Historia de dos ciudades

III. Las sombras de la noche

III

Las sombras de la noche

Es muy asombroso, para quien se toma el trabajo de reflexionar sobre este punto, que los hombres estén constituidos de tal modo que son unos para otros un misterio impenetrable. Cuando entro en una ciudad populosa por la noche, pienso que cada una de las casas agrupadas en la sombra tiene secretos que le pertenecen, que cada uno de los aposentos que encierran tiene su propio secreto, y que cada uno de los corazones que laten en el pecho de sus miles de habitantes es un secreto para el corazón que está a su lado y que le es más querido. Hay en este misterio algo más terrible y desgarrador que la Muerte. No podré volver más las hojas de ese libro amado que esperaba en vano leer hasta el fin; ni sondearé más con la mirada esa agua profunda donde a la luz de los relámpagos vislumbré un tesoro. Estaba escrito que el libro se cerraría para siempre tan pronto como hubiera descifrado la primera hoja; estaba escrito que el agua en la que hundía mis ávidos ojos se cubriría con un hielo eterno en el momento en que la luz se reflejara en su superficie, y que me quedaría en la orilla, ignorando las riquezas que ocultaba. Mi vecino, mi amigo, ha muerto; la que amaba, la que era la alegría y la dicha de mi corazón, ha dejado de vivir, y su muerte es la inexorable continuidad del secreto que hubo siempre en el fondo de su alma, como hay uno en mí que me llevaré a la tumba. ¿Hay en alguno de los cementerios de esta ciudad por la que paso un durmiente más inescrutable de lo que sus habitantes, en su más íntima personalidad, son para mí, o yo para ellos?

En este asunto, su herencia natural e inalienable, el mensajero tenía exactamente las mismas prerrogativas que el rey, que el primer ministro o que el más rico comerciante de la capital. También cada uno de los tres viajeros encerrados en el coche correo de Dover era para los otros dos un misterio tan completo como si entre ellos se extendiera el territorio de todo un condado.

El bueno de Jerry trotaba entretanto camino de Londres, parándose en casi todas las tabernas, pero sentándose en un rincón sin pronunciar palabra y calándose el sombrero hasta los ojos, los cuales, por otra parte, estaban en completa armonía con estas medidas de prudencia. En efecto, sus ojos, negros en la superficie pero sin profundidad alguna, se acercaban uno a otro como si temieran que separándose cada cual por su lado fueran a verse sorprendidos en alguna actividad culpable; y las ojeadas que lanzaban por debajo de las alas de un sombrero de tres picos que era como un candil de garabato, y por encima de la inmensa manta que cubría el cuerpo del emisario desde las narices hasta las rodillas, tenían una expresión siniestra. Cuando quería beber, Jerry se descubría la boca con la mano izquierda, arrojaba en ella el licor con la mano derecha, y volvía a taparse apenas terminada la operación.

«No, Jerry, no —decía para sí mientras trotaba por la carretera rumiando la respuesta que llevaba a aquellos señores—, nada tiene que ver contigo tan diabólico negocio. ¡“Resucitado”! Por vida mía, casi diría, ¡Dios me perdone!, que el buen señor estaba bebido».

Esta respuesta le sumía en tanta incertidumbre que repetidas veces se quitó el sombrero para rascarse la cabeza. A excepción de en la parte superior del cráneo, calva y rasa como la palma de la mano, el mensajero tenía cabellos negros y recios como los de un cepillo, repartidos con desigualdad y dispersos en todas direcciones desde la base del occipucio hasta cerca de la raíz de sus narices anchas y chatas. Su erizada cabellera, que era como la obra de un herrero, remedaba con tal exactitud las púas que defienden el extremo de algunos muros, que los más hábiles saltarines no habrían aceptado a Jerry para jugar al pídola, pues lo habrían considerado el más peligroso de los hombres…

Mientras regresaba con la respuesta que debía dar al portero de noche en su garita a la puerta de la Banca Tellsone, las sombras de la noche formaron a sus ojos, al llegar a Temple Bar, extraños contornos, suscitados por el mensaje que había recibido; y a los de su caballo ciertas formas que nacían de sus temores y alarmas, muy abundantes a juzgar por los desvíos que hacía para alejarse de los fantasmas que veía en el camino.

Al mismo tiempo, el coche correo de Dover rodaba lentamente, rechinaba, chillaba, saltaba y agitaba con su traqueteo a los tres individuos misteriosos que llevaba en su interior. Es probable que las sombras de la noche se revelaran a estos señores, como al emisario y a su caballo, bajo la forma que les sugerían sus recelos y sus párpados hinchados por el sueño.

