según una combinación especial, forma una escritura de caracteres fijos, no dejará de ser clara para la que la hace. Créeme: le costaría menos al último de los cobardes salir de este mundo que borrar del punto de media de mi mujer una letra de su nombre o de la lista de sus crímenes.

Un murmullo de aprobación acogió estas palabras y no se habló más del asunto.

—Espero que mandemos a ese campesino a su pueblo —dijo el tercer Jacques—; es tan ingenuo que podría ser peligroso.

—No sabe nada de los demás —respondió el tabernero—, y todo lo que podría decir solo serviría para hacerle prender. No temáis, eso corre de mi cuenta. Le enviaré cuando convenga; quiere ver al rey, a la reina y toda la corte; y me propongo darle ese gusto el domingo.

—¡Cómo! —exclamó el hambriento—. ¿Puede contarse con un hombre que desea ver a la nobleza y al rey?

—Jacques —respondió Defarge—, enseña leche a un gato si deseas que tenga sed, y pon un perro delante de su presa si quieres que algún día te la traiga.

Los cuatro Jacques no hicieron más observaciones y se dispusieron a bajar de la buhardilla. En los primeros escalones encontraron al campesino, que se había dormido, y le aconsejaron que fuese a acostarse en el jergón. El buen hombre no se hizo repetir la invitación, y muy pronto se sumergió en un profundo sueño.

Habría sido difícil para un viajero de su origen encontrar en París una hospitalidad más lujosa y cómoda que la del tabernero y, a excepción del temor misterioso que le inspiraba la taberna, el género de vida que llevó en casa de los Defarge fue para él tan agradable como nuevo; pero la dueña de la casa, sentada todo el día en el local, hacía tan poco caso de su presencia y parecía tan decidida a manifestar que ni siquiera reparaba en él, que se estremecía cada vez que sus ojos se posaban a su pesar en aquella mujer impasible. ¿En qué estaba pensando? ¿Quién podría explicar lo que imaginaría ni lo que trataba de hacer? «No dudo —decía para sí el campesino— de que si se le antojase afirmar que me había visto matar a un hombre, no vacilaría en nada y me vería ahorcar sin despegar los labios».

Así pues, cuando llegó el domingo, nuestro caminero no quedó muy satisfecho al ver que madame Defarge lo acompañaba a Versalles. ¿Cómo no había de turbarse teniendo a su lado en el coche público a aquella mujer que sacó la labor y empezó a trabajar sin levantar la mirada? ¿Cómo no había de desconcertarse más y más al encontrársela también a su lado entre la multitud sin que la inminente aparición del rey pudiera distraerla de su sempiterno punto?

—¡Con cuánto afán trabajáis, señora! —le dijo uno de los que estaban a su lado.

—Tengo que trabajar mucho —respondió madame Defarge.

—¿Puede saberse a qué destináis esas fajas de punto?

—A muchas cosas.

—¿Qué cosas son ésas?

—Sudarios.

El curioso se alejó de la tabernera en cuanto le fue posible, y el caminero sintió un calor tan extraordinario que se vio obligado a abanicarse con su gorro azul.

Sin embargo, pocos momentos después le distrajo de su terror un espectáculo que tenía para él muchos atractivos. Aparecieron entonces en su carroza dorada el rey de robustas mandíbulas y la reina de hermoso rostro, seguidos por una multitud de brillantes señores y de damas risueñas y elegantemente ataviadas, y al ver tantas alhajas, penachos, seda, esplendor, belleza, rostros desdeñosos y miradas insolentes, el caminero sintió un vértigo deslumbrador y gritó en medio de su entusiasmo: «¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡Vivan los nobles! ¡Vivan todos!», como si nunca hubiera oído decir que existieran pobres Jacques.

Tanto le fascinaron aquellos jardines, aquellos patios, aquellas galerías, aquellas flores y aquellas fuentes que, después de contemplar al rey, a la reina y a toda su comitiva y de gritar: «¡Vivan todos!», acabó por llorar de admiración, y en las tres horas que duró el espectáculo no cesó de vitorear, mientras el tabernero le contenía agarrándole de la blusa, como para impedir que se arrojase sobre los objetos de su culto y los hiciera pedazos.

—¡Bien! ¡Muy bien! —le decía Defarge, dándole golpes en el hombro—. Eres un buen muchacho.

Cuando volvió en sí, el campesino empezaba a creer que tal vez se había equivocado y que sus manifestaciones habían sido una falta, pero Defarge le decía al oído:

—Has obrado bien, amigo mío; los hombres de tu carácter les hacen creer que esto durará mucho tiempo y, por lo tanto, estarán más tranquilos y todo acabará antes.

—Es verdad —dijo el caminero, pensativo.

—No sospechan nada esos locos orgullosos que te desprecian; darían muerte a cien de tus iguales antes que a uno de sus caballos o de sus perros, pero creen lo que les dicen y no saben más. Continúa engañándolos, amigo mío, continúa; es necesario que la ilusión los ciegue.

Madame Defarge miró al caminero con expresión imperiosa e inclinó la cabeza afirmativamente.

—¿Aplaudirás y llorarás siempre que la multitud grite? —le preguntó la tabernera.

—Es muy posible, señora.

—Si te enseñasen un montón de muñecas y te arrojasen sobre ellas diciéndote que las hicieras pedazos, ¿elegirías la más brillante?

—¡Sí, por cierto!

—Si te pusieran delante de una bandada de pájaros que no pudieran huir y te mandasen que los desplumaras en tu provecho, ¿exterminarías al que tuviese el plumaje más rico?

—Sí, sin vacilar.

—Pues has visto aquí magníficas muñecas y ricos pájaros —le dijo la tabernera, indicando el sitio por donde acababa de pasar la corte—. Ya puedes volverte ahora a tu aldea.

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