Entre las sombras que se cernían sobre el coche estaba la Banca Tellsone. El señor Lorry, con un brazo sujeto a la correa que le impedía caerse sobre su vecino, y le retenía en su puesto cuando el carruaje daba un salto demasiado brusco, se inclinaba hacia delante y balanceaba la cabeza con los ojos medio cerrados. Los faroles que centelleaban pálidamente a través de los cristales empañados y el cuerpo del viajero que estaba sentado enfrente de él se transformaron poco a poco en una casa de banca e hicieron un número prodigioso de transacciones. Las campanillas de los caballos se convirtieron en el ruido metálico de las monedas, y en menos de cinco minutos se pagaron más letras de cambio de las que la Banca Tellsone, a pesar de sus inmensas relaciones, pagaba en todo un día. Se abrieron después ante los ojos del señor Lorry los subterráneos del banco, llenos de valores y secretos importantes, que él conocía muy bien, y los recorrió con una vela en una mano y en la otra un manojo de llaves enormes, encontrándolos precisamente en el mismo estado que en su última inspección.

Pero, aunque continuaba en el edificio de los Tellsone y no había salido aún del coche, cuya presencia sentía vagamente como el dolor bajo el efecto del opio, no dejó de tener en toda la noche la impresión de que iba a París para desenterrar a un muerto y sacarlo del sepulcro.

Entre aquella multitud de caras lívidas que se alzaban en torno a él, ¿cuál era la del fantasma que iba a desenterrar? Las sombras de la noche no se lo indicaban. Todas aquellas caras eran las de un hombre de cuarenta y cinco años, y no se diferenciaban unas de otras más que por las pasiones que expresaban y el aire siniestro de sus facciones envejecidas y abrumadas. El orgullo, el desdén, la ira, el recelo, la tenacidad, la estupidez, la debilidad y la desesperación pasaban ante sus ojos uno tras otro, así como una variedad de mejillas huesudas, de tintes cadavéricos, de manos flacas y de esqueletos secos; pero en el fondo se veía siempre la misma figura, la misma cabeza prematuramente encanecida.

Por centésima vez dirigió nuestro viajero la siguiente pregunta al espectro:

—¿Cuántos años hace que estáis enterrado?

—Dieciocho —respondió el espectro que cien veces le había dado la misma respuesta.

—¿Habíais renunciado a la esperanza de volver al mundo?

—Hace mucho tiempo.

—¿Sabéis que vais a volver a la vida?

—Eso me han dicho.

—¿Estáis contento de volver a vivir?

—No lo sé.

—¿Tengo que traérosla o vendréis a buscarla?

Las respuestas que daba el espectro a esta pregunta eran contradictorias. Unas veces murmuraba con voz entrecortada:

—Hay que esperar; su presencia me mataría si la trajeseis muy pronto.

Otras veces decía con amor y prorrumpía en llanto:

—Llevadme a su lado.

O bien exclamaba con acento delirante:

—¿Qué queréis decir? No conozco a nadie; no os entiendo.

Después de este diálogo imaginario, el señor Lorry cavaba, cavaba, cavaba la tierra, ora con una azada, ora con una enorme llave, ora con las uñas, para liberar al desgraciado que debía volver a la vida. El espectro salía por fin con los cabellos y el rostro cubiertos de tierra, y volvía a caer de pronto reducido a cenizas.

El viajero se despertaba estremecido y bajaba el cristal para volver a la realidad al contacto con la lluvia y la niebla que le humedecían la frente y las mejillas. Pero, hasta con los ojos abiertos hacia el cielo encapotado y el resplandor trémulo de los faroles y el vallado del camino, veía en el campo las mismas formas que le perseguían dentro del coche. La Banca Tellsone real, los negocios reales del día anterior, los subterráneos reales del edificio, la carta real que había recibido y la respuesta real que había dado a Jerry… estaba todo ahí fuera. Y entre la niebla se alzaba un lívido espectro a quien volvía a preguntar:

—¿Cuántos años hace que estáis enterrado?

—Dieciocho.

—¿Estáis contento de volver a vivir?

—No lo sé.

Y cavaba, cavaba, cavaba la tierra hasta que uno de los viajeros, con un movimiento de impaciencia, le dijo con enojo:

—Cerrad esa ventanilla.

Y, volviendo a sujetar el brazo a la correa, se preguntaba quiénes podrían ser sus compañeros de viaje, y de conjetura en conjetura volvía a encontrar en las dos masas dormidas la Banca Tellsone y el espectro de ojos hundidos, y preguntaba:

—¿Cuántos años hace que estáis enterrado?

—Dieciocho.

—¿Habéis renunciado a la esperanza de volver al mundo?

—Hace mucho tiempo.

Estas últimas palabras vibraban aún en su oído, tan claramente como las palabras mejor pronunciadas que le hubieran dicho jamás, cuando se despertó de pronto y vio huir las sombras de la noche, espantadas por la primera luz del día.

Se asomó a la ventanilla y miró el resplandor que aparecía en oriente. Llamó su atención un surco donde el labrador había dejado el arado, y algunos pasos más allá un arbolillo cuyas ramas conservaban muchas hojas de un rojo encendido y de un amarillo de oro. La tierra estaba húmeda y fría, pero el cielo estaba sereno y el sol esparcía su luz fecunda y brillante.

—¡Dieciocho años! —murmuró el señor Lorry de cara al sol—. ¡Divino creador de la luz! ¡Enterrado vivo dieciocho años!

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